Capítulo Once

Hank contestó escuetamente a los saludos que recibió al entrar en la oficina.

Esperaba que la jornada fuese tranquila, porque no le apetecía en absoluto tratar con problemas ajenos.

Cerró el despacho dando un portazo, comprobó la máquina de café situada sobre la mesita del rincón y agradeció que alguien hubiera tenido el detalle de dejarle café preparado. Tras servirse una taza, retiró la silla de la mesa y se sentó.

¿Qué había hecho mal? Estaba seguro de que Susan quería casarse con él. ¿Por qué, entonces, se había puesto hecha una furia cuando le propuso matrimonio esa misma mañana? No comprendía a las mujeres, sobre todo a una en particular.

«Vamos, Bishop, admítelo» lo aguijoneó una voz interior. «Tu proposición no fue precisamente de ésas con las que una mujer sueña durante toda su vida. Sin rosas.

Ni velas. Ni música romántica endulzando el ambiente. Debiste esperar el momento adecuado. Diablos, ni siquiera le has comprado aún el anillo.»

De acuerdo, en primer lugar necesitaba hacer un par de reservas para cenar en un sitio romántico. Luego llamaría a alguna joyería de Marshallton para encargar un anillo de diamantes. Y también pediría a la floristería local dos docenas de rosas…

No, de lilas. Un enorme ramo de lilas.

Justo cuando alargaba la mano hacia el teléfono, alguien llamó a la puerta del despacho.

—¿Sí?

—Hank, soy Richard —contestó el agente conforme abría la puerta.

—¿Qué sucede? —Hank se fijó en la expresión grave del agente y supo que algo terrible había ocurrido—. ¿De qué se trata?

—Acabamos de recibir una llamada del departamento de policía. Ha habido un grave accidente de automóvil. Un conductor ebrio se saltó un semáforo en rojo y chocó con el costado de un coche que había pasado el semáforo en verde.

—Maldición Me gustaría meter a todos los conductores borrachos entre rejas. ¿Y ha sido muy grave? ¿Algún muerto?

—El borracho ha fallecido. No llevaba puesto el cinturón de seguridad.

—La mujer que conducía el otro vehículo ha sido ingresada urgentemente en el hospital. Estaba inconsciente y ha perdido mucha sangre. El air bag no la protegió.

Dios, Hank… lo siento. Se trata de Susan Redman.

El mundo se detuvo de repente, despojado de sonido, de luz, de movimiento. Hank oía los latidos de su propio corazón. Veía moverse los labios de Richard Holman, pero no entendía nada de lo que decía. Su cuerpo había sido engullido por un gélido pavor.

Susan había sufrido un accidente. ¿Y si estaba herida de gravedad? ¿Y si perdía el niño? ¿Y si moría?

Notó una mano en el hombro. Se giró para mirar al agente.

—Vamos —dijo Richard—. Te llevaré al hospital.

—¿Está…? —Hank se aclaró la garganta—. ¿Está muy mal?

Richard le dio un palmadita en la espalda.

—Me temo que sí.

Llegaron a la sala de urgencias del hospital quince minutos más tarde. El personal informó a Hank que la señora Redman estaba siendo intervenida en la segunda planta. No se detuvo a hacer ninguna pregunta. Cuando Richard y él entraron en el ascensor, se giró hacia el agente y le dijo:

—Quiero que me hagas el favor de llamar a Caleb y Sheila.

—Ya me he ocupado de eso —respondió Richard—. Antes de salir de la oficina, pedí a Helen que llamase a tu hermano.

—Gracias.

¿Por qué diablos tardaba tanto el maldito ascensor en subir una condenada planta?

Tenía que llegar hasta Susan. Tenía que estar con ella. Hacer algo para salvarla.

Mientras se recordaba a sí mismo lo irracionales que eran sus pensamientos, la puerta del ascensor se abrió. Hank salió corriendo y enfiló el pasillo, seguido de Richard. Kendra Camp salió inmediatamente a su encuentro.

—La señora Redman está en el quirófano. La metieron hace diez minutos.

—Dime lo que sepas. Por favor —Hank crispó los puños. Su mandíbula se tensó. Los ojos se le empañaron levemente.

—Acompáñame a la sala de espera —Kendra lo tomó del brazo y luego saludó a Richard con un escueto gesto de asentimiento. Llegaron a la sala de espera en pocos segundos—. ¿Por qué no nos sentamos? —sugirió Kendra.

—No puedo sentarme —respondió Hank—. Dímelo. ¿Está muy mal? ¿Qué posibilidades tiene?

Kendra miró nerviosamente a Richard.

—Ha sufrido una hemorragia interna y el embarazo complica las cosas. El doctor Hall y el doctor Farr la están interviniendo —Kendra tomó la mano de Hank entre las suyas—. Es muy posible que tengan que practicarle una cesárea.

—¿Una cesárea? Pero si ni siquiera está de siete meses —dijo Hank—. Es muy pronto para que el bebé nazca.

Kendra le apretó la mano.

—Los niños prematuros tienen más posibilidades de sobrevivir ahora que hace unos años.

—No puede perder el niño —dijo Hank—. No sabes lo que ese hijo significa para ella.

—Entiendo —los ojos de Kendra se llenaron de lágrimas—. Sé que es lo único que le ha quedado de su marido. Créeme, los doctores harán lo posible por salvarlos a los dos.

Hank deseó gritar a los cuatro vientos «No es hijo de Lowell, sino mío ¡Mi hijo!».

—¿Quieres decir que existe la posibilidad de que tengan que elegir entre salvar a uno o a otro?

—Intenta no pensar en…

Hank retiró las manos de Kendra y la miró con severidad.

—Maldita sea, dímelo.

—Sí. Si deciden practicar la cesárea, puede que el niño corra peligro, pero Susan se salvará.

—Entonces, diles que le hagan la cesárea —Hank asió a Kendra por los hombros—.

¿Me oyes? Entra ahí y diles que Susan es lo primero. Tienen que salvarla.

—Oh, Hank —las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Kendra.

—Hank, ella no puede entrar ahí y decirles a los médicos lo que deben hacer —

terció Richard posándole una mano en el hombro—. Además, tus órdenes no cuentan. Contarían si fueras el marido de Susan o el padre del niño.

—No soy el marido de Susan aún —Hank se apartó del agente y se volvió para mirarlos a los dos—. Pero me casaré con ella muy pronto. Es mi prometida. ¿No cuenta eso para algo?

—Oh, Hank, comprendo que te preocupes por ella, pero… —empezó a decir Kendra.

—La amo —la profundidad de sus sentimientos por Susan se le hizo repentinamente clara. Sí la amaba… más que a nadie en el mundo—. Y si alguien tiene derecho a decidir sobre el hijo de Susan, soy yo. Yo les di a ella y a Lowell ese hijo. Pero Lowell murió. Y no pienso permitir que Susan muera también. ¿Me oís?

—Hank, estás trastornado —Richard miró nerviosamente a Kendra—. No sabes lo que dices…

—Yo soy el padre del hijo de Susan —declaró por fin Hank.

Kendra emitió un jadeo. Un silencio absoluto se hizo en la sala de espera. Un silencio interrumpido al cabo de unos segundos, cuando entraron Caleb y Sheila.

—Hemos venido en cuanto pudimos —Sheila abrazó a Hank.

—Gracias a Dios que habéis llegado —dijo Kendra—. Me temo que Hank está muy trastornado.

—Kendra y Richard creen que me he vuelto loco —explicó Hank.

—Hank no está loco —dijo Caleb—. El es el padre del niño.

—Lowell era estéril —prosiguió Hank—. Yo doné mi esperma para que Susan pudiera ser inseminada artificialmente. El hijo que espera es mío.

—Iré a decírselo al doctor Farr —anunció Kendra, y se alejó corriendo por el pasillo.

—¿Cómo se encuentra Susan? —Inquirió Sheila mientras acompañaba a Hank hasta el sofá—. Sentémonos.

—Sufre una hemorragia interna. Es lo único que sé. La están operando. Y… es posible que tengan que practicarle una cesárea.

—Oh, Dios mío —exclamó Sheila con un jadeo sofocado.

—Será mejor que llame a Tallie —dijo Caleb.

—Sí —convino Sheila—. Y hay que decírselo a Donna antes de que se entere por otras personas.

Hank no podía permanecer quieto. Se removió en el sofá durante unos minutos, y luego se levantó y empezó a pasearse por la sala. Se sentía como encerrado en una jaula. Deseaba correr… huir de la posibilidad de perder a Susan. Y al niño.

«Por favor, Dios, no lo permitas» rezó en silencio. «<Ahora que Susan tiene la oportunidad de ser verdaderamente feliz. No me la arrebates. Por favor, que viva. Y también nuestro hijo. Te prometo que seré tan buen marido y padre como me sea posible. Jamás los decepcionaré. « ¡Lo juro!».

Los ojos se le inundaron de lágrimas. No había llorado desde que era niño. Ni siquiera al morir Lowell, que había sido como un hermano para él. Pero aquélla era Susan. Su Susan. La mujer a la que amaba.

Los minutos fueron pasando, y Hank siguió rezando con toda su fuerza de voluntad.

Media hora más tarde. Donna Fields entró en la sala, hinchada como un globo, y lo abrazó sin decir nada. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.

La sala de espera estuvo llena a rebosar al cabo de tres horas.

—Todo el pueblo está rezando por Susan, hijo mío —dijo el reverendo Swan—.

Ahora todo está en las manos de Dios.

De pronto, la abarrotada sala se quedó en silencio. Hank percibió de inmediato el cambio en el ambiente. Se volvió y vio al doctor Farr, que acaba de cruzar la puerta.

—Hemos practicado la cesárea y hemos extraído al bebé —comunicó el doctor Farr —. Es muy pequeño… Apenas pesa kilo y medio —le colocó a Hank la mano en el hombro—. Está arriba, en la unidad de incubadoras.

—¿Cómo está? —inquirió Hank—. ¿Qué… posibilidades tiene?

—Ha habido suerte. Es muy probable que el niño sobreviva, aunque aún es pronto para hacer predicciones. Si quieres, puedes subir a verlo.

Hank agarró el brazo del médico.

—¿Y Susan?

—El doctor Hall saldrá a hablar contigo muy pronto.

Caleb se colocó al lado de Hank.

—Susan se recuperará. Tienes que tener fe.

—Estaba tan disgustada conmigo esta mañana —dijo Hank—. Le pedí que se casara conmigo, pero metí la pata. Ni siquiera le dije que la amaba —se pasó los dedos por el cabello—. He sido un imbécil. La he hecho sufrir con mi maldito temor al matrimonio y a la paternidad.

—Susan lo comprende —dijo Caleb—. Te perdonará. Fíjate en lo que yo le hice pasar a Sheila. Y me perdonó.

—Dios, espero tener la oportunidad de pedirle perdón.

«Y de decirle que la amo. Que ella es mi vida.» Al cabo de unos minutos, el doctor Hall encontró a Hank y a Caleb paseándose por el pasillo de la segunda planta. Por un terrible instante, Hank pensó que Susan había muerto.

—Susan está en la UCI —les comunicó el doctor Hall—. El doctor Farr ya les habrá dicho que la cesárea salió perfectamente. Hemos hecho lo que hemos podido por ella. Detuvimos la hemorragia, y…

—¿Va a vivir? —preguntó H.ank.

—No lo sé —contestó el doctor Hall—. Las próximas veinticuatro horas serán decisivas. Si consigue llegar a la noche, diría que tendrá muchas posibilidades.

—¿Puedo verla?

El doctor Hall asintió.

—Les diré a las enfermeras que le permitan entrar unos minutos.

—Gracias —Hank estrechó la mano del médico, y luego se giró hacia su hermano—.

¿Quieres explicarles la situación a Sheila y a Donna… y a todo el mundo?

—Claro —respondió Caleb—. Adelante, ve a verla. Yo me ocuparé de todo aquí abajo.

Hank titubeó antes de entrar en la UCI.

«Susan se pondrá bien. Susan se pondrá bien.»

Repitió la frase como si fuera una letanía, un cántico sagrado que pudiera protegerla de la muerte. Finalmente, abrió la puerta, entró y miró los numerosos cubículos cerrados.

—Sheriff Bishop, la señora Redman ocupa el número —le dijo una enfermera de mediana edad—. Sígame.

Hank sintió un doloroso nudo en el estómago al entrar en el pequeño cuarto. Susan yacía inmóvil, con el rostro amoratado e hinchado, y el cuerpo conectado a un sinfín de cables y tubos. Parecía muy pequeña, totalmente indefensa.

—El doctor Hall ha dicho que puede quedarse diez minutos —dijo la enfermera—.

Luego podrá volver en el horario regular de visita.

Hank asintió, y luego se acercó a la cama. Se inclinó sobre Susan, deseando con todas sus fuerzas que viviera. Alzó su lánguida mano y se la llevó a los labios. Tras besarla tiernamente, la apretó contra su mejilla.

—Hay algo que quiero que sepas —dijo—. Te quiero, Susan. ¿Me oyes? Te quiero.

Ella no se movió.

—Tienes que ponerte bien, cariño. Nuestro hijo necesita a su madre. Está arriba, recibiendo los mejores cuidados del mundo. Es pequeño, pero saldrá adelante —

una pequeña mentira piadosa, se dijo Hank. Una media verdad.

Permaneció a su lado hablándole, animándola, diciéndole una y otra vez cuánto la amaba.

Por fin, la enfermera apareció en la puerta y carraspeó.

—Tendrá que irse ya, sheriff Bishop. Pero podrá volver dentro de un par de horas.

Hank se inclinó para besar la frente de Susan y luego salió de la habitación. Su familia lo esperaba en la puerta.

—¿Cómo está? —preguntó Sheila.

—Duerme —contestó Hank—. Podré entrar a verla otra vez dentro de dos horas.

—¿Qué tal si almuerzas algo? —Sugirió Caleb—. Podemos ir todos a la cafetería.

—Quiero ver a mi hijo —dijo Hank.

A Sheila y a Tallie se les saltaron las lágrimas. Las dos le pasaron los brazos por la cintura, flanqueándolo.

—Subamos todos a ver a mi sobrino —dijo Tallie—. Tal vez no nos dejen entrar, pero podremos asomarnos por el panel de la puerta.

Tras ponerle una bata verde y unos guantes, las enfermeras dejaron pasar a Hank.

Su hijo yacía en la incubadora, con el cuerpecito conectado a una serie de tubos y de cables, igual que su madre.

El pequeño tenía unas piernas y unos brazos perfectos, y la cabecita cubierta de pelo negro.

Un sentimiento distinto de cualquiera que hubiese experimentado hasta entonces abrumó a Hank.

Aquella cosita que yacía en la incubadora, luchando por su vida, era su hijo.

—Sigue luchando, hijo mío. ¿Me oyes? Soy tu padre. Y no creas ni por un momento que no te quiero. Porque, Dios, te quiero muchísimo. Muchísimo —las lágrimas le rodaron por las mejillas. Sus hombros se estremecieron al intentar reprimir los sollozos—. Tienes que vivir por mí y por tu madre. Ella está abajo, luchando tan duramente como tú. Y cuando se despierte, lo primero que me preguntará será cómo estás. Quiero poder decirle que estás bien.

Dicho esto, Hank salió de la unidad de incubadoras, pasó junto a su familia y entró en el aseo de caballeros más próximo. Apoyó la cabeza en la pared durante un par de minutos, luchando por dominar sus emociones.

Cuando Peyton y Caleb entraron en el lavabo, Hank se estaba lavando la cara con abundante agua fría. Se sonó la nariz, arrojó el pañuelo de papel a la basura y respiró hondo.

—¿Hank algo que podarnos hacer? —preguntó Peyton.

—Estoy bien —respondió Hank—. Sólo necesitaba unos minutos para… para…

—¿Quieres que vayamos a comer algo? —Sugirió Caleb—. Aún falta media hora para que puedas entrar a ver a Susan otra vez.

—Sí —dijo Hank—. Un café me sentará bien.

Al regresar a la UCI Hank encontró a Susan aún dormida. Preguntó a las enfermeras por qué no se había despertado, y ellas le explicaron que Susan estaba en coma.

Permaneció en el hospital durante todo el día y toda la noche. Aguardando.

Rezando. Esperando contra toda esperanza que Susan despertara. Subió varias veces a ver su hijo. El niño era todo un luchador, le dijeron. Saldría adelante.

La gente entraba y salía. Todos estaban preocupados. Hank habló con los médicos varias veces. Y siempre le decían lo mismo. Que ya se había hecho lo posible por el niño, y por Susan.

Caleb le llevó una muda de ropa el segundo día. Tenía el rostro cubierto de barba y el cuerpo dolorido de dormir en el sofá de la sala de espera.

Setenta y dos horas después de que hubieran ingresado a Susan en la UCI, la enfermera salió a la sala y despertó a Hank.

—¿Sheriff Bishop?

El abrió los ojos y la miró.

—¿Qué sucede? ¿Algo va mal?

—No, nada va mal —le aseguró la enfermera—. El doctor Hall está con la señora Redman. Ha vuelto en sí.

Hank corrió hacia la UCI.

—Aquí lo tienes —dijo el doctor Hall a Susan, y luego se giró hacia Hank—. Ha preguntado por ti.

Hank se acercó a ella, sintiendo una felicidad tan grande que temió que el pecho le estallara. Susan alzó la mano. El la tomó, la besó y la sostuvo con ternura.

—¿Nuestro hijo? —preguntó ella.

—Está arriba, en la incubadora. Es pequeño. Pesa apenas un kilo y medio. Pero está formado del todo. Creen que podrá respirar por sí solo dentro de un día o dos.

Tiene diez dedos en las manos y diez en los pies. Con uñitas y todo. Y una buena mata de pelo negro en la cabeza.

—Quiero verlo —pidió Susan.

—Aún no estás preparada para levantarte, y mucho menos para subir a la planta de arriba —dijo el doctor Hall—. Tendrás que dejar que Hank te siga informando durante unos días.

—¿Pero me encuentro bien, verdad? Quiero ver a mi hijito —los ojos de Susan se llenaron de lágrimas.

Hank se acercó su mano a los labios y le besó los nudillos una y otra vez.

—En cuanto puedas levantarte, te llevaré a verlo. Te lo prometo.

—Lo mejor que puedes hacer por vuestro hijo, Susan, es recuperarte del todo —dijo el doctor Hall—. Hank puede quedarse contigo todo el tiempo que quieras. Y te trasladaremos a una habitación individual por la mañana.

Hank acercó una silla y se sentó junto a la cama. Susan volvió la cabeza para mirarlo.

—Tienes un aspecto horrible —dijo—. ¿Cuánto hace que no duermes?

—He echado algún que otro sueñecito en estos tres días.

—¿Llevas aquí tres días?

—Tres y medio.

—Oh, Hank, debiste ir a casa a dormir un poco —Susan le pasó los dedos por la barba de varios días—. Y debiste afeitarte.

—¿Qué pasa con mi barba? .No te gusta?

—¿Por qué no has ido a casa?

—¿Córno puedes preguntarme eso? —Hank se inclinó para besarla—. No podía dejaros solos a ti y a mi hijo. De haber estado yo inconsciente, ¿me habrías dejado?

—No, pero yo te…

—Y yo te quiero a ti, Susan —le enmarcó el rostro tiernamente con las manos—. Te amo.

—¿Me amas?

—Sí. Y quiero que te cases conmigo. ¿Sabes lo que estaba haciendo cuando recibí la noticia del accidente?

—No. ¿Qué estabas haciendo?

—Me disponía a reservar mesa para cenar en un restaurante, a comprarte flores y un anillo de compromiso.

—Oh, Hank, pensé que… Cuando hablaste del deber y la responsabilidad.., bueno, no dijiste que me amabas.

—Sí, soy un idiota. No soy tan buen hombre como Lowell, cariño. El era amable, atento, y…

Susan le cubrió los labios con los dedos.

—Chist. Quería a Lowell. Sé lo maravilloso que era. Y creo que deberíamos ponerle su nombre a nuestro hijo. Pero tú eres el hombre al que he amado desde que era una adolescente. El hombre al que siempre he querido.

—Creo que es una buena idea ponerle al niño el nombre de Lowell. A él le hubiera gustado, ¿verdad?

—Y hubiera entendido nuestro amor —dijo Susan—. Hubiera querido que estemos juntos. Tú, yo y el pequeño Lowell Redman Bishop.

—Saldrá adelante —dijo Hank—. No vamos a perder a nuestro hijo.

Al día siguiente, Susan fue trasladada a una habitación individual, y dos días más tarde Hank la llevó en una silla de ruedas a la unidad de incubadoras para que viera a su hijo por primera vez.

Un gozo indescriptible inundó a Susan. Miró a su hijo, al hijo de Hank, y el corazón se le llenó de gratitud.

—Hola, Lowell, soy tu madre. Tú y yo tenemos que ponernos mutuamente al día en muchas cosas.

Permanecieron junto a su hijo durante una hora, hasta que Susan empezó a sentirse cansada.

—Te quiero, cariño —le dijo al pequeño—. Mamá está aquí, junto a ti. Para siempre.

—Te quiero, hijo —dijo Hank—. Y yo también voy a estar a tu lado. Iremos a cazar y a pescar, y jugaremos juntos al béisbol. Y me ayudarás a cuidar de tu madre y a hacerla feliz —se inclinó y besó a Susan.

Cuando regresaron a la habitación, la encontraron llena de amigos parientes, que les expresaron su alegría y les transmitieron su cariño.

—Tengo algo que anunciaros —dijo Susan mientras Hank le tomaba la mano—.

Hank y vamos a casarnos en cuanto el pequeño Lowell pueda abandonar el hospital

—tras la explosión de felicitaciones y buenos deseos, Susan se aclaró la garganta, y todos volvieron a guardar silencio—. Creo que es hora de que todos lo sepáis. La familia de Hank va lo sabe, pero… bueno, quiero que todos nuestros amigos conozcan la verdad —respiró hondo—. Lowell era estéril, pero deseaba darme un hijo. Así que pidió a su mejor amigo que donara su esperma. Hank es el padre biológico de mi hijo.

Hank sabía cuánto coraje había necesitado para hacer frente a sus amigos y comunicarles la verdad. No creyó que pudiera amarla más de lo que la amó en ese momento. Sabía que probablemente no se merecía a Susan, pero eso no iba a impedir que se casara con ella y pasara el resto de su vida intentando ser digno de su amor.