Capítulo Tres
—Ésa era la última caja —dijo Hank al tiempo que cerraba el maletero del coche—.
Mañana las llevaré al albergue de Marshallton.
Susan se hallaba de pie en el porche. Los rayos del sol tardío teñían de dorado su cabello castaño claro. Parecía tan pequeña, frágil y sola como un alma que errara en busca de un paraíso seguro. Hank sintió deseos de abrir los brazos y decirle que se acercara, que podía encontrar refugio allí, con él. ¿Sí, podía ofrecerle dicho refugio, pero, lo aceptaría?
Hank titubeó junto al coche, observándola mientras lo esperaba, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo. Las dos gatas merodeaban por entre sus tobillos y los dos perros montaban guardia a su lado. La dulce Susan, con un corazón tan grande como el cielo de Crooked Oak. Hank nunca había conocido a nadie que amase a los animales tanto como ella.
¿Cómo iba a estar cerca de aquella mujer amable, tierna y cariñosa, sin hacerle el amor?
Hank había evitado deliberadamente las relaciones duraderas y a las mujeres que esperaban más de lo que él podía darles. Le gustaban las mujeres… Diablos, las adoraba. Y ellas parecían sentirse atraídas hacia él como las abejas a la miel. Jake le había comentado una vez que Caleb atraía al bello sexo por su atractivo y su condición de estrella del béisbol. Y que Hank atraía a las mujeres por su carácter chapado a la antigua, de caballero sureño, teñido de cierto atisbo de peligro que picaba su interés.
Susan Redman era diferente. No se parecía en absoluto a las mujeres con las que había salido. Era callada, tímida y algo ingenua. Y despertaba en él un deseo cuya intensidad lo desconcertaba. Hank se enorgullecía de dominar todos sus actos y sus emociones. Pero la atracción que sentía hacia Susan empezaba a minar su voluntad de hierro.
—¿Puedo ayudarte en algo más? —preguntó, reacio a marcharse.
Ella alzó la cabeza y fijó en él la mirada. Incluso desde lejos, Hank pudo ver la humedad de las lágrimas que empañaban sus ojos.
«Por Dios, cariño, no llores» quiso decirle. «Lowell no hubiera querido que sufrieras tanto. Y yo no soporto verte así.»
—No, ya no queda nada más que hacer. Hoy, al menos —Susan esbozó una débil sonrisa.
—Bueno, entonces me voy ya.
«No permitas que me vaya» rogó Hank en silencio. «Pídeme que me quede. Piensa en un motivo para retenerme aquí».
Se dio media vuelta.
—Espera —Susan dio unos pasos vacilantes al frente, y luego se detuvo en el filo del porche.
El giró rápidamente la cabeza y avanzó hacia el sendero de ladrillo.
—¿Qué sucede?
—Necesito, necesito hablar contigo —Susan entrelazó las manos ante sí, como si se esforzara por no alargar los brazos hacia él.
—Claro, cómo no —Hank subió los escalones y se detuvo justo delante de ella. Tan sólo unos centímetros los separaban—. ¿De qué quieres hablar? —su mirada siguió la de ella, y se percató de que la señora Dobson, que vivía en la casa de enfrente, estaba barriendo el porche. Los pueblos pequeños estaban llenos de gente curiosa incapaz de no meter la nariz en los asuntos de los demás. Sin duda, la señora Dobson repararía en su presencia e informaría a sus amigas y sus vecinas.
Personalmente, a Hank le importaba un rábano lo que los demás dijeran o pensaran, pero era consciente de que a Susan sí le preocupaba. Al fin y al cabo, ella tenía que seguir viviendo y trabajando en Crooked Oak, y criaría a su hijo en el pueblo.
—Entremos —Susan retrocedió y abrió la puerta principal.
El la siguió, pero antes de entrar se giró e hizo una señal de saludo a la señora Dobson, quien le correspondió con una sonrisa.
—¿Cómo está usted, señora Dobson? —le preguntó en voz alta.
La mujer de cabello blanco se sonrojó, pero esbozó una sonrisa afectuosa.
—Muy bien, Hank. Celebro ver que cuidas de Susan.
—A partir de ahora, me verá mucho por aquí.
—Me alegra saberlo —respondió la señora Dobson.
Hank entró en el vestíbulo, donde Susan lo esperaba con la cabeza gacha y los ojos tímidamente alzados.
—No he podido quitarme a las vecinas de encima desde que Lowell murió. Son algo pesadas, pero tienen buen corazón.
—Sí, lo sé. Crecí en el pueblo, ¿recuerdas?
—Cierra la puerta, por favor.
Hank así lo hizo.
—Quieres hablar de algo en concreto?
Ella se frotó las manos repetida y nerviosamente.
—Mientras estés en Crooked Oak, finalizando el período de servicio de Lowell, necesitarás un sitio donde vivir.
—Es cierto —¿por qué lo decía? ¿Qué intentaba insinuar?—. Pienso llamar a una inmobiliaria mañana. Sheila me ha dicho que me quede en su casa todo el tiempo que necesite, pero necesito un hogar propio.
Susan lo miró insegura.
—Hank, yo… yo… —se retiró de él. Sus pequeños hombros empezaron a temblar.
Con el corazón latiéndole en los oídos, Hank se acercó a ella y la rodeó con sus brazos.
—No estás sola, Susan —le susurró acercando los labios a su oído—. Sé lo difícil que será para ti vivir sin Lowell, pero te prometo que me tendrás a tu lado durante todo el embarazo. Quiero ayudarte en todo lo que pueda.
Ella asintió.
—Lo sé.
Hank siguió abrazándola con suave firmeza, y rezó por que su cuerpo no reaccionara al rozarse con la esbelta mujer que tenía abrazada.
—Los dos queríamos a Lowell y los dos lo echaremos de menos. Tengo la intención de velar por sus asuntos, y eso incluye garantizar que a su esposa no le falte de nada.
—Necesito que me prometas que no le dirás a nadie que tú eres… que Lowell no es… La gente no lo entendería.
—Creí haber dejado perfectamente claro que no voy a decirle nada a nadie —Hank le posó un beso en la sien, y luego le frotó la mejilla con la suya. El cabello de Susan olía a sol y a flores. Notó que su cuerpo se tensaba. Dejó de abrazarla y retrocedió. Lo último que necesitaba Susan era sentir el contacto de su erección. La agarró por los hombros y le dio media vuelta para que lo mirase a la cara.
—Quiero ayudarte, hacer que todo te resulte más fácil. Nadie tiene por qué saber nada.
Susan inspiró profundamente. El temblor de cuerpo cesó, y por fin sonrió a Hank.
—No debemos olvidar que tu estancia en Crooked Oak será sólo temporal. Tienes un trabajo y una vida hecha en otro sitio, mientras que yo lo tengo todo aquí.
Nuestro único vínculo es un hijo —alzó las manos y las posó en el pecho de Hank, sobre la suave y fría tela de su gabán—. Sé que, al haber muerto Lowell, te sientes responsable de mi hijo, pero comprendo que no puedo esperar que seas un padre para él. Lowell me dijo que no querías casarte ni tener hijos.
—No, no quiero casarme ni tener hijos —Hank le pasó las manos por los brazos, acariciándola tiernamente—. Pero tienes razón. Me siento responsable de tu hijo —
la soltó bruscamente—. Jamás tuve en cuenta esta posibilidad cuando Lowell me pidió que donara mi esperma para que pudierais ser padres.
—Lo siento, Hank —Susan le tocó el brazo.
«No me toques» quiso gritar él. «Y no me mires con esos grandes ojos azules que me piden tanto…»
—Sí, yo también lo siento. El destino nos ha jugado una mala pasada, y tendremos que sobrellevarlo como sea.
—Quisiera poder decirte que no te necesito, pero mentiría. Te necesitaré durante los próximos meses. Si pudieras… si aceptaras…
—Dilo. Haré cualquier cosa que necesites de mí.
—Sé mi amigo. Sé el padrino de mi hijo.
—Por supuesto. Claro que sí. ¿Algo más?
—Encuentra al asesino de Lowell y entrégalo a la justicia.
—Esa será mi principal prioridad como sheriff.
—Ten cuidado, Hank —Susan le apretó el brazo—. No podría soportar que te pasara algo.
Las palabras de Susan golpearon a Hank en el bajo vientre con la fuerza de un martillo. Tendría que ser ciego y estúpido para no darse cuenta de que se preocupaba por él. Pero, ¿había algo más que simple preocupación por el mejor amigo de Lowell? ¿Por el padre biológico de su hijo?
Susan se hallaba sentada en la silenciosa quietud del estudio mientras la oscuridad del anochecer comenzaba a proyectarse en la habitación. Lucy y Ethel permanecían acurrucadas en el respaldo del sofá, mientras que Ricky gruñía suavemente hecho un ovillo delante de la chimenea. Y Fred se había acomodado al lado de Susan.
Necesitaba recuperar el rumbo de su vida, hallar el modo de seguir adelante sin Lowell. Por el bien de su hijo y de su propia cordura. Necesitaba volver al trabajo.
Sólo Scooter Bellamy, su ayudante, se ocupaba del refugio para animales, y su labor era a todas luces insuficiente. Estar de nuevo con los animales, brindarles cariño y ayudarlos a encontrar nuevos hogares, ocuparía su tiempo y la distraería.
Cuanto menos pensara en la situación, tanto mejor.
Hank Bishop formaría parte de su vida durante el año siguiente. Más le valía aceptar el hecho y verlo del mejor modo posible. Le gustase o no, necesitaba a Hank.
Alargó la mano y descolgó el auricular del teléfono. Fred gruñó, acomodó su cuerpo regordete y enterró el hocico en la pierna de Susan.
—¿Diga? —respondió Sheila Bishop.
—Sheila, soy Susan. ¿Está Hank ahí?
—Sí. Acabamos de cenar. ¿Quieres hablar con él?
—Sí, por favor.
—¿Va todo bien? —Inquirió Sheila—. Te noto un poco rara.
—Todo va bien. Simplemente, necesito hablar con Hank.
—Muy bien.
Susan esperó, con el corazón martillándole el pecho, las palmas de las manos sudorosas y la boca seca. ¿Y si estaba cometiendo un error? ¿Y si luego lamentaba haber dado un paso tan atrevido?
«Deja de darle tantas vueltas. Por una vez en tu insulsa vida, haz lo que deseas hacer.»
—¿Sí? —dijo Hank.
—Hank, soy Susan. Te he encontrado un sitio donde vivir.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el apartamento que hay encima de mi garaje —Susan contuvo el aliento, aguardando su reacción.
—Creía que ya estaba ocupado.
—No, está vacío. La inquilina se casó el mes pasado y lo dejó libre. Aún no he tenido ocasión de volver a alquilarlo.
—¿Estás segura? —Hank soltó una risita—. No habrá peligro de que los vecinos murmuren, ¿verdad?
Ella se echó a reír.
—Todo Crooked Oak ha rezado por que volvieras y solucionaras lo de Lowell. No creo que nadie se extrañe si te mudas cerca de su viuda embarazada para velar por ella. Dijiste que es eso lo que deseas hacer, ¿verdad?
—Sí, Susan, quiero cuidar de ti… por Lowell.
—Entonces, ¿te instalarás en el apartamento?
—Desde luego. ¿Por qué no? Eso facilitará las cosas. Me tendrás cerca siempre que me necesites. ¿Cuándo quieres que me traslade?
—¿Te parece bien mañana? Está amueblado. Sólo tendrás que llevarte el equipaje que hayas traído de Virginia.
—Hablaremos sobre el importe del alquiler, y…
—Es gratis —dijo Susan.
—Lo siento, pero no puedo aceptar.
—En ese caso, podrás pagármelo haciendo algún que otro trabajo en la casa…
—¿Como cortar el césped o limpiar las persianas?
—Por ejemplo.
—Muy bien. Nos veremos mañana por la tarde —Hank hizo una pausa y luego agregó—: ¿Qué te parece si mañana cenamos fuera? Podríamos ir a Marshallton.
—¿Y si cenamos aquí, en casa?
—De acuerdo. Iré a cenar y después podrás enseñarme el apartamento. ¿Te parece bien a las seis?
—Sí. Perfecto.
Susan subió las escaleras de madera que conducían al apartamento de encima del garaje. Una por una, fue cerrando las ventanas que había abierto esa misma mañana para airear el interior, y encendió rápidamente los calentadores. Inhaló profundamente y sonrió. Todo olía a fresco y a limpio. Había barrido, pasado la aspiradora y limpiado el polvo antes de ir a Marshallton a su primera cita con el médico.
Entró en el dormitorio con las sábanas limpias y las colocó primorosamente. Tras hacer la cama, retrocedió e inspeccionó su trabajo. Aquél iba a ser el dormitorio de Hank durante el siguiente año. Iba a dormir en aquella cama todas las noches… tan cerca de ella y, al mismo tiempo, tan lejos.
Podía imaginarlo en aquella habitación, echado en la cama. ¿Dormiría en ropa interior? ¿Con pijama? ¿Desnudo? El pensamiento de Hank desnudo en la cama le produjo escalofríos. Era alto y musculoso, aunque tenía las caderas y el vientre perfectamente lisos. Recordó el aspecto que solía tener de adolescente, con nada puesto salvo un par de tejanos cortos, cuando lavaba el coche o cortaba el césped.
Ya entonces poseía un cuerpo increíblemente atractivo. ¿Cuántas veces se había quedado mirándolo durante tanto tiempo, que Sheila y Tallie habían tenido que sacarla de su ensueño? Conforme crecía, fue resultándole más fácil ocultar su obsesión por Hank, hasta el punto de que, con el tiempo, pudo verlo y hablar con él sin evidenciar el menor atisbo de interés.
Tía Alice le había advertido que los hombres como Hank Bishop no se casaban nunca. Los chicos inteligentes, guapos y ambiciosos como Hank usaban a las mujeres y luego las tiraban. Tía Alice lo sabía por propia experiencia. Había entregado su corazón a un hombre, y él se lo había devuelto hecho mil pedazos.
—No confíes en la pasión, Susan —le había dicho Alice Williams más de una vez—.
Cuando un hombre hace que estés dispuesta a vender tu alma para estar a su lado, aléjate de él. Al final te partirá el corazón y te dejará como si fueras basura.
Susan había combatido sus sentimientos por Hank Bishop desde que podía recordar. Se había apartado de él, sabiendo que su tía tenía razón. Aunque hubiera podido conseguir que Hank se fijara en ella y la deseara, jamás hubiera podido esperar de él la vida que quería vivir… Una vida de felicidad junto a un marido y unos hijos. Con Hank podría haber conocido la pasión; podría haber volado a lo más alto entre sus brazos, pero, ¿a qué precio?
Susan no había estado dispuesta a arriesgarlo todo por un romance con él. Casarse con Lowell había sido lo mejor… o, al menos, eso había pensado.
En realidad, no había conseguido olvidar a Hank Bishop. Cada vez que Lowell le hacía el amor, ella deseaba estar con Hank. Había privado al hombre más gentil y cariñoso del mundo del legítimo lugar que le correspondía en su corazón. Y se había sentido culpable durante los dos años que estuvieron casados.
Pero la culpa era una emoción inútil. Las cosas eran así y no podían cambiarse.
Lo curioso era que Lowell hubiese deseado que ella fuese feliz. Y si Hank Bishop era el hombre que podía darle la felicidad, Lowell hubiera aprobado la unión de ambos.
¿Qué unión?, se preguntó. No estaba casada con Hank ni era probable que lo estuviese nunca. Ya empezaba a hablar la Susan tímida y cobarde, se dijo. Sabía que no debía escucharla. Estaba harta de hacerlo. Al fin y al cabo, estaba embarazada de Hank. Del hombre al que amaba. Al que siempre había amado. ¿No iba siendo hora de que fuese valiente y aprovechase la oportunidad?
Quizá no fuese la mujer más guapa y excitante que él había conocido. Quizá fuera cierto que no deseaba casarse ni tener hijos. Pero ella podía hacerle cambiar de opinión. Podía lograr que la amase. Podía…
Susan se enjugó las lágrimas que empezaban a deslizarse por sus mejillas. Se sentó en el borde de la cama, se llevó ambas manos al vientre y se concentró en su hijo aún no nacido.
—Si no tengo valor para hacerlo por mí, tendré que hallar la valentía necesaria para hacerlo por ti, cariño mío. Mereces tener un padre. Lowell Redman hubiera sido un padre maravilloso para ti. Pero ya no está con nosotros. Sólo nos queda Hank Bishop. Con suerte, serás niño y te parecerás a él. Y todos sabrán que es tu padre.
Susan se levantó de un salto, puso apresuradamente toallas limpias en el cuarto de baño y, por fin, echó un último vistazo al salón y a la pequeña cocina. Nada del otro mundo. Pero estaba limpio y resultaba acogedor.
Tras consultar el reloj, exhaló un suspiro de alivio. Aún tendría tiempo de preparar la cena, poner la mesa y tomar un relajante y largo baño de burbujas. Esa noche daría el primer paso en su plan de conquistar el corazón de Hank Bishop.
Normalmente, Hank llevaba vino cuando alguna mujer lo invitaba a cenar en su casa. Pero Susan estaba embarazada, de modo que el alcohol quedaba descartado.
Además, recordaba que Susan siempre había sido abstemia. Tras echar una ojeada a su aspecto en el espejo retrovisor del coche, se ajustó la corbata y se retiró un mechón de cabello de la frente.
¿Por qué diablos estaba tan nervioso? Parecía un quinceañero en su primera cita. Y no se trataba de una cita, se dijo, sino de una cena con una amiga.
«Una amiga que, casualmente, está embarazada de ti.»
No podía desterrar de su mente aquel hecho, por mucho que lo intentara. Susan Redman estaba embarazada. Y nadie era culpable de la situación. Ni él, ni Susan, ni siquiera Lowell. Ninguno de ellos podía haber previsto el futuro.
Hank alargó el brazo por encima del asiento, tomó el ramo de flores que había adquirido en la única floristería de Crooked Oak, y luego abrió la portezuela.
La luz del porche resplandecía como un faro de bienvenida. El viento otoñal lo azotó conforme se aproximaba a la puerta.
Si lograba superar la cena con Susan sin ceder a sus más bajos instintos, aún tendría esperanza de pasar los siguientes doce meses sin aprovecharse de la viuda de su mejor amigo. Susan necesitaba su amistad y su apoyo durante el período de embarazo. Pero nada más.
Hank llamó al timbre. Sus instintos le dijeron que huyera. Que huyera rápidamente.
Susan abrió la puerta, flanqueada por sus dos perros.
—Pasa. Hace fresco, ¿verdad? Dicen que esta noche caerá otra helada.
El permaneció inmóvil, mirándola, con la mandíbula tensa y los ojos abiertos como platos.
Estaba encantadora. Absolutamente encantadora. Radiante, delicada y femenina con su falda rosa de pana y su jersey a juego. El largo pelo castaño le caía suelto sobre la espalda y sobre un hombro.
—¿Sucede algo? —preguntó Susan.
—No, no pasa nada —Hank entró en el vestíbulo, cerró la puerta y alzó el ramo de flores.
—¿Son para mí?
—Lowell me dijo una vez que las lilas son tus flores favoritas —Hank se aclaró la garganta—. Recuerdo que llevabas lilas en tu boda. Tú y las damas de honor.
Susan se acercó el ramo de lilas rosas y blancas al pecho.
—Son preciosas. Gracias. Me sorprende que te fijaras en las flores que llevaba en mi boda.
—Soy muy observador. Me han enseñado a fijarme en los detalles.
«Como, por ejemplo, en lo nerviosa que estás, aunque no lo aparentes. O en que abriste la puerta en cuanto llamé, lo que significa que me estabas esperando ansiosamente.»
—Por favor, acompáñame a la cocina. No veo razón para que cenemos en el salón.
Al fin y al cabo, esto no es una cita. Sólo somos dos amigos que cenan juntos.
«A quién intentas convencer, cariño? ¿A mí o a ti misma?»
—Mmm, huele estupendamente —dijo Hank al entrar en la cocina.
—Estofado de pollo —informó Susan mientras vertía la comida en dos enormes tazones—. He hecho pan de maíz para acompañarlo, pero si prefieres pan de molde…
—¿Pan de maíz? —Hank se relamió—. Aún recuerdo el pan de maíz que hacía tu tía Alice.
—Sí, utilizo su receta —Susan colocó los tazones en la mesa, sirvió dos tazas de café y luego puso la bandeja con rebanadas de pan. A continuación introdujo las lilas en un jarrón y las colocó en el centro de la mesa. Hank le retiró la silla para que se sentara. Ella le sonrió, y él tuvo que hacer un esfuerzo para no tomar su rostro con ambas manos y besarla hasta dejarla sin aliento.
¿Tenía idea de lo dulce y vulnerable que le resultaba? ¿De lo tentado que se sentía de borrar aquella inocencia casi virginal de sus ojos? ¿Y cómo era posible que una mujer que había estado dos años casada aún proyectara semejante aura de inexperiencia?
—Te acuerdas de la tarta de manzana de tía Alice? —preguntó Susan.
—¿Bromeas? La tarta de manzana de Alice Williams era famosa en todo el condado de Marshall —Hank contempló la embriagadora sonrisa de Su-san—. No estarás sugiriendo que has preparado una tarta.
—He pensado que puedes llevarte la mitad al apartamento y tomarla con café por la mañana.
—No suelo desayunar mucho, pero en este caso haré una excepción.
La comida de Susan estaba deliciosa, y Hank comió hasta sentirte repleto. No podía recordar cuándo fue la última vez que comió tanto. Pero, claro, tampoco recordaba cuál fue la última mujer que le preparó una comida.
En cuanto Susan empezó a quitar la mesa, él se levantó de un salto y le quitó los platos de las manos.
—Espera, deja que te ayude.
—Déjalos en el fregadero —indicó ella—. Yo los pondré en el lavavajillas. Me imagino que querrás ver el apartamento. ¿Has traído tus cosas?
Hank amontonó los platos en el fregadero, se secó las manos en un paño y luego se giró hacia la mujer que lo observaba con ojos ávidos.
«No me mires así, cariño», quiso decirle. Pero no estaba seguro de que ella supiera lo fácil que le resultaba interpretar su tórrida mirada.
—Sí, me gustaría verlo. Y sí, he traído mis cosas.
—Entonces, vamos. Te enseñaré tu nueva casa
—Susan se volvió y señaló con el índice a sus dos perros, que los habían seguido entusiasmados hasta la puerta trasera—. No, Fred. Ricky y tú no podéis acompañarnos. Os quedaréis aquí.
—¿Fred y Ricky? —Hank dejó escapar una risita mientras observaba a los animales
—Unos nombres curiosos.
Tras subir las escaleras del apartamento, Susan abrió la puerta, entró y encendió la luz.
Hank inspeccionó toda la habitación con una sola mirada. Acogedor. Limpio.
Pequeño. Su apartamento de Alexandria era tres veces mayor. Probablemente se sentiría constreñido al principio, pero acabaría habituándose.
—Es bonito.
—Ya sé que es pequeño. Pero tiene un dormitorio aparte y un bonito aseo con ducha. Además, la entrada es independiente.
—¿ay algún motivo para que creas que deseo una entrada independiente?
—Pues no, la verdad es que no —Susan se sonrojó levemente—. Lo decía por si alguna vez decides traer compañía…
—¿Compañía femenina, quieres decir?
—Sí, compañía femenina. Vas a vivir en Crooked Oak un año entero, así que imagino que saldrás de vez en cuando.
—De vez en cuando —repitió él. Luego cruzó los brazos y miró directamente a Susan—. ¿Te importaría, como mi casera, claro, que trajera mujeres al apartamento?
Al parecer, la pregunta la pilló desprevenida. Abrió la boca para responder, pero luego la cerró y se aclaró la garganta.
—No es asunto mío si decides traer aquí a las mujeres con las que salgas.
—¿A pasar la noche? —Hank sabía que debía avergonzarse del placer que sentía al fustigar así a Susan. Parecía verdaderamente apurada.
—Hank, yo… yo…
—Seré muy discreto.
—Gracias. Te lo agradecería.
—Si quieres puedo llevar a la mujer en cuestión a tu casa para que le eches un vistazo. Si la apruebas, se quedará a pasar la noche. Si no, la llevaré a su casa.
Susan se quedó mirándolo, sin habla, durante varios segundos antes de echarse a reír.
—¡Hank Bishop, debería despellejarte vivo! ¡Me estabas tomando el pelo! —
riéndose como una colegiala, avanzó hacia él y le dio una palmadita en cada brazo.
El prorrumpió en carcajadas y la abrazó. En ese momento, bruscamente, las risas cesaron, y Hank se percató de lo íntimamente que la estaba abrazando, de lo quieta que ella se había quedado de pronto.
Bajó la mirada para ver sus ojos en el mismo instante en que Susan alzaba la cabeza para mirarlo a él. Sólo pudo percibir el deseo que se reflejaba en aquellos hermosos ojos azules, la tentación que constituían aquellos labios suaves y rosados.
Ella deseaba besarlo, ¿verdad? Si no, ¿por qué lo miraba de aquel modo?
Sería lo más fácil del mundo tomarla en brazos y llevarla al dormitorio. Pero un hombre no se acostaba con Susan a menos que estuviera dispuesto a ofrecerle un compromiso. El compromiso de una vida junta.
Hank le posó un beso suave en la frente y a continuación la soltó.
—Será mejor que vaya por el equipaje. Aparte de la maleta, he traído un par de cajas llenas de trastos.
—¿Necesitas ayuda?
—No quiero que levantes peso —dijo él—. Aunque aún no se te note, estás embarazada.
—El doctor Farr dice que estoy sana como un caballo.
—¿Quién es el doctor Farr?
—Mi ginecólogo.
—¿Y cuándo lo has visitado?
—Hoy ha sido la primera vez. Tengo otra cita dentro de un mes. Y, alrededor del quinto mes, me dirán si es niño o niña.
—De modo que el doctor Farr dice que estáis bien. Tanto tú como el niño.
—Perfectamente.
—¿Qué prefieres que sea, niño o niña? —preguntó Hank.
—Lo cierto es que no me importa. Lowell y yo nos alegramos tanto con la noticia del embarazo…
—Un pesado silencio se cernió entre ambos durante varios segundos. Por fin Susan sonrió y siguió diciendo—: Cuando quieras acompañarme a una de las citas con el médico, serás bienvenido. Bueno, será mejor que te deje para que puedas subir tus cosas. Ha sido un día muy largo y estoy agotada. ¿Hasta mañana, pues?
—Espera, te acompañaré…
—No será necesario. Conozco el camino.
Hank permaneció en lo alto de las escaleras y la observó hasta que hubo entrado en la casa.
¿En qué diablos se había metido? No había previsto los sentimientos que le inspiraría Susan… ni el abrasador deseo que le provocaría…
Hank decidió que lo primero que haría tras instalarse sería buscarse a una mujer dispuesta. Sólo conseguiría mantenerse apartado de la viuda de Lowell mitigando su deseo… con otra persona.