Capítulo Diez

—Tengo que sentarme —se quejó Donna—. Los pies me están matando.

Susan miró a su amiga, que con su embarazo de siete meses y medio parecía un barril.

—¿Por qué no te vas al despacho y descansas un rato? Ya me has ayudado bastante hoy. Creo que Scooter y yo podremos arreglárnoslas solos hasta que llegue Sheila. A mediodía será cuando llegue más gente. Todos adoran el estofado de pollo de Ella Higgins y el asado de Jerry Smith, así que nadie faltará al almuerzo.

—Ah, olvidé decirte que trajeron las máquinas expendedoras de Coca Cola mientras ayudabas al señor Murphy a montar los altavoces —Donna levantó un pie y luego el otro—. Creo que tengo los tobillos hinchados. Dios, nadie me dijo que el embarazo la convertía a una en una vaca —miró a Susan—. Claro que no todas nos ponemos redondas como globos. Mírate. Estás de siete meses casi, y sigues como un fideo.

—Un fideo con un melón a cuestas —Susan se rió mientras se frotaba el vientre—.

Anda, vete ya. Te avisaré si te necesito.

Mientras Donna se dirigía hacia el despacho, Sheila Bishop detuvo el coche en el aparcamiento del refugio de animales. Tras apearse y saludar a Donna, le hizo a Susan una señal con la mano.

Susan se sentía afortunada al tener tantos amigos y conocidos que apoyasen la labor del refugio. Sin su ayuda, no hubiera podido organizar la jornada anual de recaudación de fondos que proporcionaba una cuarta parte de los ingresos de la institución. Dicho evento se había hecho muy popular en todo el condado y las zonas aledañas.

—Caleb y Danny llegarán dentro de una hora —dijo Sheila.

—Celebro que hayas venido temprano —dijo Susan—. Donna lleva aquí desde las siete y está hecha polvo.

—Pobrecilla. ¿Parece que va a tener gemelos, verdad?

—No, sólo una niña, pero es muy grande.

—Me pregunto si el padre de esa criatura será muy corpulento.

—¿Donna te ha hablado de él? —preguntó Susan.

—No mucho más que a ti. Sus amigos lo llaman J.B. Es un vaquero duro y curtido, y Donna y él hicieron el amor como locos durante un par de días. Es lo único que sé.

Susan soltó una risita.

—Dios mío, tal como lo cuentas suena espantoso.

—Tengo, eh, algo que decirte —comentó Sheila.

—Así que por eso has venido más temprano. Y yo que pensaba que querías ayudarme.

Sheila le dio una desenfadada palmadita en el brazo.

—Traigo dos tartas y tres pasteles en el maletero del coche. Y ya estoy dispuesta y preparada para seguir tus órdenes. Pero…

—¿Pero qué?

—Puede que deba excusarme si empiezo a sentir las náuseas matutinas que vengo padeciendo desde hace unos días.

—¿Qué? Náuseas matutinas—Susan lanzó un chillido, y luego abrazó a Sheila—.

Estás embarazada. Caleb y vais a tener otro hijo.

—Caleb está tan contento… —dijo Sheila—. Lamenta no haber estado conmigo durante el embarazo de Danny, así que le entusiasma la perspectiva de compartir éste.

—Eres muy afortunada —Susan volvió a abrazarla—. Caleb es el único hombre al que has amado siempre, y ahora te quiere tanto corno tú a él. Tus sueños se han hecho realidad.

—Cariño, quizá las cosas puedan arreglarse entre Hank y tú. Es un maldito cabezota. Todos los Bishop lo son. Caleb tampoco se creía capaz de ser un buen marido. Pero, en realidad, yo diría que Jake es el único que no ha nacido para casarse. Compadezco a la mujer que se enamore de él.

—Te agradezco que nos invitaras a Hank y a mí a cenar en la granja la semana pasada. Pero me temo que de poco sirvió. Ni siquiera intentó acercarse a mí.

—Oh, yo no diría eso —repuso Sheila—. Cualquiera con dos dedos de frente notaría, por cómo te mira, que Hank está loco por ti. Más tarde o más temprano, seguro que supera su temor al matrimonio y a la paternidad.

—¿Crees sinceramente que Hank está enamorado de mí?

—Sí, lo creo. Y Caleb opina lo mismo. Pero me parece que Hank aún no es consciente de ello. Nunca había estado enamorado, así que ignora que lo que siente es amor.

Susan sonrió, repentinamente llena de esperanza.

—Me pregunto si vendrá hoy

—Seguro que sí —dijo Sheila—. Es el sheriff. Tiene que hacer acto de presencia.

Hank saludó y habló con varias personas mientras se abría paso por entre el gentío que se había congregado en la jornada de recaudación de fondos. Consultó su reloj.

Las cinco menos cuarto. La fiesta terminaba al anochecer, o sea muy pronto.

Hank había esperado deliberadamente hasta última hora para presentarse, pues no tenía más remedio que asistir. Pero no deseaba pasarse el día entero viendo a Susan y deseándola. Porque la deseaba.

Pasó junto al tenderete de la adivina, y se sorprendió al descubrir que la gitana, pintorescamente vestida, no era otra que la señora Dobson, la vecina de Susan.

La mujer le hizo una señal con la mano. El le sonrió.

—Venga, sheriff, le diré la buenaventura —dijo ella—. Sólo son dos dólares, y es para una buena causa.

A desgana, Hank se acercó al tenderete, sacó la cartera y le dio el dinero a la señora Dobson.

—Tenga, dígale la buenaventura gratis a otra persona —dirigió a la bola de cristal una mirada cargada de intención.

—¿Qué dices, Susan? Quieres que te diga la buenaventura gratis, cortesía del señor Bishop?

Hank giró rápidamente la cabeza. Susan estaba a unos cuantos centímetros, tras él. Llevaba unos tejanos y una blusa de premamá roja. Se había recogido la larga melena castaña en una coleta, y los rizos le enmarcaban el rostro.

Maldición, cada vez que la miraba, la deseaba.

—¿La buenaventura gratis? —Susan se acercó al tenderete—. ¿Cómo voy a rechazar semejante oferta? —Sonrió a Hank—. Hola, ¿cómo estás? Empezaba a pensar que no vendrías.

—Pues ya ves, he venido. ¿Cómo va todo? Parece que aún queda mucha gente.

Susan lo agarró del brazo y lo condujo al interior del tenderete.

—Vamos, Hank. Acompáñame mientras la señora Dob…, quiero decir, Madam Yolanda me lee el porvenir.

—Siéntate, querida, y te revelaré los secretos de tu futuro —dijo la señora Dobson con lo que, indudablemente, ella consideraba un acento extranjero.

Susan tomó asiento y extendió la mano. La señora Dobson le pasó el dedo por las diminutas líneas de la palma y sonrió.

—Veo que se avecina para ti una gran felicidad. Un bebé sano y hermoso. —Susan miró a Hank y sonrió. El se encogió de hombros, como diciendo: «Todo el mundo sabe que esperas un hijo».

—Y veo un nuevo amor. Un amor para toda la vida. Un hombre bueno que cuidará de ti y de tu hijo —la señora Dobson señaló a Hank con la mirada.

Susan se ruborizó. ¿Acaso todos sabían que estaba enamorada de Hank Bishop?

¿Se delataría a sí misma cada vez que lo miraba?

—¿Y cuándo aparecerá en mi vida ese nuevo amor? —Inquirió Susan—. ¿Cómo podré reconocerlo?

—Ya ha aparecido, querida. Y tu corazón lo reconocerá.

Susan esbozó una cálida sonrisa. Al parecer, la señora Dobson había adivinado que entre Hank y ella había algo más que amistad, o quizá la anciana era sólo una romántica que jugaba a casamentera.

—Veo más hijos en tu futuro —prosiguió la señora Dobson haciendo gestos teatrales y exagerados—. Otro niño, y luego una niña. Una niña de cabello y ojos negros, como su padre.

Hank se removió incómodo. La señora Dobson lo señalaba como futuro compañero de Susan. ¿Era la anciana una auténtica pitonisa, o simplemente expresaba su deseo de que se casara con Susan y la cuidara?

—Gracias —dijo Susan—. Me gusta mucho mi futuro.

—Sé feliz, hija —dijo la señora Dobson—. Es lo que Lowell hubiese deseado.

Susan abrazó a la anciana. Luego se levantó y tomó de nuevo el brazo de Hank.

—Vamos. Te enseñaré los alrededores.

—De acuerdo.

—¿Has comido? —preguntó Susan.

—Todavía no.

—Bueno, ya no queda estofado de pollo, pero podemos servirnos un poco de asado y cenar juntos en el despacho.

—Susan, no creo que sea una buena idea —dijo Hank—. Es decir…, espero que no te hayas tomado en serio los vaticinios de la señora Dobson.

Susan se detuvo, alzó los ojos para mirarlo y sonrió.

—Hank Bishop, realmente me tienes miedo, ¿verdad?

—¿Miedo? No sé de qué estás hablando —Susan había lanzado un desafío, y él lo sabía. Si se negaba, le demostraría que estaba en lo cierto. Si accedía, corría el riesgo de acabar haciéndole de nuevo el amor—. Vamos por ese asado —dijo al fin.

Susan se limpió la boca con una servilleta de papel. A renglón seguido jadeó satisfecha.

—Jerry Smith hace los mejores asados del estado de Tennessee.

—Debo darte la razón —dijo Hank mientras apuraba los últimos tragos de cerveza.

Había aceptado el desafió de Susan, y habían pasado veinte minutos a solas en la oficina, cenando y charlando de temas insustanciales.

—¿Te ha contado Caleb la noticia? —preguntó Susan.

—Hace días que no hablo con Caleb —contestó Hank—. ¿Qué noticia?

—Sheila está embarazada.

Hank asintió. La expresión de su rostro delataba su sorpresa.

—Parece que Caleb se está habituando muy deprisa a la vida doméstica. Me alegra que todo saliera bien entre Sheila y él. Debo reconocer que tuve mis dudas cuando me dijeron que iban a casarse.

—¿Por qué tuviste dudas? —preguntó ella—. Se querían, y deseaban pasar el resto de sus vidas juntos.

—Sí, lo sé. Pero no estaba seguro de que Caleb fuera capaz de casarse y sentar la cabeza.

—Es un marido maravilloso y un buen padre para Danny.

—Mira, Susan, yo… —Hank bajó los pies de la mesa—. He estado pensando sobre el niño. Sobre tu hijo.

—¿Qué pasa con mi hijo? —Susan notó que el corazón se le detenía durante una milésima de segundo.

—Bueno, un niño necesita a un padre, y puesto que… técnicamente es hijo mío…

—Sí, técnicamente lo es —convino Susan.

—No sé qué clase de padre puedo ser —Hank retiró la silla y se levantó—. No tuve un buen ejemplo. Mi abuelo era un hombre honesto y trabajador, pero también demasiado frío e inflexible. Y ya sabes el fracaso que fue mi padre.

—Pero el hecho de que tu padre y tu abuelo no fueran los mejores padres del mundo no significa que tú no puedas ser un buen padre.

—No quiero convertirme en parte de la vida de ese niño y después decepcionarlo abandonándolo

—Hank rodeó la mesa y se acercó a Susan.

Ella aguardó, con el corazón acelerado.

—¿Quieres ser el padre de este niño?

Cuando él se sentó a su lado, Susan le tomó la mano y se la llevó al vientre. Su hijo eligió ese preciso momento para hacer manifiesta su presencia.

—¡Caramba! ¡Menuda patada! Este niño va a ser futbolista. Esas patadas no te duelen, ¿verdad?

—No, la verdad es que no. Pero a veces tu hijito se concentra en un lugar concreto y la presión puede resultar molesta. Parece que es tan terco como tu.

Hank no sabía cómo hacer frente a los sentimientos que experimentaba. La iminuta vida que crecía en el interior de Susan era la de su hijo. Al final, comprendió lo que deseaba en realidad.

—Deseo ser algo más que el padrino de mi hijo —dijo.

Susan le rodeó el cuello con los brazos y lo miró amorosamente a los ojos.

—Serás un padre maravilloso. Ya lo verás.

Lo único que Hank podía ver en aquellos momentos era a Susan… suave, hermosa, cálida. La atrajo hacia sus brazos. Dios bendito, cómo adoraba sentirla. Adoraba su físico, su manera de moverse y de hablar. Incluso su olor. Dulce y fresco como las flores en primavera.

La besó con tierna pasión, consciente de que iba a hacerle el amor. Siempre ucedía así cuando se tocaban. Un incontrolable deseo los consumía.

En ese momento, la puerta de la oficina se abrió de golpe.

—Susan, querida, acabo de contar el dinero recaudado, y… —los pies de la señora Brown resbalaron sobre el suelo de madera al detenerse bruscamente—. Oh, cielos, cielos.., perdonad… No sabía… no sabía que… Lo siento mucho —se dio media vuelta y salió como una exhalación de la oficina, con tanta prisa que olvidó cerrar la puerta.

Hank musitó un taco. Susan se mordió el labio inferior. Los dos se miraron y estallaron en carcajadas.

—No deberíamos reírnos, cariño. La señora Brown dirá a todo el mundo que nos ha sorprendido besándonos.

—No me importa —respondió Susan—. No me importa que todo el mundo sepa que nos estábamos besando.

—Si a ti no te importa, a mí tampoco. Total, el pueblo acabará enterándose de nuestra relación antes o después.

—¿Tenemos una relación? —inquirió Susan.

—Sí, creo que sí —contestó él—. Si hoy paso la noche contigo, todos sabrán que entre nosotros hay algo más que simple amistad.

—¿Vas a pasar la noche conmigo?

—Si me dejas, sí.

Un placer más cálido que el sol de abril se extendió por el cuerpo de Susan e inundó su corazón. Hank no iba a abandonarla. No iba a dejar que criara sola a su hijo. Deseaba ser su padre. Susan sabía, en el fondo de su corazón, que sólo era cuestión de tiempo que le propusiera matrimonio.

Rodeándole el cuello con los brazos, cerró los ojos y entonó una silenciosa plegaria de agradecimiento. A partir de ahora todo iría bien, se dijo. Hank, el niño y ella serían una familia.

El sonido del teléfono sacó a Susan de un maravilloso sueño.., un sueño en el que Hank y ella estaban felizmente casados. Al alargar la mano hacia la mesita de noche golpeó sin querer el despertador. Tras descolgar el auricular, contestó y miró hacia el otro lado de la cama. Vacío. Hank había desaparecido. Agotada tras la fiesta de recaudación de fondos y una sesión de amor plenamente satisfactoria, Susan se había quedado dormida como un tronco, y ni siquiera notó que Hank hubiese salido de la cama.

—¿Susan? ¿Estás ahí? —preguntó Sheila.

—Eh? Oh, lo siento. Sí, estoy aquí.

—¿Sigue Hank ahí contigo?

—¿Qué? ¿Cómo has sabido que…?

—Las noticias se difunden muy deprisa —contestó Sheila—. ¿Está Hank ahí?

—No lo sé. Puede que esté abajo.

—He pensado que debéis saberlo. La señora Brown ha ido diciendo por ahí que os sorprendió besándoos.

—Oh, cielos, me lo temía.

—Bueno, la señora Brown estaba encantada. Está segura de que pronto sonarán campanas de boda. Opina que Hank y tú hacéis una pareja perfecta. Pero me temo que no todo el mundo está de acuerdo.

Susan se deslizó hacia el borde de la cama, se coló las zapatillas y se levantó.

—¿Cómo es posible que se haya corrido la voz tan deprisa? La señora Brown nos vio ayer por la tarde.

—Eso no es lo peor —Sheila exhaló un suspiro.

—¿A qué te refieres?

—Al parecer, han visto el Lexus de Hank aparcado en el patio de tu casa, y todos saben que ha pasado la noche contigo. Eso, unido al relato de la señora Brown, ha hecho que los rumores corran como la pólvora por el pueblo. Hoy ya he recibido cuatro llamadas telefónicas, y son sólo las ocho.

—Maldición ¿Por qué se meterá la gente en los asuntos de los demás?

—He creído que debía avisaros. Así estaréis preparados para lo peor.

La puerta del dormitorio se abrió de pronto, y Hank entró con dos tazas de cerámica.

—¿Quién es? —preguntó mientras se acercaba a Susan.

Ella tapó el auricular con la mano y dijo:

—Sheila. Quería avisarnos de los cotilleos que corren por el pueblo. Parece ser que la señora Brown ha contado a todo el mundo que nos vio juntos ayer. Y alguien vio tu Lexus aparcado en el patio en plena noche.

Hank le pasó a Susan una taza de chocolate caliente y luego le quitó el auricular de la mano.

—Sheila, soy Hank.

—Mira, Susan y tú debéis saber que en el pueblo se han formado dos bandos… con opiniones contrarias sobre vuestra relación. Algunos se muestran encantados de que seáis pareja. A otros les es candaliza que hayáis ido tan deprisa, estando aún reciente la muerte de Lowell.

—A Susan y a mí no nos importa lo que piensen los demás. Pero puedes decirle a quien te pregunte que vamos a casarnos lo antes posible.

—¿Qué? —gritó Sheila.

—¿Qué… qué has dicho? —murmuró Susan, mirando a Hank con los ojos abiertos de par en par.

—Susan te llamará más tarde —le dijo Hank a Sheila, y luego colgó.

—¿Hank? —Susan soltó la taza en la mesita de noche—. ¿Qué has querido decir con eso de que vamos a casarnos lo antes posible?

El soltó su taza junto a la de ella, y a continuación la agarró por los hombros con ternura.

—Lo he pensado mucho, cariño. Y es lo mejor. Estás embarazada de mí, y el niño necesita un padre. Reconozco que me da miedo la idea de intentar ser un buen padre y un buen marido, pero no se me ocurre otra solución. Es mi deber ocupar el lugar de Lowell. Naturalmente, tendrías que venirte conmigo a Alexandria cuando regrese al FBI.

Susan lo miró fijamente mientras hablaba. Las palabras que más resonaban en su mente eran «lo mejor», «solución» y «deber». Pero no había mencionado la palabra

«amor». Hank le estaba ofreciendo aquello con lo que ella había soñado… el matrimonio. Pero en sus sueños Hank la amaba.

Susan se retiró de él. Hank la miró inquisitivamente.

—Quiero que te vayas —dijo ella con voz serena y controlada. El se limitó a seguir mirándola con ojos interrogantes—. No quiero que te cases conmigo porque no encuentres otra solución. Porque creas que es lo correcto —poco a poco, fue alzando la voz—. ¡No quiero que me hagas favores! ¡No tienes que sacrificar tu bendita soltería por mí y por mi hijo!

—Susan, cariño, no te disgustes —Hank alargó la mano, pero ella la rehuyó—. Creía que deseabas casarte, y…

—Márchate —le gritó Susan.

—¿Susan?

—Maldita sea, Hank Bishop, desaparece de mi vista ahora mismo! —lo miró con la mandíbula tensa y los dientes apretados.

—Está bien. Cálmate. Me iré y te daré tiempo para que te lo pienses —Hank se dirigió presuroso hacia la puerta. Luego se detuvo—. Sólo trato de hacer lo mejor para los dos.

Susan agarró una figurilla de cristal de la mesita de noche y se la arrojó a la cabeza. Fallando por muy poco, la figurilla se hizo añicos contra el marco de la puerta y cayó al suelo.

Hank salió rápidamente. Susan se derrumbó en la cama, apretó los puños y golpeó con furia las almohadas.

¡Maldito fuera! ¿Cómo se atrevía a proponerle matrimonio de una manera tan fría y calculada? Deber. Responsabilidad. Lo correcto. Al diablo con todos aquellos nobles sentimientos. Ella los hubiera intercambiado gustosamente por una única palabra.

Amor.

Necesitaba hablar con alguien que la ayudara a decidir qué hacer. ¿Tenía derecho a rechazar la oferta de Hank y privar a su hijo de un padre?

Susan descolgó el auricular del teléfono, marcó un número y esperó.

—¿Sí? —respondió una voz de hombre.

—Reverendo Swan, soy Susan Redman. Necesito hablar con usted enseguida.

¿Puedo ir de aquí a una hora?

—Por supuesto que sí, Susan. Ven.

Tras darse un baño, Susan se vistió rápidamente, bajó a echarles de comer a los animales y dejó salir a los perros unos minutos. Al entrar en la cocina oyó el retumbo de un trueno. Estupendo. Iba a llover. Se acercó al frigorífico para sacar una botella de leche y reparó en la nota prendida en la puerta.

—Les he echado de comer a los perros y a los gatos —leyó en voz alta—. Tenemos que hablar esta misma noche. Te llevaré a cenar fuera. Hank.

Susan arrugó la nota y la arrojó al cubo de la basura. Tras ponerse el abrigo, se dirigió al coche. De pronto, el cielo pareció abrirse, descargando una lluvia torrencial.

Susan condujo despacio, tomando precauciones extra, pues la carretera estaba resbaladiza y la visión era casi nula. Al llegar a un cruce, vio que un coche se acercaba por la izquierda a gran velocidad. El conductor no aminoró la marcha.

Susan comprendió lo que iba a ocurrir, sabiendo que no podría hacer nada para impedirlo. El descontrolado vehículo golpeó de lleno el costado del coche de Susan con una fuerza mortífera. El air bag se activó. Ella gritó. Y e pronto todo se volvió negro