Capítulo 8
Sobresaltado, Cole dejó caer la mano. Chelsea se puso de pie en el acto. —¿Qué es eso?
—¡Es el maldito teléfono! —murmuró Cole maldiciendo entre dientes.
—¿Es el teléfono del coche? ¿Cómo podemos oírlo desde aquí?
—No es el del coche. No hice todas esas llamadas desde el coche, Chelsea. Tenemos un teléfono en la casa.
—Pero ¿cómo puede ser? ¿Aquí, en medio de las montañas? No hay cables por ningún lado.
—Las maravillas de la tecnología moderna —repuso Cole sin emoción—. Tenemos un radioteléfono unido a los satélites de comunicaciones.
Cole salió de la bañera y desnudo atravesó el patio, entró en la casa y se dirigió a una habitación que hada las veces de despacho. El teléfono sonaba insistente. —¿Sí?— respondió Cole de mal humor.
Chelsea lo había seguido. Ahora se detuvo dudosa en el umbral de la oficina y miró cómo Cole se sentaba, empapado, en el gran sillón de cuero tras el escritorio, con el teléfono en la mano. Chelsea no estaba segura si debía irse o quedarse.
—Tyler, ¿qué pasa? —inquirió Cole al teléfono—. Entonces, ¿por qué demonios me llamas aquí?
¿Por qué llamaría su hermano Tyler? Chelsea entró en el despacho. No parecía una emergencia de familia. Cole parecía más irritado que preocupado.
Y entonces sí que pareció verdaderamente irritado.
—¿Que han hecho qué? Sí, no. ¡No! ¡Oh! ¡No es asunto tuyo! Mira, si no dejas de reír voy a colgar.
Un segundo más tarde lo hizo.
—¿No… No dejó de reírse? —conjeturó Chelsea.
Cole no contestó. Se echó hacia delante y apoyó la cabeza entre las manos.
—Cole, ¿qué pasa? —preguntó Chelsea corriendo a su lado—. ¿Por qué llamó Tyler? ¿Era importante? ¿De qué se reía?
—¿Es esto un interrogatorio oficial o simplemente estás jugando al juego de las Veinte Preguntas? —repuso Cole con tono agrio.
Chelsea retrocedió.
—No tienes que pagarlo conmigo. Sólo me preocupo por ti.
—Bien, pues prepárate para preocuparte de ti misma. Chelsea. Primero, los dos reporteros del Globe Star Probé lograron escapar del intrépido trío de detectives. Dios sabe lo que harán ahora que están sueltos. Pero ésa es una preocupación menor comparada con lo que Tyler encontraba tan gracioso.
Chelsea pensó en Kaufman y Rodgers y la historia que sin duda estarían inventando para el infame Probe. ¿Y eso era una preocupación menor? Chelsea tragó saliva.
—¿Qué encontraba Tyler tan gracioso?
—La idea de tú y yo escondidos en las montanas sin un paquete de preservativos —dijo Cole con los dientes apretados—. Y me recordó que el tendero de Babcock los tiene escondidos tras el mostrador y, para agarrarlos, tienes que gritar lo que quieres al octogenario señor Gibbons, que es duro de oído.
Después de tirar la bomba, Cole se levantó y salió del despacho.
Chelsea se quedó inmóvil en su sitio, chorreando agua sobre la alfombra trenzada, demasiado impresionada para seguirlo. Cuando se recuperó y corrió tras él, Cole estaba encerrado en el cuarto de baño y el agua de la ducha caía contra los azulejos.
El corazón de Chelsea latía violento y la joven tenía la boca seca. La noche anterior… y esa mañana también. Los recuerdos se agolparon en su mente pero no recordó haber adoptado ninguna medida precautoria.
Lo cierto era que ni le pasó por la cabeza la prevención.
Y, obviamente, lo mismo le ocurrió a Cole. El salió de la ducha envuelto en un grueso albornoz. La ignoró mientras se vestía con unos vaqueros y una camisa de rayas grises, negras y rojas. Se subió las mangas hasta los codos, miró a Chelsea, y suspiró profundo.
—No se me ocurrió… no pensé… ¡maldición! ¡No puedo hablar, ni siquiera puedo pensar con claridad! Esto no me había ocurrido nunca, Chelsea. En lo único que podía pensar era en hacerte el amor de nuevo. No me paré a pensar en las posibles consecuencias. Ni anoche ni esta mañana.
Cole se aclaró la garganta y se puso colorado.
—¿Existe la posibilidad de… de que tú… estuvieras preparada?
Ella negó con la cabeza.
—Nunca he necesitado pensar en… usar nada con nadie. Nunca ha habido nadie aparte de ti, Cole.
Cole le colocó las manos sobre los hombros.
—Chelsea, lo siento. No era mi intención hacerte correr ningún riesgo. Nunca intentaría hacerte daño de ese modo.
—Lo sé. No es culpa tuya, Cole. Ninguno de los dos pensaba muy claramente anoche.
—Ni esta mañana —añadió Cole consternado, como si una noche de pasión sin precauciones pudiera ser comprensible, mientras que ampliar la inconsciencia a la mañana siguiente fuera imperdonable.
Chelsea trató de acercarse a él, pero Cole la mantuvo a distancia con los brazos. Ella lo miró ansiosa.
—¿Cómo sabía Tyler que nosotros… que hicimos el amor?
—No sabe que lo hicimos. De hecho, supone que no lo hemos hecho. Pero sabe lo que no tenemos en la casa. El año pasado el mismo Tyler tuvo que hacer un viaje a la tienda de Babcock y gritar lo que quería al señor Gibbons. Nathaniel y yo hemos estado tomándole el pelo desde entonces. Así que Ty se reía a carcajadas al pensar en su recto hermano mayor teniendo que hacer lo mismo, o si no, volviéndose loco por tener que guardar celibato contigo aquí como tentación irreversible.
—¿Tyler cree que me encuentras irresistiblemente tentadora? —murmuró Chelsea con suavidad.
Cole prefirió no responder. Seguía sin recuperarse de la impresión que le produjo la llamada de su hermano. Tyler pensaba que su perfecto hermano mayor, el que nunca cometía errores, jamás se llevaría a la cama a una mujer sin tomar precauciones, por muy desesperado que estuviera. Y hasta esa noche y esa mañana, nunca lo había hecho. Cole Tremaine era demasiado cuidadoso, controlado y responsable para correr un riesgo así.
¡Pero lo hizo la noche anterior y esa mañana! Y si Tyler no hubiera llamado, habría vuelto a ocurrir en la bañera. Chelsea Kincaid, después de una ausencia de cuatro años, volvió a su vida y lo convirtió en un personaje alocado e impulsivo, tan irresponsable como un adolescente.
Otra vez estaba obsesionado por esa mujer, o quizá siempre lo había estado y siempre lo estaría.
Chelsea había tomado su bata y la llevaba sobre el bikini.
—Cole, me preguntaba por qué Tyler me considera una tentación irresistible para ti —dijo sonriéndole seductora.
Cole apretó los labios.
—Yo me preguntaba lo mismo —respondió, seco.
Era desconcertante pensar que su hermano hubiera podido sospechar su obsesión por Chelsea. Cole Tremaine siempre guardaba sus sentimientos para sí.
Chelsea lo observó. Comprendía su tensión. El infalible Cole Garrett Tremaine nunca cometía lapsus de ese tipo. En su opinión, ni siquiera una emocionante reconciliación pasional era razón suficiente para hacer el amor sin protección.
Chelsea tenía la sensación de que cualquier cosa que dijera en ese momento sólo haría que Cole se sintiera peor. Era el momento de dejarlo solo antes de intentar convencerlo de que no había cometido un crimen punible con la muerte.
—Cole, voy a vestirme.
Chelsea salió del dormitorio principal y recorrió el estrecho corredor hasta la pequeña habitación rosa. La puerta volvía a estar en su sitio; Cole se ocupó de ello antes de comer.
—Chelsea —dijo Cole a su espalda—, no pareces darte cuenta de la gravedad de la situación. ¡Por el amor de Dios, puedes estar embarazada!
—O puede que no —repuso ella con calma—. Es probable que no, Cole. Estoy en los días menos propicios.
—Qué bien, eso me da seguridad —soltó Cole irónico. —Me preguntó cuántas veces esas mismas palabras han ido seguidas, nueve meses después, de un nacimiento.
Chelsea lo miró mientras entraba en la habitación.
—Me parece recordar que siempre decías que querías una familia numerosa. Seis hijos, creo. Entonces, ¿por qué te molesta tanto esta situación?
—¡Porque quería casarme antes de ser padre! Y para un hombre de treinta y cinco años, no sólo es irresponsable y absurdo dejar embarazada a una mujer fuera del matrimonio, ¡sino vulgar!
Chelsea casi sonrió.
—Bueno, hay una forma de salir del dilema.
—Creo que ya te he dicho que no volvería a hacerte una proposición de matrimonio, Chelsea —repuso él apretando los dientes; en eso no cedería—. Una vez fue más que suficiente.
—Entonces yo te lo propondré a ti y nos escaparemos —dijo Chelsea incontenible.
—¡Chelsea, pon los pies en el suelo! Mira lo que ha ocurrido desde que te traje aquí. Deberías estar acusándome furiosa de no amarte, de utilizarte sexualmente para satisfacer mi lujuria y mi necesidad de venganza. ¿No te das cuenta de lo que te he hecho? ¡Y encima, podrías estar embarazada! Deberías estar histérica.
—Tú estás histérico por los dos —dijo Chelsea tajante—. Y en cuanto a las acusaciones… bueno, tal vez estaría haciéndolas si considerara que tengo razones justas para ello.
—¿No crees posible que estuviera mintiendo cuando dije que te amaba? —preguntó Cole en voz baja—. ¿Que sólo lo dije porque quería acostarme contigo y sabía que no podría conseguirlo sin el estribillo obligatorio? ¿No se te ha ocurrido que sólo me propusiera conseguir tu rendición total? ¡Algo que conseguí con mucho éxito, debo añadir!
Los ojos azules de Cole brillaron antes de seguir:
—Admitiste que me amas y que siempre me has amado, Chelsea. Confesaste que ningún otro hombre ha significado nunca nada para ti, que te casarías conmigo hoy mismo si te lo pidiera. Hasta te arriesgaste a quedar embarazada por mí. Eso me convierte en ganador.
—¿El ganador de qué? No estamos compitiendo el uno con el otro, Cole. Tampoco estamos en guerra —dijo Chelsea mirándolo mientras una terrible intranquilidad se apoderaba de ella—. Tú no me obligaste a rendirme. Yo lo di todo por voluntad propia; mis palabras y mi cuerpo. Y… y quiero tener un hijo tuyo. ¿Acaso eso no me convierte a mí en una ganadora?
—Quizá estés demasiado segura de ti misma. Pero recuerda que te conté los planes que tenía para ti antes que te acostaras conmigo, Chelsea.
—Y yo no te creí. Pensé que era tu orgullo masculino el que hablaba y es obvio que no te tome en serio. Si lo hubiera hecho…
De pronto Chelsea pensó que Cole podía estar diciendo la verdad y sintió un miedo cerval.
No, ella amaba a Cole. Confiaba en él. Tenía una fe absoluta en su persona. Simplemente Cole se sentía culpable y turbado porque pensaba que le había fallado al no pensar en protegerlos.
—No puedo creer que no me ames, Cole. No después de lo que me dijiste y las cosas que hicimos —dijo sonrojándose.
Sus palabras evocaron los mismos recuerdos en Cole.
—Las cosas que hicimos —repitió.
Convulsivo, intentó recuperar el control de sus sentimientos, castigándose al tiempo que castigaba a Chelsea. Porque la deseaba tanto, que hubiera querido llevarla a la cama en ese instante, sin importarle las consecuencias. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por tenerla. Era un descubrimiento alarmante, y eso fortaleció su resolución de distanciarse del poder de Chelsea.
—Lo que hicimos, lo que tuvimos, fue una extraordinaria experiencia sexual, Chelsea. —Fue mucho más que eso y tú lo sabes, Cole— dijo ella despacio.
Cole apretó los puños para no tocarla. Eso hubiera sido su perdición. Chelsea no lo hubiera detenido y él habría sido incapaz de hacerlo.
—Sé que estás intentando convertir el sexo en amor porque no puedes aceptarlo de otro modo. Pero yo hace tiempo que superé eso. No necesito estar enamorado para pasármela bien en la cama.
—¿Me estás diciendo que lo de hoy y lo de anoche fue todo una farsa?
Cada vez le resultaba más difícil convencerse de que Cole no hablaba en serio. El la miraba con frialdad.
—¿Me… me utilizaste sexualmente para satisfacer tu… tu lujuria? ¿Por venganza? ¿Mentías cuando me dijiste que me amabas? —preguntó en un susurro aterrorizado.
Cole se pasó una mano por el pelo, obligándose a mantener su imagen controlada. ¿Había mentido? Debía haberlo hecho porque hada cuatro años se juró no volver a caer en esa trampa.
—Estabas mintiendo —dijo Chelsea tragando saliva.
Tenía un nudo en la garganta que casi le impedía respirar.
El asintió, incapaz de pronunciar las palabras en voz alta.
El dolor que sintió Chelsea no hubiera sido mayor si Cole le hubiese hablado a gritos. Apenas podía respirar. ¡No podía ser cierto! Pero aunque su corazón lo negara, Chelsea sabía que era verdad. Fue una ingenua. Y llegaba el momento de despertar de su bonito sueño y enfrentarse a los hechos. Cole no la amaba, la había utilizado. Aceptó pronunciar las palabras que ella le puso en la boca, pero para él no tenían ningún significado.
—Por favor, déjame sola —dijo con voz ronca.
Cole se marchó de la habitación porque no podía hacer otra cosa. Pero en el momento en que salió al pasillo, una terrible desolación se apoderó de él. ¿Qué acababa de ocurrir? ¿Y cómo ocurrió? ¿Qué había tratado de probar? ¿Y a quién? No se sintió tan confuso en toda su vida.
Chelsea cerró la puerta del dormitorio, con manos temblorosas. Ella no estaba confusa; sólo tenía el corazón roto. Y decidió que se iría de allí aunque tuviera que recorrer a pie los veinte kilómetros que la separaban de la ciudad de Babcock.
Una vez tomada la decisión, Chelsea se vistió con la ropa adecuada para el paseo, eligiendo unos vaqueros, camiseta, suéter y cazadora de verano. Se puso dos pares de calcetines de algodón y sus cómodos zapatos de paseo.
La maleta le pesaba demasiado para llevarla consigo todo el camino, así que metió lo más necesario en el bolso y se lo colgó al hombro.
La ventana ya estaba abierta, y Chelsea se asomó al exterior. La casa sólo tenía un piso de altura, así que apenas había metro y medio desde el alféizar hasta el suelo. Sigilosa, sintiéndose un poco como una ladrona, Chelsea saltó por la ventana y se dirigió hacia la parte delantera de la casa donde comenzaba el único camino montaña abajo.
Era más un camino ancho que una carretera, sin asfaltar y lleno de piedras, baches y malas hierbas. Chelsea se preguntó cómo se las había arreglado Cole para avanzar por ese terreno tan accidentado. Por supuesto, ella no recordaba su llegada. Se vio a sí misma en aquel entonces, dormida, sin sospechar lo que la esperaba.
Chelsea parpadeó para eliminar las lágrimas que se agolpaban en sus párpados. No lloraría. Si empezaba, no terminaría nunca. Además, caminar y llorar eran actividades incompatibles; las dos necesitaban demasiada energía y concentración para hacerse a la vez. Chelsea necesitaba reunir todas sus fuerzas para el largo viaje a Babcock.
Cole dio vueltas por la casa, arriba y abajo, recorriendo todas las habitaciones sin rumbo fijo. Se sentía como una rata; no, como una serpiente se corrigió mentalmente. Así era como Chelsea lo llamó cuando no quiso cambiarle el neumático en la autopista, y en ese momento decidió que el insulto era apropiado.
Una vez más, en su mente apareció el rostro de Chelsea cuando le dijo que no la amaba, que sólo la estuvo utilizando. Lo que ella creía el triunfo del amor verdadero era una mentira, un engaño cruel y premeditado destinado a herirla. Cole lo vio todo: sus grandes ojos marrones llenos de dolor, las lágrimas que ella se esforzaba por eliminar, sus labios temblorosos. Un intenso dolor lo atravesó.
«Felicidades», dijo una voz en su interior. «Cole Tremaine, ganas de nuevo». Vuelves a tener el control, has llevado a cabo tu venganza con éxito «saldando una vieja cuenta».
No se había sentido peor en toda su vida. Se dirigió a la pequeña habitación rosa y llamó a la puerta. Estaba cerrada, por supuesto. Cole oyó a Chelsea echar la llave.
—Chelsea —llamó en voz baja.
No hubo respuesta. Cole suspiró, ¿realmente pensaba que obtendría respuesta? Volvió a llamar, esta vez un poco más fuerte.
—Chelsea, por favor, abre la puerta.
Silencio. Cole miró su reloj. Chelsea se había encerrado hacía menos de media hora; obviamente, no estaba preparada para hablar con él. Y honestamente, no podía culparla; le debía un poco de intimidad. La dejará sola un rato más y continuaría atormentándose. «Te lo mereces», le dijo la voz interior, y Cole estuvo de acuerdo. Completamente de acuerdo.
De pronto, Chelsea sintió sed y recordó con nostalgia el arroyo de montañas que se vaciaba en la fría poza. Miró su reloj y se sorprendió al comprobar que ya había pasado más de una hora desde su marcha clandestina. Se arrepintió de no haber llevado algo de comida, pero no se atrevió a pasar por la cocina antes de irse.
Caminó durante más de dos horas a buen ritmo antes de hacer la primera parada… No encontró ningún sitio para sentarse, así que Chelsea se sentó en el camino a estilo indio. No descansó mucho tiempo. Sin nada que comer o beber y nadie con quien hablar, estar allí sentada era aburrido y no especialmente descansando, ya que los pensamientos que trataba de mantener lejos volvían a su mente desocupada. Por fin Chelsea se levantó y continuó andando.
Cole trató de distraerse, primero con una llamada telefónica, luego leyendo, después con la televisión. Pero no conseguía interesarse por nada. Estaba nervioso e inquieto. Por fin, afrontó los hechos. No tendrá un momento de paz hasta que pidiera perdón a Chelsea.
Se lo debía; no tenía que haberle dicho esas cosas. Cole se encaminó al dormitorio.
—¿Chelsea?
Llamó a la puerta con los nudillos y giró el picaporte. No hubo respuesta y la puerta seguía cerrada. Cole miró su reloj. Las últimas dos horas y media pasaron muy lentas para él. ¿Cómo podía ella aguantar encerrada allí sin una sola distracción? ¿Se habrá quedado dormida?
—Chelsea, ¿estás despierta?
No hubo respuesta. Chelsea dormía con placidez mientras él era presa del más absoluto desasosiego.
Pobre pequeña Chelsea, con seguridad estará agotada. Los eróticos recuerdos de cómo pasaron la noche poblaron su mente. Y esa mañana… Cole recordó el desayuno que ella preparó con tanto amor, cómo jugaron después, el paseo hasta el estanque. Cuánto había disfrutado a su lado hablando, riendo, simplemente estando con ella.
De repente su separación le pareció absurda. En realidad, estaban muy bien haciendo cualquier cosa juntos; debían estar juntos. ¿Por qué no habría podido admitirlo antes, sin herir a Chelsea de ese modo? ¿Por qué siempre hacía las cosas así? De la forma más dura. Con rigidez. Chelsea lo conocía bien, lo comprendía y lo quería a pesar de sus manías. Ella lo amaba. El pulso le latió en las sienes.
Por fin Cole se obligó a afrontar la realidad. Las cosas habían cambiado. Ahora era él quien estaba dispuesto a aceptar los términos que Chelsea quisiera dictar, con tal de que lo perdonara. Porque estaba irremediablemente enamorado de ella.
Necesitaba toda su fuerza de voluntad, que no era poca, para no sacar la puerta de sus bisagras y entrar en el dormitorio. Pero se contuvo. No tenía derecho a perturbar su sueño después de haberla tenido la mitad de la noche en vela. Tampoco debía tener esperanzas de que ella lo acogiera en su cama. Tendría que ganársela de nuevo y aquello no iba a ser fácil.
Lleno de remordimientos, Cole se alejó de la puerta cerrada.
Chelsea agradeció que el camino fuera cuesta abajo. Así pudo caminar de prisa sin agotarse demasiado. Se detuvo y observó la distancia que había recorrido. La casa no se veía, rodeada por el espeso bosque, y Chelsea se sentía como si fuera la última persona de la tierra.
Parpadeó para contener otra oleada de lágrimas. De nuevo la embargaba una intensa sensación de pérdida, aquella soledad con la que aprendió a vivir después de su primera ruptura con Cole. Por un tiempo demasiado breve se vio libre de ese sordo dolor, pero esa misma tregua hacía que su vuelta fuera mucho más dolorosa.
Cuatro horas. Cole miró el reloj. Con grandes esfuerzos había logrado dejarla sola durante cuatro horas. Apagó el partido de baloncesto que no consiguió suscitar su interés y volvió al dormitorio rosa.
—Chelsea, déjame entrar. Quiero hablar contigo —dijo llamando con firmeza—. Cariño, son casi las seis. Comamos algo. Yo cocinaré para ti.
Nada. Cole llamó de nuevo.
—Chelsea, sé que no estás dormida porque he hecho ruido suficiente para despertar a un muerto. Abre la puerta, cariño. Tenemos mucho de lo cual hablar.
Cuando siguió sin obtener respuesta, Cole supo lo que tenía que hacer. Necesitó sólo unos minutos para ir por sus herramientas y volver a sacar la puerta de sus bisagras.
—Chelsea, sé que estás enfadada, pero esconderte aquí no es. Cole se interrumpió de golpe. Ella no estaba en la habitación. Cole cruzó el cuarto, abrió la puerta del baño, miró a su interior y luego, al darse la vuelta, reparó en la ventana abierta.
Chelsea no estaba escondiéndose en la habitación y tampoco había dormido en ella. ¡Se marchó! Cole palideció. ¿Cuándo? ¿Hacía cuatro horas?
Tuvo que irse a pie, pero aun ritmo constante ya podía haber recorrido diez kilómetros. Estaría llegando al final de la carretera de acceso a la casa de los Tremaine y acercándose a la carretera principal de Babcock, que excepto su kilómetro final, era un viejo camino de grava con apenas espacio para dos coches.
¡Chelsea, se marchó! Cole se quedó sin aliento. El dolor que lo atravesó era tan terrible que por un instante no pudo moverse ni emitir sonido alguno. El la echó y otra vez estaba solo, libre para vivir su vida sin ella. Y ella también estaba sola, en un remoto sendero de montaña, lejos de toda ayuda que pudiera necesitar. Y en pocas horas, ¡se haría de noche!
Al salir de la habitación atisbo su imagen en el espejo de pared. Tenía el mismo aspecto que Chelsea horas antes, cuando él le dijo todas esas cosas que provocaron su huida. Desolado. Destrozado, Perdido y solo.
En el silencio roto sólo por los sonidos del bosque, el ruido procedente de la civilización destacó claro y distinto. El primer pensamiento de Chelsea fue que aquel débil ruido de motor de coche estaba fuera de lugar. Luego se quedó sin aliento.
¡Un coche! Seguramente era Cole. El ruido venía de la dirección de la casa. Chelsea miró su reloj. Llevaba más de cuatro horas caminando y no tenía idea de cuánta distancia había recorrido y cuánta le quedaba aún. Pero sí sabía una cosa. No subiría al coche con Cole Tremaine.
Chelsea se salió del camino y corrió hacia un espeso grupo de árboles a cierta distancia. También había arbustos y hierbas altas. Si se tumbaba, desde la carretera sería invisible. Cautelosa, Chelsea se tiró sobre su estómago, haciendo una mueca al sentir el suelo húmedo y frío.
No había rastro de Chelsea por ninguna parte. Cole detuvo el coche y salió para echar un vistazo. Había árboles y vegetación hasta donde el ojo alcanzaba. Y Chelsea no aparecía.
Con el corazón angustiado, Cole se llevó las manos a la boca y gritó su nombre. Su voz resonó con fuerza en el silencio, pero no hubo respuesta. Cole volvió a llamarla. Nada.
Chelsea lo oyó débilmente. Con cuidado, levantó la cabeza. No se veía a nadie, ni el coche tampoco. Chelsea supuso que todavía estaba a buena distancia montaña arriba, pero no quiso arriesgarse y se tumbó de nuevo.
—Chelsea, si puedes oírme, por el amor de Dios, ¡respóndeme!
* * *
Cole estaba ronco de tanto gritar. El pánico empezaba a dominarlo. ¿En dónde estaría? Podía haberse hecho daño y estar inconsciente, incapaz de oírlo o demasiado débil para responder. ¡Y podía estar embarazada!
Volvió al coche y recorrió unos kilómetros más; se detuvo y empezó a llamarla de nuevo.
—¡Chelsea, por favor! ¡Dime dónde estás!
Chelsea lo oyó más cerca, pero seguía sin estar al alcance de su vista. «Ahora mismo», murmuró para sí, «para que me encuentres. Me muero por experimentar un poco más de la tortura que me reservas».
—Chelsea, si estás herida quiero ayudarte.
Así que por eso la siguió. Una sonrisa cínica curvó los labios de Chelsea. Cole tenía miedo de que se hiciera daño, y no quería esa responsabilidad. No le importaba haber destrozado su corazón, al contrario, lo disfrutó, pero un daño físico como una torcedura de tobillo, podría hacerlo parecer poco caballeroso. Quizá temía que ella lo demandara ante los tribunales. Como abogado, Cole seguramente no había pasado esas cosas por alto.
Cole caminaba por la carretera lleno de tensión. Si pudiera retroceder sólo cuatro horas en el tiempo y borrar las cosas que había dicho. Si pudiera retroceder cuatro años, al día de la fiesta de compromiso, cuando Chelsea le pidió un poco más de tiempo antes de fijar la fecha de boda.
Esta vez habría escuchado todo lo que ella tuviera que decirle, todas sus inseguridades, dudas y miedos al matrimonio y al divorcio. Hubiera sido tan comprensivo y paciente, que Chelsea le hablaría de las peleas de sus padres, de su triste niñez y de sus sufrimientos al sentirse un instrumento en las guerras económicas y emocionales de sus padres. Y le habría dado todo el tiempo que necesitaba, que ambos necesitaban, para construir una relación fuerte y duradera.
El la amaba; nunca dejó de amarla. Pero entonces, como ahora, fue demasiado orgulloso, rígido, autoritario y testarudo para reconocer ante ella sus sentimientos.
—¡Chelsea! ¡Te amo! —Gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Por favor, vuelve!
Desde su escondite, Chelsea escuchó su apasionada declaración con una mueca sardónica. La amaba. ¡Ja! ¿En dónde oyó eso antes? ¿Realmente Cole la creía tan estúpida como para creerle de nuevo?
—Chelsea, siento haberte hecho daño. Sé que no me lo merezco, pero por favor dame una oportunidad para recompensarte. Te amo, querida.
Chelsea permaneció rígida y tensa, sin mover un solo músculo. Tragó el nudo que de repente se le formó en la garganta. Estaba horrorizada por lo mucho que deseaba creerlo. Su credulidad y vulnerabilidad respecto a ese hombre la enfurecían. Era tan susceptible a Cole Tremaine, como una persona con insuficiencia inmunológica lo era a los gérmenes.
—Chelsea, sé que debe ser difícil para ti escuchar y creerme.
La voz de Cole, alta y clara, resonó sobre la ladera.
—Pero es cierto. Te amo. Confía en tu intuición y ven, querida.
Chelsea movió la cabeza con incredulidad. Había creído que Cole la amaba cuando él se lo dijo la noche anterior, sus cuerpos todavía unidos, húmedos y ardientes por la intimidad que compartieron. Entonces confió en su intuición, y a la mañana siguiente todo fue muy distinto. Ella lo amaba y Cole la hirió más de lo que nunca hubiera podido imaginar posible. Su intuición femenina era un chiste.
Chelsea siguió tirada, inmóvil, escuchando y esperando. Por fin, Cole dejó de llamarla. Pero aquello no había terminado; todavía no estaba a salvo. Cole había vuelto al coche y Chelsea sintió que se le helaba la sangre en las venas, al oír que se acercaba.