Capítulo Cinco
Lo mejor para quitarse a una mujer de la cabeza era otra mujer, se dijo Hank.
Estaba permitiendo que Susan se acercara demasiado a él. Pensar en ella ocupaba gran parte de su tiempo, y eso era peligroso. Si no ponía algo de distancia entre ambos, no sabía lo que podría ocurrir.
Por eso permitió que Richard Holman, su ayudante, le concertara una cita a ciegas.
Hank se echó a reír. ¡Dios santo, sí que debía de estar desesperado! Jamás había acudido a una cita a ciegas, ni siquiera en el instituto. Pero un hombre siempre hacía lo que era preciso.
Afortunadamente, Kendra Camp resultó ser una mujer increíblemente atractiva.
Alta y de piernas esbeltas. Ni demasiado mayor ni demasiado joven. De unos treinta años, calculó Hank. Divorciada y sin hijos.
La había llevado a Marshallton a cenar y a bailar. Y fue ella la que sugirió que la invitara a su casa. Al llegar, Hank introdujo la llave para abrir la puerta. Kendra le sonrió y lo besó. El la atrajo hacia sí para profundizar el beso.
Ella se retiró por fin.
—Quizá sea mejor que entremos.
—Sí, será lo mejor.
Hank encendió las luces, se guardó las llaves en el bolsillo y luego ayudó a Kendra a quitarse el abrigo. Mientras lo dejaba, junto al suyo, en una si ha cercana, ella se despojó de los zapatos y se arrellanó en el sofá.
—¿Quieres algo de beber? —Preguntó Hank—. ¿Cerveza o whisky?
—Cerveza, por favor —Kendra paseó la mirada por el apartamento—. ¿No te agobias en un sitio tan pequeño?
Hank abrió el frigorífico, extrajo dos botellas de cerveza y les quitó las chapas.
—¿Quieres tomarla en vaso? —vio que ella negaba con la cabeza y formaba con los labios un «no»—. Es la mitad de grande que mi apartamento de Alexandria, pero me conviene vivir cerca de Susan. Así puedo verla a diario y me tiene al lado si me necesita.
—Susan es la viuda de Lowell Redman, ¿verdad? He oído decir que está embarazada. Debe de haber sido muy duro para ella perder así a su marido —
Kendra tomó la cerveza que le ofrecía Hank.
El se sentó a su lado, se acercó la botella a los labios y tomó un generoso trago.
¿Por qué demonios había mencionado a Susan? La cita con Kendra debía servir, en teoría, para ayudarle a quitarse de la cabeza a la tentadora señora Redman
—Tiene muchos amigos —dijo Hank—. Mucha gente que la quiere. Ella y el niño estarán bien.
—Desde luego, es afortunada al tenerte a ti —Kendra dejó la cerveza en la mesa, se acercó a Hank, le echó el brazo por los hombros y esbozó una sonrisa seductora —. Y, por lo que he oído, también el condado de Marshall ha tenido suerte. Pocos hombres aceptarían dejar temporalmente el FBI para venirse a un pueblucho como éste a cuidar a la viuda de su mejor amigo.
—Lowell y yo fuimos amigos inseparables desde niños. Incluso me salvó la vida una vez cuando éramos adolescentes. Hubiera hecho cualquier cosa por él.
Kendra se pegó aún más a Hank, apretándose contra su cuerpo, ladeando la cabeza de modo que casi le rozaba los labios con los suyos.
—Bueno, yo al menos me alegro de que hayas vuelto a Tennessee. Creo que voy a disfrutar teniéndote cerca.
Hank soltó la cerveza junto a la de ella. Más que preparado para aceptar lo que Kendra le ofrecía, la estrechó entre sus brazos. Conforme reclamaba sus labios, la tumbó sobre los almohadones de plumas del sofá. En ese momento, oyó unos golpes leves en la puerta y una voz femenina que pronunciaba su nombre; pero antes de que Hank pudiera separarse de Kendra, Susan abrió la puerta y entró en la habitación.
—Oí el ruido del coche se me ha ocurrido venir para preguntarte si quieres… —
Susan se detuvo, petrificada, después de haber avanzado unos cuantos pasos. Las mejillas se le tiñeron de un rojo intenso. Comenzó a retroceder hacia la puerta—.
Oh, lo siento mucho. No sabía que estuvieras con… Por favor, disculpad que os haya molestado —se dio media vuelta y huyó.
Hank prácticamente tiró a Kendra al suelo al saltar del sofá para ir tras Susan.
Kendra emitió un fuerte chillido mientras se aferraba a los brazos del sofá para levantarse. Sin embargo, cuando Hank llegó a las escaleras, Susan ya había desaparecido. El ruido de la puerta trasera de la casa al cerrarse resonó en sus oídos.
¡Maldición! Hank permaneció allí de pie unos segundos, tratando de decidir qué hacer. Las dos mujeres estarían probablemente furiosas con él, no se les podía reprochar. Debió haber avisado a Susan de que tenía una cita esa noche. ¡Y debió haber cerrado con llave la maldita puerta! En fin, tendría que disculparse con Kendra por haberla dejado sola tan bruscamente. Había actuado por puro instinto cuando echó a correr tras Susan.
Al entrar de nuevo en el apartamento, vio que Kendra se estaba poniendo el abrigo.
¡Infiernos, había metido la pata hasta el fondo! Poniendo su mejor cara de disculpa, la miró y sintió cierto alivio al ver que ella le sonreía.
—Lo siento —dio un par de pasos vacilantes hacia ella—. No tienes por qué marcharte.
—Desde luego que sí —Kendra alargó la mano y le acarició la mejilla—. Me gustas, Hank, pero tengo por norma no salir con hombres que ya están involucrados sentimentalmente con alguien.
—Eh, espera un momento —protestó él—. No estoy involucrado sentimentalmente con…
Kendra lo silenció posándole el dedo índice en los labios.
—Sí que lo estás. Quizá aún no te hayas dado cuenta. Pero para mí es evidente.
Susan Redman sintió algo más que apuro al encontrarnos besándonos en el sofá.
Estaba enojada y celosa. Créeme, las mujeres percibimos esas cosas.
—Te equivocas. Susan no me…
Kendra se echó a reír.
—Sí. Igual que tú a ella. De lo contrario, no me habrías dejado de lado para seguirla.
—Me preocupaba que pudiera sentirse disgustada —explicó Hank con voz poco convincente—. Está en estado, y…
Kendra le dio un rápido beso.
—Vamos. Llévame a casa. Cuando vuelvas, se habrá tranquilizado y podrás hablar con ella.
—No tengo por qué explicarle a Susan mis actos —Hank se coló el abrigo—. Soy dueño de mi vida —siguió a Kendra al exterior, cerró la puerta y bajó las escaleras detrás de ella—, Sor libre de hacer lo que quiera con quiera —ayudó a Kendra a subirse en el Lexus, rodeó el capó se sentó al volante—. Ella no tenía derecho a irrumpir de ese modo.
—Vá Claro —lo único que dijo Kendra mientras él arrancaba el coche y daba marcha atrás.
Media hora más tarde, tras dejar a Kendra en la puerta de su casa, Hank aparcó el coche y permaneció un rato sentado tras el volante, mirando hacia las ventanas traseras de Susan.
¿Por qué debía importarle lo que ella pensara? No era asunto suyo si decidía tontear con todas las mujeres del condado de Marshall. Y había sido ella quien había entrado en el apartamento, sin avisar y sin ser invitada.
Susan se había ido corriendo porque se sintió avergonzada, simple y llanamente.
Kendra se equivocaba al pensar que había sentido celos. La sola idea era ridícula.
¿O no?
Si él deseaba a Susan, ¿era impensable que ella lo deseara a él? ¡Pero era la mujer de Lowell, por el amor de Dios! La viuda de Lowell, se corrigió inmediatamente.
Pero seguía amándolo. De eso estaba seguro.
«Y qué más da que siga amando» a Lowell le susurró una voz interior. «Eso no significa que no tenga necesidades. Que no te desee tanto como tú la deseas a ella.»
«No entres ahí. Bishop» se advirtió a sí mismo. «Se trata de Susan Redman. Si te la llevas a la cama, esperará de ti un compromiso. Y Hank Bishop no es hombre de compromisos.»
Se apeó del Lexus y se dirigió hacia el garaje. Entonces se detuvo bruscamente al oír abrirse la puerta trasera de Susan y pasos en el porche. «No te vuelvas» se dijo.
«Sigue andando. Finge que no has oído nada.»
—Hank.
¡Maldición!
—¿Sí? —dijo él sin volverse.
—Lamento mucho lo sucedido. No sabía que estabas acompañado.
—Debí haberte avisado.
—Espero que le explicaras a tu amiga quién soy y cuál es nuestra relación. No quisiera que malinterpretase el motivo por el cual entré en tu apartamento de ese modo.
Hank se giró lentamente y la miró. Susan había dejado apagada la luz del porche, y sólo la luz de la cocina iluminaba su cuerpo. Llevaba puesta una bata de seda y el pelo suelto sobre los hombros.
El cuerpo de Hank se tensó.
¿Cómo diablos había podido meterse en semejante situación?, se preguntó por enésima vez. No podía irse y dejarla allí con la palabra en la boca.
—Siento no haber tenido ocasión de presentaros —dijo—. Se llama Kendra Camp.
Es enfermera. Trabaja con la mujer de Richard Holman. Richard y su esposa arreglaron la cita.
—Ha sido muy amable por su parte —Susan se abrazó a sí misma y se pasó las palmas de las manos por los brazos.
—Sí, desde luego —Hank dio un paso vacilante hacia ella—. ¿Tienes frío? Quizá deberías entrar, antes de que…
—¿Por qué no me dijiste esta mañana que hoy tenías una cita?
—Supongo que se me pasó.
«Mentiroso» Se lo ocultaste deliberadamente.» Pero, ¿por qué? Diablos, no lo sabía! No estaba acostumbrado a reflexionar sobre la naturaleza de sus actos ni a justificarlos ante nadie.
—De haberlo sabido, no hubiera… no hubiera irrumpido de esa manera —Susan tiritó levemente.
Hank salvó la distancia que los separaba, le echó el brazo por los hombros y la guió hacia la puerta.
—Entremos, cariño. Vas a congelarte aquí fuera.
Susan se sentía como una completa estúpida. Había invadido la intimidad de Hank como si tuviera derecho a hacerlo. Y los había interrumpido a él y a su amiga mientras se besaban apasionadamente en el sofá. Al recordarlo, la ira y los celos que había experimentado volvieron a avivarse en su interior.
Pero no tenía ningún derecho sobre Hank. Al fin y al cabo, no era su marido ni su amante.
Susan dejó que Hank la metiera en la casa y la sentara a la mesa de la cocina. El le retiró un mechón de cabello que le tapaba el ojo izquierdo. Ella respiro hondo. El retiró la mano. Ella alzó la vista para mirarlo, pero antes de que puchera leer la expresión de sus ojos negrosél se alejó.
—¿Y si nos tomamos un chocolate caliente? —sugirió Hank.
—Prepararé un par de tazas.
—Tú quédate ahí, futura madre. Sé dónde está todo.
Mientras Hank se atareaba preparando el chocolate, Susan se quitó la bata y la terció en el respaldo de la silla. Debajo llevaba un cálido camisón de manga larga.
Nada sexv ni provocativo.
No quería parecerle sexy ni provocativa a Hank Bishop en absoluto.
«Mentirosa» se burló su conciencia. «Aunque la idea de ganarte la atención de Hank te sigue aterrando, no puedes negar el hecho de que lo deseas… ahora más que nunca.»
Y él seguía siendo tan peligroso como siempre.
¿Tendría ella el valor necesario para arriesgarse a perder su corazón y su orgullo por aquel hombre? ¿Podía, siendo una mujer adulta, ignorar los consejos de tía Alice y aceptar sus sentimientos? ¿Podía perseguir lo que siempre había deseado y dejar que la pasión predominara sobre su sentido común?
—Aquí tienes. Un chocolate caliente —Hank le colocó el tazón delante, en la mesa.
—¿Qué? —La voz de él la sacó de la brumosa neblina de sus pensamientos—. Ah, sí. Gracias, Hank —forzando una sonrisa, tomó el tazón con ambas manos.
Hank retiró una silla, se sentó, cruzó las piernas y se llevó su tazón a los labios.
Tomó unos cuantos sorbos mientras observaba a Susan por encima del borde de cerámica.
—Pruébalo —le dijo.
Ella probó el chocolate. De inmediato sintió un agradable calor en la boca y en el estómago.
—Hank, quisiera pedirte disculpas otra vez. Espero que la señorita Camp no se marchase por mi culpa. Le explicaste cuál es la naturaleza de nuestra relación,
¿verdad?
Hank dejó el tazón en la mesa con más fuerza de lo que había pretendido. El oscuro y cremoso líquido se derramó por el borde.
—¿Y cuál es la naturaleza de nuestra relación? ¿Qué debí decirle a mi amiguita?
«Oh, no prestes atención al modo en que Susan ha salido corriendo del apartamento al vernos besándonos en el sofá. La viuda de Lowell y yo sólo somos amigos. No debes malinterpretar su reacción. No estaba celosa. No tiene motivos para estarlo. Verás, aunque Susan esté esperando un hijo mío… ¡nunca hemos tenido el más leve contacto sexual!»
Susan no pudo sino permanecer sentada, boquiabierta, mirándolo con los ojos abiertos de par en par. Dios santo, Hank lo sabía. Sabía que había sentido celos al verlo abrazado a otra mujer. Y la tal Kendra Camp lo sabía también.
—¿Eso es lo que piensas? ¿Lo que pensó ella? Que me puse celosa… —Susan dejó escapar una risotada fingida—. Sentí apuro, nada más…
Hank se levantó de la silla y rodeó la mesa con tal rapidez que Susan se quedó sin respiración. Se situó sobre ella, con el rostro tenso y la mandíbula apretada. Por un leve momento, Susan sintió miedo de él. Miedo de la furia que percibía en sus ojos negros.
—No me mientas —dijo Hank apretando los dientes.
Estaba enojado con ella. Pero, ¿por qué? ¿Porque se había sentido celosa? ¿Porque su reacción había ahuyentado a su amiga? ¿O porque intentaba ocultar lo que verdaderamente sentía?
—¿Qué quieres que diga? —inquirió Susan, con el corazón latiéndole desenfrenadamente.
—Quiero que me digas la verdad —respondió él—. ¿No crees que va siendo hora de que ambos afrontemos la verdad y dejemos de fingir que no hay nada entre nosotros?
—Pero es que no hay nada —dijo ella moviendo la cabeza.
—Esperas un hijo mío. Creo que eso constituye…
—Un hijo que no debía ser tuyo —Susan se aferró al borde de la mesa con tanta fuerza, que los nudillos se le pusieron blancos—. Tú no deseas este hijo. Crees que le debes a Lowell el velar por mí hasta que mi niño haya nacido. Estás aquí porque intentas actuar de forma responsable.
Hank la tomó de la cintura con ambas manos y la obligó a levantarse. Ella se resistió momentáneamente, y luego se quedó inmóvil por completo.
—Todo lo que has dicho es cierto —dijo Hank sujetándole el rostro para obligarla a mirarlo—. Pero yo no hablaba del niño ni de Lowell. Hablaba de lo que ha habido entre nosotros desde que volví a Crooked Oak.
—No ha habido nada…
Hank le pasó el pulgar por los labios.
—He fingido que ese algo no existía. He luchado por negarlo. Pero negándolo no conseguiremos que desaparezca.
—Por favor —los ojos de Susan se habían llenado de lágrimas—. Por favor, no hagas esto.
El le besó la frente.
—¿Crees que deseo sentir lo que siento? —le besó una mejilla y a continuación la otra. Besos tiernos, dulces. Ella tembló de la cabeza a los pies—. ¿Crees que me resulta fácil admitir que deseo a la viuda de mi mejor amigo? ¿Que cada vez que te tengo cerca me excito pensando en hacerte el amor?
Susan abrió la boca para hablar, pero sólo consiguió emitir un jadeo ahogado. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y humedecieron las manos de Hank.
—Tú también me deseas, ¿no es así, cariño? Me deseas con tanta avidez como yo a ti.
—No puedo… no puedo… —antes de que Susan pudiera articular más palabras, los labios de Hank cubrieron su boca con un beso que no admitía negativas. Tórrido, salvaje, exigente. Le presionó la nuca con una mano y con la otra la apretó contra sí, para que sintiera la dureza de su erección. Ella trató de resistirse, intentó valientemente rechazarlo, pero su cuerpo la traicionó. Su débil cuerpo hambriento de sexo se rindió por completo.
Había pasado una vida soñando con estar en los brazos de Hank Bishop. Lo había deseado desde adolescente. Había sentido envidia de las mujeres a las que acariciaba y besaba.
Lo había amado desde lejos, desde una distancia segura, preguntándose a qué sabrían sus labios, cómo olería su cuerpo, cómo sería tenerlo cerca.
Ahora lo sabía. Y la realidad excedía todas sus expectativas.
El beso se tomó más profundo e intenso, hasta que Susan pensó que se moriría de placer. Alzó los brazos y se aferró a Hank. Apretó los senos contra su duro pecho.
Permitió que él la alzara y le frotara la entrepierna con su rígido miembro.
Apenas reconoció el ronco y áspero sonido del jadeo que escapó de sus propios labios. Cuando él le cubrió un seno con la palma de la mano y lo apretó, Susan gimió de placer. La sensación la inflamó a pesar de la tela del camisón.
Estaba perdiendo rápidamente el control, al igual que Hank. Si no ponía fin a lo que sucedía, no habría vuelta atrás.
Hank iba a hacerle el amor.
Una guerra empezó a librarse en el interior de Susan, Una guerra entre el deseo y el sentido común.
«Él no te ama» se recordó a sí misma. «Sólo te desea. No puedes permitir que posea tu cuerpo. Que sea tu amante y luego te abandone.»
Cuando Hank empezó a recorrerle el cuello con los labios, acercándose más y más a los primeros botones del camisón, Susan comprendió que tenía que hacer algo para detenerlo. Nada le había resultado nunca tan difícil.
Lo apartó de sí y dijo:
—No, por favor. No puedo. No podemos. Lowell… Lowell sólo lleva dos meses muerto.
Sabía que mencionar a Lowell tendría en Hank un efecto inmediato. Y doloroso.
El la miró con furia, con los ojos empañados por la pasión. Respirando con dificultad, se retiró de ella.
Luego, sin decir una sola palabra, se dio media vuelta, atravesó la cocina y salió por la puerta.
Susan se dejó caer en la silla antes de que las piernas le fallasen. Cruzó los brazos encima de la mesa y descansó en ellos la cabeza. Cuando comprendió lo cerca que había estado de cumplir su sueño de poseer a Hank Bishop, sollozó.
No sabía cuánto tiempo permaneció así, sentada y llorando a mares, pero por fin reparó en Lucy y Ethel, que ronroneaban a sus pies. Alargó la mano para acariciarlas y vio que Fred y Ricky permanecían sentados muy cerca, mirándola atentamente. A pesar de la presencia de sus animales, jamás se había sentido tan sola.
Se acarició el vientre. No, no estaba sola. Hank jamás le pertenecería, jamás la amaría, pero una parte de él sería suya para siempre. Su hijo.
Al día siguiente, Susan se hallaba sentada a la mesa de la cocina, tomando un tazón de cereales, cuando Hank llamó a la puerta. Susan no había esperado que se acercara a verla aquella mañana.
—Pasa —dijo—. Está abierta.
Hank abrió la puerta, pero no entró.
—¿Te encuentras bien?
Ella asintió.
—Sí, estoy bien.
—Sólo quería decirte que voy a buscarme otro apartamento —anunció él con la mirada fija en el suelo.
—Comprendo.
—He pensado que, después de lo de anoche, será mejor que no vivamos tan cerca
—Hank alzó la vista y la miró directamente—. ¿Estás de acuerdo?
—No… no lo sé —iba a perderlo del todo. Por haber tenido miedo de entregarse a él. Por haber utilizado a Lowell como excusa para no sucumbir a sus caricias.
Susan no soportaba la idea de que la abandonara.
«Mejor ahora que más adelante» se dijo. «Ahora sufrirás, pero más adelante, si os hacéis amantes y te abandona, quedarás completamente destrozada.»
—¿Estás sugiriendo que deseas que me quede? —inquirió Hank.
—Sí… No… —Susan se volvió para que él no pudiera verle los ojos—. Tienes razón.
Deberías buscar otro apartamento.
—Empezaré a buscar enseguida —dijo Hank—. Llamaré a la inmobiliaria para ver cuáles hay disponibles.
—La gente se preguntará por qué te trasladas.
—Habrá más rumores si me quedo, ¿no te parece?
—Sí —fue lo único que Susan alcanzó a decir.
—Si me necesitas…
—Te llamaré.
Hank se marchó rápidamente, dejándola sola. Susan deseó salir corriendo tras él, suplicarle que volviera, que no la abandonara. Pero no se movió. No movió ni un solo músculo. Apenas podía respirar.
«Es mejor así» se dijo. «Ya lo verás. Todo será más fácil cuando se haya ido»