Capítulo 6

Paolina abrió los ojos y, por un momento, pensó que debía ser de noche y que estaba mirando un candelabro con mil velas encendidas.

Entonces comprendió que era el sol que brillaba iridiscente sobre los cristales de las ventanas del burchiello y qué lanzaba mil facetas de luz al reflejarse en los accesorios dorados que lo decoraban.

Se sentó y se dio cuenta de que ya era de mañana. Podía escuchar voces procedentes del exterior y reconoció la voz de Sir Harvey.

Al pensar en él, sus ojos se dirigieron a toda prisa hacia un espejo adherido a la pared del pequeño camarote y miró su rostro, en el que se advertían aún rezagos de sueño. Se llevó las manos al cabello y, levantándose del sofá donde había estado durmiendo, se asomó por la ventana y lanzó una exclamación de franca alegría.

¡Estaban en Venecia! Podía ver los altos palazzi a ambos lados del canal, las góndolas que se movían con lentitud por las azules aguas y la redonda cúpula de Santa María della Salute.

A toda prisa, se alisó el pelo y después, abriendo la puerta del camarote, llamó a Sir Harvey.

—¿Por qué no me avisaste que ya habíamos llegado? —preguntó—. ¿Cómo pudiste dejarme dormir tanto tiempo?

El extendió la mano y la atrajo a su lado, hacia la angosta cubierta.

—Sí, estamos aquí —asintió—. Pero no me atreví a despertarte. ¡Estabas tan cansada anoche!

—Casi no recuerdo cómo subí a bordo —contestó Paolina—. Creo que me subiste en brazos.

—Así fue —reconoció él—. Pero creo que ya no tenías fuerzas suficientes para caminar.

—¡Ah, ahora recuerdo! —exclamó Paolina—. Y me acuerdo, también, de que tuviste una discusión con el cochero. ¿Vino él con nosotros?

Sir Harvey asintió con la cabeza.

—Está ahí —dijo señalando hacia la popa, donde un joven estaba sentado abrazando sus rodillas y mirando a su alrededor con obvio deleite.

—Fue generoso de tu parte —dijo Paolina.

Aunque había estado muy cansada cuando llegaron a la costa y se había quedado dormida, despertó cuando Sir Harvey bajó del carruaje para ver si lo estaba esperando el burchiello.

Se quedó sentada en la oscuridad del carruaje, a solas con su miedo y la preocupación de que no pudieran escapar en el último momento.

Pero cuando Sir Harvey volvió con una lámpara en la mano, ella había podido ver que sonreía.

—Todo está listo —dijo—. Pronto nuestro equipaje estará a bordo.

Metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas.

—Aquí hay tres coronas para usted —había dicho al cochero—. Condujo muy bien y le agradezco el servicio.

El cochero, que era apenas un chiquillo, las aceptó, pero sin la alegría que era de esperarse.

—Le agradezco esto a su señoría… —dijo— pero la verdad, no me atrevo a volver con el duque.

—¿Cómo que no se atreve? ¿Por qué razón?

—Porque me matarán. El duque comprenderá que lo ayudé a usted a escapar con milady. Aunque le jure que me amordazó y me amarró, me dirá que, al volver, no debí haberlo traído hasta aquí… que debí haberlo llevado a algún lugar donde hubieran podido capturarlo sus hombres.

Sir Harvey se echó a reír.

—Valor, amigo mío. Tal vez las cosas no sean tan malas como se imagina.

—El duque jamás perdona a quien no cumple sus órdenes —había respondido el hombre con aire sombrío. Y entonces añadió—: lléveme con usted, su señoría. Puedo servirle de valet. Se lo suplico.

—Muy bien —aceptó Sir Harvey—. Le he quitado tantas cosas al duque, que una más no hace mucha diferencia. Pero será mejor que haga algún arreglo respecto a los caballos.

—Hay una posada, no lejos de aquí, donde debí haberme quedado con ellos. ¿Me esperará su señoría si no me tardo?

—Le doy exactamente veinte minutos —contestó Sir Harvey.

El rostro del italiano se iluminó y, con un ferviente «mil gracias», se apresuró a ayudar a los hombres del barco a bajar el equipaje, para poder llevarse el carruaje.

Paolina había sentido que se le cerraban los ojos de cansancio y fue mucho tiempo después, según le pareció a ella, que alguien la tomó en brazos y la llevó al burchiello.

Recordó haber murmurado algo que debió haber sido una expresión de agradecimiento y entonces, en cuanto su cabeza tocó una suave almohada; había caído en un profundo sueño del que no despertó en toda la noche.

Ahora el mundo le parecía muy hermoso. Los palacios de mármol que había a ambas orillas del canal eran magníficos.

Los gondoleros, que esperaban en sus embarcaciones ataviados con sombreros de paja y bandas rojas, tenían tanto colorido como los lacayos que, en los palacios, esperaban en los escalones para recibir a los visitantes.

Paolina encontró, por todas partes, evidencias de gran riqueza y lujo. Había flores decorando los balcones y tapices y mantos primorosamente bordados sobre las balaustradas. Las góndolas atadas a los poli, frente a los palacios, estaban adornadas con brillantes escudos de armás, y las lámparas, los pernos y los ganchos eran de oro puro, algunos de ellos con piedras preciosas incrustadas.

Se deslizaron con lentitud por el canal, hasta que el burchiello se detuvo ante un magnífico palacio, cuya ancha escalinata de mármol, cubierta con una alfombra descendía hasta la orilla del agua.

—¿Por qué nos detenemos aquí? —murmuró Paolina.

—Ésta es nuestra casa —contestó Sir Harvey.

—¡La nuestra! —exclamó ella—. Pero ¡es demásiado grande, demásiado ostentosa! ¿Cómo podremos pagarla?

Ella había hablado en inglés, pero él se llevó un dedo a los labios.

—Calla —dijo—. En Venecia hasta las paredes oyen. Ven a inspeccionar tu nueva casa. Sólo espero que la encuentres a tu gusto.

Bajó del burchiello y le dio a Paolina la mano para ayudarla a su vez. Con lentitud, ella caminó junto a él, mientras los lacayos se inclinaban obsequiosos y un mayordomo los saludaba desde la entrada del palazzo.

—Sus órdenes han sido obedecidas, su señoría —dijo el mayordomo—. Sólo espero que mis humildes esfuerzos por contratar personal digno de servirlo reciban su aprobación.

Sir Harvey inclinó la cabeza al pasar frente a él y entraron en un amplio vestíbulo, para después subir una gran escalinata que conducía al primer piso. Había ahí una amplia galería, diseñada sin duda, como lugar de fiestas, a la que daban numerosas habitaciones.

El decorado era exquisito y de gusto perfecto. Había maravillosos candelabros en la pared, de cristal de Murano con bases de plata, y muebles diferentes a todos los que Paolina había visto hasta entonces. En mesas de ébano, incrustadas con marfil, se veían bellos adornos: pequeñas esculturas antiguas de bronce y de cuarzo tallado.

—¿Es esta casa realmente nuestra? —preguntó Paolina asombrada.

—La hemos alquilado por dos meses —contestó Sir Harvey—. Al final de ese tiempo tendremos que deslizamos por uno de los canales posteriores en busca de alojamientos más económicos, o tal vez te hayas instalado ya en otro palazzo todavía más espléndido.

—¿A quién pertenece?

—A un príncipe que decidió visitar sus posesiones en otra parte de Italia. Jamás lo habría alquilado, de no haber incurrido en fuertes deudas de juego la noche anterior a su viaje. En realidad, debemos agradecer al azar que podamos vivir aquí.

—Nunca esperé nada tan magnífico —dijo Paolina.

—Ni yo tampoco, a decir verdad —confesó Sir Harvey—. Supongo que el hombre a quien envié a hacer los arreglos me cobrará una buena cantidad por sus servicios, pero creo que vale la pena.

Paolina había corrido hacia la terraza que daba al canal.

—¡Es tan fascinante! —exclamó—. ¿Podría haber algo más fantástico, más cercano a un cuento de hadas, que una ciudad construida sobre una laguna? Mira qué poco profunda es el agua y, sin embargo, lo transforma todo como por arte de magia. No puedo creer que sea real.

—Es muy real —le aseguró Sir Harvey—. Y ahora, me imagino que querrás retirarte a tu habitación a cambiarte de ropa, ¿no? Aquí está la doncella que te ayudará.

—Sí, desde luego, debo cambiarme —asintió Paolina.

Sonrió a la joven italiana, que le hizo una reverencia y se quedó esperando sus instrucciones.

—Lo que más deseo ahora es bañarme y quitarme ese vestido. Creo que no soportaría volver a ponérmelo, después de lo de anoche.

—Yo en tu caso lo tiraría a la basura —sugirió Sir Harvey—, y con él tus recuerdos de lo que sucedió anoche.

—No quiero olvidar lo que hiciste por mí —observó Paolina.

—Olvídalo todo —ordenó él—. Y ahora, ve a ponerte hermosa. No quiero que nadie te vea como estás ahora.

Lo dijo en un tono ligero, pero el rubor tiñó el rostro de Paolina. Se dio cuenta de pronto que necesitaba que un peluquero le arreglara el cabello, y de que su vestido, roto y sucio, estaba además arrugado porque había dormido vestida durante el viaje.

Se apresuró a seguir a la doncella para atravesar la galería en dirección del dormitorio que le había sido asignado.

Era una habitación preciosa, pero Paolina sólo tenía ojos para mirar su propia imagen en el espejo. Se sentía avergonzada de que Sir Harvey le hubiera hecho notar su desaliño y pensó que debió haber exigido que le llevaran uno de sus baúles al camarote para arreglarse antes de salir.

Su doncella estaba sacando ahora toda su ropa, y poniendo sobre la cama uno de los vestidos que habían sido comprados en Ferrara y que fueron entregados en la hostería, después que ella se había marchado.

Paolina miró el vestido y se preguntó si le gustaría a Sir Harvey. Era de brocado verde pálido, decorado con ramos de violetas atadas con cintas de terciopelo. A Paolina le pareció tan hermoso que casi le daba miedo usarlo.

Después que se bañó y un peinador le arregló el cabello a la última moda y su doncella le ayudó a ponerse el vestido de brocado verde, envió a una doncella para que averiguara si su hermano estaba listo para recibirla, segura de que a él le agradaría su aspecto. La joven regresó diciendo que la esperaba en el salón de banquetes.

Paolina, recordó que no había comido nada desde los escasos bocados que tomó durante la cena con el duque la noche anterior. Tenía hambre, y cruzó a toda prisa la galería, ansiosa de reunirse con Sir Harvey.

Entró en el salón de banquetes, una habitación grande y cuadrada con una pesada chimenea de mármol y un adornado techo de estuco, en el que había pintadas hermosas escenas de la historia de Venecia.

De pronto, se detuvo con brusquedad. Sir Harvey no estaba solo: lo acompañaban dos caballeros, quienes se pusieron de pie al verla entrar e inclinaron la cabeza en un gesto de cortesía, esperando a que Sir Harvey hiciera las presentaciones.

—Mi hermana —dijo Sir Harvey brevemente—. Paolina, ¿me permites presentarte al Marqués Dolioni y al Conde Alejandro Calbo?

Paolina hizo una reverencia.

El marqués se llevó la mano de ella a los labios. Era un joven de unos veintiséis años, bien parecido y un poco serio. Vestía con sobriedad, en comparación con su compañero, pero todo en él proclamaba aristocracia y riqueza.

—El marqués llegó aquí —explicó Sir Harvey a Paolina—, esperando encontrar a su viejo amigo, el Príncipe Foscolo, a quien pertenece este palacio. Le estaba diciendo que acabamos de llegar esta mañana, como forasteros en Venecia, pero como huéspedes del príncipe en su ausencia.

—Sí, por supuesto —dijo Paolina, preguntándose adonde conduciría todo aquello, sin estar muy segura de lo que Sir Harvey esperaba de ella.

—He pedido al marqués y a su amigo que nos honren con su presencia acompañándonos a almorzar —continuó Sir Harvey, volviéndose hacia los visitantes—. Es, en realidad, un desayuno tardío, pues mi hermana y yo no hemos comido nada desde que cenamos anoche.

—¿Es su burchiello el que está afuera? —preguntó el marqués—. Mi amigo y yo comentábamos que se trata de una magnífica embarcación.

—Pero no nos pertenece —contestó Sir Harvey—. Nos la prestó el Duque de Ferrara, de quien fuimos huéspedes cuando estuvimos en esa ciudad.

—¡Vaya! —exclamó el marqués—. Conocí al duque hace algunos años cuando todavía era yo un chiquillo. Solía visitar a mi padre, en el sur de Italia.

—Me temo que lo dejamos un poco delicado de salud —dijo Sir Harvey con un brillo alegre en los ojos.

—Lamento mucho saber eso —contestó el joven marqués. Mientras hablaba con voz muy grave, no dejaba de observar a Paolina. Paolina un poco turbada, se acercó a la mesa, pues los sirvientes estaban ya llevando a ella humeante chocolate; vino, pan recién horneado y platos de pescado, cordero tierno y mariscos cocinados con arroz.

Paolina tenía suficiente hambre para comer cualquier cosa, pero la delicadeza de aquellos platillos hubiera tentado el apetito más exigente. Notó, sin embargo, que mientras Sir Harvey comía de todo lo que le servían, sus invitados sólo probaban el vino.

—Cuéntennos todos los chismes de la alta sociedad —propuso Sir Harvey.

—Eso tomaría demásiado tiempo —contestó el marqués—. Tendrán que conocer a mi hermana y ella les contará todo. Mi palazzo está a corta distancia de aquí y allí encontrarán el salón de donde emanan todas las noticias y, me temo, todos los escándalos de Venecia.

—¿Es casada su hermana? —preguntó Sir Harvey.

—Es viuda —contestó el marqués—. Fue esposa del Conde Aquila Dolfín. Ahora vive conmigo. Espero que me proporcionen el placer de presentárselas hoy mismo.

—Será un honor para nosotros —contestó Sir Harvey.

El marqués se puso de pie.

—Gracias por la amabilidad de su recibimiento —dijo—. Espero verlos esta tarde a las cuatro en punto. Por favor, recuerden la invitación.

—Por supuesto que lo haremos —contestó Sir Harvey.

Los dos caballeros besaron la mano de Paolina y los sirvientes los acompañaron hasta que bajaron la escalera. Tan pronto se marcharon, Sir Harvey se volvió hacia Paolina con una sonrisa en los labios.

—Éste fue un golpe de suerte —exclamó—. He oído hablar del marqués. Es miembro de una de las familias más ricas y poderosas de Venecia. Recibir una invitación a su casa a las pocas horas de haber llegado demuestra que la suerte está de nuestro lado… como ha estado, creo, desde que estalló la tormenta.

—Pero, si vino a ver al príncipe —comentó Paolina—, ¿cómo fue que entró en la casa?

Sir Harvey echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír.

—¿No se te escapa nada? ¿verdad? —dijo—. Eres muy inteligente y me alegro de que así sea. Necesitaremos mucha inteligencia en este juego. Pero tienes razón al hacer esa pregunta. Por fortuna, vi desde el balcón que se acercaba el marqués; reconocí su escudo de armás en la góndola y me apresuré a enviar un mensaje a los lacayos de la entrada diciendo que lo condujeran a mi presencia. El marqués preguntó por el príncipe; los sirvientes fingieron ignorancia, lo hicieron entrar y lo anunciaron en la habitación donde yo estaba.

—¡Qué listo eres! —exclamó Paolina.

—No fue cosa mía. Fue simple buena suerte. Ahora todo lo que tenemos que hacer es procurar ser agradables y toda Venecia nos aceptará.

Se acercó un poco a ella.

—He estado pensando que el día que te conocí fue de buena suerte para mí —murmuró—. Subí al Santa Lucia con bastante inquietud. Hacía algún tiempo que planeaba visitar Venecia, pero no había tenido dinero para hacerlo. La noche anterior a que el barco saliera gané suficiente dinero en las cartas para pagar el pasaje. Dejé lo demás en manos de la suerte y ahora veo que hice bien. Aquí estamos ahora, viviendo en medio de gran lujo, cuando menos dos meses.

—Es un juego peligroso —dijo Paolina.

—Todo en la vida es un riesgo. Pero ¿quién quiere la seguridad y el aburrimiento de saber lo que va a suceder, día tras día?

—Yo soy mujer —dijo ella—. Tal vez por eso prefiero la seguridad. Este tipo de vida me da miedo.

—Pero, tiene sus compensaciones —contestó él y Paolina notó que estaba mirando su vestido.

—Has sido demásiado bondadoso conmigo —dijo ella con voz suave.

—¡No digas tonterías! Por el momento, estamos casi a mano. Todo lo que he gastado en ti me ha sido devuelto con intereses; aunque, por desgracia, tuviste que sufrir unas horas desagradables como pago de ello.

—¿Tiene uno que pagarlo todo en la vida? —preguntó Paolina de pronto.

—Todo, de un modo o de otro. En lo personal, soy un hombre que prefiere pagar sus deudas. Hay un odioso rasgo de honradez en mí.

Su voz era muy risueña y Paolina no pudo menos que sonreír.

—Tus ideas del bien y del mal son bastante confusas —dijo—, pero, aquí en Venecia eso no parece importar mucho. Estoy convencida de que todo esto es un sueño, del que voy a despertar para encontrarme de nuevo en mi camarote del Santa Lucia. ¿Tú qué crees?

—Yo creo que estás despierta —contestó Sir Harvey. La miró por un momento y añadió—: ese vestido te sienta muy bien y te favorece mucho, pero creo que necesitarás más y mejores trajes dentro de una semana. Tienes que causar una gran impresión, desde el primer momento de tu llegada. Cautivaste al marqués. ¿Te diste cuenta?

—¿De veras? —preguntó Paolina.

—Bien que lo sabes. Bueno, él hablará de ti… o más, bien, lo hará su amigo de la mirada vacua. La noticia correrá por todo Venecia antes del mediodía, y esta tarde todos estarán ansiosos de verte. Sin importar lo que suceda, no debes desilusionarlos.

—Yo creo que este vestido es bastante bonito, ¿no? Pero tengo otros, como sabes.

—¡Espera! Quiero pensar —dijo Sir Harvey.

Ella se volvió para mirar por el balcón que daba al canal y un caballero que pasaba en esos momentos levantó su sombrero y le hizo una reverencia. Ella se retiró un poco hacia las sombras, para que el hombre no pensara que estaba tratando de atraer su atención. Estaba muy consciente de que Sir Harvey la estaba observando.

Sir Harvey lanzó un grito repentino.

—¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡El vestido de reflejos plateados! ¿En dónde está?

—En mi habitación —contestó Paolina.

—Dile a tu doncella que lo traiga aquí. Quiero verlo.

Paolina corrió a través de la galería para dar la orden. Unos minutos más tarde, la doncella, que se llamaba Teresa, entró en la habitación llevando en el brazo el vestido plateado confeccionado en Ferrara.

—Es bonito —dijo Sir Harvey—. Póntelo encima… extiéndelo ahora.

Paolina hizo lo que le ordenaba. Sir Harvey llamó a Teresa para que se colocara a su lado.

—¿Ve esos lazos y el encaje de las mangas y el talle? —le preguntó.

—Sí, sí, su señoría —asintió la joven italiana.

—Quítelos del vestido —ordenó Sir Harvey—. Descosa todo eso.

—Pero, Harvey —protestó Paolina—. El vestido se verá demásiado sencillo.

Sir Harvey no le prestó atención.

—Después vaya al mercado —dijo a Teresa—, y compre camelias blancas, docenas de ellas, tantas como necesite… y cósalas al vestido en todos los sitios donde están ahora el encaje y las cintas. ¿Me comprende? Camelias blancas, sin el más leve toque de color en ellas.

—Sí, sí, comprendo —dijo la doncella.

—¡Flores de verdad! —exclamó Paolina cuando Teresa salió de la habitación llevándose el vestido con ella—. ¿No se verán muy extrañas?

—Serán sensacionales —contestó Sir Harvey—. Te verás diferente a todas las demás mujeres. Debes ponerte un velo plateado sobre el cabello y sujetarlo en su lugar con camelias blancas.

—Parece demásiado teatral —comentó Paolina después de un momento.

—Eso es exactamente lo que intento que sea —contestó Sir Harvey—. Tienes que ser notable, contrastar con todas las demás mujeres presentes en la recepción de esta tarde. Y aunque tú eres hermosa, Paolina, no debemos olvidar que ésta es la ciudad de las mujeres bellas. Voy a tratar de que todos se den cuenta de que tú eres más hermosa aún. Debes confiar en mi buen juicio.

—Sabes que confió a ciegas en ti —contesto ella.

* * *

Si Paolina tenía alguna duda sobre su apariencia, cuando salió del Palazzo Dolioni a las cuatro en punto de esa tarde, después de pasar media hora allí, comprendió que todo Venecia estaba dispuesta a aclamarla.

El innegable sentido que Sir Harvey tenía de lo dramático había hecho que todas las mujeres presentes se volvieran a mirar el vestido de Paolina cuando ésta entró en el gran salón. Los caballeros presentes estaban más interesados en su rostro y Paolina se encontró en dificultades para responder a todos los cumplidos y galanterías que le dedicaron.

El marqués la presentó a su madre, una mujer de aspecto distinguido, con cabellos blancos y ojos inquisitivos. Después, Paolina conoció a la hermana de su señoría: una veneciana pequeña, morena, llena de vivacidad y extremadamente bonita, que estaba haciendo reír de buena gana a media docena de caballeros.

—Me alegra mucho que hayan venido —dijo a Paolina de una manera efusiva que tenía un peculiar encanto—. Mi hermano no ha dejado de hablar de usted desde que la descubrió esta mañana. Y es todavía más hermosa de como nos la describió.

—Es usted muy bondadosa —contestó Paolina—, y todo esto resulta muy emocionante para mí.

—¿Es su primera visita a Venecia? —preguntó la condesa y como Paolina asintió con la cabeza agregó—: en ese caso debemos hacer todo lo posible porque su visita sea memorable. ¿Adónde la llevaremos primero, amigos?

Se volvió hacia los caballeros que la rodeaban y surgió un coro de sugerencias que dejó girando de confusión la cabeza de Paolina. Pero mientras ellos competían entre sí para ofrecer nuevas y mejores ideas, Paolina podía escuchar a las damás discutiendo su vestido.

—Flores de verdad —decía una de ellas—. ¿Por qué no se nos había ocurrido usarlas?

—Porque no tenemos suficiente cerebro —contestó alguien riendo.

—En lo personal, me parece una idea muy afectada —comentó otra voz.

—Sólo porque es una idea nueva y a ti no se te ocurrió primero —dijo la mujer que había hablado antes y hubo un coro de risas.

Después de unos minutos, el marqués se llevó a Paolina un poco aparte para mostrarle una caja de rapé que le había sido enviada de Inglaterra. Era una pequeña obra de arte y cuando Paolina la hubo admirado y escuchado su historia advirtió que los ojos del marqués se encontraban fijos en ella.

—¿Vendrá conmigo esta noche al teatro? —preguntó él—. He organizado una fiesta para después de la función y el grupo con el que iremos es muy divertido. Sir Harvey y usted la pasarán muy bien, estoy seguro.

—Tendrá que preguntar a mi hermano —contestó Paolina—. Por lo que a mí se refiere, me parece una idea deliciosa.

—Me hace usted muy feliz —dijo el marqués en voz baja—. No creí, hasta que entró usted esta mañana en la habitación, que una belleza como la suya pudiera existir, como no fuera en una pintura.

—Me está usted adulando —dijo Paolina con voz titubeante.

Pero, al levantar la vista, advirtió una sincera admiración en los ojos del marqués.

—Es usted tan hermosa —insistió él—, que tengo miedo de que se desvanezca en el aire, o se marchite tan pronto como lo hagan las flores que lleva puestas. ¿Me promete que seguirá siendo tan bella como ahora?

—Me dice lo mismo que quisiera yo decir de Venecia —contestó Paolina—. Siento que es irreal, que estoy soñando con ella, como si fuera un cuento de hadas y que, cuando despierte, no estará ya más aquí.

—Venecia es real —contestó el joven marqués—. Pero usted debe venir de algún lugar del Olimpo adonde nosotros, simples mortales, no podemos llegar. ¿Qué es usted… la diosa de la juventud, de la inocencia?

—¡Qué forma tan poética de decir las cosas! Quisiera ser todas esas cosas, pero en realidad soy una persona ordinaria, bastante sencilla. Cuando me conozca bien, tal vez lo desilusionaré.

—Lo único que deseo es el privilegio de conocerla mejor —contestó el marqués.

Ella se rió un poco y se dirigió a una ventana abierta desde la que se podía contemplar la laguna.

—¿Todos los venecianos dicen cumplidos tan poéticos como usted? —preguntó—. Recuerde que soy inglesa y no estoy acostumbrada a ellos.

—Entonces los ingleses deben ser más tontos todavía de lo que dicen las historias que circulan sobre ellos —contestó el marqués—. Nadie podría estar con usted un momento sin decirle lo que usted llama cumplidos.

—Gracias —sonrió Paolina—. Y ahora, debo reunirme con mi hermano.

—No se vaya. No soporto la idea de perderla —suplicó el marqués—. ¿Vendrá esta noche? Y, ¿puedo visitarla mañana?

—Nuevamente le pido que pregunte usted a mi hermano.

—Quiero oírla decir que le complacería recibirme.

—Por supuesto que será un placer para mí, si mi hermano lo permite.

—Me vuelve loco de desesperación —exclamó el marqués.

Paolina le dirigió una leve sonrisa y entonces se alejó hacia donde Sir Harvey se encontraba de pie, conversando con las mujeres mayores. Cuando la vio llegar a su lado, se volvió y dijo:

—Paolina, debemos despedirnos y dar las gracias a nuestra anfitriona por una deliciosa reunión.

—En verdad ha sido maravillosa —contestó Paolina con sinceridad.

La madre del marqués sonrió.

—Ambos deben volver pronto. Mi hija los va a invitar, sin duda alguna. Nunca resiste la emoción de ver nuevos rostros y gente nueva. Dice que en Venecia estamos sumergidos en una abrumadora rutina, y a veces pienso que tiene razón.

—Me gustaría saber si usted y su hermana me honrarían asistiendo al teatro esta noche, como invitados míos —dijo el marqués a Sir Harvey.

Éste negó con la cabeza.

—Es muy amable de su parte invitarnos —contestó—, pero tenemos otros planes.

Paolina lo miró, muy abiertos los ojos. No tenían ningún otro plan en realidad, y se sintió desilusionada, no sólo por ella misma, sino por el marqués, quien se veía muy perturbado ante aquella negativa.

—¿No podríamos encontrarnos después del teatro? —insistió el marqués—. Había planeado llevarlos a conocer a algunos de mis amigos en uno de los casinos. Su hermana podría bailar y usted, desde luego, jugar a las cartas.

—Lo siento mucho, milord, pero no podemos aceptar su bondadosa invitación —contestó Sir Harvey en tono muy formal.

—Pero, Harvey… —protestó Paolina.

—He hecho ya otros arreglos —dijo él con firmeza, apretando los labios.

Paolina guardó silencio. Sabía que él debía tener una razón para decir eso. El marqués se llevó la mano de ella a los labios, reteniéndola un poco más de lo necesario.

Apenas la góndola empezaba a alejarse del palacio, cuando Paolina empezó a protestar:

—¿Por qué no podemos ir? Yo ansiaba ir al teatro y tú dijiste que el marqués era una de las personas que podíamos visitar. ¿Por qué rechazaste su invitación?

—¿Por qué? —repitió Sir Harvey después de un momento de silencio—. ¡Porque el marqués es casado!

—¡Oh! —La exclamación surgió espontánea de los labios de Paolina.

—Sí, es casado —repitió Sir Harvey.

—¿Por qué no lo dijo? ¿En dónde estaba su esposa? ¿Estaba allí?

—No. Aparentemente, lo abandonó. No están divorciados. Los Dolioni no podrían permitir un escándalo de ese tipo. Pero es un hombre casado y, por lo tanto, no sirve a nuestros propósitos.

—Pero, parecía tan agradable —comentó Paolina—. Me simpatizó mucho.

—Eso era evidente. Pero, a menos que estés dispuesta a convertirte en su amante, no tiene objeto que pierdas el tiempo en un hombre que no puede ofrecerte otra cosa.

—¿Tienes que plantearlo en esa forma tan cruda? ¿Debe todo ser reducido a la cuestión de qué podemos sacar de ello? ¿No podemos tener amigos, nadie a quien podamos hablar con naturalidad?

—La respuesta a todo eso es… ¡no! —contestó él con vehemencia.

—No puedo creerlo —replicó Paolina—. Sin duda alguna, estamos aquí para divertirnos, además de…

Se detuvo de pronto. Se preguntó por qué la enfadaba tanto la brusquedad conque Sir Harvey había rechazado al marqués. ¿Era porque realmente le gustaba, o porque la actitud tranquila y grave de él la hacía sentirse segura después del tormentoso episodio con el duque?

—Podíamos haber ido al teatro…

—No tiene objeto que prodigues tu afecto a alguien como el marqués. Él ha cumplido su propósito: introducirnos a la sociedad veneciana. Mañana nos abrumarán con invitaciones. Esta noche la pasaremos tranquilos en casa.

—Él parecía tan decente y tan… amigable.

—Y muy interesado en ti —completó Sir Harvey.

—Me dijo cumplidos —reconoció Paolina—, pero supongo que no significaban nada serio.

—La cuestión no es lo que significaban esos cumplidos para el marqués, sino lo que significaron para ti.

Él se volvió a mirarla, y ella pensó, por primera vez, que había algo duro y cruel en sus ojos.

—Comprendo lo que quieres decir —exclamó, muy rígida—. Soy sólo un animal amaestrado que sólo debe hacer los trucos que le han enseñado, ante el público adecuado, y cuando lo ordene su domador.

—Aunque expresada con crudeza, ésa es una buena exposición de la situación —contestó Sir Harvey.

Paolina dio una patada en el suelo.

—¡A veces te odio! —rugió.

—Me temo que eso no me quita el sueño. Todo lo que te pido es que hagas lo que te digo.

Habían llegado hasta la escalinata de su propio palazzo. Paolina saltó de la góndola sin esperar a que Sir Harvey la ayudara y corrió hacia la entrada, sacudida por la indignación.

De alguna manera, Sir Harvey le había arruinado la ilusión que había concebido por unos instantes, cuando estaba en el salón escuchando al marqués, la de que ella pertenecía realmente a ese mundo y a ese tipo de vida. Con brusquedad, la había vuelto al lugar al que pertenecía. Era sólo una jovencita sin importancia que él había rescatado del mar y convertido en su protegida. A él se lo debía todo, desde la ropa que llevaba puesta, hasta cada bocado que se llevaba a la boca.

Cuando se vio sola en su alcoba, Paolina se quitó el vestido plateado y se arrojó sobre la cama.

Después de un rato, se había tranquilizado ya y comprendió cuánta razón tenía Sir Harvey en cuanto dijo. Se levantó de la cama, se puso una bata sobre las enaguas y abrió la puerta de su habitación con suavidad. Se preguntó dónde podría estar Sir Harvey y qué planes habría hecho para la velada. Se sentía avergonzada de su comportamiento y quería disculparse y pedirle perdón.

No había nadie en la galería de afuera. Paolina la atravesó pensando encontrarlo en la terraza o tal vez en la pequeña biblioteca. No estaba en ninguno de los dos lugares y de pronto se sintió invadida por el pánico; quizá la había abandonado, cansado, de su ingratitud.

Entonces lo vio. Estaba dormido, tendido en uno de los sofás, con los pies hacia arriba y los ojos cerrados. Paolina comprendió que debía estar muy cansado. No había dormido, como ella lo hizo, la noche anterior y la lucha que sostuvo con el duque debía haber agotado sus fuerzas por completo.

Paolina lo observó detenidamente y, por primera vez, se dio cuenta de lo joven que era. Hasta entonces, quizá por el aire autoritario que a veces adoptaba con ella, lo veía como si fuera un viejo, casi como a su padre. Se quedó de pie por algún tiempo junto al sofá, y tal vez la intensidad de su mirada inquietó a Sir Harvey, pues volvió la cabeza y, con los ojos todavía cerrados y en una voz ronca que era apenas un murmullo, preguntó:

—Paolina, ¿estás bien?

Ella se dejó caer de rodillas a su lado.

—Por supuesto que sí —contestó—. Y estoy sinceramente arrepentida de la forma como me porté. No hablé en serio. No sé cómo pude ser tan ingrata después de todo lo que has hecho por mí. Por favor, perdóname.

Él abrió los ojos y vio el rostro de ella muy cerca del suyo, sus grandes ojos se veían oscuros y preocupados.

—Por supuesto que te perdono —contestó él, somnoliento—. Fue sólo que me preocupé por ti. Eres tan hermosa, tan absurda e increíblemente hermosa.

Volvió a cerrar los ojos y ella comprendió que se había vuelto a quedar dormido. Sin embargo, al oírlo hablar así, su corazón había palpitado con rapidez. Se levantó, se dirigió a su cuarto para traer una suave colcha de satén y lo cubrió con ella.

Luego se sentó junto a él y se quedó mirándolo. Sabía que esa noche no habría diversiones… ni visitas al teatro, ni a los casinos o a los salones de baile.

Y, sin embargo, se sintió extrañamente contenta de permanecer sentada ahí junto a él, mientras el sol se ocultaba y las estrellas empezaban a aparecer en el cielo transparente.