Capítulo Nueve
El juicio de Carl Bates duró doce días. Susan asistía diariamente al proceso, y no sólo tenía que soportar la tortura de oír los detalles del asesinato de su marido, sino también la silenciosa mirada de desaprobación de Hank. Pero, ¿quién era él para censurar sus actos? Quizá estaba verdaderamente preocupado por ella y por el niño. Pero, por lo que a Susan respectaba, Hank no tenía derechos de ninguna clase. Había dejado perfectamente claro que su futuro no los incluía ni a ella ni a su hijo.
Aunque Susan les había asegurado que no necesitaba su compañía, Sheila y Donna se turnaban para acompañarla al juzgado a diario.
Aquel día habían ido ambas, además de Caleb. Tallie y Peyton habían viajado desde Nashville aquella misma mañana para estar presentes cuando el jurado emitiese el veredicto.
Hank, por su parte, permanecía de pie junto a la pared del fondo de la sala, acompañado de sus agentes.
Susan notó que el corazón se le aceleraba cuando los miembros del jurado regresaron con caras solemnes y los ojos clavados en el suelo. Un leve murmullo se extendió por la sala.
Finalmente, el juez tomó asiento, dio un golpe con el martillo y llamó al orden.
Susan sintió un fuerte ramalazo de náuseas. Se dijo que debió haber desayunado algo. Pero estaba tan nerviosa que ni había pensado en comer.
«Por favor, Dios mío, que no me ponga mala precisamente ahora.»
Donna se inclinó hacia ella y le susurró:
—¿Estás bien? Te has puesto blanca corno un fantasma.
—Tengo un poco de náuseas, eso es todo —le aseguró Susan.
Cuando por fin se emitió el veredicto y Bates fue declarado culpable, Susan dejó escapar un sonoro jadeo. Los ojos se le inundaron de lágrimas mientras agarraba el brazo de Donna.
«Gracias, Dios mío. Gracias. »
Una explosión de júbilo se apoderó de los presentes. El juez llamó al orden. Los ciudadanos del condado de Marshall guardaron silencio hasta que el juez dio por concluido el juicio con un golpe de martillo. En ese momento, los presentes se acercaron en tropel a la viuda de Lowell, al que tanto habían querido, conforme ésta se levantaba de su asiento. Caleb rodeó a su esposa y agarró a Susan del brazo. Donna se apartó ante la estruendosa avalancha de gente.
—Para que vean cómo nos encargamos de los asesinos en el condado de Marshall
—comentó el alcalde.
—Ahora Lowell puede descansar en paz —dijo alguien.
—Debemos agradecer a Hank Bishop la captura de Bates —vociferó un tercero.
—Supongo que se sentirá satisfecha con el resultado, ¿verdad, señora Redman? —
preguntó Sammv White, un periodista del Marshallton Chron irle.
—¿Algún comentario, señora Redman? —un reportero de la televisión local acercó un micrófono a la cara de Susan—. ¿Cómo se ha sentido al oír el veredicto?
El ruido de centenares de voces resonó en la cabeza de Susan, uniéndose a los desenfrenados latidos de su corazón. Las rodillas se le aflojaron. La habitación empezó a darle vueltas y más vueltas.
«Oh, Dios mío, Dios mío »
Hank vio desde lejos la expresión aterrada de su semblante, similar a la de un animal atrapado que no tuviera a donde huir. A empujones, fue abriéndose paso por entre el gentío. Al verla tambalearse, supo que se iba a desmayar. Caleb se apartó momentáneamente de Susan, tratando de alejar a la gente.
«Sujétala, Caleb! ¡Maldición, sujétala!», gritó Hank mentalmente.
Susan empezó a derrumbarse poco a poco. Caleb se volvió, alargó los brazos y la agarró, impidiendo que cayera al suelo. La multitud se apartó conforme Hank corría hacia ella. Todos retrocedieron y observaron cómo la tomaba de los brazos de su hermano y, acurrucándola contra su pecho, la llevaba al exterior.
Susan volvió en sí justo cuando Hank la acomodaba en el asiento trasero del Lexus.
Abrió los ojos y lo miró.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Te desmayaste, cariño —él le acarició la mejilla con ternura—. Y no me extraña.
La mitad de los habitantes de Crooked Oak te tenía rodeada, y esos malditos periodistas no dejaban de hacerte preguntas.
—No… no desayuné nada esta mañana. Empecé a sentir náuseas, y.
—Creo que debería llevarte al doctor Farr para que te eche un vistazo.
—No. De veras, Hank. Me encuentro bien. ¿Puedes pedirle a alguien que me lleve a casa?
—Yo te llevaré.
—Pero no deberías…
—Podrán manejar la situación sin mí —Hank cerró la portezuela, rodeó el capó y se sentó tras el volante. Quiso decir que ya le había advertido que no acudiera todos los días al juzgado. ¿Le había hecho caso? No, por supuesto que no. Susan era terca como una mula—. ¿Quieres que pare y te compre algo de comer o de beber?
—inquirió mientras se alejaban del juzgado.
—No me apetece comer nada aún. Pero una tónica me sentaría bien.
—Tú no te muevas de ahí, cariño. Yo me ocupo de todo.
Veinte minutos más tarde, Hank detuvo el Lexus en el patio delantero de la casa.
Susan sostenía en la mano la botella de tónica casi vacía. Ninguno de los dos había hablado mucho en el trayecto. Hank no sabía por qué Susan estaba tan callada, pero sí por qué él había mantenido la boca cerrada. Si decía lo que pensaba, ella se enfadaría. Y no deseaba disgustarla, dadas las circunstancias.
Exhaló un suspiro de alivio al comprobar que no había ninguna de las habituales vecinas merodeando cerca. Susan no necesitaba que la agobiaran con más comentarios o preguntas.
Hank abrió la portezuela del pasajero y cuando ella empezó a relajarse la tomó en brazos.
—Puedo caminar —dijo Susan.
—Cállate, ¿quieres?
Maldición, no se daba cuenta de cómo se sentía? ¿De cómo se había sentido mientras duró el juicio, viéndola en la sala, contemplando el dolor que se reflejaba en sus ojos, sabiendo el alcance de su sufrimiento? Le preocupaba que el estrés mental y emocional acabara haciéndoles daño a ella y al bebé. Y no se había equivocado.
Pero Susan había estado en su derecho al decirle que aquello no era asunto suyo. O todo o nada. Eso era lo que Susan quería. Lo que esperaba. Pero él no podía dárselo todo… ni el matrimonio, ni la vida de felicidad que hubiese tenido con Lowell.
Hank se detuvo al llegar a la puerta.
—Dame la llave para que pueda abrir.
—Si me soltaras, podría abrir yo misma —Susan se retorció entre sus brazos.
—Estate quieta —le ordenó él con voz suave pero firme. Si no dejaba de discutir, no sería responsable de sus actos—. Dame la maldita llave.
Susan se acercó el bolso al pecho. A desgana, rebuscó dentro y extrajo la llave.
—Aquí la tienes.
Cuando hubieron entrado, los perros corrieron a su encuentro, olfateándolos y dirigiéndoles ladridos de bienvenida. Las dos gatas los miraron atentamente desde el rellano de la escalera. Susan siguió abrazada al cuello de Hank mientras él cruzaba la cocina y la llevaba al salón. Finalmente, la soltó en el enorme y cómodo sofá. Cuando trató de quitarle la chaqueta, ella le apartó las manos, se quitó la prenda y se la entregó.
Fred y Ricky se echaron en la alfombra próxima al sofá.
—¿Y ahora qué? —preguntó Susan—. Ya estoy en casa, sana y salva. No hace falta que te quedes.
—Me quedo.
—¿Por qué?
—Ya me estoy cansando de tu actitud —advirtió Hank. Al reparar en su expresión de sorpresa, hizo un esfuerzo por no sonreír—. Quédate ahí. No quiero que te muevas. ¿Entendido?
—No, no lo entien…
—Vas a descansar, a relajarte, y dejarás que yo cuide de ti. Te preparé algo de comer.
—No tengo…
—Me da igual que tengas hambre o no. Necesitas comer algo. ¿Qué tal una sopa y unas galletas de soda?
—Oh, de acuerdo. Me parece bien.
—¿Por qué no te echas? Quizá puedas dormir un poco. Seguro que no has dormido bien últimamente, ¿verdad?
—No, no he dormido bien.
Hank colocó dos almohadones cuadrados en un extremo del sofá, agarró a Susan por los hombros y la acostó suavemente. A continuación le quitó los zapatos y la tapó hasta la cintura con el cobertor del respaldo del sofá.
—Cierra los ojos —le susurró.
Ella obedeció, sucumbiendo al placer de estar recibiendo los cuidados de Hank.
«Disfrútalo mientras dure» se dijo. «Todas las atenciones que está teniendo contigo no significan nada. Sólo cumple con su deber… cuidar de la viuda de Lowell.
Oyó cómo abría y cerraba la puerta del armario. Había colgado su chaqueta. Luego, los suaves acordes de un tema de Shumman llenaron la habitación. Hank había puesto un CD.
Susan suspiró.
Al cabo de unos minutos, su cuerpo comenzó a relajarse. El dolor de cabeza que la había atormentado durante todo el día empezó a aliviarse. Oyó los ecos de los armarios de cocina al abrirse, y el ruido de los cazos y los platos. Hank Bishop andaba haciendo de las suyas en la cocina. ¡Dios bendito! Aunque, ¿qué daño podía hacer abriendo una lata de sopa?
Lowell siempre la había colmado de cariño y ternura. Había sido el hombre más tierno y atento del mundo. Ya menudo Susan se había sentido indigna de él. Pero jamás le había mentido acerca de sus sentimientos, ni había fingido que lo amara apasionadamente. A Lowell, sin embargo, eso no parecía importarle. La había amado y la había tratado como a una reina. El cariño, el respeto y la comprensión que compartían habían compensando la falta de pasión en su matrimonio.
«Mi pobre y querido Lowell. Si estuvieras aquí… Si no hubieras muerto y no me hubieras abandonado…»
Las lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron por sus mejillas. Permaneció allí quieta, sollozando en silencio para que Hank no la oyera.
Casi se había adormilado cuando él regresó al salón. Susan percibió su presencia, abrió los ojos y lo miró. Estaba de pie junto a ella, con una bandeja en las manos, contemplándola atentamente.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó.
—Mucho mejor, gracias.
—¿Quieres comer ya? Te he traído una sopa de verduras… —señaló con la barbilla el tazón de la bandeja—. Y un sandwich de queso y un vaso de leche.
Como en respuesta, el estómago de Susan emitió un quejido. Sonriendo, ella se incorporó y deslizó las piernas por el borde del sofá.
—La verdad es que tengo hambre.
Hank le colocó la bandeja en el regazo y luego se sentó a su lado.
—Intenta no pensar más en el juicio. Carl Bates pasará en la cárcel el resto de su vida. Imagino que el juez Ware lo condenará a cadena perpetua. Así que ya terminó todo, cariño. Es hora de que sigas adelante con tu vida.
—El hecho de que Carl Bates pase el resto de su vida en la cárcel no traerá de vuelta a Lowell. Pero así se evitará que pueda asesinar a nadie más. En cuanto a eso de que va terminó todo… bueno, terminó al morir Lowell. Nunca será nada lo mismo sin él.
—Sí, lo sé —Hank deseó estrecharla entre sus brazos y consolarla, pero sabía que si la tocaba haría algo mucho más peligroso—. Vamos, cométela antes de que se enfríe.
La sopa de verduras estaba deliciosa, e incluso el sandwich de queso, ligeramente quemado, sabía bien. Cuando Susan hubo apurado hasta la última gota del vaso de leche, Hank tomó la bandeja y regresó a la cocina. Ella consiguió levantarse para seguirlo. Lo encontró delante del fregadero, fregando los platos.
—Podías haberlos metido en el lavavajillas —le dijo.
—Son muy pocos, y prefiero no molestarme con ese cacharro —respondió él—.
¿Qué haces aquí? Se supone que debes descansar.
—Ya me encuentro bien —Susan se detuvo en la puerta, esperando que él se volviera y la mirase—. ¿Hank?
—¿Sí? —él seguía de espaldas a ella.
—Te he echado de menos.
Sus hombros anchos y fuertes se tensaron. Soltó el tazón y el vaso y se giró lentamente.
—Yo también te he echado de menos, cariño.
—¿No crees que podrías llegarte por aquí de vez en cuando? ¿Podríamos sentarnos a charlar, y No crees que podremos resistir la atracción mutua que sentimos, ahora que ya no estoy tan atractiva?
—¿Cómo que ya no estás tan atractiva?
—Bueno, mírame —Susan se pasó las manos por el voluminoso vientre—. Ya estoy de seis meses y medio, y…
—Y estás bellísima —Hank atravesó la cocina rápidamente y se detuvo justo delante de ella.
Susan respiró hondo al percibir el deseo que se reflejaba en sus ojos.
—¿De verdad me crees bellísima?
Hank sabía que si la tocaba, estaría perdido. Pero, que Dios lo ayudase, deseaba tocarla más que nada en el mundo.
—Creo que eres la criatura más bella que he visto nunca. Con tripa y todo —esbozó una sonrisa.
Susan notó que el estómago le daba un vuelco. ¿Por qué tenía que decirle palabras tan condenadamente hermosas?
—Cuando te marches hoy, no volverás, ¿verdad?
—No.
—Es tan injusto —ella alargó la mano para tocarlo, pero él retrocedió—. Lowell debería estar vivo y yo debería amarlo. Y éste… —se posó la mano en el vientre—, debería ser su hijo.
—Tienes razón. Lowell se merecía un destino mejor que el que tuvo.
—El sabía que yo no estaba enamorada de él
—Susan miró atentamente los ojos negros de Hank, deseando ver más allá de su superficie—. Pero nunca supo lo que sentía por ti. Y lo extraño es que, de habérselo dicho, creo que lo habría entendido.
—Lowell estaba loco por ti —Hank cerró los ojos para no verla—. Recuerdo cuando fue a yerme para pedirme que donara mi esperma. No dejaba de hablar de lo mucho que deseaba tener un hijo, pues tú eras de esas mujeres que no se sentirían completas sin ser madres. Hubiera caminado sobre carbones encendidos por ti.
—Sí, lo sé —Susan recorrió la distancia que los separaba, alzó las manos y enmarcó con ellas el rostro de Hank—. Tú y yo éramos las personas más importantes en la vida de Lowell. El nos quería, y nosotros lo queríamos a él. Hubiese querido vernos felices. ¿No comprendes que, si pudiera, Lowell te diría que no debes sentirte culpable por quererme? —bajó la mano, tomó la de Hank y se la acercó al vientre
—El hubiera deseado que amases a este hijo y fueras su padre.
Hank la tomó entre sus brazos y la abrazó con fuerza, acariciando su cabello, susurrando su nombre una y otra vez. Susan se fundió con él, como si el calor de su cuerpo se filtrara en el suyo y los uniera. Hank le besó la frente, las sienes y luego las mejillas.
Ella alzó el rostro, ofreciéndole sus labios.
—No te vayas. Quédate conmigo esta noche. Te necesito tanto, Hank…
El poseyó su boca con un cálido y ansioso beso que manifestaba todo su deseo.
Susan se aferró a su cuerpo mientras Hank la envolvía en la seguridad de su poderoso abrazo.
De repente, oyeron que alguien llamaba a la puerta trasera. Hank giró la cabeza a tiempo de ver cómo alguien se asomaba por el panel de vidrio de la puerta de la cocina. ¡Dios todopoderoso! Era Caleb. Y Sheila estaba a su lado.
—Es mi maldita familia —dijo—. Debí imaginar que vendrían para ver cómo estás.
Susan era muy consciente de que tenía el cabello revuelto, las mejillas sonrojadas y los labios hinchados cuando Caleb, Sheila, Tallie y Peyton entraron en la cocina.
—Menos mal que hemos sido los primeros en llegar —dijo Tallie—. Hubierais tenido dificultades para explicar la situación, de haber llegado antes los demás.
Hank se paseó incómodo. Susan se sonrojó todavía más.
—La mitad de Crooked Oak viene hacia aquí —explicó Caleb—. La gente quiere celebrar esta victoria con la viuda de Lowell.
—Traen comida y piensan montar una fiesta —añadió Sheila.
—Oh —Susan miró a Hank—. No lo sabía. La puerta se abrió de repente. La señora Dobson y la señora Brown entraron con toda la frescura del mundo, como si su presencia no constituyera una intrusión. Cada una llevaba una bandeja cubierta con un paño.
—Veo que habéis empezado sin nosotras —comentó la señora Brown—. Susan, querida, ve a la puerta principal a recibir a tus invitados. Teenie y yo nos ocuparemos de la comida y pondremos la mesa.
—Sí, gracias —Susan siguió mirando a Hank, deseando que reaccionara, que dijera algo.
Tallie la tomó del brazo la sacó de la cocina. Cuando llegaron al salón, el timbre empezó a sonar.
—¿Quieres que abra yo? —preguntó Sheila.
—Si eres tan amable… —respondió Susan.
Al cabo de quince minutos, la casa estaba llena a rebosar de la misma gente que, cinco meses antes, habían compartido con ella el dolor por la muerte de Lowell.
Ahora deseaban compartir su satisfacción por que el asesino de Lowell hubiese sido juzgado y condenado.
Hank se quedó una hora más, alternando con los vecinos. Luego se acercó a Susan.
Ella supo que se marchaba antes de que él se lo dijera.
—Me voy. Tengo que pasarme por la oficina —no la tocó. Ni siquiera le tomó la mano. Pero Susan sabía, por su mirada, que deseaba tocarla, llevarla al cuarto y hacerle el amor—. Te llamaré por la mañana.
—Sí, por favor. Llama.
—Si me necesitas…
—No vas a volver, ¿verdad? —dijo ella en un susurro.
El no respondió. No era necesario. Ella sabía la respuesta.
Hank la abandonaba de nuevo. Otra vez huía asustado. Y Susan no sabía qué hacer o qué decir para que cambiase de opinión. No podía obligarlo a que la amase. No podía obligarlo a dejar de lado sus miedos e inseguridades. El tiempo se les estaba acabando.
Perder a Lowell había sido difícil, pero Susan había sobrevivido.
Pero si perdía a Hank…
Susan se excusó y se retiró al cuarto de baño. Una vez dentro, se sentó en el banquillo acolchado y descansó la cabeza en el tocador. Donna abrió la puerta, entró y se acercó a ella.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
Susan levantó la cabeza y miró a su amiga.
—No, no me encuentro bien. Y si pierdo a Hank, no creo que vuelva a encontrarme bien nunca más.