Capítulo 3
Los sentimientos benevolentes de Chelsea hacia él, se desvanecieron de golpe. Cole volvió a convertirse en su adversario. —Déjalo, Cole— le previno.
—¿Por qué no quieres oír que te encantaba que te hiciera el amor? Los dos sabemos que es verdad.
—¡Cállate, Cole!
—¿Te niegas a afrontar la realidad? ¿Puede ser que te gustaba que yo te hiciera el amor, pero no Strickland?
Cole se echó a reír al ver a Chelsea aspirar bruscamente.
—¡Ajá! ¿Acaso el psicoanalista ha dado en el quid de la cuestión?
Chelsea no pudo aguantarlo más. Nunca había experimentado con tal fuerza esa mezcla de indignación, furia y otra emoción que no podía identificar y que la hizo ponerse en acción.
Echó el brazo hacia atrás, dispuesta a borrar de una cachetada esa insoportable sonrisa del rostro de Cole. Abrió el puño y la llave cayó al suelo del coche. Ninguno de los dos se dio cuenta.
Una décima de segundo antes que su mano chocara con la mejilla de Cole, él le sujetó la muñeca en el aire y la atrajo hacia sí. Sorprendida, Chelsea cayó sobre él. En el acto comprendió que su fiero temperamento la volvía a meter en un buen lío.
—Bien, bien —declaró Cole con voz ronca—. Como en los viejos tiempos.
Chelsea detectó la burla en su voz y reaccionó en el acto. Luchando contra la insidiosa sensación de debilidad que la amenazaba trató de zafarse de él. Pero cuanto más se esforzaba más la sujetaba él. Chelsea levantó la barbilla para mirarlo y sólo se vio a sí misma reflejada en sus gafas de sol.
Levantó una mano y se las quitó. Sus ojos se encontraron durante un largo momento. La oscura mirada de Cole era ardiente y claramente sexual, y Chelsea sintió el deseo crecer dentro de ella, como en los viejos tiempos.
Cole la atrajo hacia sí un poco más.
Se miraron en silencio y Chelsea observó cómo la cabeza de él descendía hacia ella. Cuando sólo unos centímetros separaban sus bocas, los párpados de la chica se cerraron con voluntad propia. Chelsea los abrió y se esforzó por mantenerlos abiertos mientras la besaba.
—No.
Chelsea apenas reconoció el susurro agitado como propio.
—Sabes que sí quieres.
Cole deslizó la punta de la lengua sobre sus labios, separándolos. Soltó su muñeca y recorrió con la palma la longitud de su espina dorsal, deteniéndose a acariciar el punto sensible al final de la espalda. Aunque luchó con todas sus fuerzas, Chelsea no fue capaz de suprimir un gemido.
—Estás hambrienta ¿verdad, preciosa? —La boca de Cole se movía urgente sobre la curva de su cuello—. Parece que después de todo este tiempo aún puedo hacer que me desees —murmuró.
Cuando la mano de Cole se deslizó hasta sus glúteos y la apretó contra su cuerpo, Chelsea sintió la prueba inconfundible de su deseo. Su mente era un campo de batalla donde el sentido común que la urgía a detener aquello, luchaba contra los años que había ansiado ese momento.
—Cole, por favor, no…
Su voz se desvaneció cuando él la besó con autoridad. Chelsea sintió la lengua entrar en su boca, probando la húmeda suavidad de su interior.
Chelsea nunca había podido resistirse a sus besos, y sin saber bien lo que hacía le rodeó el cuello con los brazos.
Dentro del lujoso auto con los cristales oscuros y la mullida tapicería, era como si, estuvieran ocultos en su propia zona privada, lejos de todo y de todos. Los coches y los camiones pasaban a su lado por la autopista, pero Chelsea no se daba cuenta; su mente estaba en blanco. El mundo se redujo a Cole y las sensaciones que él evocaba dentro de ella.
Chelsea gimió cuando la mano de Cole se deslizó bajo su blusa para acariciar su espalda desnuda. Había pasado tantas noches de insomnio, presa de un deseo que sólo Cole podía saciar. Y allí estaban, juntos de nuevo. Por el momento, parecía suficiente. Chelsea se aferró a él, besándolo con toda su pasión.
—Parece que me hubieras echado de menos, Chelsea —murmuró él sin apartar sus labios de la boca de la joven.
Chelsea emitió un sonido ininteligible que no le satisfizo.
—¿Me has extrañado? —insistió besándola una y otra vez—. Dímelo.
—Sí —admitió ella por fin.
No pudo evitarlo. Debajo de la blusa, la mano de Cole avanzaba lenta y provocativa hacia sus senos.
—¿Y Strickland? —preguntó él con voz áspera.
El pensamiento de Seth Strickland tocando a Chelsea de ese modo, besándola, haciéndole el amor, lo llenaba de celos.
—¿Echarás de menos el modo en que él te hacía sentir? —añadió.
—No. ¡No! —Respondió Chelsea sin aliento—. Nunca hicimos el amor. Yo no quería y él nunca me presionó. Tú eres mi primer y único amante —añadió sorprendida.
Una posesiva sensualidad ardió en las oscuras profundidades azules de los ojos de Cole.
—Bien —dijo con fiereza.
Y entonces uno de sus pulgares encontró el pezón excitado, firme y duro bajo el suave y sedoso tejido del sostén, y ella ya no pudo pensar en absoluto.
Cole acarició el pezón con suavidad. Chelsea se retorcía desesperada.
—Siempre fuiste increíblemente sensible allí —murmuró él.
El tono grave de su voz la hizo estremecerse.
Cole rodeó el pezón a través de la tela muy despacio. Chelsea gritó su nombre, aferrándose a sus hombros en busca de apoyo, mientras unos deliciosos temblores la recorrían.
La desinhibida respuesta de Chelsea liberó una pasión arrolladora dentro de Cole. Después de cuatro años, la chica seguía excitándolo más rápido y con más intensidad que cualquier mujer. El descubrimiento activó una alarma dentro de su cerebro enfebrecido. En el pasado perdió la cabeza por ella. Chelsea fue su obsesión, y nunca, antes ni después, nadie tuvo tanto poder sobre él.
Sólo pensar en aquellos días sombríos sin ella después de su ruptura lo deprimía. La amaba y ella le rompió el corazón. Necesitó mucho tiempo para superarlo y se había jurado que ninguna mujer volvería a ponerlo en esa situación.
Y durante los pasados cuatro años, ninguna mujer consiguió atravesar su coraza protectora de reserva, ninguna la hizo perder el control. Pero allí estaba Chelsea una vez más, amenazando con hacer justo eso.
No, se prometió Cole batiéndose en una estratégica retirada emocional. Nunca más. De repente, la necesidad de poner distancia entre ellos fue tan vital como respirar.
—La pequeña Chelsea, siempre tan fogosa —dijo Cole retirándose con una risita—. Apuesto que ahora mismo podría hacerte decir cualquier cosa. Ya has admitido que no hubo nada físico entre Strickland y tú, que nunca conociste más hombre que yo, que me has echado de menos. Me pregunto qué más estarías dispuesta a decir y hacer.
Su tono ligero y mordaz atravesó la nube de sensualidad que envolvía a Chelsea. Ella abrió los ojos despacio y lo miró. La expresión en el rostro de Cole era desagradable.
—Lo único que tengo que hacer es pulsar los botones adecuados. ¿Verdad, Chelsea? Y sé exactamente cuáles son y dónde están, ¿no, querida?
Cole se incorporó y la soltó.
Chelsea volvió a la realidad de golpe. Se sentía expuesta y vulnerable, y poco a poco el miedo volvió a invadirla.
—¿Por eso me besaste? ¿Para comprobar que podrías hacerme decir y hacer cosas? —preguntó tragando saliva—. ¿Para humillarme?
—¿Qué te parece? —replicó él con los ojos brillantes—. ¿Que lo hice porque sigo enamorado de ti?
La confusión y el dolor que se reflejaron en el rostro de Chelsea, casi consiguieron que Cole pidiera perdón por su crueldad. Pero con idéntica rapidez superó el momento de debilidad. Con ella en sus brazos, estuvo peligrosamente cerca de olvidar su juramento de no volver a dejarse dominar. Descubrir que Chelsea seguía teniendo un poder enorme sobre él fue todo un impacto. Luchar contra esa situación era una necesitad imperiosa.
—Sé que ya no estás enamorado de mí.
Chelsea se deslizó sobre el asiento alejándose de él, tratando de recuperar el control. No era fácil; se sentía desconcertada, dolida y furiosa a la vez. Cole la excitó por diversión. Aquello era demasiado. Explotó.
—En realidad creo que nunca me amaste. ¡Amabas la idea de tener una esposa sumisa y estúpida, pero fértil! ¡Yo tenía que casarme en la fecha que tú fijaras, tener seis hijos con dos años de separación entre ellos porque te gustaba la idea de tener una familia, y por supuesto, a mí no me permitirías opinar nada al respecto!
—¡Eso no es cierto! —replicó Cole furioso.
Pero tuvo que reconocer que había algo de verdad en sus palabras. ¿Acaso no proyectó el futuro de los dos según sus propios planes, dando por sentado que ella aceptaría sin reparos? ¿Acaso no supuso que ella querría exactamente lo mismo que él, porque estaban enamorados? Que él pudiera tener parte de culpa en lo que fracasó entre ellos, era una idea revolucionaria. Y desde luego algo que no le apetecía nada considerar en ese momento, no después de todos esos años viéndose a sí mismo como la víctima inocente.
Pero mientras Cole estaba sumido en sus pensamientos, Chelsea era toda acción. Al moverse había visto la llave del coche en el suelo, y se agachó a recogerla.
—Voy a dar la vuelta e iremos a buscar mi coche —anunció tajante, mostrándole la llave—. Si quieres acompañarme, bien. Si no, bájate ahora mismo.
Cole se echó a reír. No pudo evitarlo. La idea de Chelsea conduciendo su coche era absurda. Con su mayor tamaño y fuerza, podía reducirla sin esfuerzo; si quisiera, podía recuperar la llave en unos segundos. Era una perspectiva tentadora. Primero la sujetaría por los brazos y la derribaría sobre el asiento, luego utilizaría las piernas para inmovilizarla bajo él. Chelsea lucharía, desde luego, pero él la tendría bajo su cuerpo.
Los ojos de Cole brillaron al imaginarse la escena y su respiración se alteró ligeramente como si ya estuviera enzarzado en esa pelea erótica.
Erótica. Cole tragó saliva. Allí estaba la trampa. Mejor haría en tranquilizarse. Todavía estaba excitado de su anterior escarceo.
No podía sucumbir a sus encantos de nuevo. Y no lo haría. Había trabajado muy duro para olvidarse de ella.
—Si abres la puerta, saldré y subiré al asiento trasero —dijo Cole enderezándose en su asiento—. Puedes hacer de chofer.
Chelsea lo miró con desconfianza pero asintió. Cole le explicó cómo abrir las puertas y ella siguió sus instrucciones con cautela, preguntándose si habría algún truco.
Pero él no hizo nada raro. La dejó sola en la parte delantera y se acomodó atrás.
—No olvides que te dejo escapar porque quiero —le indicó con frialdad, sirviéndose una bebida del bien provisto bar—. Al igual que permito que conduzcas porque me conviene. Si quisiera retenerte, no podrías hacer nada para impedirlo.
Chelsea se sintió ridículamente rechazada. Furiosa consigo misma, puso el coche en marcha. No sería víctima de las manipuladoras trampas psicológicas de Cole, se dijo. Había ganado su libertad y podía estar orgullosa de su inteligencia.
—Voy a poner la radio —anunció con tono satisfecho.
Se aseguró de que se sentía lo bastante valiente hasta para oír el anuncio oficial de la cancelación de su boda.
—Como quieras. Yo tengo que hacer algunas llamadas —replicó Cole impasible, tomando el teléfono celular.
Instantes después, Chelsea oyó la voz de Cole, profunda y cálida, en la parte de atrás del coche.
—Hola, Carling…
Chelsea sintió que el corazón le daba un vuelco. Los celos, corrosivos como el ácido, la dominaron. Con los labios apretados, presionó el pequeño botón con la pictografía de una ventana y un cristal se deslizó separando las dos partes del vehículo.
Luchando contra las lágrimas, Chelsea condujo hacia la próxima salida. Estaba furiosa consigo misma por sus celos estúpidos y absurdos y con Cole por tener el poder de provocarlos.
Y tan confusa. Esa misma mañana creía que por fin lograba reconducir su vida. Entonces apareció Cole haciéndola descarrilar de nuevo.
Era descorazonador comprobar lo mucho que seguía deseándolo.
Chelsea se obligó a afrontar la desagradable verdad. Si no hubiera oído esos rumores sobre el compromiso de Cole con Carling Templeton nunca habría empezado salir con Seth Strickland. Se dejó utilizar por Seth y los Strickland en su monumental campaña de relaciones públicas, pero ella también los había utilizado, como defensa contra el dolor que le producía la idea de Cole enamorado de la bella y sofisticada Carling.
Carling y Cole. El corazón se le encogió. Cuando Cole la tomó en sus brazos, Chelsea no pensó una sola vez en la otra mujer. Aunque él no había olvidado a Seth Strickland; pronunció el nombre del otro hombre y sonrió con satisfacción cuando ella lo repudió por completo. Seguramente todo formaba parte de su venganza. Un plan para hacerla admitir que lo deseaba aunque estuviera fuera de su alcance y comprometido con otra mujer.
Un arrebato de furia volvió a dominarla. Ese hombre era una serpiente manipuladora y sin corazón.
El viaje de vuelta al lugar donde estaba su coche fue largo y complicado, pero Chelsea apenas se dio cuenta; muchas otras cosas competían por su atención. Cada vez que dirigía una mirada hacia atrás por el espejo retrovisor y veía a Cole, sonriendo mientras hablaba por teléfono con Carling, le hervía la sangre. Y después, a través de las ondas radiales vino el anuncio que Chelsea esperaba y temía. La boda de la Casa Blanca fue aplazada temporalmente debido a una repentina y grave enfermedad de la señorita Chelsea Kincaid. Al parecer el novio se encontraba al lado de la joven en algún hospital desconocido.
Chelsea se horrorizó al oírlo. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué dieron esa noticia? Las amenazas de Seth resonaron en su cabeza. «Vas a casarte conmigo te guste o no. Te obligaré si tengo que hacerlo, haré lo que sea necesario para que pases por esta maldita boda».
Cuando se detuvo tras su coche, Chelsea estaba muerta de miedo. Además el dolor de cabeza que había tratado de mantener a raya volvía con toda su fuerza. Quería suplicar a Cole que la ayudase, pero no se atrevió.
No, tenía que afrontar la situación sola. Salió del auto con la cabeza a punto de estallarle, los ojos llorosos por la brillantez del sol, y tratando de combatir la náusea que amenazaba dominarla. Nunca se sintió tan sola y desamparada.
Cole recuperó su posición al volante. La miró duramente a través de los ojos entornados.
—No tienes muy buen aspecto —observó frunciendo el ceño.
—Estoy bien —repuso ella.
—¿Estás segura de que no quieres venir conmigo? —preguntó Cole con tono insultante.
—No, no quiero ir contigo. Soy dueña de mi propia vida, ¿recuerdas? Y eso significa que hago mis elecciones y no te cedo sumisa el mundo. Voy a cambiar la rueda y me marcharé en mi propio coche.
Cole soltó una risa despectiva.
—No podrías cambiar una rueda aunque tu vida dependiera de ello.
—Por supuesto, una víbora como tú jamás se molestaría en ayudarme.
Por desgracia, Cole no entró al juego.
—En efecto. Nosotras las serpientes nos comemos a las arpías como tú de aperitivo, no les hacemos favores.
—No dejaría que me hicieras ningún favor. ¡Aunque te pusieras de rodillas y me lo suplicaras!
—Creo recordar una vez que estaba de rodillas ante ti. Hace unos cuatro años, en el dormitorio —dijo Cole esbozando una sonrisa insolente—. Tú estabas desnuda en la cama y, curiosamente, me suplicabas algo.
Chelsea sintió que el corazón le daba un vuelco al recordar la escena.
—Te odio —escupió—. Eres un malvado.
El se limitó a arquear las cejas.
—¿Qué te enfurece más, Chelsea? ¿Que me haya atrevido a mencionar ese episodio de nuestro pasado? ¿O no estar en esa cama, suplicándome…?
—¡Vete de aquí y déjame sola! —gritó Chelsea.
Roja como la grana, se alejó hacia su propio coche, pero antes de llegar se dio la vuelta una vez más.
—No quiero volver a verte. Con un poco de suerte, ¡jamás tendré que volver a hacerlo!
—Ten cuidado con lo que deseas, querida —se burló él a través de la ventana abierta—, porque puedes conseguirlo. Como ahora, por ejemplo. Adiós.
Con una última sonrisa feroz Cole se incorporó al tránsito de la autopista. Se permitió una última mirada a Chelsea por el espejo retrovisor. Estaba buscando la llave que abría el maletero sin mirar en su dirección.
O eso creyó él. Aunque tenía la cabeza vuelta, con el rabillo del ojo.
Chelsea observó el coche negro hasta que desapareció de su vista.
La cabeza le dolía de tal modo, que decidió tomarse dos aspirinas antes de ocuparse de la rueda. Y entonces se dio cuenta. Su maleta, con sus ropas, medicinas, cosméticos, tarjetas de crédito y la mayor parte de su dinero, seguía en el coche de Cole. Sólo le quedaba el bolso con el permiso para conducir, un peine y un lápiz de labios. También tenía una pocos dólares en la guantera. Pero el resto se encontraba en su maleta, que acababa de desaparecer con Cole.
Chelsea no sabía si llorar o maldecir. Así que hizo un poco de las dos cosas. ¿Qué iba a hacer ahora? Tomó su bolso y miró en su interior, como si esperara que por algún milagro las aspirinas o su dinero estuviesen allí. Por supuesto eso no ocurrió.
Su única esperanza era cambiar la rueda, conducir hasta la siguiente salida, encontrar un teléfono y llamar a Stefanie pidiendo ayuda. Seguramente su hermana menor podría llevarle aspirinas, ropa y otras cosas que necesitaría mientras estuviera escondida. Chelsea se mordió el labio inferior al recordar su última llamada telefónica a Stefanie esa mañana.
—La boda no se celebrará y me marcho de la ciudad —le dijo de prisa, sin dejarle tiempo para reaccionar—. Quiero que se lo digas a papá y a mamá.
Chelsea cuadró los hombros y trató de recuperar el valor perdido. Cuanto más pronto cambiara la rueda, antes pasarían esa pesadilla y su dolor de cabeza.
«No podrías cambiar una rueda aunque tu vida dependiera de ello». Las hirientes palabras de Cole resonaron en sus oídos. Pues bien, en cierto modo su vida dependía de ello.
—Puedo hacerlo —dijo Chelsea en voz alta.
Sacó el gato del maletero y lo miró triunfante. Cole Tremaine seguramente pensaba que ni siquiera sabría lo que era un gato. Pues bien, lo sabía y ahora que lo tenía, iba a cambiar esa estúpida rueda.