Capítulo 4

—¡Más flores! —exclamó Sir Harvey cuando uno de los sirvientes de la hostería entró tambaleante en la salita, llevando un ramo enorme de flores y una cesta de frutas exóticas.

—No necesitamos preguntarnos quién las envía —añadió. Se levantó y caminó hacia la mesa en la que el sirviente las había colocado—. Pero, tal vez té gustaría leer la nota que veo acomodada entre los capullos.

—Puedes leerla tú, si quieres —contestó Paolina sin levantar la vista—. ¡Oh, mira qué puntadas tan exquisitas! Creo que aunque hubiéramos recorrido el mundo entero, no habríamos encontrado mejores costureras que las que hay aquí.

Estaba observando dos de los nuevos vestidos que acababan de llegar. Los palpaba, disfrutando de su elegancia y su belleza.

Sir Harvey estaba leyendo la nota, que había abierto sin vacilación.

«Al rostro más bello que ha adornado nunca a Italia», leyó en voz alta, «con el deseo de que dirija, a quien envía estos humildes presentes, la merced de una sonrisa». Poético, ¿verdad?

—Ese hombre no me gusta —contestó Paolina.

—De cualquier modo, es un duque —le recordó Sir Harvey—. Y nos puede ahorrar el viaje a Venecia por medios más incómodos. El burchiello del duque, según me han dicho, es la nave más rápida y lujosa que hay en toda la costa.

—¿Qué es un burchiello?

—Una especie de casa flotante. Tiene un largo salón en el centro y pequeños camarotes a cada extremo. Lleva un compartimento para los sirvientes en la proa y otro en la popa. Y viajan a buena velocidad. Nos llevará sólo unas ocho horas ir de la bahía donde se encuentra a Venecia.

—Suena emocionante. Pero disfrutaría más del viaje si el duque no fuera con nosotros.

—Te concedo que es un tipo peculiarmente desagradable —reconoció Sir Harvey.

Paolina lo miró intrigada. Le había sorprendido el tono de su voz. Apenas el día anterior le había estado enumerando todas las cualidades del duque, diciéndole que tal vez el interés que mostraba en ella era serio, y que era ella lo bastante mujer como para hacerlo capitular.

Ahora lo miró con expresión interrogante, pero no dijo nada. Casi un poco avergonzado, Sir Harvey explicó:

—Me he enterado de que el compromiso matrimonial del duque con la Princesa Violetta d’Este será anunciado en breve.

Paolina no pudo evitar sonreír. Así que eso explicaba su cambio de actitud.

—Siento mucho que eso te haya desilusionado —murmuró ella.

—En realidad, no. Mis planes para ti no incluyen algo tan elevado como un duque… al menos, no el Duque de Ferrara. Sin embargo, debo confesarte que en cierto momento me pareció posible. No hay límites para lo que una mujer inteligente puede lograr, ni horizontes que una mujer hermosa no logre conquistar. Y, déjame ser franco contigo: eres muy hermosa, Paolina.

—Es gracioso cómo todos parecen estar descubriendo eso ahora. Cuando era la pobre muchachita a quien su padre dejaba sola para irse a las mesas de juego, nadie se fijaba en mí.

—Debes haber recibido algunas proposiciones —dijo Sir Harvey.

Paolina se encogió de hombros.

—Sólo proposiciones indecorosas de jugadores como mi padre, o de jóvenes estafadores de los que abundan en los casinos.

—Me lo imagino. Pero ahora, puedes olvidarte de todo eso.

Sir Harvey se había acercado a ella y Paolina levantó la vista para mirarlo desde la silla baja en la que se había sentado.

—¿Podré hacerlo? —preguntó ella.

Él advirtió el profundo dolor que reflejaban aquellos ojos oscuros. El pequeño rostro ovalado era tan hermoso, que causaba pena verla sufrir.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Sir Harvey.

—Quiero decir —contestó Paolina en voz baja—, que si tú te cansas de divertirte tratando de conseguirme esposo, si te aburres de cargar conmigo, tendré que volver a la pobreza y la sordidez de la vida que llevaba antes. Y ahora será mucho peor, porque he conocido una vida diferente… que tú me has mostrado.

—¿Y si te prometo que nunca me cansaré de ti? —preguntó Sir Harvey.

El rostro de ella se iluminó por un momento.

—Quisiera estar segura de ello —dijo—. La otra noche, cuando te enfadaste conmigo porque no le respondí al duque, me sentí casi desesperada. Estoy en una posición muy vulnerable, porque dependo de ti en forma total. No puedo menos de preguntarme qué sucederá si tú me haces a un lado.

Sir Harvey se inclinó y tomó las manos de ella entre las suyas.

—Paolina, ¿por qué te torturas así? —preguntó—. ¿No puedes disfrutar de esta aventura como lo que es: una escapada alegre, atrevida y alocada? Yo encuentro divertido tratar de ser más listo que la pomposa gente que vive en la ciudad más ilustre del mundo. Los venecianos se dan aires de gran importancia, te lo aseguro. Pero tú y yo vamos a meter la mano en sus bolsillos y a enseñarles unas cuantas lecciones.

—Tú puedes hacerlo —dijo Paolina—, pero yo no soy lo bastante lista.

—¿Quién quiere que lo seas? ¡Lo único que necesitas es ser tan bella como lo eres en estos momentos!

La hizo ponerse de pie, y rodeándole los hombros con su brazo, la condujo a través de la habitación hacia un espejo de marco dorado que colgaba de la pared.

—Mírate tú misma —le ordenó.

Ella obedeció y en lugar de la imagen familiar vio a una desconocida. Era difícil, en verdad, reconocer a la humilde e insignificante figura que estaba acostumbrada a ver.

Ahora vio a una muchacha de brillantes cabellos peinados a la última moda; de labios pintados de carmín, vestida con un exquisito vestido de escote bajo, que revelaba todas las curvas de su figura. Su cutis era asombrosamente blanco, y las oscuras pestañas de sus grandes ojos le sombreaban delicadamente las mejillas blancas y sonrosadas.

—No soy yo, realmente —dijo Paolina con una voz suave, casi asustada.

—Por supuesto que no —contestó Sir Harvey—. La muchacha que abordó él Santa Lucia se perdió en la tempestad, como tantas pobres almás. Es mi hermanita la que ves ante ti… Paolina Drake, de Londres, cuya belleza es conocida en todo St. James; la joven que ha causado sensación hasta en el propio palacio de Su Majestad.

Paolina no pudo menos que echarse a reír.

—¿A quién le has estado contando todas esas tonterías?

—A cuanta persona ha querido escucharme.

—¿Y te creyeron?

—¡Por supuesto! Soy el mentiroso más hábil que puedes encontrar en este mundo.

Paolina se llevó las manos a la cara, pero estaba riendo.

—Eres muy malo —dijo—, pero no puedo menos que sentirme divertida. ¿Cómo te atreves a engañar a toda esta gente?

—Me atrevo porque tengo que hacerlo —respondió Sir Harvey.

Esta vez no estaba sonriendo y la gravedad de sus palabras hizo a Paolina preguntar a toda prisa:

—¿Tan mal estamos? ¿Cuánto tiempo te durará el dinero?

—Bastante tiempo —contestó él en forma evasiva—. Pero no tanto para que dejemos de pensar en el futuro. Nuestra ropa debe estar lista mañana, o tal vez pasado mañana. Entonces trataré de convencer al duque para que salgamos a Venecia un poco antes de lo previsto.

—¿Crees que no ganamos nada quedándonos aquí? —preguntó Paolina.

Sir Harvey se encogió de hombros.

—La alta sociedad nos está recibiendo: eso es una buena introducción para Venecia. Pero no me preocupa demásiado. Cuando nos establezcamos en el palazzo que he rentado, sobre el Gran Canal, todo Venecia nos visitará, estoy seguro.

—¡Un palazzo en el Gran Canal! —suspiró Paolina—. ¿Estás loco? ¿Cómo podemos pagar una cosa así?

—¡Tenemos que hacerlo! —contestó Sir Harvey—. Para obtener dinero en este mundo tienes que gastarlo antes. Debemos aparentar que somos gente rica e importante. Sólo el ambiente adecuado los convencerá de que no somos unos impostores.

—Pero, costará una fortuna —exclamó Paolina.

—No —la contradijo él—. Eso es lo que tú vas a costar. Te estoy poniendo en la vitrina, querida mía, y ésta debe ser digna de la joya que exhibe.

Paolina desvió la vista. No quería que Sir Harvey se diera cuenta de lo mucho que la herían sus palabras. No podía soportar que él hablara de ese modo tan cínico. Y, sin embargo, sabía que ésa era la verdad. Ella estaba en venta al mejor postor. Y como era débil y no tenía un centavo, no había nada que pudiera hacer.

—No quiero verte nunca en esa actitud —dijo de pronto Sir Harvey con firmeza—. Te ves deprimida y derrotada.

—Lo siento —murmuró Paolina.

—Debes estar siempre en guardia… todo el tiempo. La belleza no consiste sólo en tener un rostro bonito. Es un arte de todo el cuerpo. Ahora, camina a través de la habitación, sonriente y feliz, y a la vez orgullosa, como si el mundo entero estuviera a tus pies.

Paolina lo obedeció, pero él la detuvo apenas dio unos cuantos pasos.

—No estás sonriendo —le dijo—. No irradias esa alegría íntima que siente una mujer hermosa al ver que todo el mundo la admira. Ahora, prueba de nuevo… sí, así es mejor… ahora, otra vez. ¡Y otra vez!

Cuando por fin Sir Harvey quedó satisfecho, Paolina se acercó a la mesa, para mirar las flores que el duque le había enviado. Por alguna razón, no deseaba tocarlas siquiera. Había algo en ese hombre que ella odió instintivamente desde el primer momento en que lo vio. Todavía no olvidaba la expresión de su rostro cuando se despidió de él la noche en que cenaron en su castillo.

Toda la velada la había abrumado con solicitudes, demandas y ruegos para que se viera a solas con él. Ella lo había evadido todo el tiempo y, por fin, cuando llegó el momento de despedirse, había sentido la caricia de sus dedos en los de ella y la dura insistencia de sus labios contra la piel de su mano.

—Es usted muy cruel —había murmurado el duque casi entre dientes.

Ella había bajado los ojos, pero no sin ver antes ese feroz deseo que tanto miedo le daba. Olvidando todas las advertencias de Sir Harvey, casi había usado la violencia para retirar su mano.

Se inclinó en una profunda reverencia, y al incorporarse no miró de nuevo al duque. Adivinó que los ojos de él la seguían, pero se las ingenió para mantener la mirada fija en el piso, y para salir de la habitación con un gesto de severa dignidad.

Al encontrarse de nuevo en la seguridad de la hostería, se había preguntado por qué había tenido tanto miedo. Le avergonzó ser tan tonta, tan poco refinada, y haber disgustado a Sir Harvey.

Había llorado cuando se quedó sola en su cuarto, pero en la mañana, cuando las flores llegaron con una nota del duque, Sir Harvey ya no se mostró molesto.

—Tal vez tienes razón —le había dicho—. Quizá la forma de tenerlo interesada es mostrarse indiferente.

Para alivio de Paolina, fue Sir Harvey quien pensó que era mejor que rechazara cualquier invitación que llegara del castillo ese día y cuando el mayordomo del duque llegó cerca del mediodía con una invitación para el teatro y para cenar, Sir Harvey la había rehusado, diciendo que su hermana se encontraba todavía fatigada por el viaje y que el ya había hecho arreglos para la velada.

Ahora, al mirar las flores sobre la mesa y la nota que las acompañaba, Paolina se echó a reír.

—Así que el duque se va a casar con la Princesa d’Este, ¿no? Creí que habías dicho que era un soltero confirmado.

—Se rumora en la ciudad que se trata, en realidad, de la unión de dos grandes fortunas; la amalgama de dos familias poderosas que han gobernado esta parte de Italia durante quinientos años.

—Bueno, espero que ella sea feliz con él —sonrió Paolina—. No soy celosa.

—Te estás mostrando obsesiva respecto a ese hombre —replicó Sir Harvey—. Espero que tus antipatías no se muestren en forma tan evidente cuando lleguemos a Venecia.

—Trataré de que todos me simpaticen —prometió ella.

—Y ahora, ¿qué te parece si tomamos un poco, de sol? —preguntó Sir Harvey—. Podríamos ordenar un carruaje, pero creo que si caminamos con lentitud por la calle principal ello serviría para que todos te vieran.

—Me encanta la idea —asintió Paolina.

Corrió a su cuarto para ponerse un chal de gasa sobre los hombros y un sombrero de paja adornado con encajes y cintas en la cabeza. No pudo menos que pensar, cuando volvió a la salita, que Sir Harvey y ella hacían una linda pareja.

Sir Harvey llevaba puesta una de sus nuevas chaquetas, un chaleco bordado y una pechera de encaje veneciano. Se veía tan apuesto que no le sorprendió que todas las mujeres volvieran la cabeza para mirarlo.

Muchas personas elegantes estaban tomando el aire en los jardines llenos de flores del centro de la población.

Sir Harvey y Paolina causaron sensación, que era lo que él quería. Caminaron, aparentemente sumergidos en una interesante conversación, hasta que uno de los hombres que habían conocido la primera noche durante la cena en casa del duque se acercó a hablarles.

Hizo una reverencia, se llevó la mano de Paolina a los labios y les pidió que le hicieran el honor de cenar con él a la noche siguiente.

—Mi palazzo está algo lejos de la ciudad —dijo—. Tal vez podamos convencer al duque para que venga también, aunque casi siempre prefiere cenar en su castillo.

—¡Entonces, por favor, no lo invite! —exclamó Paolina—. Sería más divertido, milord, conocer a nuevas personas. Parece que hay tanta gente encantadora viviendo en Ferrara, que estoy ansiosa de conocer a todos.

—Podrá hacerlo, desde luego, —prometió el joven italiano con un gesto galante—. Daré una fiesta donde tendrá usted para escoger, señorita. ¿Le parece bien?

—Me parece perfecto —contestó Paolina riendo.

Se alejaron y cuando el hombre no podía ya escucharlos, dijo a Sir Harvey:

—¡Qué joven tan agradable! ¿Cómo se llama?

—Es el Conde Piero Rossitti —contestó Sir Harvey—. Aunque no comprendo por qué te parece tan agradable. No he conocido en toda mi vida a un asno más vanidoso que ése.

—Pero ¿cómo puedes decir eso? —preguntó Paolina—. A mí me pareció encantador y no me digas que no fue una amabilidad de su parte decir que va a dar una fiesta para nosotros.

—Bueno, el caso es que a mí me resulta antipático. Es muy poco probable que vayamos a su fiesta.

—No podemos permitir que la haga y dejar de asistir. Sería una crueldad.

—Seré yo quien decida eso —dijo Sir Harvey en un tono desagradable.

Paolina suspiró y decidió que era mejor no decir nada. Pero mientras continuaba caminando, no pudo menos que preguntarse qué lo habría enfadado. Sin embargo, cuando volvieron a la hostería, él se veía otra vez de buen humor.

—Esta noche, dentro de algunas horas, cenaremos con los Condes de Mauro —dijo Sir Harvey de pronto—. Mientras tanto iré a montar un poco. Estoy acostumbrado a hacer mucho ejercicio y esta vida de ocio me produce dolor de cabeza.

—Por supuesto, lo entiendo. Una cabalgata te hará bien. No te preocupes por mí. ¿A qué hora debo estar lista?

Él se lo dijo y, cuando se marchó, ella se dirigió a su dormitorio y se sentó frente a su tocador a pensar. Poco rato después, se dio cuenta de que sus dedos estaban acariciando las perlas que llevaba al cuello. Estaban tibias y brillantes por el contacto con su piel cuando se las quitó y se preguntó qué tipo de mujer las habría usado antes que ella.

Empezó a desvestirse. Le llevó mucho tiempo bañarse, envolverse en una bata y esperar a que el peinador llegara y le hiciera un nuevo peinado. Él le recogió el cabello en un largo bucle que le caía sobre un hombro, y a un lado de la cabeza le prendió dos botones de rosa recién cortados.

El vestido que Paolina había escogido para esa noche era de satén blanco, adornado con diminutas flores bordadas, y lazos de color de rosa en las mangas. Las zapatillas que se puso y el abanico que tomó eran también rosados.

Estaba lista antes de la hora fijada y se preguntó si Sir Harvey había vuelto ya. Era demásiado tímida para llamar a la puerta del dormitorio de él, pero de pronto se aburrió de estar sentada sola en su cuarto.

Abrió la puerta. La salita estaba vacía. Sólo se veían los grandes jarrones con las flores que el duque había enviado, cuya fragancia perfumaba el aire.

No había señales de Sir Harvey. Su sombrero no estaba en la silla donde casi siempre lo arrojaba al entrar y, aunque Paolina se quedó escuchando con atención, no oyó sonido ni movimiento alguno procedente del dormitorio.

En aquel momento escuchó que alguien subía la escalera. Se volvió, segura de que Sir Harvey regresaba de su cabalgata. Pero cuando la puerta se abrió apareció un lacayo, que llevaba una chaqueta oscura y un sombrero de tres picos sobre la peluca empolvada.

—He traído un mensaje de su señoría, señorita —dijo con una voz más educada de la que podría esperarse de un sirviente.

—¿Un mensaje? —preguntó Paolina—. ¿Por qué no ha venido él mismo?

—Su hermano ha sufrido una demora —contestó el lacayo—. Le pide que tenga la bondad de reunirse con él. Envió un carruaje para que la llevara.

—Sí, por supuesto que iré —contestó Paolina.

Regresó a su propia habitación para recoger una capa y ponérsela sobre los hombros, y al reunirse con el lacayo, preguntó:

—¿En dónde está mi hermano?

—Su señoría está en la casa de un amigo. Está ansioso de que se reúna con él cuanto antes.

Paolina se quedó de pronto inmóvil. Se le había ocurrido una idea que le hizo preguntar con voz trémula:

—¿No sufrió ningún accidente? No se cayó del caballo, ¿verdad?

—Su señoría está perfectamente, señorita. Sígame, por favor.

El lacayo la precedió al bajar la escalera y salir al patio por una puerta lateral de la hostería, frente a la cual esperaba un carruaje. Paolina sólo tuvo tiempo de notar que era un coche cerrado, sin el acostumbrado escudo de armás grabado en la puerta. Apenas subió a él, los caballos se pusieron en marcha. ¡Cuatro caballos! Le pareció extraño que un coche de alquiler, que era el que suponía que Sir Harvey había enviado, tuviera tantos caballos. Y si pertenecía a alguno de sus amigos, ¿por qué no tenía escudo de armás?

Frunció el ceño, desconcertada. Si no le había sucedido nada a Sir Harvey, ¿por qué no había regresado a la hostería? No lo creía capaz de asistir a una recepción vestido con su ropa de montar.

Empezó a sentirse cada vez más preocupada a medida que el carruaje avanzaba con rapidez para salir de la ciudad. Habían dejado atrás las últimás casas y viajaban ahora a campo traviesa. Paolina se inclinó hacia adelante y contempló, a través de la ventanilla, fértiles campos, viñedos, altos cipreses, e iglesias y monasterios que interrumpían de vez en cuando el verdor dé un panorama plano.

Continuaron avanzando y, pese a lo que había dicho el lacayo, Paolina se sintió cada vez más convencida de que Sir Harvey había sufrido un accidente.

Por fin, después de un tiempo que a Paolina le pareció una eternidad, aunque sólo había transcurrido media hora, el carruaje dio vuelta, salió del camino principal, y entró a través de unas altas rejas muy ornamentadas hacia un sendero bordeado de tilos.

Paolina trató de ver la casa que tenía ante sus ojos. Era una mansión importante, según podía adivinar por sus techos y torrecitas. El carruaje se detuvo ante la puerta del frente, que tenía un gran pórtico.

Ella bajó a toda prisa del coche, ayudada por lacayos de uniformes con galones dorados y empolvadas cabelleras, y fue conducida a un gran vestíbulo de columnas de mármol verde que sostenían un techo pintado en forma exquisita.

Hubiera querido hacer preguntas al mayordomo que la recibió; pero comprendió que eso sólo prolongaría las cosas y lo único que deseaba era correr al lado de Sir Harvey. Tal vez estaba sufriendo intensos dolores, o quizá se encontraba inconsciente. Debía llegar cuanto antes a su lado.

El mayordomo abrió la puerta de una habitación. Era un pequeño salón, y Paolina abarcó con una rápida mirada un candelabro resplandeciente, lujosos cortinajes de brocado, grandes jarrones con flores y exquisitos cuadros en las paredes Entonces comprendió que la persona que buscaba no estaba allí. Los sofás y las sillas estaban vacíos.

—¿En dónde está Sir Harvey? —Se escuchó a sí misma decir con voz fuerte, porque su corazón estaba lleno de temor. Observó con asombro que la puerta por la que había entrado se cerraba. ¡El mayordomo había desaparecido!

Se quedó un momento de pie, desconcertada. Luego retrocedió hacia la puerta, dispuesta a abrirla ella misma y a pedir una explicación.

—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó una voz desde el otro extremo del salón.

Paolina se volvió a toda prisa. Detrás de unos cortinajes, había surgido un hombre y ella lo miró como si no pudiera dar crédito a sus propios ojos. ¡Era el duque!

Ella se acercó a él con la cabeza en alto.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —preguntó—. ¿Y, dónde está mi hermano?

—Estoy aquí —dijo el duque con suavidad—, porque da la casualidad de que ésta es mi casa; mi pabellón de caza, para ser exactos. ¿Puedo darle la bienvenida a él con todo mi corazón?

—¿En dónde está mi hermano? —preguntó Paolina.

—¡Su hermano! —El duque hizo un gesto expresivo con las manos—. Supongo que está en Ferrara.

—¿Me quiere decir que no está aquí? ¿No ha habido ningún accidente? Entonces, ¿por qué envió él a buscarme?

—¿No será mejor que nos sentemos? —preguntó el duque.

—Prefiero estar de pie —dijo Paolina—. Le exijo a su señoría una explicación y después debo marcharme.

—Me parece difícil, porque mi carruaje se ha ido ya —contestó el duque.

Paolina miró a su alrededor.

—Si ésta es su casa, ¿qué estoy haciendo aquí? —preguntó—. Usted envió a sus sirvientes a decirme que mi hermano me necesitaba. ¡Fue una artimaña! ¡Un engaño para hacerme venir aquí! ¡Su señoría debía sentirse avergonzado de sí mismo!

—Se ve preciosa cuando se enfada —sonrió el duque—, más hermosa aún de como la recordaba. ¿Por qué no quiso verme ayer? ¿Se proponía enloquecerme?

—Su señoría —dijo Paolina con repentina firmeza—. Tal vez para usted esto sea una broma, pero no para mí. Me ha traído aquí con engaños; mediante una mentira que me hizo preocuparme mucho, porque pensé que tal vez mi hermano había tenido un accidente. No es la conducta que yo hubiera esperado de un caballero de su calidad y educación. Sin embargo, la broma ha terminado. Quiero volver inmediatamente a Ferrara.

—Siéntese —suplicó el duque—. Y hablemos.

—No tenemos nada de qué hablar —contestó Paolina—. Quiero irme.

—Estoy dispuesto a darle cualquier cosa que me pida, excepto el derecho de dejarme.

Paolina lanzó un suspiro de exasperación.

—¡Esto es ridículo! No puede retenerme aquí contra mi voluntad. Mi hermano debe haber vuelto ya a la posada. Se preguntará qué me ha sucedido y se preocupará mucho por mí.

—¿Lo cree así? —preguntó el duque—. ¿No piensa que él sabe, quizá, dónde se encuentra usted y que considera que está en muy buenas manos?

El tono de su voz hizo que Paolina lo mirara con los ojos agrandados de asombro.

—No sé qué quiere decir con eso, su señoría —dijo ella—. Pero estoy segura de que mi hermano se preocupará mucho por mi ausencia. Le suplico que dé órdenes para que su carruaje regrese ahora mismo.

—Así está mejor —aprobó el duque—. Ahora empieza a suplicarme. Hace unos momentos me estaba hablando en un tono autoritario.

—Si quiere que le suplique, lo haré. Quiero volver a Ferrara. Por favor, tenga la bondad de hacer que me lleven allí.

—Como ya he dicho antes, pídame cualquier cosa… menos su libertad.

—¡Esto es absurdo! —exclamó Paolina—. Usted no puede secuestrarme. Éste es un país civilizado. ¿Se imagina lo que se dirá de su conducta?

—Ése es el punto… ¿quién dirá algo?

—Si se imagina que mi hermano aceptará mi desaparición con toda tranquilidad está muy equivocado —respondió Paolina con voz apasionada.

—He enviado a un emisario a encargarse de su hermano. Creo que va usted a descubrir que no está tan enfadado como se imagina.

Hubo una pausa repentina.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Paolina después de un momento.

—Quiero decir, mi dulce y bella dama, que he hecho investigaciones acerca de su hermano. Aunque dispone, por el momento, de una buena cantidad de dinero… el cual obtuvo de las joyas que vendió al llegar aquí después de sus aventuras en el mar, sus recursos económicos han sido siempre muy limitados, según se me ha informado.

Después de una leve pausa, durante la cual miró a Paolina con fijeza, el duque continuó diciendo:

—Lo que yo me pregunto es: ¿cuánto durará ese dinero, aunque se trate de una fuerte cantidad? Un hombre con problemás económicos siempre escucha con interés cuando se le propone un buen negocio.

—No sé de lo que está hablando —dijo Paolina.

—Creo que sí lo sabe —la contradijo el duque—. De cualquier modo, su hermano tiene buena cabeza para los negocios. Lo que le estoy ofreciendo es una proposición muy sensata y generosa.

—¿Me quiere decir que le está ofreciendo a mi hermano dinero por mí? ¿Qué está tratando de comprarme?

—¿Debemos poner las cosas en términos tan crudos? —preguntó el duque—. Lo que le estoy ofreciendo, querida mía, es la devoción de un hombre que la ama profundamente.

Dio unos pasos hacia adelante al decir eso, y tomó la mano de ella en la suya.

—La amo —repitió, y besó sus dedos.

Al sentir el contacto de los labios del duque, Paolina se estremeció. Quiso retirar la mano, pero él no se lo permitió.

—¿Es usted realmente tan indiferente como parece? No puedo creer que sus labios sean tan helados como sus palabras. ¿Me permite probarlos para comprobarlo?

Él tiró de ella para acercarla a su pecho, pero, impulsada por el temor, Paolina logró evadirlo.

—No se atreva a tocarme —gritó—. Me ha traído aquí con engaños. Tal vez trate de comprarme, pero yo tengo voluntad propia. Jamás le perteneceré, ¿me oye? Jamás seré suya, sin importar cuánto pague por mí.

—¿Está segura de eso? —preguntó el duque.

Avanzó hacia ella, con los ojos llenos del mismo deseo febril que había aterrorizado a Paolina la noche en que se conocieron.

Ella retrocedió unos pasos, hasta que tropezó con un sofá. Entonces, los brazos del duque la rodearon. La estrechó contra sí, mientras sus labios buscaban anhelantes la boca de Paolina, quien se debatió en un inútil forcejeo.

Viró la cabeza de un lado a otro, pero no pudo escapar de los labios de él. La besó en las mejillas y terminó por encontrar su boca y, en ese momento Paolina sintió que él la había hecho descender a un infierno que no soñaba siquiera que existiera.

La asquearon aquellos brazos, aquellos labios ávidos, aquellos besos que se volvían cada vez más intensos y posesivos.

Por fin él la soltó y ella cayó sobre el sofá, jadeante, extendidas las manos, como para evitar que él volviera a acercarse.

—Te quiero —dijo él con voz ronca de pasión—. Te adoro y te prometo que seremos muy felices juntos. Te llevaré a una casa que tengo en Verona: está en lo alto de una colina que domina toda la ciudad. Estaremos solos… tú y yo, mi amor… para conocernos mejor. Y tú aprenderás a amarme.

—¡Nunca! ¡Nunca! —Logró exclamar Paolina en un grito ahogado.

Respiraba a duras penas a través de sus labios mancillados y sus ojos, agrandarlos por el terror, veían al duque como un conejillo asustado.

—Pasaremos esta noche aquí —dijo el duque—, pero mañana nos iremos lejos. Todo está arreglado. Lo único que tienes qué hacer es complacerme y comprender que te idolatro.

—Esto no es amor —gritó Paolina—. Si usted me amara, querría que yo fuera feliz. Y le juro que jamás podría serlo con usted.

—Con el tiempo reconocerás que estabas equivocada.

—¿Y qué me dice de la princesa? —preguntó Paolina—. ¿De la princesa con la que va a casarse?

—¿Ya te enteraste de eso? Se trata de un matrimonio de conveniencia, pues ella será esposa digna de un hombre de mi posición. Tú y yo no estamos hablando de matrimonio, sino de amor.

—¡Tampoco estamos hablando de eso! —replicó Paolina en un repentino acceso de valor—. Lo que usted me ofrece no es amor, sino lujuria, algo que jamás aceptaría ninguna joven decente. ¡Lo odio! ¿Me entiende? ¡Lo detesto!

Si había pensado que sus palabras ofenderían al duque, se equivocó. Él se inclinó hacia ella con una sonrisa siniestra en los labios y una codicia en los ojos que la hizo sentirse más temerosa que nunca.

—El odio con frecuencia puede convertirse en amor —dijo él—. Las mujeres demásiado complacientes se vuelven aburridas. Yo estoy seguro de una cosa: jamás me aburriré de ti.

Al escuchar esas palabras, Paolina, sin poder controlarse, se puso de pie de un salto.

—¡Déjeme ir! ¡Déjeme ir! —gritó y echó a correr con desesperación en dirección a la puerta, el blanco vestido extendido como las alas de un pajarillo asustado que trata de escapar de su verdugo.

El duque la observó sin moverse y cuando la vio llegar a la puerta le dijo:

—No me gustaría humillarte ordenando a mis sirvientes que te trajeran a rastras aquí. Pero si intentas salir de esta casa, eso es lo que harán exactamente.

Paolina se quedó de pie, mirándolo. Parada casi de puntillas, se encontraba lista para escapar; pero comprendió que él no bromeaba.

«Estoy derrotada», se dijo. Entonces, cierto instinto pareció murmurar a su oído: «trata de ganar tiempo».

Se llevó la mano al cabello. Enderezó los lazos que había en el talle de su vestido. Con lentitud, volvió hacia donde estaba el duque, aunque sin acercarse demásiado, mirándolo con aire cansado mientras trataba de recuperar el control.

—Se ha pasado ya la hora de la cena —dijo—. ¿La hospitalidad de su señoría incluye también algo de comer?

Él la estaba observando con un deseo apenas disimulado, pero ahora sus ojos brillaron con admiración.

—Cenaremos inmediatamente —dijo.

—Quisiera primero asearme un poco.

—Mi ama de llaves te mostrará tu habitación. Ella, desde luego, estará atenta para proporcionarte cuanto necesites.

Paolina comprendió que había una velada amenaza tras aquellas palabras corteses.

En silencio, se dejó conducir por una ancha escalera hacia un magnífico dormitorio en el primer piso. Había una gran cama de cuatro postes colocada sobre un estrado; candelabros de cristal veneciano, espejos con marcos de plata, mesitas de mármol de color rosa pálido y tapetes que habían llegado de Persia a través del mar. Pero, para Paolina, aquéllos no eran sino adornos oropelescos de la prisión en que se encontraba.

El ama de llaves le trajo agua caliente y perfumada, y permaneció de pie a su lado, sosteniendo una toalla de lino de ancha orilla de encaje, mientras ella se lavaba. Paolina se lavó la cara y se arregló el cabello, pero todo el tiempo estaba pensando desesperadamente en encontrar alguna forma de escapar.

No podía menos que preguntarse si Sir Harvey no se sentiría tentado a recibir el dinero que el duque le había ofrecido a cambio de ella.

Después de todo, ¿qué podía significar para él una muchachita a la que había tomado bajo su protección dos o tres días antes? Era difícil creer que pudiera sentir por ella algún afecto o lealtad.

Una y otra vez, Paolina sintió que la pregunta martillaba su cerebro y que la atormentaba la duda.

Se movió por la habitación en forma automática, aunque deseaba correr a la ventana y llamarlo a gritos, como si, de algún modo milagroso, su voz pudiera llegar a él, a través de la distancia, hasta Ferrara. Pero, en todo caso, ¿qué podría hacer él si conociera su situación?, se preguntó. Los servidores del duque lo echarían de ahí sin miramientos y él negaría que ella estuviera en su casa. ¿A quién podía recurrir Sir Harvey? ¿Qué ayuda podía obtener en un país extranjero, donde era un desconocido, contra un personaje de tanta importancia?

—¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —murmuró entre dientes.

—¿Decía algo, milady? —preguntó el ama de llaves.

—No, nada, gracias —contestó Paolina.

Miró a la mujer como si lo hiciera por primera vez, preguntándose si podría conseguir ayuda de ella.

El ama de llaves era una italiana madura de rostro moreno y Paolina se sintió segura de que era incondicional del duque, a cuya familia debía haber servido toda su vida.

No encontró ya ningún pretexto para demorarse más. Sabía que el duque la estaba esperando para cenar. Y ¿qué estaría haciendo Sir Harvey? Se preguntó si estaría preparándose para abandonar la hostería y seguir su camino a Venecia, encantado de tener suficiente dinero para vivir con comodidad muchos años.

«¡Ayúdame! ¡Sálvame!».

Su corazón gritó en silencio aquellas palabras y luego, con una dignidad casi patética, bajó con lentitud la gran escalinata hacia el vestíbulo de mármol.