Capítulo Siete

Todas las personas del condado de Marshall a las que Hank conocía pensaban que la devoción de Susan hacia él era admirable. El modo en que permaneció a su lado la noche posterior a la operación. El modo en que iba todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches para ver cómo seguía. Su insistencia en que regresara a casa con ella para poder cuidarlo personalmente mientras se recuperaba.

Nadie, excepto la familia, parecía sospechar que hubiese algo entre Susan y él.

Nada más allá del vínculo formado por el cariño común que sentían por Lowell Redman. Y, sin duda, dicho vínculo era de por sí muy fuerte. Al igual que el vínculo creado por el hijo que ella esperaba.

Pero lo que en realidad los unía, y los mantenía separados al mismo tiempo, era el deseo. Hank no podía abordar sexualmente a Susan sabiendo lo vulnerable que era.

Y él no se aprovechaba de las mujeres. En particular, de una mujer que no se merecía menos que un compromiso para toda la vida.

Con una cerveza fría en una mano y el mando a distancia en la otra, Hank se sentó en la butaca de la salita a ver un programa de caza. Hacía tres días que le habían dado de alta y se aburría como una ostra. El costado aún le dolía un poco. La cicatriz de la operación empezaba a picarle. Y la cabeza le palpitaba. Prácticamente todos los vecinos del pueblo lo habían llamado esa misma mañana, expresándole su preocupación y su cariño. Al final, Hank acabó desactivando el teléfono después de que Susan lo llamase por cuarta vez en lo que iba de día. ¿Por qué demonios no podía dejarlo en paz?

Su familia había acudido a casa de Susan a recibirlo tres días antes, y Tallie incluso amenazó con llevárselo a Nashville si no se comportaba debidamente. Tuvo que discutir con toda la familia para hacer valer su derecho de volver a vivir solo en el apartamento. Susan, en cambio, le había suplicado que se quedara con ella en la casa y permitiera que lo cuidase. Lo que menos necesitaba era tenerla cerca, mirándolo con aquellos grandes ojos azules, tocándolo con aquellas manos tan suaves. Y no era un hombre que corriera riesgos innecesarios cuando sabía que llevaba las de perder.

Si lograba sobrevivir hasta el martes, podría reincorporarse al trabajo y el aburrimiento se acabaría. Y, pasadas las Navidades, se trasladaría al nuevo apartamento. Quizá estando a varios kilómetros de Susan su deseo se aplacaría. No podía seguir viéndola a diario sin traicionar la memoria de Lowell, la confianza de Susan y sus propios principios.

Los repentinos y suaves golpes en la puerta apenas resultaban audibles por encima del sonido del televisor, y Hank fingió no oírlos. Intuyó que era Susan. Otra vez. Le había llevado el almuerzo en una bandeja. Al cabo de una hora, había vuelto para recogerla. Sin duda, ahora le llevaba la cena. Aquellas visitas a la hora de las comidas se habían convertido en una rutina desde que salió del hospital.

Los golpes se hicieron más fuertes. Hank gruñó.

«i Vete y déjame en paz!», deseó gritarle. Pero ella no le haría caso. No se iría. Sus constantes atenciones estaban empezando a volverlo loco. ¿Acaso Susan no entendía que él no deseaba su compasión, su preocupación, sus malditos estofados de pollo?

La deseaba a ella. Desnuda. Entre sus brazos. Jadeando su nombre mientras la poseía.

—Hank? ¿Te encuentras bien, Hank? —preguntó Susan a través de la puerta cerrada—. Por favor, Hank, contéstame.

El se levantó dando un respingo. Un dolor agudo le taladró la sien derecha. Gimió para sus adentros mientras se dirigía como una exhalación hacia la puerta, la abría y miraba con furia a Susan.

—Hola —dijo ella con aquella vocecita suave y sexy que lo solía estremecer—. Te traigo la cena. Chuletas de cerdo, escalopes de patata, magdalenas de maíz y tarta de limón helada —alzó la enorme bandeja cubierta con unos paños a rayas.

—Susan, no es necesario que hagas esto, ya lo sabes —Hank se apoyó en el marco de la puerta con aire casual—. Debes de estar destrozada. Y me encuentro perfectamente. Puedes dejar de preocuparte.

Ella le rozó cariñosamente el pecho con la bandeja.

—Debes comerte todo esto antes de que se enfríe.

Hank se apartó para dejarla pasar. Susan se dirigió hacia la pequeña mesa situada junto a la ventana. Tras soltar la bandeja, le quitó el paño y retiró una silla.

—Siéntate y come. Mientras prepararé café.

El la agarró de la muñeca mientras se dirigía hacia el armario donde estaba guardada la cafetera. Susan se volvió y le sonrió.

—Puedo hacer café si me apetece —dijo Hank—. Y soy perfectamente capaz de prepararme un bocadillo o abrir una lata de sopa.

—Por supuesto que sí —Susan le acarició la mejilla con la mano libre—. Pero tengo que cocinar para mí, de todos modos, así que no me molesta preparar comida para dos.

La mandíbula de Hank se tensó al sentir su caricia. ¿Por qué diablos tenía que acariciarlo? ¿No sabía el efecto que eso le producía?

—Susan, no quiero que sigas trayéndome la comida todos los días. ¿Comprendes?

—No, me temo que no comprendo —la sonrisa se desvaneció de sus labios. Se miró la muñeca, presa en la enorme mano de Hank—. ¿Qué intentas decirme?

Él la soltó y retrocedió.

—Intento decirte que no necesitas tomarte tantas molestias…

—Y yo acabo de decirte que no es molestia ninguna. Al contrario, lo hago con mucho gusto.

No dejaba de mirarlo, suave, femenina y tentadora.

El enfoque sutil no iba a servir con Susan. ¿Por qué le hacía aquello? ¿Por qué no podía desaparecer y dejarlo en paz?

La frustración empezó a imperar sobre el sentido común de Hank. Agarró a Susan por los hombros y la sacudió un par de veces… cuidadosamente, pero con la fuerza suficiente para captar su atención.

—Estoy cansado y harto de verte deambular a mi alrededor. No soy tu marido. Ni tu amante. Puede que haya aceptado el puesto de Lowell temporalmente, pero no pienso asumir su papel como hombre de tu vida.

—Nunca… nunca he pensado que asumieras…

—Si crees que demostrándome lo dulce y atenta que eres como esposa vas a conseguir que me quede y sea la clase de marido que era Lowell, te equivocas del todo, cariño. No quiero ocupar el lugar de Lowell corno tu esposo. Y jamás he querido ser padre.

Susan lo miró con rabia unos segundos, luego alzó la mano y le propinó una sonora bofetada. Los ojos se le habían llenado de lágrimas. Respiró honda y dolorosamente, y luego se dio media vuelta y salió corriendo.

Hank permaneció allí inmóvil, aturdido por su ataque físico. Se frotó la mejilla. De acuerdo, sí. Había sido brutalmente cruel con Susan. Pero ella tenía la culpa. Ella lo había obligado a hablar con semejante franqueza.

Se quedó mirando la puerta abierta. Escuchó los pasos de Susan conforme bajaba las escaleras de madera.

«No vayas tras ella, idiota. ¡No te atrevas a seguirla!

Echó a correr hacia el rellano de la escalera.

—Susan —gritó.

Ella entró en la casa y cerró dando un portazo.

—Susan, maldita sea—Hank bajó las escaleras a toda prisa, cruzó el patio y subió al porche. Alzó la mano para llamar a la puerta, pero se lo pensó mejor y giró el pomo. Sorprendentemente, la puerta se abrió. Susan estaba demasiado enojada y herida como para pensar racionalmente, se dijo mientras entraba en la cocina.

—Susan, cariño, ¿dónde estás? Tenernos que hablar.

Fred y Ricky lo recibieron en el vestíbulo, ladrándole en los talones. En un rincón, Lucy lo miraba como si fuera un ratón atrapado en una trampa y, por detrás, Hank oía el siseo de la respiración de Ethel. ¡Estupendo! Sólo le faltaba eso… ser atacado por los animales de Susan.

—¿Susan? Lo siento. ¿De acuerdo?

No hubo respuesta.

—No tenía derecho a decirte esas cosas. Lo siento de veras —Hank buscó en la planta baja pero no la encontró. Subió las escaleras, seguido por dos perros rugientes y dos felinos de ojos diabólicos.

Abrió la primera puerta que encontró y halló una habitación vacía, salvo por dos latas de pintura sin abrir y dos rollos de papel de pared tumbados en el suelo. De repente, Hank comprendió que había entrado en el cuarto donde Susan planeaba instalar a su hijo. Salió apresuradamente y se dirigió hacia la siguiente puerta. Al abrirla de par en par, descubrió un enorme dormitorio que, a todas luces, había pertenecido a la señorita Alice. Una enorme cama antigua dominaba la habitación que, aparentemente, igual que la anterior, estaba siendo redecorada.

Susan yacía tumbada de través en la cama. Sus hombros se estremecían mientras lloraba en silencio.

¿Cómo iba a afrontar la situación?, se preguntó Hank. No había querido herirla. Ni hacerla llorar. Pero, ¿acaso ella le había dejado alternativa?

—¿Susan? —la llamó desde la puerta.

Ella levantó la cabeza levemente y lo miró, con los ojos enrojecidos y las mejillas congestionadas y empapadas en lágrimas.

Hank notó un fuerte nudo en el estómago. Jamás pensó que llegaría a hacer llorar a una mujer. Deliberadamente evitaba las circunstancias que podían desembocar en aquella clase de episodios emocionales.

—¿Qué haces aquí? —inquirió Susan entre sollozos.

—Vengo a disculparme —contestó él adentrándose dubitativamente en el cuarto.

Los perros de Susan lo siguieron. Las dos gatas se subieron a la cama y flanquearon protectoramente a su dueña. A Hank no le gustaba que los animales montaran guardia para protegerla de él. No pensaba hacerle daño.

«Ya se lo has hecho, imbécil» le recordó su conciencia. «Ya le has hecho daño.»

—No necesitas disculparte —Susan se sentó en el borde de la cama y lo miró directamente—. No me di cuenta de lo que pensabas… de cómo te sentías. Nunca pretendí agobiarte. No espero nada de ti, Hank. Sé que no te ofreciste a ocupar el lugar de Lowell como marido y como padre.

—No debí haber dicho eso —Hank dio unos cuantos pasos vacilantes hacia la cama.

—Sí, debías decirlo. Tenías todo el derecho a decir lo que pensabas. Soy yo quien…

ha reaccionado de forma exagerada —Susan se puso en pie, con movimientos lentos y cautos.

—Debes saber cuál es la realidad de la situación

—Hank salvó la distancia que los separaba, deteniéndose a unos cuantos centímetros de ella—. No estoy hecho para casarme ni para ser padre, cariño. De modo que, si es eso lo que buscas, te has equivocado de hombre.

—Sí, lo sé —Susan alargó una mano temblorosa y le acarició la mejilla—. Sé cuál es la realidad de la situación. Soy la viuda de Lowell y tú su mejor amigo, y está mal que nos deseemos. Pero, nos deseamos.

—Sí, nos deseamos, ¿verdad? —Hank notó que el corazón le rugía en los oídos como el motor de un avión. Su miembro se endureció y comenzó a palpitar. Su cabeza le decía que huyera. Su cuerpo le exigía que se quedase.

Susan le rodeó el cuello con los brazos, se puso de puntillas y acercó los labios a los suyos.

—Los sentimientos que despiertas en mí me asustan. Siempre me han asustado. He intentado huir de esos sentimientos desde que era una’ adolescente. Pero inc he cansado de huir. De fingir que no te deseo tanto que me siento destrozada por dentro.

—Nada de promesas —dijo él con voz ronca—. Nada de compromisos. Limitémonos a vivir el momento y a dar rienda suelta a lo que sentimos.

—Sí —con esa palabra, Susan se rindió a Hank y a las indómitas sensaciones que había mantenido sepultadas en su interior desde siempre.

El la envolvió con sus brazos, agachó la cabeza y se apoderó de su boca. ¡Cielo santo! Sentirla apretándose contra su cuerpo fue su perdición. Susan se aferró a Hank, emitiendo suaves y femeninos sonidos con la garganta mientras él hundía la lengua en su boca y exploraba la calidez de su inhterior. Ella reaccionó instantáneamente, fervientemente, frotándose con su cuerpo.

Hank la recostó en el borde de la cama. Luego se echó encima de ella, apoyándose en los codos, y contempló su cuerpo vulnerable, pequeño y totalmente indefenso.

—Si no quieres hacerlo, dímelo ahora —gruñó las palabras, como si pronunciarlas le produjera un enorme dolor.

Susan veía hacerse realidad su más valiosa fantasía… y su pesadilla más aterradora. Sucumbir a su irrefrenable pasión por Hank. El le estaba brindando la última oportunidad de escapar.

—Quiero hacerlo —dijo—. Siempre lo he deseado. A ti Hank. A ti.

Aquellas palabras parecieron liberar algo dentro de él.

Inclinando la cabeza, le cubrió los labios y la besó apasionadamente. Ella notó mariposas en el estómago. Los dedos de sus pies se curvaron y su feminidad comenzó a palpitar.

Hank concluyó el beso y se puso en pie. Con gran rapidez se despojó de la camisa y la arrojó al suelo.

Susan contuvo el aliento al ver su pecho desnudo. Ancho, musculoso, poblado de vello. Sus hombros le parecieron inmensos, sus brazos enormes. Era, sin duda, el hombre más atractivo que había visto nunca. Su hombre. El hombre de sus sueños.

¿Cuántas mujeres tenían una oportunidad así? ¿Cuántas pasaban la vida entera sin siquiera conocer el goce de estar con el único hombre del mundo al que amaban?

Hank se arrodilló encima de ella y la sentó en la cama. Ella lo dejó hacer. El le sacó el jersey beige de cachemira por la cabeza y lo dejó en el suelo.

La respiración de Susan se aceleró, haciendo que sus senos se agitaran. Hank le desabrochó el sujetador de satén y contempló sus pechos. Los pezones se le endurecieron bajo su escrutinio.

—Cielo bendito —jadeó él.

Le cubrió un seno con la boca. Lamió el pezón con la lengua. Susan sintió que se derretía cuando Hank le acarició el otro pezón con el pulgar. Un agradable calor se propagó por todo su cuerpo, aumentando rápidamente su temperatura, humedeciendo el vértice entre sus muslos.

Hank besó su vientre, y luego le alzó las caderas lo suficiente para quitarle las braguitas. A continuación, buscó con los dedos y halló el núcleo de su sexo. La acarició íntimamente, arrancándole un chillido de puro placer antes de introducirle dos dedos, como si quisiera comprobar que estaba preparada.

—Cariño, estás tan húmeda y caliente… —musitó, y sin pérdida de tiempo enterró su rostro en el triángulo de vello que florecía entre sus piernas.

Susan jamás había experimentado nada tan increíblemente sensual, tan insoportablemente delicioso. Se aferró a la sábana crispando las manos mientras elevaba las caderas y se sumía en un abandono total. Hank intensificó sus caricias, acercándola más y más al dulce éxtasis.

Finalmente, ascendió y se tumbó sobre ella. Susan contempló sus ojos negros…

unos ojos ardientes que expresaban elocuentemente sus intenciones.

Hank se quitó los zapatos y, con un veloz movimiento, se desabrochó los pantalones y se los quitó junto con los calzoncillos. Y, repentinamente, sin previo aviso, la penetró.

Le agarró las caderas y las alzó mientras se enterraba en ella, fundiendo sus cuerpos. Una vez en su interior, se detuvo y esperó a que Susan se ajustara a su tamaño.

Ella se sintió llena. Lo acarició. Palpó su pecho. Jugueteó con el oscuro vello rizado y luego colocó las manos sobre sus anchos hombros, disfrutando de la fuerza que sentía bajo la yema de los dedos.

Hank salió de ella. Gimiendo, Susan se aferró a él.

Volvió a penetrarla profundamente, por completo, ella gritó de puro gozo. El primitivo y rítmico movimiento empezó de nuevo, y pronto su velocidad aumentó hasta alcanzar una cadencia salvaje.

Aún unidos, se dieron la vuelta y Susan comenzó a cabalgar frenéticamente sobre Hank. Por fin alcanzaron el clímax, con el cuerpo empapado en sudor, y se derrumbaron exhaustos en la cama.

Cuando Hank se despertó era casi medianoche. La luz de la luna se filtraba por entre las cortinas de las ventanas del dormitorio. Incorporándose sobre un codo, contempló a Susan mientras dormía. El suave resplandor lechoso iluminaba el contorno de su cuerpo, los suaves rasgos de su rostro.

Gimió y se removió ligeramente. Las sábanas se retiraron de sus senos. Hank apretó los puños para reprimir el impulso de alargar la mano y tocarla, de acariciar aquellos pechos perfectamente redondos, aquellos pezones rosados y tentadores.

Su vientre era totalmente liso, salvo por una levísima prominencia. La mano de Hank se cernió, dubitativa, sobre dicha prominencia. Luego, como atraída por el hijo que crecía en su interior, se posó posesiva y protectoramente en el vientre de Susan.

Ella empezó a murmurar en su sueño. El contuvo el aliento. ¿Cómo se sentiría, se preguntó, si pronunciara el nombre de Lowell?

Pero no fue el nombre de Lowell saliendo de sus labios lo que lo devolvió duramente a la realidad. No el de Lowell, sino el suyo.

—Hank —Susan musitó su nombre en un susurro—. Oh, Hank, te quiero.

El notó que todos los nervios de su cuerpo gritaban. Sus músculos se tensaron.

Aquello era lo que más había temido, lo que había querido evitar. «Debiste darte cuenta. Debiste saber que una mujer como Susan se entregaría a un hombre a menos que lo amase. Le has hecho el amor a la viuda de tu mejor amigo, y ella se cree enamorada de ti».

Hank salió de la cama y recogió su ropa del suelo. No quería marcharse así. Como un ladrón. Deseaba quedarse, despertarla y hacerle el amor una vez, y otra, y otra.

Pero Susan no buscaba una aventura pasajera. Deseaba y necesitaba un marido y un padre para su hijo.

«Tu hijo», le dijo atormentadoramente una voz interior.

Tras vestirse, se detuvo en la puerta y contempló a la mujer que yacía dormida.

Notó que el miembro se le endurecía, y maldijo a su traicionero cuerpo por desear a una mujer sobre la que no tenía ningún derecho.

«Espera un hijo tuyo» se recordó nuevamente te da eso ningún derecho sobre ella.

No Sería así en el caso de que estuviera dispuesto a casarse con Susan y reclamar la paternidad de su hijo. Pero no tenía intención de hacerlo. Se había convencido, hacía mucho tiempo de que el matrimonio y los hijos no eran para él. No pensaba traer hijos al mundo para hacerlos desgraciados, como hizo su padre.

«Ya es demasiado tarde, ¿no te parece?» dijo. burlona, su conciencia. «Susan va a tener un hijo tuyo que crecerá sin padre. Lowell hubiera sido el padre perfecto para él. Pero tú no. Tú serías probablemente un padre horrible.»

Miró por última vez a Susan.

—Lo siento, cariño —musitó en un susurro que se perdió en el viento del invierno.

De repente lo asaltó un agudo dolor interior y se preguntó si aquella agonía volvería a abandonarlo alguna vez.

Susan retiró las gruesas cortinas observó cómo Hank subía las escaleras del apartamento. Llevaba la camisa desabrochada y en las manos sostenía los calcetines y el cinturón. Parecía huir aterrado. Huir de ella y de lo que acababa de ocurrir entre los dos.

Susan sabía cómo se sentía. Ella también se había pasado la vida huyendo… del amor y la pasión que siempre sintió por él.

Cuando Hank hubo cerrado la puerta del apartamento, Susan soltó la cortina y se sentó en el sillón de orejas situado junto a la chimenea.

—¿Qué voy a hacer? —dijo suspirando mientras sus animales la rodeaban—. Estoy enamorada de él. Pero tiene miedo de comprometerse conmigo —se cubrió el rostro con las manos—. Oh, Dios, ayúdame, por favor. Lo quiero más que a nada en el mundo. Tía Alice tenía razón. Esta clase de amor sólo acarrea dolor a la larga.

Susan lloró hasta que se quedó dormida en el dormitorio de su tía, acompañada por sus fieles animales.