Capítulo 4
Estaba estudiando la forma del gato y de la rueda, preguntándose qué hacer con los dos elementos, cuando un Chevy verde se detuvo a unos metros detrás de ella. Dos hombres, un alto y apuesto aunque algo desaliñado, y el otro bajo y con gafas, salieron del coche.
Chelsea se incorporó con cierta aprensión. Siempre podía esperar que se hubieran parado a ayudar a una damisela en apuros. Si tenían otras ideas respecto a una mujer sola… Chelsea cerró los dedos sobre el gato. Era un arma formidable, se dijo valiente.
—¡Hola! —dijo más confiada de lo que se sentía en realidad.
Esbozó una sonrisa. En algún sitio había leído que si actuaba como una víctima potencial, lo más probable era acabar siéndolo realmente.
—Se me ha pinchado una rueda y voy a cambiarla —dijo cambiándose el gato de mano.
El hombre más bajo la miró de hito en hito. —¡Cielos!— exclamó exaltado. —¡Es usted de veras… Chelsea Kincaid! Chelsea reprimió un gemido. Era demasiado tarde esperar no ser reconocida.
—Sí, soy yo —admitió ya que era inútil negarlo. —¿Y ustedes, quiénes son?
—Somos periodista —dijo el más bajo sacando una tarjeta, presumiblemente sus credenciales de prensa. —Yo soy Miles Rodgers, fotógrafo del Globe Star Probe. Y él es Kieran Kaufman, reportero.
—¡Globe Star Probe! —repitió Chelsea descorazonada—. Eso no es un periódico, ¡es un panfleto inmundo! A su lado el resto de los periódicos sensacionalistas parecen el Wall Street Jorunall.
—Gracias —dijo Miles Rodgers sonriente.
—El Globe Star Probe no es más que una basura sensacionalista sin ninguna otra cualidad —insistió Chelsea—. Es lo más bajo y rastrero en prensa. No lo utilizaría ni para ponerlo en el fondo de la jaula de mi pájaro, si tuviera pájaro.
—Es cierto que el Probe no es muy respetado. De hecho no se le respeta en absoluto, y por eso mismo tenemos que intentarlo con más ahínco —dijo Kieran Kaufman—. Pero esto va a ser una bomba. Verá, señorita Kincaid, Chelsea si me lo permite, somos los primeros en encontrarla y no en el hospital precisamente como se ha dicho. Ni siquiera parece enferma.
—Pues está muy equivocado —repuso Chelsea—. Me encuentre realmente mal. Tengo un dolor de cabeza infernal, he de cambiar una rueda y para colmo, ahora aparecen ustedes dos dispuestos a urdir una de sus asquerosas tergiversaciones. Me siento morir.
—¿Dolor de cabeza? Quizá la pueda ayudar. Una vez escribí sobre la migraña en la columna de salud del Probé —dijo Kaufman sonriendo—. Según la encuesta, un cuarto de las personas que padecen jaqueca, declararon que el orgasmo los ayuda a mitigar el dolor, y cuanto más fuerte el orgasmo, mayor el alivio. Así que si quiere subir al coche conmigo, me encantará. —¡Asqueroso!— lo interrumpió Chelsea levantando el gato amenazadora. —Aléjese de mí. No quiero hablar con usted y mucho menos deseo oírlo.
Kaufman se encogió de hombros.
—Copié el artículo de una prestigiosa revista médica, cariño. Pero si prefiere seguir sufriendo, es su dolor de cabeza. Miles y yo estamos aquí para averiguar la verdadera razón de que la Boda del Año se haya convertido en la Mentira del Año.
—¿Cómo me encontraron? —preguntó Chelsea.
—Tenemos nuestras fuentes —dijo Miles. —Una de las amiguitas de Kieran trabaja en cierta… digamos clandestina, agencia privada de detectives. Casi no podía creerlo cuando una llamada confidencial les encargó ir tras Chelsea Kincaid, y en la mañana de la boda. Por supuesto, llamó a Kier en seguida.
—¿Y qué hizo la agencia? —preguntó Chelsea—. Ha enviado a tres investigadores en busca de la novia perdida —respondió Kieran Kaufman—. Me pregunto si Strickland la quería viva o muerta —añadió riéndose de su propio chiste. Chelsea no esbozó ni una sonrisa.
—Hemos interceptado sus llamadas con nuestra emisora —continuó Kaufman—. Sabíamos que se dirigía al oeste por la autopista setenta, así que nos adelantamos. Queríamos encontrarla antes que ellos.
Los dos hombres chocaron sus palmas en un gesto de felicitación. —Kieran, amigo mío, ésta es la historia de nuestra vida— dijo Miles exultante. —Por fin volveremos a hacer periodismo de verdad. Todas las cadenas querrán contratar nuestros servicios y podremos trabajar con quien nos plazca. Bueno, excluyendo a Canal Cinco, claro está.
—¿Canal Cinco? —Preguntó Chelsea—. ¿Es usted ése Kieran Kaufman? ¿El reportero que despidieron después de la emisión de unas cintas de video porno en horas de máxima audiencia?
—Un absurdo error de colocación que me costó la carrera —admitió Kaufman—. A nadie le importó que fuera un accidente y los jefes se pusieron furiosos. Todo el mundo se puso contra mí, excepto el Globe Star Probe. Desde entonces intento volver al periodismo serio. Miles también. Igualmente tuvo problemas con Canal Cinco, él por el alcohol. —Mala suerte— dijo el más bajo.
—Pero ahora estamos preparados los dos para rehabilitarnos profesionalmente —intervino Kieran—. Esta historia será la llave que nos vuelva a abrir todas las puertas. Va a venir con nosotros, cara de ángel. Va a darnos la historia exclusiva de por qué huyó de Seth Strickland. Tenemos un equipo de video instalado en mi apartamento y Miles y yo nos turnaremos para entrevistarla. Y luego… —hizo una pausa y suspiró—, luego venderemos la cinta al mejor postor. Y no sólo exigiremos un buen precio por ella, sino también trabajo.
—No voy a ir a ningún sitio con ustedes —dijo Chelsea desafiante, dando un paso atrás y asiendo el gato con fuerza.
La sonrisa de Kieran Kaufman se desvaneció de pronto. —Oh, claro que lo hará, princesa. Y hablará. La amenaza implícita era obvia.
—Chelsea, preciosa, no lo haga más difícil —dijo Miles. —No queremos problemas.
—Y hacerme perder la paciencia a mí, es bastante problemático —le informó Kaufman seco—. Ahora venga con nosotros, ¿de acuerdo? —añadió dando un paso hacia ella.
—Nunca. Haré una escena —avisó Chelsea.
En ese momento se encontraba más allá de todo miedo. La tasa emocional del día y el dolor de cabeza la habían lanzado a una zona de irrealidad. Chelsea se sentía como una espectadora, como si estuviera viento a otra persona representando el papel de Chelsea Kincaid.
—Gritaré y lucharé y alguien se parará a ayudarme. Luego presentaré cargos contras ustedes por amenazas, conspiraciones y…
—Sí, sí —dijo Kaufman avanzando un poco más—. Cariño, la gente se pasa la vida amenazándonos. No nos importa. Es parte del trabajo.
—No tenga miedo, Chelsea —dijo apaciguador Miles Rodgers—. No vamos a hacerle daño. Es sólo que esta historia puede ser nuestra gran oportunidad y tenemos que aprovecharla.
—¡Querrá decir aprovecharse de mí!
Chelsea se acercó a la carretera. ¡Si alguien se parara! Miró hacia los coches que pasaban a toda velocidad y a los enormes camiones que hacían retumbar el asfalto. Ningún vehículo se paró; los conductores no mostraban ningún interés en la joven desamparada al borde de la carretera.
—Trate de ver la parte positiva —dijo Miles—. Podrá contar su versión de la historia. Ahora que Strickland ha mentido sobre la razón de la cancelación de la boda, su credibilidad será nula. Puede decir lo que quiera de él y la gente lo creerá. Ahora tiene la oportunidad de hundirlo.
—¡No quiero hundirlo! —exclamó Chelsea—. Solo no quiero casarme con él, eso es todo.
—¿Nunca lo vio bebido? —intervino Rieran—. ¿No toma coca? ¿Y qué hay de sus hábitos sexuales? ¿No tiene ninguna perversión?
—Si dice una palabra más, voy a golpearlo con esto —repuso Chelsea blandiendo el gato—. Le juro que le haré daño.
—La chica es dura —dijo Kaufman riendo—. ¿No tienes miedo, Miles?
—Estoy temblando —repuso éste.
Y entonces su sonrisa se desvaneció al mirar hacia la autopista.
—Oh —oh, mira quién está aquí. ¡Maldición, creí que les llevábamos más ventaja! Son esos detectives de la agencia que contrató Strickland.
Un coche negro se detuvo tras el vehículo de los periodistas. Chelsea observó con los ojos muy abiertos cómo tres hombres se apeaban y se dirigían hacia ellos a toda prisa. Kieran Kaufman maldijo en voz alta.
—¿De veras son detectives? —preguntó Chelsea en voz baja.
—No tienen licencia, pero hacen ese trabajo —replicó Kaufman. —En realidad hacen cualquier cosa por dinero. El Globe Star Probe ha utilizado esa agencia en alguna ocasión. ¿Necesito decirle más?
—¡Usted es Chelsea Kincaid! —exclamó uno de los detectives triunfante.
—Qué habilidad la suya —dijo Kaufman desdeñoso. —Merecen todo el dinero que Strickland les paga. Me sorprende que los inquilinos de la Casa Blanca conozcan su agencia. Se supone que nuestros gobernantes son gente decente, y ustedes tienen fama de operar fuera de la ley cada vez que les conviene.
—Obviamos la ley cuando es necesario —admitió otro de los detectives encogiéndose de hombros, y luego hizo un movimiento hacia Chelsea—. Sea buena chica y venga de buen grado, señorita Kincaid. Su futuro marido está ansioso por ponerle la mano encima.
—¡No! —exclamó Chelsea, coreada por Kieran y Miles.
—Nosotros la encontramos primero —dijo Miles indignado—. Va a venir con nosotros, ¿verdad, Chelsea?
Chelsea tragó saliva. Los tres detectives eran hombres grandes, y fuertes. Tenían un aspecto amenazador, y parecían capaces de pegar a una mujer hasta mandarla al hospital, y además disfrutar con ello. Se colocó detrás de los periodistas, consciente de la ironía de aquella nueva alianza, pero sin importarle.
—De eso nada. ¿Quiénes son ustedes? —preguntó el detective más grande de todos.
—Trabajan para el Globe Star Probe —dijo Chelsea, saliendo despacio de detrás de su escudo humano.
Si pudiera llegar hasta su coche, si pudiera encerrarse dentro y tocar la bocina con fuerza. No cesaría hasta que se parase alguien.
—Van a escribir una primera página exclusiva sobre mi desaparición a bordo de un O. V. N. I. Dentro de un par de meses escribirán una continuación diciendo que he tenido un hijo extraterrestre, y lo publicarán con fotografías y todo.
Miles Rodgers se echó a reír. Kieran Kaufman gruñó. Los otros tres hombres sonrieron malévolos.
—Ya hemos perdido tiempo suficiente —dijo el detective más corpulento—. Tómala y vámonos.
—No pueden —soltó Kaufman. —Ella es nuestra.
—No voy a ir con ninguno de ustedes.
Con el bolso bajo un brazo Chelsea sostuvo el gato frente a ella.
—No me dan miedo —dijo deseando que fuese cierto—. No se acerquen más, se los aviso.
Los cinco hombres se echaron a reír a coro. Y mientras ellos reían y Chelsea se preguntaba qué haría cuando dejasen de hacerlo y fuesen por ella, un coche, otro enorme auto negro, apareció de la nada y se detuvo junto a ella.
La puerta del copiloto se abrió de golpe.
—¡Chelsea, sube! —ordenó Cole.
Chelsea no se lo hizo repetir dos veces. Tirando el gato, subió al coche y cerró la puerta mientras Cole se incorporaba al tránsito de la autopista a toda velocidad, dejando a los cinco hombres envueltos en una nube de polvo.
—¡Oh, Cole, estaba tan asustada! —murmuró Chelsea apoyando la cabeza sobre el respaldo.
Cerró los ojos y unas lágrimas de alivio, o de miedo, abrasaron el interior de sus párpados. El dolor de cabeza se hizo insoportable.
—¿Qué estaba pasando allí? —preguntó Cole pasando al carril de alta velocidad y pisando a fondo el acelerador—. ¿Quiénes eran esos hombres y qué hacían allí contigo?
—Dos eran reporteros del Globe Star Probe —dijo Chelsea con dificultad, debido al nudo que tenía en la garganta.
Cole gruñó disgustado.
—Y eran unos verdaderos caballeros comparados con los tres matones que los Strickland han contratado para buscarme —agregó Chelsea encogiéndose de hombros—. Si no hubieras llegado en ese momento…
Chelsea perdió la batalla contra sí misma y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
—¿Te hicieron daño, Chelsea? —preguntó Cole con voz tensa.
—No.
Chelsea sacudió la cabeza y el movimiento le causó un dolor agudo y penetrante. Con dedos temblorosos abrió su pequeño bolso, sacó un pañuelo de papel y se secó las lágrimas.
—Me asustaron, eso fue todo. Y sigo asustada. No sé qué voy a hacer o a dónde voy a ir. Nos seguirán, lo sé, y si me encuentran… Tal vez cuando esos brutos terminen conmigo tendré que ir a un hospital, y Kaufman y Rodgers tienen grandes planes para una cinta de video en la que yo acuse a Seth de depravación y, y…
—No te encontrarán. Les llevamos una ventaja sustancial, si es que intentan seguirnos. Debes calmarte, Chelsea.
—¡No puedo! —gimió ella—. Éste ha sido uno de los peores días de mi vida. Cada vez que doy un paso, aparece alguien que trata de secuestrarme. Probablemente tendré que pasar el resto de mis días huyendo y… y la cabeza me duele tanto, que parece que tengo una bomba dentro a punto de explotar.
—No me sorprende que tengas dolor de cabeza —dijo Cole seco—. Como tú dices, éste no ha sido uno de tus mejores días. ¿Tienes aquí tus píldoras para el dolor?
—En mi maleta. Que por cierto te la llevaste tú —añadió Chelsea con un toque de aspereza.
Cole esbozó una sonrisa sardónica.
—Tú me ordenaste que me fuera, ¿recuerdas? Dijiste que no querías volver a verme jamás —explicó, y entonces se rió—. Desde luego, has cambiado de opinión muy de prisa. No tardaste un segundo en subir al coche.
—Decidí que era mejor el diablo conocido que la banda de los cinco —repuso Chelsea algo más recobrada—. Cole, antes dijiste que me secuestrabas por venganza.
—Creo que dije algo parecido, sí —convino Cole con tranquilidad.
—Cole, si estás coludido en secreto con los Strickland, por favor dímelo ahora.
—¿Por qué? ¿Para qué vuelvas a lanzarte por el volante?
Chelsea no le devolvió la sonrisa, sino que continuó mirándolo ansiosa.
Cole suspiró.
—Ni ahora ni nunca me «asociaré» con los Strickland, Chelsea. Ahora ve atrás y busca tus pastillas para el dolor.
Ella lo obedeció y buscó en su maleta hasta que dio con el frasco de píldoras para la jaqueca.
—Necesitarás líquido para tragar las píldoras —dijo Cole, espiándola por el espejo retrovisor. —Saca algo del mueble bar. Alcohol no, mejor una bebida suave sin cafeína, o un zumo de frutas. Y luego recuéstate en el asiento y cierra los ojos.
Había veces que su tono seguro y autoritario sacaba de quicio a Chelsea. Pero esa vez no. Estaba demasiado agradecida por su presencia, por su ayuda y preocupación. Se tragó dos píldoras con un sorbo de zumo… Luego, como la cabeza la estaba matando, tragó otras dos más, con la esperanza de que una dosis doble hiciera efecto más de prisa.
El tapizado era suave y mullido, pero Chelsea no pudo relajarse y apreciar la comodidad. Tenía los músculos tensos y los nervios de punta. Y lo peor de todo era que el dolor de cabeza no disminuía ni un ápice.
Chelsea volvió a sentarse.
—Cole, ¿y si…?
—Recuéstate y relájate —le ordenó Cole.
—No puedo, las píldoras no hacen nada. Yo…
—Dales tiempo. Acabas de tomarlas. Ahora cierra los ojos y duérmete. Es lo único que puede curarte el dolor de cabeza.
—No puedo, es como si tuviera un volcán en erupción dentro de la cabeza. De cualquier forma, estoy demasiado tensa para dormir. Mi coche está abandonado en la carretera y tú todavía no me has dicho a dónde me llevas y por qué.
—Me ocuparé de que te dejen el coche en el estacionamiento de tu edificio de apartamentos. En cuanto a lo otro… digamos que tengo mis propios planes.
Cole soltó una risita burlona. Si él mismo pudiera descubrir cuáles eran esos planes, quizá también sabría porqué iba zumbando de acá para allá por la autopista como un chiflado.
En cuanto se marcho se arrepintió de su acción irreflexiva y poco caballerosa. Siempre fue un buen ciudadano, correcto y servicial, en especial con las mujeres. Pero dejó a Chelsea sola y sin protección en un arrebato de ira.
Dado que conducir marcha atrás era ilegal e imposible en una autopista, no le quedó más remedio que conducir hasta la próxima salida y desandar el camino. Y mientras recorría esa aburrida ruta, se iba reprochando su comportamiento impropio de un Tremaine y atormentándose con imágenes de Chelsea sufriendo algún daño inexpresable por su culpa.
El corazón le dio un vuelco cuando la vio de pie peligrosamente cerca de la carretera; luego reparó en los cinco hombres. Por supuesto era posible que todos se hubieran parado a ayudar a una joven en apuros.
Pero su instinto le decía una cosa muy distinta. Si todo iba bien, Chelsea podría decírselo, así que detuvo el coche a un lado. Pero entonces ella saltó dentro como una exhalación, y su expresión le avisó que cuanto antes se marcharan, mucho mejor.
Estaba en un buen lío. Seth Strickland, sus pistoleros y los dos periodistas andaban tras su pista. Y él, Cole Tremaine, la tenía.
Se permitió una rápida mirada por el espejo retrovisor. Y al verla, casi gimió de desesperación. Se preguntó si llegaría el día en que pudiera mirarla sin estremecerse. Todo en ella lo cautivaba. Su piel blanca y suave, salvo algunas pecas sobre la nariz. Sus grandes y expresivos ojos castaños que parecían cambiar con sus emociones.
Cole vio cómo se mordía el labio inferior. La boca de Chelsea era indescriptiblemente sensual, los labios llenos y bien delineados, los dientes pequeños y blancos.
Y si quería seguir torturándose, podía concentrarse en la elegante curva de su cuello, o en los redondeados senos que subían y bajaban bajo la camiseta de algodón, o en sus largas y bien torneadas piernas.
Cole respiró hondo. Estaba sucumbiendo a su hechizo de nuevo y aunque en parte deseaba dejar de luchar contra sus sentimientos, el competidor que había en él y que no abandonaba hasta conseguir la victoria, se rebelaba ante la perspectiva. Una vez le dio su corazón y su amor a esa mujer, y no podía olvidar cómo terminó.
Lo único que sentía por ella ahora era deseo. De repente una sonrisa cruzó su rostro. Ella también lo deseaba; lo detectó al besarla, en su respuesta apasionada. Una idea falta de escrúpulos cruzó por su mente. ¿Por qué no podía tenerla sin los lazos sentimentales y emocionales que fueron su ruina la última vez?
¿Por qué no podía tener una aventura basada sólo en la pasión física? Cole miró a Chelsea de nuevo. ¿Por qué no?
Podía saciarse sin la responsabilidad de cuidar de ella y de quererla. Esta vez, sería sólo sexo.
Y esta vez no saldría herido. Sabría desde el principio que era algo temporal y basado únicamente en la atracción física. No cometería el error de contraer un compromiso o esperarlo de ella.
Su plan sólo tenía un defecto. Sabía muy bien que Chelsea nunca consentiría en tener relaciones sexuales sin trascendencia; ella tenía que creer que estaba enamorada… y que su amor era correspondido. Cole sonrió cínico. Seguro que el nuevo Cole Tremaine podía conseguir eso. Su conciencia protestó en el acto. Siempre fue honesto en sus tratos con mujeres, sin hacer nunca falsas promesas, o permitir ninguna ilusión respecto a sus intenciones. Aunque se había ganado una reputación de rompecorazones, por lo menos no se ponía en duda su sinceridad; él sólo prometía un buen rato, nunca un compromiso.
Sólo engañaría a Chelsea tanto como ella quisiera engañarse a sí misma, reflexionó. Tendría que tender su trampa con cuidado. —No me has dicho cuáles son tus planes. La voz de Chelsea lo despertó del ensueño. La joven se había sentado y lo observaba. Cole le recordaba a un tiburón que acabara de avistar a un grupo de bañistas y estuviera pensando en la comida—. ¿Por qué volviste a mí. Cole? ¿Y a dónde me llevas?
El sonrió. —Volví por mi porque mi conciencia no me permite abandonar a una mujer en apuros— repuso Cole, pensando que en parte era cierto. —Y tú necesitas un sitio donde esconderte hasta que pase la tormenta.
—Sé que tengo problemas, pero puede que tú también, Cole. Supón que uno de esos intrépidos detectives ha tomado el número de tu matrícula. Podrían seguir la pista del coche hasta llegar a Tremaine Inc. Y no es un secreto que un tiempo estuvimos comprometidos. Si sospechan que me estás ayudando, ¡tú también estarás en peligro!
—No me da miedo los Strickland. Cariño, tengo tanto dinero como ellos.
—¡Pero el dinero no podrá protegerte si quieren vengarse!
—Claro que sí, Chelsea. Para empezar, puedo proporcionarte un lugar donde estarás fuera del alcance de los Strickland, sus hombres y también de los periodistas. Y un par de llamadas telefónicas bien escogidas acabarán con cualquier amenaza de su parte.
El cebo estaba en la trampa.
Chelsea contuvo el aliento. ¿Podría atreverse a tener esperanzas?
—¿A ti… a ti no te importaría ayudarme?
—Mi familia tiene una casita en las Montañas Catoctin, al noroeste de Maryland. El lugar está tan apartado, que es imposible encontrarlo si no se conoce. Pero es muy cómodo, una verdadera casa de descanso. Y, por supuesto, la seguridad es de primera.
Ella sabía que un Tremaine no se conformaría con menos. Abrió mucho los ojos.
—¿Me dejarías estar allí?
—Sí —respondió Cole encantado.
Chelsea estaba entrando en la trampa.
—Sólo por curiosidad, ¿a dónde habías pensado ir cuando dejaste Washington? —preguntó Cole despreocupado.
—No tenía un destino fijo. Pensaba conducir hacia el oeste hasta alejarme lo suficiente de la ciudad o hasta que estuviera demasiado cansada para seguir conduciendo. Supongo que pensé en salir de la autopista y esconderme en algún pequeño hotel remoto en medio del campo.
—¿Crees que la gente de las zonas rurales no está informada? Siento defraudar tus ilusiones, cariño, pero ¿quién crees que compra esas gigantescas antenas parabólicas que les permiten sintonizar seiscientas emisoras de televisión de todo el mundo? Te habrían reconocido el primer día.
—Después de hablar con Seth, no podía pensar con demasiada claridad. Sólo sabía que tenía que marcharme. Cole, ¿oíste el anuncio oficial? Dijeron que la boda se aplazaba porque yo estaba enferma en el hospital.
—Y enviaron a la patrulla de matones detrás de ti, así que es obvio que no han renunciado a la idea de la boda. Strickland debe estar muy encaprichado contigo.
—¡Claro que no! Seth no me ama. Está profundamente enamorado de sí mismo. La única razón por la que quiere casarse, es porque le molestó un artículo que un columnista conservador escribió sobre él, insinuando que quizá había algo raro en el hijo del presidente porque tenía treinta y dos años y todavía no se casaba.
—Yo tengo casi treinta y cinco y no me he casado nunca —protestó Cole—, ¡y no hay nada raro en mí!
Si todo hubiera ocurrido según sus planes, se habría casado cuatro años atrás y ya tendría un par de niños. Frunció el ceño y miró a Chelsea con desaprobación.
—Pero tú no eres el hijo del presidente —repuso Chelsea. —Así qué los columnistas políticos maliciosos no insinúan nada sobre ti. Cuando conocí a Seth esa noche en la fiesta de la embajada búlgara…
—¿Embajada búlgara? ¡Qué apropiado para un romance! —La interrumpió Cole burlón.
—De lo único que Seth sabía hablar era de esa columna —continúo Chelsea, ignorando su comentario—. Estaba obsesionado con ella, y decidido a encontrar una esposa. Tan pronto como empecé a salir con él, la máquina publicitaria de los Strickland empezó a funcionar.
—Tu explicación es un poco interesada para mi gusto, querida. No eres la primera mujer que sale con Seth. El es apuesto, rico, tiene buenos contactos. También tiene fama de mujeriego, de hecho va de mujer en mujer como una abeja de flor en flor. Así que, ¿por qué fuiste tú quién terminó comprometida con él?
Chelsea suspiró.
—Seth es tan narcisista, que las mujeres tienden a evitarlo después de una breve relación. Normalmente bastan una o dos citas, y las más duras llegan a tres. O sea que a pesar de su reputación, son ellas las que lo deja a él. Aunque Seth vive en otro mundo, cree todo lo que lee sobre él, que es un conquistador nato y el soltero más buscado del país.
—Por eso se indignó tanto con aquella columna y sus insinuaciones —concluyó Cole—. De acuerdo, puedo creer que las mujeres encuentren su egocentrismo intolerable. Entonces, ¿por qué duraste más de tres citas? ¿Por qué Seth supuso que te casarías con él?
¿Cómo podía explicarle Chelsea que la razón por la que pudo seguir viendo a Seth era porque no le importaba que él sólo se preocupara de sí mismo? Ella estaba demasiado ocupada tratando de asimilar la idea de Cole Tremaine enamorado de Carling Templeton.
En vez de responder, cambió de tema.
—Cole, ¿vas a quedarte conmigo en la casa de tu familia en las montañas? —le preguntó con fingida inocencia.
El sonrió. La trampa se había cerrado. Chelsea estaba atrapada y ni siquiera lo sabía. Pero él sí. Cole saboreó su victoria.
—Sí. Necesito unas vacaciones y las Montañas Catoctin siempre han sido uno de mis lugares preferidos.
Chelsea trató de parecer agradecida en lugar de exultante. ¡Estaría sola con Cole, y la hija del Senador Templeton a cientos de kilómetros de distancia!
En las montañas, ella y Cole tendrían tiempo de conocerse sin interferencias o distracciones del exterior. Podrían renovar los lazos que una vez los unieron y reavivar la pasión cuyas cenizas aún ardían dentro de ellos.
¿Sería posible la reconciliación? Su corazón se llenó de esperanza. Ella era cuatro años mayor, y cuatro años más sensata, desde la última pelea con Cole. Había conseguido sus objetivos profesionales y adquirido confianza en sí misma, en su fuerza y su capacidad. No se sentía tan amenazada por el carácter dominante de Cole; estaba segura de que podría mantener sus posturas frente a él si era necesario y comprometerse sin sentirse manipulada.
Y seguía enamorada de él, admitió para sí. La pasión se encendió en sus venas.
—Cole, gracias por ayudarme —dijo esbozando una dulce sonrisa.
La sonrisa de Cole fue maligna.
—Querida, el gusto es mío. Ahora acuéstate y descansa.