Capítulo 5

Puando Paolina llegó al vestíbulo, su sentimiento de osadía había desaparecido. Comprendió que se enfrentaba al momento más peligroso de su vida, sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Si trataba de permanecer arriba, el duque ordenaría sin duda que la llevaran a rastras a su presencia. Además, el solo hecho de tener que cenar pospondría un poco las cosas y tal vez le daría la oportunidad de encontrar algún modo de escapar.

En el fondo de su mente, se agazapaba la esperanza de que Sir Harvey acudiera a salvarla, a pesar de que el sentido común le decía que ella no significaba nada para él.

Un lacayo se apresuró a acercarse a ella en cuanto bajó al vestíbulo.

—Su señoría la está esperando, milady.

Paolina inclinó la cabeza y lo siguió por un largo corredor iluminado por un centenar de velas, y después subió con él por otra escalera menos elaborada que la del vestíbulo central. Era más pequeña y, sin duda alguna, conducía a un ala especial de la casa.

No pudo menos que sentir la amenaza que ello implicaba. Adivinó que estaba siendo conducida a las habitaciones privadas del duque y se preguntó con desesperación si no debía insistir en que cenaran en el salón de banquetes. Temía encontrarse con él en un ambiente de intimidad, y cuando el lacayo que la precedía abrió la puerta, vio que sus temores estaban justificados.

La habitación a la que la habían conducido era hermosa, pero pequeña. Estaba decorada con pinturas que mostraban varios pasajes de la vida de Venus y era evidente que había sido diseñada como un templo al amor.

La cristalería de la mesa pequeña e íntima, estaba grabada con corazones con flechas y había orquídeas blancas entre los adornos de oro. Nardos y azucenas decoraban todos los rincones de la habitación, prestándole a ésta, con su color y su fragancia, un aspecto de cámara nupcial.

El duque estaba de pie frente a la chimenea. Se había cambiado de chaqueta y había puesto otra de satén blanco bordado en plata.

Avanzó hacia Paolina al verla entrar y, tomando su mano, se la llevó a los labios El simple contacto de la boca de él la hizo estremecer; pero logró decir con una voz calmada que a ella misma sorprendió:

—Esperaba que cenáramos en su salón de banquetes, su señoría.

—Prefiero que lo hagamos aquí. Ésta es una habitación muy especial, adjunta a mi dormitorio.

Había algo significativo en el tono de su voz. Paolina se estremeció y al volverse comprobó que, en efecto ¡una puerta entreabierta conducía al dormitorio del duque!

No estaba dispuesta, sin embargo, a reñir con él frente a los sirvientes. Se sentó en la silla que el duque le indicó y trató de mostrarse tan serena como le fue posible, mientras los sirvientes servían una espléndida cena acompañada de muy buenos vinos, que ella apenas tocó.

Cuando los sirvientes se retiraron, Paolina comprendió, con el corazón encogido de miedo, que la cena había terminado. El duque llenó la copa de Paolina y se la ofreció, diciendo:

—Bebe esto… devolverá el color a tus mejillas pálidas.

—Sólo usted puede hacer eso, su señoría —contestó ella—, dejándome volver a mi hotel.

—Eso es muy ingrato de tu parte. Te ofrezco lo mejor de mi hospitalidad y lo único que pareces desear es librarte de mí. Ven, sentémonos en el sofá a conversar.

Paolina se puso de pie, pero cuando vio el sofá, ancho y lleno de cojines, deseó haber permanecido en la silla de respaldo recto en la que había estado sentada durante la cena.

Se instaló en la orilla del mueble, sosteniendo la copa de coñac que el duque le había puesto en la mano como si fuera un arma defensiva.

El duque se dejó caer a su lado y se echó a reír.

—Te ves muy rígida y muy inglesa —dijo—. Sin duda muchos otros hombres te han enamorado antes que yo, ¿no es cierto?

—Ningún hombre me había secuestrado ni impuesto sus atenciones contra mi voluntad.

—Eso resulta muy romántico, ¿no te parece? Muchas mujeres anhelan tener una aventura como ésta.

—No soy una de ellas —contestó Paolina con voz aguda y luego, titubeando, añadió con mayor gentileza—: su señoría se ha divertido ya. ¿Por qué no es generoso y me deja marchar?

Los ojos del duque se empequeñecieron, sin dejar de miraría.

—Eres exquisita —dijo—. Lo pensé desde la primera tarde en que visité a tu hermano y te conocí. Cuando cenaste en el castillo, me convencí de que eras la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Y hoy he confirmado lo que ya sabía… que te amo.

—No es amor lo que usted siente por mí, su señoría.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó él—. ¿Nunca has sentido que todo tu cuerpo hormiguea y parece encenderse porque alguien en particular estaba cerca de ti? ¿No has sentido el deseo de tocarlo, de que te bese?

Al decir eso, extendió la mano hacia ella, pero antes que pudiera tocarla, Paolina se había puesto de pie de un salto.

—¡No, no, su señoría… eso no es amor! —protestó.

Puso la copa de coñac, intacta, en una mesita, y se volvió hacia él con las manos juntas.

—Le imploro a su señoría que me deje ir. Dígame que está haciendo todo esto sólo para asustarme… que no intenta retenerme aquí.

—Y si te dejara ir, ¿qué sería de ti? —preguntó el duque con suavidad—. Tu hermano está ahora ya camino de Venecia. Parte del trato que hice con él fue que mi burchiello lo llevaría a esa ciudad. No me explico cómo podrías darle alcance.

—¡No es cierto! —gritó Paolina—. ¡No puede haberse ido sin mí!

—Claro que sí. Mientras estabas arriba, arreglándote para la cena, el secretario a quien mandé a hablar con tu hermano volvió aquí a caballo y me informó que mi oferta había sido aceptada.

—¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! —gritó Paolina.

—Querida mía, no todo el mundo tiene la suerte de librarse de una hermana en una forma tan cómoda y fácil. Yo tuve gran dificultad para librarme de las mías… Eran, lo confieso, monstruosamente feas.

Paolina golpeó el piso con el pie.

—¡No bromee, por favor! Lo que usted me está sugiriendo es una vida de humillación y de vergüenza, como bien sabe.

—No puedo ofrecerte matrimonio, es verdad. Debo casarme en la forma que conviene a mis tierras y a esta provincia. Pero puedo ofrecerte comodidades, dinero, lujos y, si lo deseas, felicidad.

—¡Jamás podría ser feliz en esas circunstancias! Usted y yo hablamos un idioma diferente. ¿No lo entiende? Me siento degradada y humillada por lo que sugiere. ¿Mi enemistad y mi odio no significan nada para usted?

—Significan sólo que me excitas todavía más —contestó el duque—. Te he dicho ya que estoy harto de las mujeres complacientes. Si hay algo en ti que me excita es precisamente la resistencia que me demuestras.

—¡Lo detesto con todo mi corazón! Le he temido y odiado desde que lo vi. Me repugna su contacto y, cuando me toca, siento deseos de gritar.

—Pues grita, entonces —dijo el duque poniéndose de pie con lentitud—, porque voy a besarte.

Paolina lanzó un grito de miedo y, al ver que él avanzaba hacia ella, corrió hacia otro lado. Se dirigió a la puerta y trató de abrirla, pero ésta se encontraba cerrada con llave por fuera.

—No puedes escapar, mi pequeña alondra —sonrió el duque—. Estamos solo en esta preciosa jaula. Nadie oirá tus gritos, ni acudirá en tu auxilio, por más que grites. Esa puerta no se abrirá hasta mañana por la mañana, por instrucciones mías… y Para entonces serás mía.

—¡Prefiero morir! —exclamó Paolina con voz ahogada.

—¡No digas tonterías! Eres demásiado joven y hermosa para morir. Te aseguro una cosa… cuando despierte tu amor, en respuesta al mío, agradecerás estar viva.

—¿Es que no hay un átomo de piedad en usted?

—Ninguno. Toda mi vida he obtenido lo que quiero y ahora te deseo a ti, como jamás deseé nada antes.

—Lucharé contra usted y espero morir en la lucha.

—Veremos cuán efectivas son tus fuerzas —dijo él y empezó a avanzar con lentitud hacia ella.

Paolina hubiera querido echar a correr otra vez, pero se sentía como si él la hubiera hipnotizado. Se quedó de pie, con los hombros contra la puerta, mientras el duque se acercaba más y más, los ojos oscuros encendidos de deseo, los gruesos labios entreabiertos, dispuesto a tomarla entre sus brazos.

Ella lanzó un grito ahogado, que él silenció con su boca. Paolina trató en vano de forcejear. Los brazos de él la oprimían con tal fuerza que rasgaron el encaje de su vestido.

De pronto, él la levantó en brazos. Ella, casi agotadas sus energías, seguía luchando. Comprendió adonde la llevaba cuando cruzó la puerta entreabierta que conducía al dormitorio. Con un profundo sentimiento de desolación, levantó la vista hacia el rostro del duque y comprendió que estaba derrotada…

Se escuchó un repentino estallido y el ruido de cristales que se rompían. El duque, llevando todavía a Paolina en brazos, giró con brusquedad. En aquel momento, las cortinas de uno de los ventanales se entreabrieron. Casi inconscientemente, el duque dejó de oprimir con fuerza a Paolina y ella, con un movimiento repentino, se desprendió de sus brazos y se dejó caer al suelo.

—¡Harvey!

Paolina corrió hacia él al pronunciar su nombre y lo vio, espada en mano, enfrentarse al duque.

—¡Harvey, has venido! ¡Llegaste a tiempo, gracias a Dios!

Las lágrimás empezaban a correr por las mejillas de Paolina. No había llorado mientras se sintió abrumada por el terror, pero ahora al alivio de verse a salvo hizo que el llanto se desbordara incontrolable.

—¿Qué está usted haciendo aquí?

El duque pudo hablar al fin. En respuesta, Sir Harvey hizo a Paolina a un lado y se acercó a él.

—Creo que usted sabe la respuesta a eso.

—Tenía entendido que había aceptado usted mis condiciones —contestó el duque.

—¿Pensó, en verdad, que iba a permitir que violara a una mujer que no lo quiere a usted? Debe tener gustos muy extraños, su señoría. Yo nunca he impuesto mis atenciones a quien no las desea. Es algo que ningún hombre decente hace.

—Ése es asunto mío —rugió el duque—. ¡Váyase de aquí, si no quiere que mis sirvientes lo echen!

—Sus sirvientes, según me he dado cuenta, se han retirado ya —contestó Sir Harvey—. Éste es un asunto que podemos arreglar usted y yo solos. Tome su espada.

El duque miró la espada desnuda que tenía Sir Harvey en la mano y dijo:

—¿Y si me negara a pelear con usted?

—Entonces lo atravesaré con mi espada en el mismo sitio donde se encuentra. Lo estoy tratando como si fuera un caballero, lo cual, considerando las circunstancias, es muy decente de mi parte.

Sin decir más, el duque tomó su espada, que había dejado colgando de un cinturón bordado sobre el respaldo de una silla. El acero, fino y bien templado, brilló a la luz de las velas cuando, sin una palabra de advertencia, se lanzó contra Sir Harvey. Sólo mediante un rápido movimiento de su cuerpo, Sir Harvey logró evitar que lo matara.

—¡Así que pelea usted como lo que es… un cerdo! —dijo Sir Harvey entre dientes.

Mientras los observaba, Paolina pensó que nunca en su vida había visto un despliegue tal de habilidad, y comprendió que se debía a que ambos hombres estaban luchando con toda la decisión y la fuerza que poseían.

Ambos habían decidido matar al otro. Lo evidenciaba la tensión del rostro de Sir Harvey y el tono gris acero de sus ojos y, por parte del duque, su incontenible furia. Pero el duque era mejor espadachín que Sir Harvey y la violencia con que peleaba demostraba a las claras que no sentiría la menor piedad ante un enemigo derrotado.

En la pelea, las sillas decoradas y los tesoros artísticos cayeron al suelo.

—Lo mataré por esto —amenazó el duque en cierto momento, cuando Sir Harvey empujó de una patada una mesa llena de objetos de jade. Un enorme y exquisito florero de cristal veneciano se destrozó en mil pedazos.

—A menos que yo ¡no lo mate primero —contestó Sir Harvey—. Y hay siempre esa posibilidad, como usted sabe.

—Si lo hace, mis soldados lo arrojarán a los cuervos —contestó el duque—. Y dudo mucho que su hermana prefiera ser violada por ellos, que por mí.

—Ciertamente no quiere nada con usted —dijo Sir Harvey, y con una estocada certera rompió la chaqueta de satén del duque y le produjo una herida que empezó a sangrar.

Paolina comprendió en esos momentos que aquella pelea sólo podía tener un final. Si el duque quedaba solo herido, haría que tanto Sir Harvey como ella fueran detenidos. Sólo si el duque moría, podrían ponerse a salvo.

Sin embargo, aunque lo odiaba intensamente, no podía desear la muerte de otro ser humano. Estuvo a punto de gritar a los dos hombres que dejaran de pelear. Pero ellos estaban tan enfrascados en la contienda que se habían olvidado de su existencia.

Cuando la lucha se volvió más feroz, dejaron de hablar. Paolina podía escuchar la agitada respiración de ambos. Entonces el duque empezó a fallar. Era el más corpulento de los dos, y había comido y bebido mucho durante la cena.

El sudor le corría por la frente y Sir Harvey comprendió que ahora él le llevaba ventaja. Con un tremendo esfuerzo, porque él mismo estaba empezando a fatigarse, dio una vuelta rápida en torno al duque, y mientras éste trataba de seguir los movimientos del ágil inglés, Sir Harvey le lanzó una repentina estocada.

La punta de su espada atravesó la chaqueta de su oponente y le penetró en el lado izquierdo del pecho. El duque se tambaleó, soltó la espada, se llevó una mano a la herida y cayó con lentitud al suelo. Paolina se acercó a él.

—¿Está muerto? —preguntó.

La sangre empezaba a extenderse por la chaqueta blanca del duque. Sir Harvey se inclinó y se la quitó.

—Dame las servilletas de la mesa —dijo con brusquedad. Paolina se apresuró a obedecer. Sir Harvey desgarró la camisa del duque. Ella vio que la herida, aunque sangraba abundantemente, no era tan profunda como había pensado al principio.

—¿Lo mataste? —preguntó de nuevo.

—¡Cielos, no! —contestó Sir Harvey—. La impresión, más que otra cosa, le ha hecho perder el conocimiento.

Sir Harvey hizo una compresa con las servilletas para cubrir con ella la herida. Luego, vendó el hombro del duque en una forma improvisada, aunque muy efectiva.

—¿Cómo aprendiste a hacer eso? —preguntó Paolina.

—He aprendido bastantes cosas en mi agitada vida y ésta es, tal vez, una de las más útiles —contestó Sir Harvey—. Trae cojines del sofá… Debemos levantarlo un poco.

El duque seguía inconsciente. Sir Harvey le puso cojines bajo el cuerpo, a fin de que quedara ligeramente levantado y el hombro y el brazo heridos tuvieran apoyo.

—Sigue inconsciente —exclamó Paolina y añadió dudosa—: ¿Estás seguro de que no está muerto?

—¡Claro que no! —exclamó Sir Harvey—. Es sólo una herida superficial. Si mi espada hubiera penetrado unos centímetros más abajo, habría sido otra historia.

—No podemos dejarlo así —observó Paolina—. De todos modos, la puerta está cerrada con llave.

—Vamos a salir por donde yo entré. No le pasará nada de aquí a mañana. Cúbrelo con un tapete o algo. Sentirá frío cuando vuelva en sí.

Paolina se dirigió a la puerta que conducía al dormitorio del duque y entró en la habitación, que estaba iluminada por una docena de velas y era casi tan hermosa y elegante como el saloncito. Después de una rápida mirada a su alrededor, tiró de la colcha bordada y rodeada de una franja de marta cebellina que había sobre la cama y salió corriendo con ella.

Ella y Sir Harvey cubrieron con la colcha las piernas del duque y lo envolvieron con ella. Sir Harvey guardó su espada y miró a su alrededor, como si buscara algo.

—¿Qué quieres? —preguntó Paolina.

—Algo para abrigarte a ti. Mira, esto servirá.

Sir Harvey tomó un tapete bellamente bordado de una mesita lateral que había sido volcada. Tenía un borde de encaje, pero era de tela gruesa, bordada con seda y pequeñas piedras preciosas.

—Ponte esto —dijo colocándolo sobre los hombros de Paolina—. Tenemos un largo viaje ante nosotros. Pero ahora no hay tiempo para explicaciones. Tendrás que bajar por la enredadera por la que yo subí.

Paolina iba a protestar, pero, antes que pudiera decir nada, se encontró en el balcón, al que la había llevado Sir Harvey con mano firme y, obedeciendo en forma casi automática las instrucciones de él, logró llegar al suelo sin mayores contratiempos que unos cuantos arañazos en las manos y el vestido sucio.

Levantó el tapete que se le había caído de los hombros, y se envolvió de nuevo en él. Sir Harvey, que había llegado al suelo casi al mismo tiempo, la tomó de la mano y, en silencio, corrió con ella hacia la protección de los árboles. De ahí se deslizaron con rapidez a través de los jardines, a tal velocidad que, más de una vez Paolina hubiera caído al suelo si él no la hubiese sostenido con fuerza del brazo.

Después de casi un cuarto de hora de correr sin descanso, salieron de un bosquecillo hacia un camino. A la luz de la luna, Paolina vio un coche de viaje que esperaba.

Sir Harvey se precipitó hacia él y abrió la puerta. Había una linterna encendida en el interior, a cuya luz observó Paolina con asombro, que el cochero estaba en el piso, atado y amordazado, y los miraba con ojos agrandados por el terror.

—Ya he terminado, buen hombre —dijo Sir Harvey—. Hice lo que tenía que hacer y he venido a liberarlo.

Con gran destreza, lo desató de pies y manos y le quitó el pañuelo que le cubría la boca.

—Escuche bien —dijo Sir Harvey—. Tengo mucha prisa y no tengo tiempo de discutir con usted. Suba al pescante y lléveme a la costa tal como le ordenaron. Si llega allí dentro de tres horas, le daré una corona; pero agregaré una más por cada cuarto de hora que logre ahorrar de tiempo. ¿Entendido? Y ahora, si quiere hacer dinero, dése prisa…

—¿Qué dirá su señoría el duque?…

—No se preocupe por él —contestó Sir Harvey—. A usted le ordenaron que me llevara a la costa. Bueno, hubo una ligera demora, pero ahora va a cumplir sus órdenes. ¿Entendido?

—Sí, su señoría —asintió el hombre con un suspiro, como si se resignara a su destino.

Trepó al pescante y Sir Harvey ayudó a Paolina a subir al carruaje, el cual se puso en marcha al instante. El hombre parecía decidido a ganar tanto dinero como fuera posible. Fustigó duramente a los caballos y el vehículo se sacudió peligrosamente de un lado a otro, de modo que Paolina era arrojada contra Sir Harvey a cada momento, hasta que él, riendo, extendió los brazos y la oprimió contra su pecho.

—Eso… así está mejor —dijo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Paolina.

—A Venecia. Era nuestro destino original, ¿no?

Habló en tono de broma, pero Paolina le puso un dedo en la boca.

—No te rías —suplicó—. No puedo soportarlo en estos momentos. Sólo puedo pensar en que apenas llegaste a tiempo, en que me salvaste cuando casi había perdido toda esperanza.

—Hubiera llegado antes, pero tuve que esperar a que los sirvientes se retiraran.

—¿Cómo supiste eso? —preguntó Paolina sorprendida.

—Sometí a un lacayo que había salido por la parte posterior de la casa a tomar un poco de aire. Casi estrangulé al pobre tipo, hasta que me dijo lo que necesitaba saber. Entonces lo até a un árbol. Lo encontrarán ahí por la mañana.

—¿Así averiguaste dónde estaba yo?

—Exactamente —contestó Sir Harvey—. Debo decirte que, cuando vi el tamaño de la casa, me pregunté cómo diablos iba yo a saber en qué habitación te encontrabas.

—Pero ¿cómo supiste que me encontraba allí?

—Por fortuna el secretario del duque me lo reveló, después de hacerme una atractiva oferta de tres mil coronas por ti.

—¡Tres mil coronas! —exclamó Paolina.

—Sí… mucho dinero, ¿verdad? Yo sabía que valías mucho —dijo Sir Harvey riendo—. Supongo que querrás conocer toda la historia.

Paolina asintió en silencio.

—Cuando salí de la hostería a cabalgar en un caballo que me había alquilado el posadero, me encontré en el camino al duque.

—¿También a caballo?

—No, iba en su carruaje. Se detuvo y conversamos unos minutos y me recomendó cierto camino donde, según él, yo podría cabalgar a gusto. —Sir Harvey rió de mala gana—. Fui lo bastante tonto cómo para creerle. Media hora más tarde, cuando me disponía a volver a casa, me alcanzó un grupo de jinetes que llevaban el uniforme de los soldados del duque. El secretario de éste, que iba con ellos, me llamó a un lado y me dijo que el duque tenía una proposición que hacerme.

—¿Adivinaste de qué se trataba?

—No —confesó Sir Harvey moviendo la cabeza—. El secretario parecía un tipo decente. Creo que estaba avergonzado de lo que tenía que decirme; pero por fin me informó que yo recibiría cierta suma de dinero si partía para la costa inmediatamente en un coche que el duque iba a proporcionarme. Su burchiello estaría esperando para llevarme a Venecia. En cuanto a mi hermana, debía dejar de preocuparme por ella por el momento.

—¡Tres mil coronas! —exclamó Paolina—. Y las rechazaste por mí.

Había algo más que asombro en su voz… había algo cálido y palpitante.

—¿Rechazarlas? —exclamó Sir Harvey—. Pero, si no las rechacé… las acepté.

—¿Las aceptaste? No comprendo…

—Era lo único que podía hacer. Aparte de que el dinero nos vendría muy bien, el secretario insinuó que, si yo no aceptaba la oferta del duque, era muy posible que sufriera un lamentable accidente durante mi cabalgata. Si mi caballo volvía sin jinete a la hostería, te encontrarías privada de tu único pariente.

—¡Pero… eso era diabólico! —exclamó Paolina.

—Por supuesto que lo era. No había más que una cosa que hacer: aceptar la proposición y mostrarse muy agradecido.

—Pero… ¿qué sucedió entonces?

—Tan pronto como el secretario me prometió que el carruaje que me llevaría a la costa estaría en la hostería en una hora, volví a toda prisa para encontrar, como esperaba, que tú te habías ido ya. Ordené que recogieran todas nuestras cosas y las subí al vehículo que había mandado el duque. Pagué al posadero y, desde luego, al sastre y a la costurera que, por fortuna, habían entregado la ropa que nos quedaba pendiente unos veinte minutos antes. Entonces dije al cochero que íbamos hacia la costa.

Se detuvo y sonrió.

—Tan pronto como salimos de la población, lo obligué a cambiar de ruta. Como ya te he dicho, valiéndome de hábiles preguntas había logrado extraer del secretario la información que necesitaba. Me había imaginado que el duque no te llevaría a su castillo en la ciudad. Cuando estuvimos cerca del pabellón de caza, hice detener el carruaje, até al cochero, como viste, y recorrí a pie el resto del camino.

—¡Y llegaste a tiempo! —exclamó Paolina—. El duque me había dicho que habías aceptado su oferta y, aunque estaba segura de que mentía, al ver que no llegabas empecé a tener miedo.

—¿Creíste, en verdad, que iba a abandonarte? —preguntó Sir Harvey.

—¿Por qué no ibas a hacerlo? Después de todo, como dice el duque, ¿qué significa una hermana?

—Tal vez es una suerte que no lo seas. Tres mil coronas por una hermana es más que suficiente dinero.

Lo decía en broma y ella se dio cuenta, pero le respondió con gravedad:

—Jamás podré agradecerte lo suficiente que hayas arriesgado la vida para salvarme. Si el duque te hubiera matado, ¿qué habría sucedido?

—Te habrías cuidado sola —contestó Sir Harvey—. No sé por qué creo que no eres tan indefensa como pareces.

—El duque es un hombre muy fuerte —dijo Paolina.

Tembló al recordar la fuerza de aquellos brazos que la levantaron en vilo y la forma en que ella se había ya dado por vencida para entonces. De pronto se volvió y ocultó el rostro contra el hombro de Sir Harvey. Él la oprimió con los brazos.

—Nunca lo olvidaré —dijo—… me besó.

—Olvídalo. La culpa fue mía. Debí haber comprendido desde un principio que no era un hombre digno de confianza. Nunca esperé que llegara a tales extremos.

—¿Cómo pudo atreverse? —murmuró Paolina, todavía con el rostro escondido en el hombro de Sir Harvey.

—No estaba arriesgando mucho, si lo piensas bien. Somos dos viajeros de poca importancia. No tenemos sirvientes, ni acompañantes. Si desapareciéramos pasarían meses antes que se enterara el cónsul británico en Roma. Y entonces nada habría podido hacerse… sobre todo en lo que a ti se refiere.

—No… —dijo Paolina con un repentino sollozo—. No quiero ni pensarlo.

Sir Harvey le acarició el cabello.

—Considéralo como una aventura más. Estás a salvo. Eso es lo que importa.

—Pero ¿estamos ya a salvo? —preguntó Paolina—. ¿Qué sucederá por la mañana cuando encuentren al duque? ¿Y si muere?

—No morirá —le aseguró Sir Harvey—. Y mañana estaremos ya en Venecia. El duque no tiene jurisdicción allí. La ciudad tiene su propio gobierno. Creo, sin embargo, que cuando volvamos a casa no pasaremos por Ferrara. Podría ser un poco… arriesgado.

—Pero ¿y el dinero? —preguntó Paolina—. ¿No puede exigirte que se lo devuelvas?

—¿Sobre qué base? Ni siquiera el duque admitiría abiertamente que secuestró a una joven inglesa de cuna noble. Y no tiene manera de demostrar que vendí a mi hermana por tres mil coronas.

—Pero, no puedes quedarte con el dinero —declaró Paolina.

—¿No puedo? —sonrió Sir Harvey—. Ya te he dicho que soy un aventurero, he logrado ser más listo que su señoría y quedarme, tanto con el dinero como con mi bella hermana, sería muy tonto si no aprovechara la oportunidad.

—Creo que es correcto —insistió Paolina, pero su voz no era convincente.

—Es una lección que el duque tiene bien merecida.

—Lo odio —murmuró Paolina—. Aunque lo hayas herido, no puedo compadecerlo.

—No hay razón para que lo compadezcas —contestó Sir Harvey—. Haz lo que te digo y olvídate de él ahora. La pesadilla ha terminado ya.

—¿Estás seguro? ¿No puede alcanzarnos? ¿No crees que ahora mismo sus soldados pueden estar siguiéndonos?

—Deja de preocuparte tanto —dijo—. Ésta es una aventura. Disfrútala como yo lo estoy haciendo.

—Es diferente para ti —protestó Paolina.

—Pero ¿por qué? —preguntó Sir Harvey—. Estamos juntos. Vamos a Venecia… ¡y tenemos una fortuna mucho mayor que cuando despertamos esta mañana! ¿Qué podría ser mejor?

Paolina no contestó, pero estaba pensando que en Venecia la aguardaban otros hombres, que la desearían como el duque lo había hecho y, sobre todo, un, hombre con quien ella debía viajar en una góndola dorada.