Capítulo 10

—¿El duque está aquí? —repitió Sir Harvey—. ¿Qué duque?

Paolina lo miró con fijeza y él comprendió. Pero, antes que pudiera contestar, ella había cruzado corriendo a su lado, las manos extendidas, los ojos angustiados.

—Debemos irnos —dijo Paolina—. Debemos huir a toda prisa. ¿No comprendes? Te matará, o te hará detener por lo que le hiciste. ¡Pronto! Huye mientras puedes hacerlo todavía.

Perdió el control de sí misma y, con los puños apretados, empezó a golpear el pecho de Sir Harvey.

—¡Vete! ¡Vete! —gritó—. Te matará y yo no podría soportarlo.

La voz de ella se quebró y Sir Harvey pareció recobrarse del silencio estupefacto con que la había escuchado. La tomó de las muñecas y le sostuvo las manos contra su pecho.

Como si su contacto le hiciera comprender de pronto lo que estaba haciendo, Paolina se quedó inmóvil, mirándolo con trágica expresión.

Él, mirándola a los ojos como si la estuviera viendo por primera vez, con un movimiento rápido, inesperado, la tomó en sus brazos.

La sostuvo solo un momento. Después, inclinó la cabeza, y sus labios se aferraron a los de ella en un salvaje beso, largo y apasionado, que pareció unirlos en forma inexorable.

Una repentina llama surgió del cuerpo de Paolina y su calor la abrazó. El terror, la preocupación, todas sus inquietudes, desaparecieron. Un éxtasis intenso, diferente a cuanto había conocido, la hizo sentir como si volara con alas invisibles al corazón del sol.

Entonces, en la misma forma repentina en que él la había tomado en sus brazos la soltó y se volvió de espaldas. Paolina se quedó inmóvil, tan atontada como si hubiera caído de lo más alto del firmamento hacia la tierra. Instintivamente, se llevó un dedo a los labios, en busca de las huellas de aquel beso.

—Lo siento —dijo Sir Harvey con una voz ronca de emoción.

—Así que me… quieres… un poco.

La voz de Paolina pareció llegar desde muy lejos.

—Olvida lo que sucedió —dijo Sir Harvey, todavía de espaldas a ella.

—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Paolina—. Ahora entiendo lo que yo había estado… sintiendo, lo que debí comprender desde… hace mucho tiempo. Te amo.

Él se volvió hacia ella, los ojos oscuros de angustia, los labios retorcidos en un gesto de dolor.

—No lo digas —ordenó con aspereza—. No es cierto.

—Es la verdad —afirmó ella con los ojos muy brillantes.

Él se quedó mirándola, embelesado.

—Es cierto —insistió Paolina—. Lo ha sido desde hace tiempo… desde que nos conocimos. Y, sin embargo, yo no había comprendido. Sólo me sentía lastimada, celosa y desventurada porque tenía miedo de no gustarte. Y ahora sé que te gusto… ¡dime que sí!

Extendió las manos hacia él y, atraído hacia ella contra su voluntad, Sir Harvey, acercándose, la tomó en sus brazos con lentitud, renuente casi, hasta que perdió el control sobre sí mismo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó y la besó de nuevo.

Esta vez sus besos fueron alocados, apasionados y posesivos. Le besó la boca, los ojos, las mejillas y el pulso que latía en la base del blanco cuello.

—¡Te amo! —confesó por fin, en una voz profunda y vibrante de pasión—. He luchado contra esto. He tratado de negarlo. Pero es demásiado fuerte para mí. ¡Te amo!

A Paolina le pareció que el mundo entero giraba a su alrededor y se detenía de pronto. Esto era lo que había esperado toda su vida, lo que había estado buscando, lo que había soñado.

—¡Te quiero!

Apoyó la mejilla contra el hombro de él, en una actitud de completa dicha, que era más espiritual que física.

—¡Te amo!

Ambos repetían frases incesantemente, aunque no las pronunciaran sus labios.

Sir Harvey la estaba besando de nuevo. Ahora, desprendió las horquillas que sostenían el dorado cabello para dejarlo caer sobre los hombros de Paolina y sepultar su rostro en él.

—He deseado hacer esto… con tanta frecuencia —murmuró y la besó de nuevo.

Por un largo rato, no pensaron nada, ni recordaron nada. Se abandonaron a las intensas sensaciones de placer que les recorrían las venas y que los hacían estremecerse de sólo verse o tocarse.

Después de algún tiempo, como si las piernas se negaran ya a sostenerlos, se sentaron en la orilla de la cama de Sir Harvey. Ahí, él besó cada uno de los dedos de Paolina, sus palmás suaves y sonrosadas, las pequeñas venas de sus muñecas.

—Amo todo esto —dijo—, porque es parte de ti… porque todo es perfecto como lo eres tú.

Al fin Paolina rompió el hechizo exclamando con voz llena de pánico:

—¡El duque! Nos habíamos olvidado de él…

Sir Harvey lanzó un profundo suspiro. Él, también, se había olvidado del duque.

—Debemos marcharnos —exclamó Paolina—. ¡Oh, mi cielo! No puedo dejar que te haga daño ahora.

—No me hará nada —contestó Sir Harvey automáticamente. Se puso de pie al decir eso.

—Lo nuestro es una locura —dijo después de un momento con voz áspera—. Sabes que es imposible. ¿Cómo pude ser tan loco para decirte que te amo, cuando ambos sabemos que esto no puede ser para nosotros sino un sueño irrealizable?

—Pero ¿por qué? ¿Por qué? —preguntó Paolina.

—Porque tú sabes lo que soy. No soy el esposo adecuado para ti… ni para ninguna otra mujer, en realidad.

—Pero yo te quiero —dijo ella en tono patético.

—Y yo a ti. He luchado contra este amor, creo, desde el principio. Debí haber comprendido lo que iba a pasar cuando nos sentamos en los acantilados.

—Fue ese primer día, en que fuiste tan bondadoso conmigo —murmuró Paolina con voz muy suave.

—Si hubiera sido un poco sensato, habría echado a correr, en lugar de cargar contigo a cuestas —dijo Sir Harvey—. Debí adivinar que tu belleza me cautivaría y que te apoderarías para siempre de mi corazón.

Atravesó la habitación, sin desprender los ojos de ella.

—Te he observado con mucho cuidado, Paolina. Eres la clase de mujer con que todos los hombres soñamos: buena y gentil, bondadosa y tierna, todas las cosas que otras mujeres olvidan con frecuencia, porque creen que sólo cuenta la belleza. Al mismo tiempo, eres tan hermosa, que tu rostro me acompaña siempre dondequiera que estoy, aun cuando duermo.

—Cuando hablas así, me haces sentir deseos de llorar —contestó Paolina, y sus ojos brillaban como estrellas—. Y, sin embargo, me siento muy orgullosa.

—Dios sabe bien que no tienes nada de qué estar orgullosa respecto a mí —dijo Sir Harvey con amargura—. Mírame tal como soy: un hombre que se dice aventuro y que vive de su ingenio, pero ello no es más que una forma elegante de decir que es un ladrón común. Nací como caballero; aunque, por necesidad, he tenido que abandonar las normás de mi propia clase. No creas que ignoro mis defectos, pero no tengo otro modo de ganarme la vida. No soy digno de ti, Paolina.

—Te amo más porque eres sincero. No te amo por lo que haces, sino por lo que eres: un hombre bueno y generoso como pocos.

—Quisiera poder creerte, mi amor; pero digo la verdad cuando aseguro que mi amor te ofende y que no merezco ni tocar el borde de tu vestido.

Puso las manos sobre los hombros de ella.

—Olvídame. Olvídame tan pronto como puedas. Te amaré siempre, y cuando todo lo demás en la vida me falle, recordaré que una vez dijiste, con tu habitual dulzura e inocencia, que me amabas.

—Hablas como si fueras a dejarme —murmuró Paolina—. Adonde quiera que tú vayas, iré contigo.

Sir Harvey negó con la cabeza.

—Te vas a quedar aquí —afirmó—. Ambos nos quedaremos hasta que te hayas casado con el conde.

Paolina lanzó un pequeño grito, como el de un animal herido.

—No puedo casarme con él. Sabes que es a ti a quien amo.

Sir Harvey se sentó junto a ella y le tomó la mano.

—Escucha, mi pequeño amor —habló con suavidad—. Te contaré mi historia. Nací en Inglaterra y mi padre era Sir Courtney Drake, de la Casa Watton, en Worcestershire. Era un anciano muy orgulloso y tiránico y yo, como todos los jóvenes, me rebelaba contra él. Quería pensar por mí mismo y ser mi propio amo.

Sir Harvey hizo una pausa y después de un momento continuó:

—Marché a Londres y me volví parte de un grupo muy alegre de jóvenes calaveras, que pasaban el tiempo organizando carreras de caballos, peleas de gallos y juegos de azar.

—Debes haberte divertido mucho —murmuró Paolina con una sonrisa.

—Nos divertimos muchísimo —concedió Sir Harvey—, aunque me atrevo a decir que fuimos una verdadera plaga para los demás. Los jóvenes son siempre desconsiderados hacia los sentimientos ajenos.

—Tú no —dijo ella a toda prisa.

—¡Oh, sí! Mi padre, entonces, hizo un testamento dejando a mi tío, su hermano menor, como mi tutor, hasta que éste considerara que yo era capaz de hacerme cargo de mis propiedades.

Al ver que Paolina lo escuchaba con atención, Sir Harvey prosiguió su relato:

—Yo no tenía siquiera idea de la existencia de ese testamento, hasta que murió mi padre, hace unos seis años. Tenía yo entonces veintitrés, y me consideraba perfectamente capaz de manejar mis propios asuntos. Pero mi tío, que no sentía ninguna simpatía por mí, se negó a entregarme el manejo de la casa y de mi herencia. Dijo que era mi tutor y que continuaría siéndolo. Ya te imaginarás mi ira al encontrarme con una especie de perro guardián, dispuesto a frenar mis movimientos.

—Pero, tu tío no podía intentar quedarse en esa posición para siempre.

—Eso fue exactamente lo que sucedió. Sin que mi padre lo supiera, había perdido mucho dinero. Vio la oportunidad de vivir cómodamente por el resto de sus días. Se instaló en la Casa Watton y yo, desde luego, le dije que sometería mi problema al rey. Entonces demostró lo listo que era.

—¿Qué hizo? —preguntó Paolina.

—Me acusó de robo. No tenía, por supuesto, ningún motivo para ello. Me acusó de robarle unos bonos que, según él, había colocado en la caja fuerte, y a la que, después de la muerte de mi padre, sólo yo tenía acceso. Sospecho que esos bonos sólo existieron en su imaginación, pero de cualquier modo, consiguió que Su Majestad, el Rey Jorge II, me desterrara del país.

—¡Pero, es increíble! ¿Cómo se pudo cometer tal injusticia? —exclamó Paolina.

—Mi reputación era mala —contestó Sir Harvey—. Yo había molestado a varios de los más distinguidos ministros de Su Majestad. Todos habían querido bien a mi padre y estaban dispuestos a creer lo que afirmaba mi tío, un hombre de su propia edad. Cuando me dijeron lo que se había decidido, perdí los estribos. Salí de Inglaterra sin tratar de defenderme, sin molestarme siquiera en llevar suficiente dinero para vivir. Ahora veo que fue una tontería de mi parte; pero era tanta mi ira que no pude pensar con claridad.

—Lo comprendo muy bien —murmuró Paolina.

—Estaba decidido a demostrarles que podía pasármelas sin dinero, sin influencias y, de ser necesario, sin honor. He logrado sobrevivir de algún modo y no puedo decir que mi actitud de desafío haya lastimado a nadie, sino a mí. Hace poco me humillé escribiendo a Su Majestad para pedir que reabriera mi caso y que me permitiera volver a casa a cuidar de mis propiedades, pero el sacrificio de mi orgullo fue en vano, porque Su Majestad no se dignó contestarme.

—¡Oh, qué crueldad! —exclamó Paolina—. ¡No sabes cuánto lo siento!

—Ahora te das cuenta, ¿verdad?, de que no puedo pedirte que compartas mi vida. No tengo dinero; sólo lo que voy obteniendo mientras recorro el mundo con las únicas armás de que dispongo: mi cerebro y mi espada.

—Yo no pediría nada más —murmuró Paolina.

Él sonrió con visible tristeza.

—No siempre puedo estar seguro de que ello puede proporcionarme un techo, ni tres comidas al día.

—Nada de eso importa mientras yo pueda estar contigo —dijo Paolina con voz llena de pasión.

Él le acarició la mejilla.

—No digas tales cosas, mi amor —suplicó—. Lo haces más difícil para mí.

—¿No comprendes que tengo que decirlas? No puedes obligarme ahora a que me case con el conde. ¿Cómo podría hacerlo, si te amo a ti? No me importará vivir en una choza o recorrer los caminos descalzos, si estamos juntos.

—¡Oh, niña mía! —exclamó él con suavidad—. No sabes lo que dices. No comprendes qué clase de vida es ésa. Podrías resistirla al principio, pero yo no soportaría ver tu desilusión. No resistiría que tu belleza se marchitara a causa de las penalidades a que te expondría. Ni podría soportar verte sufrir.

—Pero, yo no sufriría si estuviera contigo —insistió Paolina—. Seríamos felices… maravillosa, locamente felices… porque nos amamos.

—No me tientes… por tu propio bien no debo ceder. ¿Crees que es fácil para mí, amándote como te amo, decirte que debes casarte con otro? Sin embargo, tiene que ser así. Tenemos un poco de dinero por el momento. Pronto se acabará. Estamos viviendo a un ritmo prodigioso, pues es la única forma de lograr que te cases bien. Pero quiero decirte una cosa.

—¿Qué? —preguntó Paolina.

—Que cuando te cases, no tocaré un centavo de tu fortuna.

—Pero, tienes que hacerlo. Ése era el plan original.

—Lo era, como tú lo has dicho. Pero ahora todo ha cambiado. El día que te cases, me marcharé y no volverás a verme nunca.

—¡No! ¡No! No puedo dejar que hagas eso. No lo soporto —suplicó Paolina.

Con lágrimás en los ojos, trató de abrazarse a él, pero Sir Harvey se puso de pie y se alejó de ella.

—¡Déjame quedarme contigo, por favor!

Era la voz asustada de una niña que solloza en la oscuridad, pero después se convirtió en el llanto de una mujer. Él se volvió al escucharla y, en tres pasos rápidos, estaba a su lado, oprimiéndola entre sus brazos y besando su cabello.

—No llores, amada mía; no llores —le rogó. Entonces, con una voz que expresaba un infinito cansancio, añadió—: veré qué podemos hacer. Pensaré en ello. ¿Es lo que quieres que diga?

—¡Oh, sí!

Ella secó sus lágrimás, y una repentina sonrisa, entreabrió sus labios.

Era tan joven, tan inocente de las cosas del mundo, pensó él con repentina angustia y entonces pidió al cielo que le diera fuerzas para no fallarle, elevando la oración más ferviente de su vida.

Paolina, con una voz muy queda, le dijo:

—Ni siquiera te pido que te cases conmigo, si no lo deseas. Me iré contigo. Seré para ti lo que tú quieras. Pero serás libre, si lo prefieres.

Él la oprimió con tanta fuerza contra su pecho, que ella lanzó una leve exclamación de dolor.

—¿Tienes que hacerme sentir como un pillo redomado? —le preguntó él con vehemencia—. ¡Como si pudiera ofrecerte tal cosa! Pero ¿cuál sería tu vida como mi esposa? Con tu belleza, podrías casarte con quien quisieras, y sin embargo, escoges a un ser inútil, a alguien que no puede darte otra cosa que su amor.

—Pero… si eso es todo lo que quiero —murmuró Paolina—. Tu amor… para siempre.

Él la besó al escuchar esas palabras y su beso, suave y gentil, fue casi como un voto. Se sintieron de pronto como si estuvieran de pie frente a un altar suavemente iluminado, en una atmósfera de fe y santidad, en la que se prometieron amarse mutuamente toda la eternidad.

Sir Harvey rompió el hechizo de aquel momento.

—Debemos irnos —dijo.

—Sí, debemos huir…

—No huiremos —contestó Sir Harvey con voz sombría—. El duque sabe que estamos aquí y no voy a darle la espalda como un cobarde.

—Pero él podría… matarte —murmuró Paolina.

—No lo hará. Recuerda que él, como nosotros, debe obedecer en Venecia a las leyes del Senado y lo que ordene el Dux. Si el duque planea algo contra mí, no se atreverá a hacerlo aquí. Además, no voy a darle el placer de que les diga a todos que salí huyendo, y de que envíe a sus soldados tras de mí.

—No podría tocarnos si nos fuéramos a Austria —dijo Paolina.

—Todo a su tiempo. No estoy dispuesto a sacrificar nuestra estancia en Venecia en forma tan repentina. Y, sin importar lo que pase, debemos cumplir nuestros compromisos de hoy.

—¿Y después de eso?

—Haremos planes esta noche —contestó Sir Harvey mirando hacia el reloj de pared—. Estamos retrasados. Debíamos estar ya en el palacio del conde. Nos envió una nota, mientras tú descansabas, invitándonos a ver la regata desde sus balcones. Yo acepté y a él le parecerá extraño que no vayamos. Por la noche debemos asistir a un baile al que hemos sido invitados. Nos saldremos temprano; vendremos aquí y hablaremos de nosotros. ¿Te gustaría eso?

—Más que cualquier otra cosa —asintió Paolina—. Pero, amor mío, ten mucho cuidado mientras tanto.

—Tendré cuidado —prometió Sir Harvey—. Y no te perderé de vista ni un instante.

—Tengo miedo del duque —dijo Paolina estremeciéndose—. Tal vez estemos a salvo mientras permanezcamos en Venecia, pero se vengará de nosotros tarde o temprano. Es el tipo dé persona que no perdona jamás.

—Es inofensivo mientras estemos aquí y saldremos sin aviso hacia Austria —dijo Sir Harvey en tono paternal—. Deja de preocuparte. Eso hará salir arrugas en tu frente y nadie te considerará hermosa.

—¿Y dejarás de amarme entonces? —preguntó.

—Te amaré cuando estés cubierta de arrugas; cuando tu cabello esté gris y tus ojos dejen de brillar como lo hacen en estos momentos —dijo él—. ¿No entiendes que es a ti a quien amo? Idolatro tu ser entero y, sobre todo esa cosa extraña que has puesto en mis manos y que tú llamás corazón.

—Si sólo supiera que el tuyo me pertenece…

—Puedes estar segura de ello. Te amo como nunca pensé que fuera posible amar a nadie. ¿Te satisface eso?

Ella se paró sobre la punta de los pies para besarle la mejilla.

—Por el momento —murmuró con aire travieso. Y luego, cuando él quiso sostenerla, ella se desprendió de sus brazos y corrió hacia su alcoba.

* * *

La regata se prolongó por largo rato, a pesar de que llegaron al palacio del conde con bastante retraso y varias góndolas habían pasado ya. Había un grupo considerable de damás y caballeros contemplando la competencia desde las terrazas y balcones, y todos se mostraron complacidos al verlos. Paolina no pudo menos que preguntarse cuánto duraría la amistad de aquellas personas si supieran la verdad.

—Se ve más hermosa cada día —dijo el conde a Paolina—. Siempre creo recordar con exactitud su aspecto, y sin embargo, cuando la veo de nuevo, la encuentro más encantadora aún.

—Usted me dice los cumplidos más hermosos que he escuchado —respondió Paolina sonriendo y a la vez hizo una profunda reverencia a la tía del conde: una anciana de aspecto austero.

—Es un honor para nosotros conocerla, señora —dijo Paolina.

La condesa viuda se inclinó hacia adelante y le dio golpecitos cariñosos con el abanico.

—Es usted una criatura deliciosa. Mi sobrino habla mucho de usted y lo que he oído me complace sobremanera.

Paolina agradeció el cumplido con una nueva reverencia y, cuando alguien más reclamó la atención de la anciana, el conde llevó a Paolina a un lado y le dijo:

—Ha conquistado usted a mi tía. Nunca la he visto tan bien impresionada con nadie. Casi todas las jóvenes le disgustan y hace comentarios desagradables sobre ellas.

—Me siento muy halagada.

—Los cautiva a todos —continuó él en voz baja—. Hay algo en usted que le hace a uno sentir que su alma es oro puro… que no puede haber un solo pensamiento cruel o falso en su mente.

—No debe decir esas cosas —repuso Paolina—, porque la mayor parte de los seres humanos no somos lo que parecemos.

—Yo sé lo que es usted —dijo él con absoluta convicción.

Su voz fue ahogada en esos momentos por los gritos entusiastas de los espectadores que estaban viendo la regata. Cuando el entusiasmo por lo que estaba sucediendo en el canal se calmó un poco, el grupo pasó a uno de los grandes salones para tomar vinos y bocadillos, que se servían sólo en las ocasiones festivas.

Paolina, sin embargo, casi no pudo comer. La emoción del amor recién descubierto le había quitado el apetito.

Le costaba trabajo apartar los ojos de Sir Harvey, o concentrarse en lo que decían los demás. Estaba muy consciente de la presencia de él, que se encontraba en un grupo de damás y caballeros.

En aquel momento, Sir Harvey se volvió hacia ella y los ojos de ambos se encontraron. Involuntariamente, como si no pudiera evitarlo, Paolina se acercó a él, seguida por el conde.

—¿Estás cansada? —le preguntó Sir Harvey con aire solícito—. Tal vez deberíamos volver a casa, para que tuvieras oportunidad de descansar un poco antes de asistir al baile de esta noche.

—Usted me prometió que cenarían hoy conmigo —dijo el conde dirigiéndose a Sir Harvey.

—Pero, cenamos con usted anoche —protestó Paolina—. Imaginé que teníamos otros planes.

—El conde me hizo cancelarlos —observó Sir Harvey con una sonrisa—. Está muy ansioso de que cenemos en familia, como él dice, sin muchos invitados.

—Mi tía está ansiosa de conocerla mejor y sería una desilusión para ella que usted se negara a cenar con nosotros —dijo el conde.

—Por supuesto. Yo acepto cualquier cosa que mi hermano decida —aceptó Paolina sonriendo.

Miró a Sir Harvey al decir eso; pero, al recordar que la gente enamorada casi siempre revela a los demás su sentimientos, se obligó a mirar en otra dirección.

Sin embargo, cuando subieron a la góndola para dirigirse a su propio palacio, no pudo resistir la tentación de deslizar su mano en la de Sir Harvey. Esperaba que los gondoleros no se dieran cuenta, pero necesitaba, en esos momentos, sentir el consuelo de los dedos fuertes y cálidos de él.

—Te quiero.

Lo escuchó murmurar aquellas palabras, y musitó a su vez:

—Yo te amo también.

Deseaba estar unos momentos a solas con él cuando llegaran al palacio, pero encontraron una elaborada góndola esperando afuera, que reconocieron como perteneciente a la condesa.

—¿Qué querrá ella? —preguntó Paolina.

—No tengo la menor idea —contestó Sir Harvey—, pero ten calma. Su actitud respecto a lo sucedido es muy comprensiva.

—No quiero verla —dijo Paolina—. Es extraño que nos visite, si está de luto.

—Yo mismo no lo entiendo —confesó él—. Pero subamos y veamos de qué se trata.

Tomó la mano de Paolina y la condujo escalera arriba. La condesa, vestida de negro, se encontraba sentada en un sofá en el extremo más lejano de la galería. Se veía muy desventurada, pequeña y patética. Instantáneamente, el bondadoso corazón de Paolina la impulsó a correr hacia ella.

—Lo siento, lo siento tanto… —dijo y un momento después las dos mujeres se estaban abrazando. La condesa, llorosa, hizo que Paolina se sentara a su lado en el sofá.

—Tenía que verlos —dijo la condesa sollozando aún—. Ustedes son las únicas personas con las que puedo hablar sobre mi hermano sin fingimientos.

—¿Qué le ha dicho al mundo? —preguntó Sir Harvey.

—Los doctores han preparado un certificado, diciendo que fue un ataque al corazón producido por un exceso de ejercicio y porque mi hermano sufría de una extraña enfermedad que nadie sabía que había contraído. Estamos tratando de que nuestros primos y otros parientes lejanos lo crean así también. Pero, de pronto, me sentí ahogada por tantas mentiras y decidí venir a verlos.

—Me alegra que lo haya hecho —dijo Paolina con sinceridad—. Harvey, ¿podrías servirle una copa de vino a la señora condesa, por favor?

—Le ruego que me llame Zanetta —suplicó la condesa—. No seamos tan formales ahora.

—No, por supuesto —aceptó Paolina—. Sabe cuánto hemos sufrido mi hermano y yo pensando en usted. Y fue muy bondadoso de su parte enviarme esas flores esta mañana.

—Lo que me preocupa en este momento —dijo la condesa dirigiendo un extraña mirada a Sir Harvey—, es qué voy a hacer ahora que mi hermano ha muerto. Yo vivía con él porque estaba solo, pero ahora mi vida entera se ha alterado.

Se detuvo un momento antes de añadir titubeante.

—Me… gustaría saber… si podría ir con ustedes a… Londres…

—¿Ir con nosotros? —exclamó Paolina.

—Es sólo una sugerencia —contestó la condesa—. Quiero alejarme de Venecia, del recuerdo de mi hermano y de todos los fantasmás que penden sobre el palacio en que vivimos. Me dicen —continuó con ingenuidad—, que las venecianas tienen un gran éxito en St. James.

—Por supuesto, las venecianas bonitas como usted —comentó Sir Harvey.

Ella le sonrió con su acostumbrada coquetería. Paolina miró con desesperación a Sir Harvey.

—Nada nos gustaría más que eso —dijo él—. Pero, en realidad, no volveremos a Inglaterra en algún tiempo. Cuando nos vayamos de aquí, iremos a Austria, y de allí a Suiza. Mi hermana no estuvo muy bien de salud el invierno pasado y pensamos que ese viaje le sentaría a sus pulmones. Le pediríamos que nos acompañara; pero, por desgracia, debemos hospedarnos, por compromiso, con un viejo amigo que está en malas circunstancias económicas y sería abusar de su generosidad pedirle que aceptara a otro invitado.

—¡Oh, por supuesto! Lo entiendo muy bien —dijo la condesa—. Pero tal vez cuando vuelvan a Inglaterra piensen en mí.

—Por supuesto que lo haremos —prometió Paolina—. A mi hermano debe molestarle, estoy segura, que no podamos arreglar nada en este momento, pero usted comprende nuestras dificultades, ¿verdad?

—Desde luego —contestó la condesa—. Sólo esperaba que fuera posible.

Miró a Sir Harvey al hablar, y Paolina comprendió que estaba realmente enamorada de él. Sintió un repentino acceso de piedad por aquella mujer. Ella sabía demásiado bien lo que significaba amar: los celos, el dolor, la angustia de desear algo que estaba fuera del alcance de uno.

Instintivamente, extendió las manos hacia Zanetta.

—Usted es nuestra amiga —dijo—. En cuanto sea posible, haremos lo que podamos por usted. ¿Me cree?

Había un profundo acento de sinceridad en su voz. La condesa la miró con gratitud.

—¡Es usted tan dulce! —murmuró—. Tan diferente a las otras mujeres, siempre listas a hacerla a una pedazos.

—No creo que eso se aplique a usted —protestó Paolina—. Estoy segura de que todos la quieren mucho.

—No tiene idea de lo sola que me siento —contestó la condesa. Lanzó un ligero suspiro y añadió—: ¡Oh, se me olvidaba! Le traje algo. No sé por qué, pensé que le gustaría tenerlo.

Abrió su bolso de mano y sacando el anillo de sello de un hombre con una esmeralda montada en oro, se lo dio a Paolina.

—Pero, no puedo aceptar esto —protestó ella.

—Hágalo, por favor —suplicó la condesa—. Él la amaba. Era el anillo que siempre llevaba puesto. Le habría gustado que usted lo tuviera.

Un pequeño sollozo escapó de su garganta y se puso de pie. Paolina permaneció sentada mirando el anillo y Sir Harvey ofreció su brazo a la condesa y la condujo hacia la góndola. Paolina los dejó ir solos. Sintió que era lo menos que podía hacer.

El pensar en la desilusión de Zanetta con respecto a Sir Harvey, empañó un poco su dicha. Un momento después se dirigió a su dormitorio y encontró a su doncella y a su peinador esperándola para arreglarla para la cena.

Debido a la visita de la condesa, no hubo tiempo de que ella y Sir Harvey hablaran antes de dirigirse a toda prisa en su góndola al palacio del conde. Ahí fueron conducidos a habitaciones muy diferentes de las que habían usado en la tarde. Eran más pequeñas, pero estaban amuebladas con exquisito gusto.

Se sentaron a cenar en un grupo de doce personas, pero la conversación parecía centrarse en torno a la tía del conde que era, a no dudarlo, una personalidad muy dominante. Era ingeniosa y divertida y Paolina empezó a comprender que era cierto el viejo dicho: «Venecia fue construida por los hombres para ser gobernada por las mujeres».

El conde estaba sentado en el otro extremo de la mesa, pero su tía, y no él, parecía la anfitriona y cuando terminaron de comer el primer platillo, él murmuró al oído de Paolina.

—Mi tía prefiere siempre cenar al estilo antiguo. Ahora iremos a otra habitación, donde se servirá el siguiente platillo.

—¡Pero, qué idea tan extraordinaria! —exclamó Paolina.

—Lo hacen las mejores familias venecianas —contestó él—. Aquí tomamos la sopa y el pescado; en la siguiente habitación, las aves y carnes y en la tercera, los postres.

Paolina hubiera querido echarse a reír, pero los otros invitados parecían considerar muy natural aquello. Todos se levantaron con solemnidad de la mesa y pasaron a otra habitación.

Cuando se retiraron de la última habitación, Paolina dijo a Sir Harvey en voz baja:

—Me duele mucho la cabeza. ¿Nos podemos volver a casa, y dejar de asistir baile?

Él miró el traje de Paolina. Era muy elaborado, de brocado francés, cuya falda estaba adornada con pedrería y flores bordadas y laqueadas al estilo veneciano.

—¿No quieres lucir tu vestido?

Lo había preguntado automáticamente y encontró la respuesta en los ojos de ella.

—Está bien —accedió Sir Harvey con suavidad—. Deja todo en mis manos.

Paolina había podido advertir que él la encontraba muy bella esa noche y lo que pensaran los demás la tenía sin cuidado.

Hubo muchas protestas, especialmente de parte del conde, cuando Sir Harvey anunció que iban a volver a casa.

—Mi hermana ha estado sufriendo de dolor de cabeza todo el día —explicó—. Espero que nos perdonen.

—No quiero que se vaya —dijo el conde a Paolina, llevándola a un lado, donde nadie podía oírlos—. Vamos al baile, aunque sea por poco tiempo. Quiero hablar con usted.

La expresión de sus ojos hizo comprender a Paolina de qué se trataba.

—No podría soportar… las multitudes en este momento —murmuró ella con pánico repentino—. Le agradezco profundamente su bondad, pero esta noche… me siento enferma.

—Pero nos veremos mañana, ¿le parece? —insistió él—. ¡Prométamelo!

—Sí, sí, mañana —contestó ella, presintiendo que tal vez aquel mañana no llegaría jamás.

—Le haré cumplir esa promesa —dijo él y se llevó la mano de ella a los labios.

—No puedo soportarlo más —dijo Paolina cuando ella y Sir Harvey se encontraron en la góndola—. Debemos irnos de aquí. ¡Todo es tan falso, tan irreal! Lo único que quiero es estar sola contigo.

Habló en inglés, pero él le puso un dedo en los labios.

—Cuidado con lo que dices —murmuró en voz baja—. Muchos de los gondoleros entienden más idiomás de los que aseguran.

Paolina lanzó un leve suspiro y guardó silencio. Cuando llegaron al palacio, saltó a toda prisa y subió corriendo la escalinata hacia el vestíbulo de entrada. Había sólo dos lacayos de guardia. Los demás se habían ido a acostar.

—Buenas noches —les dijo ella y se apresuró a subir la escalera que conducía a la galería.

Sir Harvey la seguía. Podía escuchar sus pasos y pensó que, cuando llegaran arriba, la tomaría en sus brazos.

Éste era el momento que había estado esperando, lo que su cuerpo había estado ansiando toda la noche. Pero, cuando sólo faltaban dos escalones, vio que Alberto los estaba aguardando.

Lo miró impaciente. Iba a ordenarle que se retirara, pero las palabras murieron en sus labios.

—¿Qué sucede? ¿Qué pasa, Alberto?

—Sí, ¿qué ha sucedido? —preguntó la voz más fuerte y firme de Sir Harvey, a sus espaldas.

Alberto no contestó. Esperó hasta que terminaron de subir la escalera para decir:

—Es el duque, su señoría.

—Sí, ya sé que el duque está aquí —dijo Sir Harvey con voz cortante—. Lo vimos llegar hoy. Me imagino que está hospedado con el dux. Pero no te preocupes. No puede hacernos nada aquí, en Venecia.

—No es eso, su señoría —logró decir Alberto con voz ahogada—. Envió a un hombre. Lo vi desaparecer por el balcón del dormitorio de usted.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sir Harvey.

—Adiviné lo que había pasado —dijo Alberto—. Usted no me había dicho nada, pero lo adiviné.

—¿De qué están hablando? —preguntó Paolina.

Sir Harvey parecía haber entendido lo que Alberto le quería decir. Echó a correr por la galería, abrió la puerta de su dormitorio y se quedó en el umbral, mirando a través de la habitación.

Paolina lo siguió. No comprendía lo que estaba sucediendo, pero se paró a su lado. Vio lo que él estaba mirando: un pequeño panel abierto, en la pared de enfrente.

Estaba pintado como el resto de la habitación y aunque ella no lo había visto antes, comprendió que debía ser un escondite secreto. ¡Ahora ya no era secreto y estaba vacío!

—¿Cómo lo supo? —preguntó Sir Harvey en voz alta.

—No debe haber sido difícil, su señoría. Si no se lo dijo el dueño del palacio, lo hizo algún empleado de confianza de éste.

—Por supuesto —contestó Sir Harvey y se volvió hacia Paolina con los labios apretados.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella—. ¿Han robado algo?

—Si —contestó Sir Harvey—. Nuestro dinero. Hasta la última corona. ¡El duque fue listo… endemoniadamente listo!