Capítulo Dos
Habían transcurrido diez días desde la muerte de Lowell. Los diez peores días de la vida de Susan. Todos sus planes de futuro habían muerto con él… la feliz vida familiar que habían previsto para cuando naciera su hijo. Un hijo que Lowell había deseado casi desesperadamente.
Cuando los médicos les comunicaron que era improbable, si no imposible, que Lowell la dejara embarazada, fue su marido el primero que acarició la idea de la inseminación artificial. Susan se había mostrado reacia a que un desconocido engendrara a su hijo, y todavía más cuando Lowell sugirió la posibilidad de pedir a Hank Bishop que donara su esperma.
—Hank ha comentado más de una vez que no es de lo que se casan —le había dicho Lowell—. No desea tener esposa ni hijos.
—¿Por qué crees que Hank accederá a… a donar su esperma para que nosotros podamos ser padres?
—Porque piensa que está en deuda conmigo desde que le salvé la vida, siendo unos críos. Además, es inteligente y el mejor amigo que he tenido nunca.
Al principio, ella se negó a considerar siquiera la idea de que Hank fuese el donante, pero poco a poco Lowell consiguió vencer su resistencia.
«Lowell y tus estúpidos sueños de juventud!», le dijo burlona una voz interior.
—¿Necesita ayuda aquí, señora Redman? —pregunta la agente Nancy Steele asomando la cabeza por la puerta.
—No, gracias, Nancy. Ya casi lo tengo todo empaquetado.
—Bien. Cuando esté lista para colocar los bultos en la furgoneta, avíseme.
—De acuerdo. Muchas gracias.
—De nada.
—Ah, Nancy…
—¿Así?
—Me gustaría dejarte un recado para Hank Bishop.
—Faltaría más. Esperamos que llegue esta tarde. ¿Quiere dejarle un mensaje escrito, o…?
—Verbal. Por favor, dile que le deseo lo mejor y que le agradezco… —la voz de Susan se quebró. ¿Qué le agradecía? ¿Que pasase en Crooked Oak el año venidero?
¿Que le hubiese prometido cuidar de ella y del niño?
—Comprendo, señora Redman —Nancy miró a Susan con ojos apenados—. Pero seguro que el señor Bishop… es decir, el sheriff Bishop… se pasará por su casa para ver cómo está.
«Dios santo, eso es lo que más temo». Se dijo Susan. «Nadie sabe que el niño que llevo en las entrañas no es hijo biológico de Lowell; nadie salvo los médicos de Nashville, Hank Bishop y Sheila.»
¿Creería la gente del pueblo que las atenciones de Hank hacia ella sólo obedecían a su deseo de cuidar de la viuda de su mejor amigo?
—Sí, creo que tienes razón. Al fin y al cabo, Hank era el mejor amigo de Lowell. Es natural que vele por mí…
—Todos lamentamos mucho lo de Lowell. Era la mejor persona que he conocido.
Pero usted lleva dentro a su hijo, y eso debería ser un consuelo.
—Sí, lo es —Susan casi se atragantó al mentir. «No es hijo de Lowell» quiso gritar.
«Ese es el problema, ¿no lo comprendes?»
—Me iré para que pueda terminar. Avíseme cuando esté lista para marcharse—
Nancy salió del despacho y cerró la puerta.
Susan se sentó en la enorme silla giratoria de Lowell y paseó la mirada por su oficina. No, va no era la oficina de Lowell. Hank Bishop juraría el cargo de sheriff del condado de Marshall al día siguiente.
Debió haberse llevado las cosas de su marido un día antes, pero no había sido capaz de ponerse a ello. Vaciar la mesa, descolgar sus títulos y sus cuadros de las paredes, quitar sus libros y sus revistas de la pequeña repisa del rincón…
Susan alzó el marco de plata que yacía sobre una de las cajas aún abiertas. Una pareja sonriente la miraba desde la fotografía. Su foto de boda. Habían sido muy felices aquel día, el primero de su vida de casados. Lowell la había amado profundamente y se había consagrado a ella por completo. Había sido el más gentil y considerado de los amantes, y la noche de bodas había constituido el preludio de otras muchas sesiones de sereno amor.
Susan acarició la imagen de Lowell con la yema de los dedos.
—Ay, mi dulce esposo. ¿Qué voy a hacer sin ti? Eras mi protector. Me dabas seguridad y estabilidad. Mientras te tuviera, no debía sentir miedo de…
No podía decirlo en voz alta. No podía expresar abiertamente cuál era su mayor temor. Pero el secreto que había mantenido sepultado en su corazón durante tanto tiempo no podía seguir siendo ignorado. Lowell ya no podía salvarla de sí misma.
No podía salvarla de la pasión, salvaje e ilógica, que siempre había sentido por Hank Bishop.
Aferró la fotografía con ambas manos, apoyó en ella la frente y rompió a llorar.
Al cabo de unos minutos, Hank Bishop la encontró aún llorando al abrir la puerta del despacho. Había salido temprano y llegado a Crooked Oak antes del mediodía.
Cuando la agente Steele le dijo que Susan estaba vaciando la oficina de Lowell, entró enseguida con la esperanza de ofrecerle su ayuda.
Hank permaneció en la puerta y la observó mientras lloraba. Deseó acercarse y abrazarla.
Maldición, ¿acaso Susan Redman era la única mujer de la Tierra que le afectaba de ese modo? Siempre le habían gustado las mujeres, aunque no era tan mujeriego como sus hermanos, Caleb y Jake. Y él solía gustarles a ellas. Siempre alababan su trato caballeroso, antes y después de cada romance. Pero sólo la viuda de su mejor amigo despertaba todos los instintos protectores, posesivos y cariñosos que albergaba en su interior.
«Es porque lleva a tu hijo en sus entrañas.»
¡Maldición! Había sido estúpido al acceder a la petición de Lowell. Pero se lo debía.
Además, cuando aceptó donar su esperma para la inseminación artificial nunca consideró la posibilidad de que su amigo pudiera desaparecer.
Lowell hubiera sido un magnífico padre para el crío. El mejor padre del mundo. A diferencia de Hank, Lowell había crecido en el seno de una familia normal de clase media, y había heredado los maravillosos instintos paternales de su padre. El, por el contrario, sería un padre pésimo. Tan pésimo como lo fue el suyo antes de morir.
Hank siempre había sabido que no estaba hecho para ser esposo ni padre.
Así que, ¿cómo demonios se las arreglaría para ser el padre del niño que Susan iba a tener? Asumir tal responsabilidad era lo que menos deseaba… pero la asumiría.
Hank Bishop no rehuía sus obligaciones. Nunca lo había hecho y nunca lo haría.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó con voz queda y serena.
Susan alzó bruscamente la cabeza y se quedó mirándolo.
—Hank
—Lo siento. No quería sobresaltarte.
—Pensaba que llegarías por la tarde —tras levantarse con piernas temblorosas, Susan se alisó los pliegues de la falda y miró nerviosamente a Hank—. Quería llevármelo todo antes de que llegaras.
—No hace falta que te des tanta prisa —respondió él, echando una ojeada a las tres cajas situadas encima de la mesa—. Parece que casi has terminado.
—Sí, casi. Me disponía a cargar las cosas en la furgoneta.
En cuanto Susan hizo ademán de levantar una de las cajas, Hank se acercó rápidamente y se la quitó de las manos. Ella lo miró con ojos redondos de asombro.
—No debes levantar objetos pesados —Hank lanzó una mirada cargada de intención a su vientre, aún liso—. Estás embarazada.
Susan se llevó la mano al abdomen instintivamente.
—Las cajas no pesan tanto.
—Da igual —repuso él—. Yo las llevaré a la furgoneta.
—Gracias. La verdad es que debo irme ya —Susan echó una nueva ojeada a la habitación—. Estar en la oficina de Lowell me entristece. Pensar en el hecho de que nunca volverá a… —tragó saliva para reprimir un sollozo.
—Sí, lo sé —con la caja bajo el brazo, Hank abrió la puerta y se apartó para dejarla salir—. Te prometo que detendremos a Carl Bates y que será juzgado por lo que hizo.
Susan pasó junto a Hank, acelerando el paso para no estar cerca de él más de lo necesario. El la siguió hasta la furgoneta, abrió la puerta trasera y depositó la caja en el interior.
—Iré por las otras dos cajas —dijo—. Súbete en la furgoneta y resguárdate del frío.
Susan asintió, montó en el vehículo y aguardó. Una vez cargadas las otras dos cajas con las pertenencias de Lowell, Hank dio unos golpecitos en la ventanilla. Ella bajó el cristal y lo miró directamente.
—Te seguiré hasta tu casa para ayudarte a descargar las cajas.
—No será necesario. Puedo…
—Tenemos que hablar, Susan —Hank examinó la acera, comprobando que algunos transeúntes habían aminorado el paso y los miraban—. En privado.
—Sí, supongo que tienes razón.
Hank se sentó al volante de su Lexus, dio marcha atrás para salir del aparcamiento y siguió a la furgoneta gris de Susan por Main Street, hasta la autovía que llevaba fuera del pueblo.
Había meditado largo y tendido sobre lo que deseaba decirle, y esperaba que ella atendiera a razones y aceptara la ayuda que pretendía brindarle. Nadie del pueblo tenía por qué saber que el hijo era suyo, pero estaba decidido a garantizar que el niño o la niña disfrutara de los cuidados necesarios. Una vez concluido el período de servicio de Lowell, regresaría al FBI y reanudaría su carrera. Pero se ocuparía de su hijo, aunque fuese desde muy lejos. Visitaría Crooked Oak regularmente, y cuando el niño creciera podría pasar algunas temporadas con él en Alexandria de vez en cuando.
Hank aparcó detrás de Susan, se apeó del coche y la ayudó a salir de la furgoneta.
—¿Por qué no entras? Yo llevaré las cajas.
—Quiero guardar la mayoría de las cosas en el sótano —explicó ella—. Ya he vaciado una de las estanterías.
Diez minutos más tarde, Hank subió del sótano y encontró a Susan en la cocina.
Había permanecido arriba mientras él guardaba las pertenencias de Lowell. Hank sospechaba que no podía soportar ver dichas pertenencias relegadas al destierro entre aquellas cuatro paredes. Lo único que había extraído de las cajas era la foto de boda que Lowell había tenido en su mesa.
Hank recordaba bien el día de la boda. Un precioso día de otoño. Una ceremonia sencilla con amigos y familiares. Un novio increíblemente feliz. Una novia tímida, encantadora. Y un padrino que había pensado, más de una vez, en secuestrar a aquella novia inocente.
—He hecho café, aunque me temo que es descafeinado —dijo Susan—. Te gusta tomarlo solo, ¿verdad? Sin azúcar.
—Sí, así es. Gracias —Hank retiró una silla de la mesa y se sentó, aguardando mientras ella le servía el café en una taza roja de cerámica.
Después de llenar su propia taza, le añadió café y se sentó frente a él.
—Te agradezco que me hayas ayudado con las cajas. Me preguntaba si podrías hacerme otro favor, ya que estás aquí…
—Lo que sea. No tienes más que pedirlo.
—Se trata de la ropa de Lowell —Susan respiró hondo—. No creo que pueda soportar…
—Cómo no. Dime qué quieres que haga con ella.
—Al albergue de beneficencia de Marshallton le irá bien —Susan probó el café.
—La llevaré personalmente.
—No sé qué hacer con sus uniformes —Susan echó un vistazo al voluminoso cuerpo de Hank—. Son demasiado pequeños para ti.
—¿Quieres que me los lleve también?
—Sí. Por favor. Todo. Incluso su ropa interior y sus calcetines… Lowell hubiera deseado que los recibieran otras personas que puedan utilizarlos.
—Lowell era un hombre bondadoso.
—Tuve mucha suerte al tenerlo como marido.
«Te deseaba a ti» quiso decirle. «Pero te tenía demasiado miedo. Sabía instintivamente que no era lo bastante fuerte para relacionarme con un hombre como tú, que me devorarías sin piedad. Me conformé con un hombre más dócil, más seguro. Un hombre que me adoraba. Tú nunca me habrías amado como me amaba Lowell. Y yo no podía esperar eternamente a un Príncipe Azul.»
—Más de una vez me dijo lo afortunado que se sentía al haberse casado contigo —
Hank colocó las manos en la mesa, con las palmas abiertas.
«Y cada vez que me hablaba de lo maravillosa que eras, yo te deseaba todavía más.»
—Lo amaba —dijo Susan con voz baja y suave.
—Estoy seguro de que sí. Y sin duda sabrás cómo te amaba él.
—Intenté ser una buena esposa.
—Lo fuiste.
—Lowell deseaba ser el marido perfecto —prosiguió ella—. Casi murió del disgusto cuando los médicos nos dijeron que… era estéril.
—Quería darte un hijo. Por eso acudió a mí.
Susan alzó la cabeza y miró a Hank directamente a los ojos.
—No le dirás a nadie que mi hijo no es de Lowell, ¿verdad?
—No quieres que se sepa que el niño es mío, ¿me equivoco?
Ella movió la cabeza.
—No. ¿Qué pensaría la gente si se supiera? Como amigo de Lowell que eras, podemos tener una relación de amistad y podrás ser el tío favorito de mi hijo. Pero si la gente descubriera que tú eres el padre, nos vigilarían y nos criticarían…
—Voy a decírselo a Caleb —dijo Hank—. A nadie más.
—¿Lo prometes?
Hank tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no alargar los brazos por encima de la mesa y tomar sus manos pequeñas y delicadas.
—Susan, ¿por qué me tienes tanto miedo? ¿No sabes que yo jamás te haría daño?
—veía miedo en sus ojos cada vez que lo miraba. ¿Acaso había algo más en aquel miedo que el deseo de que nadie supiera la verdad sobre su hijo? Y, en tal caso,
¿qué era ese algo?
—Pero puedes hacerme daño —replicó ella, con la vista clavada en su regazo y los ojos ensombrecidos por sus largas pestañas—. Si no guardas mi secreto. Nuestro secreto. Mío, tuyo y de Lowell.
—Quiero decírselo a mi hermano, pero te prometo que nadie más se enterará.
Susan tragó saliva y asintió afirmativamente.
—Muy bien. Díselo a Caleb. Sheila ha sido mi única confidente, así que…
—Yo tampoco quería que las cosas acabaran así—Hank apartó la taza de café, intacta, retiró la silla y se levantó—. Jamás pensé en ser padre. Lo que menos necesito en mi vida es un hijo. El plan consistía en que ese niño fuera tuyo y de Lowell. No mío.
—No te he pedido que te hagas responsable del niño —contestó Susan, con las mejillas enrojecidas por la emoción—. No espero que seas el padre de…
Hank se golpeó la palma de la mano con el puño. Susan dio un salto.
—Maldita sea, ¿no lo comprendes? Sin Lowell, ese niño no tendrá padre a menos que yo torne parte y haga lo correcto.
—Y qué es «lo correcto», Hank? —Susan lo observó mientras se paseaba por la cocina. Su voluminoso y esbelto cuerpo avanzaba y retrocedía como un animal que intentase escapar de una trampa. Y así debía de verlos a ella y a su hijo… como una amenaza a su preciada libertad.
—No lo sé.
«Sí, silo sabes», le instó una voz interior.
Lo correcto sería casarse con Susan y criar juntos al niño como una familia unida.
Pero, que el cielo le ayudase, no estaba dispuesto a meter la cabeza en esa soga…
por muy atractiva que le resultara Susan. Por muy decidido que estuviera a no abandonar a su hijo.
—Lo correcto es que haga cuanto esté en mi mano para cuidarte durante el embarazo, y que luego me haga económicamente responsable de mi hijo.
—Comprendo —Susan retiró la silla, se levantó y se situó frente a Hank—. Sin duda, has pensado mucho sobre ello.
—Míralo desde el punto de vista lógico. Eres una viuda embarazada, sin padres ni hermanos que te ayuden. Al ser el mejor amigo de Lowell, nadie se extrañará de que quiera ser custodio o padrino del niño.
—Sí, tienes razón. Y sé que debería agradecerte que renuncies a un año de tu vida y hayas pedido un período de excedencia del FBI…
—No quiero tu gratitud —repuso él—, sino tu cooperación.
A Susan la ponía furiosa su fría lógica. Se mostraba tan tranquilo y sereno… Tan inmutable… Estaba segura de que no había derramado ni una sola lágrima por Lowell. Hank no era de los que lloraban. Jamás por mucho que sufriera.
Tallie le comentó una vez que, de sus tres hermanos, Hank era el más amargado y resentido por haberse criado en la pobreza, sin padres. Mientras que Tallie no se acordaba de sus padres, y Caleb sólo conservaba recuerdos vagos, Hank y Jake los recordaban perfectamente. Su padre había sido borracho y jugador, y varias veces fue expulsado de distintos pueblos por las autoridades locales. Después de que sus padres murieran en un accidente, los cuatro hermanos Bishop se trasladaron a Crooked Oak a vivir con su abuelo paterno.
«Hank nunca se casará ni tendrá hijos —le había dicho Tallie—. Jamás correrá el riesgo de no ser tan perfecto como padre como lo es en todo lo demás.»
Susan suspiró, recordando las palabras de su amiga.
—De acuerdo, Hank. Cooperaré —extendió la mano, fingiendo sentirse tan serena y tranquila como él—. Cuidarás de mí hasta que nazca el niño y luego serás su padrino. Pero nadie, aparte de Sheila y Caleb, ha de saber que Lowell no es el padre de mi hijo.
Lo que más deseaba Hank en aquellos momentos era tomar la mano de Susan y atraerla hacia sí. Pero era lo último que debía hacer. Se quedó mirando la mano que ella le había ofrecido para sellar el trato.
Susan esperó, apoyándose incómodamente en un pie y en otro, hasta que él alargó la mano y estrechó la suya. En el instante en que sintió el roce de la piel de Hank, ella notó una suerte de descarga eléctrica que recorrió todo su cuerpo. Cerró los ojos un momento y pidió a Dios las fuerzas necesarias para no sucumbir al deseo que sentía hacia aquel hombre. ¿Cómo podía albergar pensamientos tan lascivos?
Lowell no llevaba muerto ni dos semanas.
Hank sostuvo su mano y contempló sus grandes ojos azules. Debería condenarse al infierno por lo que estaba pensando… y sintiendo. Si se dejaba llevar por el deseo que lo embargaba, aterrorizaría a Susan y la ofendería tan gravemente que ella jamás lo perdonaría.
Le soltó la mano y retrocedió.
—Esta noche volveré para recoger la ropa de Lowell.
—Muy bien. Gracias.
—Si me necesitas, estaré en la oficina del sheriff esta tarde, y luego iré a casa de Caleb y Sheila. Me quedaré con ellos temporalmente, hasta que encuentre un sitio donde vivir —Hank se dio media vuelta, y ella lo siguió. No se detuvo hasta que hubo salido al porche. Luego se giró para mirarla brevemente, le sonrió y se despidió inclinando la cabeza.
Susan permaneció de pie en el porche, observándolo mientras se alejaba por la carretera. Unas cuantas lágrimas brotaron de sus ojos, humedeciendo sus mejillas conforme caían.
La vida era injusta. Terriblemente injusta.
Había tomado todas las precauciones posibles para que su amor por Hank Bishop no se convirtiera en una obsesión. Lo había amado desde lejos cuando era una adolescente, había fantaseado con él del mismo modo que otras jovencitas fantaseaban con los cantantes de rock. Pero él jamás se dio cuenta y, en el fondo, Susan había tenido la certeza de que era mejor así. Por mucho que adorara a Hank, tenía miedo de la intensidad de sus sentimientos por él.
Tía Alice siempre había insistido en que fuese una perfecta señorita. Nada de comportamientos vulgares. Nada de pensamientos o sentimientos inmorales. La palabra «sexo» estaba prohibida en casa de su tía. Lo que sentía por Hank debía de ser, pues, malo y pecaminoso. Y, desde luego, la aterrorizaba.
De manera que había optado por salir con chicos «seguros»… que no provocaban un revoloteo de mariposas en su estómago ni un hormigueo en las partes más íntimas de su cuerpo.
Luego, Hank se había marchado de Crooked Oak y ella había rezado por que apareciera un Príncipe Azul que la dejara sin aliento, que la enamorase y le brindase una vida de dicha.
Finalmente, a los treinta años, había abandonado la esperanza de encontrar a dicho Príncipe Azul, y se había conformado con el dulce y protector Lowell Redman.
Había amado a Lowell, sí. Pero sus sentimientos por él nunca la habían aterrorizado. Nunca la habían consumido hasta el extremo de la locura.
No, aquellos otros sentimientos los había reservado para Hank Bishop.
El hombre cuyo hijo crecía ahora en sus entrañas.