CAPÍTULO 5
NUEVA YORK

Recuerdo el día que llegué a Nueva York, era por la noche y brillaba en todo su esplendor “la ciudad que nunca duerme”. Por encima de todas las luces destacaba el fulgor de mi querida Luna, plena, iluminando mi sendero y dándome la bienvenida a mi nuevo destino. Llené mis pulmones con la grandeza y la fuerza de mi querida ciudad y en mi cara se dibujó una sonrisa que desde entonces me acompaña a todas partes.

Me instalé en un pequeño hotel en Manhattan donde estuve varias semanas hasta que pude hacer las gestiones necesarias para comprar un apartamento en el SoHo, que me enamoró por las vistas tan bonitas que tiene. E inicié una reforma para acondicionarlo a mis necesidades y poder instalarme allí en el futuro.

Una vez que todo estuvo preparado, me marché a vivir durante un tiempo a la casa que había heredado de mi abuela materna en Andover, un pueblo próximo a Boston. Allí viví casi dos años, que fue el tiempo que me llevó todo el proceso que Martín me había enseñado. Aunque hubo momentos en los que pensaba en la posibilidad de no lograrlo, siempre tuve en mi mente la visión de la persona que quería ser y la vida que quería vivir y esto es lo que me daba fuerza para seguir haciendo todo lo que Martín me había indicado en aquel regalo del que tan agradecida estoy y estaré siempre.

Fue apasionante el proceso de cambio. Es indescriptible la sensación de volver a ver cómo mi pelo oscurecía adquiriendo su color negro de antaño. La piel de todo mi cuerpo se tersaba a medida que iban pasando las semanas. Mis piernas y mis brazos recuperaban una resistencia ya olvidada, mi corazón latía con una fuerza tan grande que impregnaba de vida todo mi ser. Los surcos de mi rostro se fueron suavizando hasta desaparecer definitivamente, mostrando un aspecto aterciopelado y puro.

Cada avance que hacía en el proceso me hacía sentir más auténtica, cada paso que daba en mi evolución hacia la eternidad me daba la fuerza para continuar.

No fue una tarea fácil. Cada día tenía que dedicar largas horas a la concentración, a la meditación y la visualización de lo que quería lograr. Fueron horas de enviar instrucciones a mi cerebro para que reprogramase todas y cada una de las células de mi organismo siguiendo las indicaciones que Martín me había escrito en aquel archivo. Cada día hacía una firme alianza con mi inconsciente para lograr el objetivo. Al principio, era muy difícil y me costaba mucho. Los avances eran muy pequeños, tan minúsculos que a veces pensaba que eran sólo un producto de mi deseo por creer en que aquello sería posible al final. Fueron meses de intensa conexión con mi ser más profundo, con la sabiduría de mi corazón. Y en todo este tiempo siempre me daba ánimos y fuerza a mí misma para seguir. Viví la etapa de mayor introspección que pudiera imaginar. Fue en aquellos días en los que supe quién era yo realmente, conocí lo más profundo de mi alma y fue gracias a todo este trabajo de encontrar las respuestas a todas las dudas en mi interior, por lo que pude lograr el avance definitivo en el proceso de alcanzar la vida eterna. Entré en conexión con mi yo más auténtico.

Nunca tuve la sensación de abismo y sí la de elevarme y entrar de nuevo en el mundo, la sensación de volver a nacer para siempre. Hoy, después de tanto tiempo de aquello, sigo dando instrucciones a cada célula de mi cuerpo para mantener por siempre esta forma física.

Me gustaría poder describir con mayor nivel de detalle todo el proceso pero desvelaría un secreto que me fue regalado y no tengo derecho a abrirlo al mundo. Sólo puedo decir que fue una intensa e indescriptible vivencia. Aunque, sólo era el principio de mi nueva vida tras la vida.

Estaba terminando el mes de marzo cuando decidí trasladarme a mi casa en el SoHo. Tenía la misma apariencia que tengo hoy, la de una joven de 20 años con todo el futuro por delante. Es increíble cómo me sentía físicamente, tenía tanta fuerza y tanta vitalidad que podía conseguir todo lo que me propusiera. Esto es algo que sigo sintiendo hoy pero en aquellos días era especialmente llamativo para mí, puesto que todavía tenía muy presentes las sensaciones de un cuerpo envejecido y dañado por la soledad y la amargura; por eso podía notar más nítidamente la diferencia que este cambio había producido en mí.

Es curioso, aunque sé que tengo toda la eternidad por delante para hacer millones de cosas en mi vida, siempre vivo queriendo más, siempre busco cosas nuevas para hacer. Vivo cada día con la misma ilusión de aquel 27 de marzo en que me trasladé a mi nueva casa y con la misma intensidad que si fuese el último día de mi existencia. Eso me ayuda a saborear cada instante y a aprovechar cada vivencia. Creo que por eso no siento cansancio nunca.

Vivo intensamente.

Después de unos días en los que estuve acondicionando todo para mi nueva vida en mi nueva casa, en mi nuevo mundo, en mi nuevo ser, empecé a leer la documentación que me había ido llegando desde que me matriculé para estudiar Psicología en la Universidad de Columbia. Estaba muy ilusionada porque confieso que me gusta mucho el juego financiero, al que dediqué mis días en mi vida anterior, pero en aquellos años siempre eché de menos haber dedicado más tiempo al comportamiento humano y, sobre todo, a la capacidad de nuestra mente. Ahora que había descubierto el poder que tenemos los seres humanos en nuestro interior quería saber más de todo lo que los expertos habían ido estudiando durante siglos sobre nuestro cerebro. Por eso, elegí esta materia sin dudarlo ni un segundo. No me planteé ninguna otra opción en aquellos días. Empecé por Psicología y unas décadas después derivé al campo de la Neurociencia, pero ésta es una historia posterior hacia la que no me desviaré ahora porque mis años en la Universidad de Columbia fueron cruciales en el devenir de mi existencia.

Todo era mucho mejor de lo que imaginé, no dejaba de pensar en todas las posibilidades que se estaban abriendo ante mí y toda la luz que iluminaba mi camino.

Después del verano empezaría las clases y quería estar muy bien preparada. Leía, hacía ejercicio, meditaba, paseaba, disfrutaba de la música y me parecía mentira que pudiese estar viviendo un sueño tan verdadero como este. La juventud había hecho que pudiera olvidar la soledad de los años anteriores. Tenía muchas ganas de que llegara el día del inicio de las clases pero no tenía prisa. La verdad es que vivo sin prisa, saboreando todo lo que me pasa y aprendiendo de todo lo que vivo. En aquellos días, la vieja sensación de estar en el último tramo de mi viaje por la vida había desaparecido completamente dejando paso a ese sentir propio de la juventud que te lleva a vivir la vida con toda la curiosidad y la pasión que te hacen crecer y desafiarte constantemente. Esa sensación de volver a estar viva y ver toda la eternidad por delante de tu mirada es algo casi indescriptible. Y lo más maravilloso es sentir que inicias ese camino con una larga experiencia, gracias a haber vivido una larga vida que te da la tranquilidad suficiente para saborear cada instante de juventud como no lo hiciste en la primera ocasión en que la adolescencia te vino a recibir.

Una mañana, cuando fui a comprar el pan, Maggie, la dueña de esta encantadora panadería que todavía sobrevive a las grandes cadenas de alimentación, me habló de algo y se presentó ante mí una bonita oportunidad de hacer algo diferente. Maggie era una mujer de unos 50 años, rubia, con unos enormes ojos marrones llenos de vida que siempre tenía una sincera sonrisa para mí.

— ¿Cómo estás, Aliva? Me encanta verte cada día con tu sonrisa eterna. Estoy tan acostumbrada a los rostros agobiados, los ceños fruncidos de la gente en esta ciudad, que me sorprende y me gusta mucho compartir unos minutos con alguien que siempre está alegre —me dijo Maggie, con un tono de complicidad.

Maggie es una mujer con la bondad y la tranquilidad de alguien que ha vivido mucho y sabe saborear cada instante y la posibilidad de aprovechar cada minuto de luz y felicidad que la vida le ofrece.

— Gracias, Maggie. Tengo tantas razones para sentirme agradecida hacia la vida que supongo que eso se me nota —le dije con una sonrisa en mi rostro y absolutamente convencida de ello.

También ella me sonrió una vez más pareciendo entender de qué le hablaba.

— Por cierto, tengo una clienta encantadora que está buscando a alguien que quisiera trabajar como canguro los fines de semana para cuidar a sus dos niños de 4 y 3 años. Viven aquí muy cerquita —dijo señalando al final de la calle de enfrente—. ¿Tienes alguna amiga que pudiera estar interesada en un trabajo así y que sea de tu confianza? —me preguntó Maggie.

Me quedé pensando.

Bueno, la verdad es que creo que no conozco a nadie, pero te prometo que estaré atenta —le respondí con una cierta sensación de inquietud e incertidumbre por haber dicho no.

— ¡Qué pena! Seguiré preguntando a las personas de confianza que conozco a ver si puedo ayudarla —dijo Maggie sin perder la esperanza.

Cuando iba de vuelta a casa, pensé que podría ser una bonita idea trabajar como canguro. La verdad es que tenía tiempo suficiente para ello y por supuesto tenía la capacidad y la experiencia necesarias para cuidar bien de dos niños pequeños, aunque eso a Maggie no podía contárselo, claro. Fui dándole vueltas a la idea y me decidí a ofrecerme yo misma para el trabajo. Es cierto que no necesitaba el dinero pero me apetecía. A la mañana siguiente, volví a la panadería de Maggie.

— Buenos días, Maggie. ¿Qué tal estás hoy? —le dije amablemente.

— Muy bien —respondió ella con su habitual y amable sonrisa.

— Por cierto, he estado pensando mucho en lo que me dijiste ayer sobre el trabajo como canguro para los dos pequeños de tu amiga. ¿Has encontrado a alguien de confianza? —le dije.

Y mientras le hacía la pregunta me daba cuenta de que realmente me apetecía la idea.

— No, hija. ¿Se te ha ocurrido alguien que conozcas? —me dijo con sorpresa y alegría en el rostro.

— No. Bueno, la verdad es que había pensado que, tal vez, yo podría hacer este trabajo —le dije con un cierto tono de timidez, aunque con la seguridad de que eso era lo que ella quería oír.

Vi cómo su sonrisa impregnaba de luz todo su rostro.

— ¿En serio? No se me ocurre nadie mejor para proponerle. Mira estos son los datos de la mamá de los niños —dijo acercándome un papel con el nombre y su número de teléfono y dirección—. Llámala y dile lo que hemos hablado. Estoy segura de que ambas vais a encajar muy bien, ya verás qué encanto de niños. Se merecen que les cuide alguien como tú. Sé que lo vas a hacer muy bien, pequeña.

Le devolví una sonrisa sincera y le di las gracias por la confianza que me mostraba.

Al llegar a casa llamé a Alisson, la mamá de los niños, y le di la referencia de Maggie. Concertamos una entrevista para esa misma tarde en su casa, que no quedaba muy lejos de la mía, a sólo dos estaciones de metro. Alisson era una mujer de unos 40 años, muy amable y educada, que trabajaba en una emisora de radio en la que dirigía un programa de noche que se emitía los viernes y los sábados. Su marido acababa de aceptar un puesto en Japón para un periodo de tres años en la compañía en la que trabajaba y ahora necesitaba que alguien de confianza cuidase de sus dos hijos en esas dos noches cada semana. El horario era muy bueno, yo tenía que entrar a trabajar a las 21 horas porque el programa de Alisson se emitía de 12 de la noche a 4 de la madrugada; y yo terminaba a las 12 de la mañana del día siguiente.

Congeniamos muy bien en la entrevista y Alisson decidió contratarme, de modo, que ese mismo fin de semana empecé a trabajar. He de confesar que no me parecía que estuviese trabajando porque me encanta cuidar niños y además, con estas edades son muy divertidos y se aprende mucho de ellos. Lo pasaba genial y ellos se divertían mucho conmigo porque siempre les inventaba juegos diferentes que les mantuviesen activos y entretenidos y les preparaba desayunos divertidos, cantábamos, coloreábamos y todo lo que hacíamos lo convertíamos en una fiesta. Recuerdo ésta como una experiencia preciosa y sé que Alisson y los niños me tenían un gran cariño. Trabajé allí durante unos dos años hasta que el padre de los niños regresó definitivamente de Japón, antes de la fecha que en principio tenía prevista.

Ese mismo verano, y también a través de Maggie, surgió la oportunidad de trabajar en la librería del señor Grisam, que estaba muy cerca de la casa de Alisson. Trabajaba sólo los sábados, de las 12:30h a las 17:30h, pero era tiempo suficiente para estar en contacto con algo que me apasiona: los libros. Me encantaba la librería del señor Grisam, tenía tantos libros interesantes que fue muy enriquecedor para mí durante los años que trabajé allí.

Tenía mucho tiempo para mí durante la semana, pero los fines de semana estaba ocupadísima con mis dos trabajos, que además me servían para pagar mis compras de comida y ayudaban a mis gastos mensuales de la casa. No era mucho, pero tampoco necesitaba más, tenía capital suficiente para vivir bastantes años, la casa era mía y yo tampoco tenía demasiados costes a los que hacer frente. El gasto más importante era lo que tenía que pagar por la universidad, pero me lo podía permitir perfectamente gracias a mis inversiones. No compré coche porque me encanta andar por Manhattan y me gusta mucho utilizar el transporte público porque puedo ir leyendo, escuchando música o simplemente observando a las personas y aprendiendo de todo lo que veo a mi alrededor.

Así, poco a poco, fue pasando el verano y al fin llegó el día en que empezaba a estudiar en la Universidad de Columbia. He de confesar que me sentía nerviosa, pero no era miedo, eran nervios de pura felicidad. El primer día fue intenso, me ubiqué en el entorno de las clases, conocí a varios de los que serían mis compañeros de ese año y compartimos mesa a la hora del almuerzo. Me encanta la vida en la universidad, me hace sentir libre y llena de sueños. Creo que es una de las mejores etapas de la vida de una persona.

Pasaron los meses y llegaron los exámenes. No me cansaba nunca, todas las puertas de mi alma y de mi ser estaban abiertas al conocimiento y disfrutaba al máximo con todas las cosas que estaba aprendiendo sobre el ser humano. Mis amigos estaban agobiados por todo lo que teníamos que hacer, pero yo sólo podía sentir felicidad, incluso en los momentos de máxima carga de trabajo. El hecho de haber vivido una vida al completo y ahora tener la oportunidad de vivir una nueva y renacer era algo indescriptible. Saber que tenía todo el tiempo que yo quisiera para hacer todo lo que se me antojase era una sensación y una vivencia tan grandiosa que nada podía provocarme ningún tipo de agobio, no había prisa, no había miedo, no había necesidad de demostrar nada, sólo había la satisfacción de vivir plenamente y hacer todo aquello que me hiciera feliz. Haber descubierto que todo es posible me daba mucha fuerza y un alto nivel de energía. No sé por qué lo digo en pasado, porque realmente sigue siendo un sentimiento que se mantiene en mí a día de hoy también. Quizá se deba a que en esa etapa de mi existir estaba descubriendo la grandeza de esas sensaciones. Es bueno recordarlo porque me ayuda a revivir ese maravilloso descubrimiento y a no perder la conciencia de mi fortuna.

Derek, Jane, Frank, Angie, Mike, Nicole y Harry eran mi grupo de amigos. Derek y Jane eran los dos de un pueblo de Alabama, se conocían desde niños, se hicieron novios en el instituto, cuando tenían 15 años y habían decidido estudiar juntos en Nueva York. Se llevaban de maravilla, estaban hechos el uno para el otro, pero también les gustaba mucho estar siempre con el grupo de amigos. La verdad es que eran una pareja muy divertida, yo siempre me reía muchísimo con Jane. Ella era especial, alegre y capaz de amenizar cualquier situación con su manera de ver la vida y con su forma de interpretar las cosas que le pasaban. Se reía de todo, lo pasaba en grande y aprovechaba cualquier situación para hacer de ello un chiste.

Recuerdo cómo lo pasábamos cuando nos contaba su versión de la clase a la que acabábamos de asistir. Nosotros estábamos, unos ávidos de conocimiento como yo, otros algo desesperados porque a veces las clases les parecían eternas. Sin embargo, Jane siempre tenía esa nota de humor que nos hacía ver las cosas de un modo diferente y siempre caótico. Había días en los que me hacía reír tanto su versión de lo que había ocurrido que no era capaz de tragar un solo bocado, no hacía más que reír y reír con sus historias distorsionadas y sus notas de humor.

Angie era mi mejor amiga, con la que más tiempo compartía aunque lo cierto es que salíamos casi siempre todos juntos después de las clases y siempre comíamos todos juntos en la cafetería del campus. Angie nació en Seattle pero a los 12 años, cuando sus padres se divorciaron, ella se fue a vivir a Montana con su padre porque su madre era una alta ejecutiva de una importante multinacional que tenía poco tiempo para dedicar a su hija. A Angie le gustaba más el tipo de vida de su padre, que era un cirujano de gran prestigio al que le gustaba mucho la vida en familia. Él se volvió a casar y Angie vivía con ellos.

A Frank le gustaba Angie, aunque ella no le correspondía, porque por aquellos días tenía sus ojos puestos en Mike. Frank nació en Maine, era el pequeño de una familia de cinco hermanos y era un chico muy divertido con el que pasábamos largas horas riendo con sus historias. Mike era mucho más serio, pertenecía a una familia de abogados de Chicago que siempre había vivido en un entorno austero y se comportaba con extrema timidez. Aunque esto es algo que fue cambiando con los meses y nos permitió descubrir a ese ser tan interesante que llevaba en su interior.

Nicole iba un poco más por su cuenta, aunque estaba integrada en el grupo. Era muy guapa y sabía que todos los chicos de clase se rendían a sus pies. Nicole era de San Diego. Siempre me resultó difícil conectar con ella porque era algo distante.

Y Harry era mi mejor amigo. Era un chico de Minneapolis, tenía una hermanita pequeña de seis años a la que adoraba. Hablaba cada día con ella por teléfono, le compraba regalos que le enviaba a casa y a ella le hacía una enorme ilusión. Su padre había muerto hacía 5 años en un accidente de tráfico y esto había marcado mucho a Harry, quien se había volcado con su madre y su hermanita pequeña en un intento de cubrir el vacío tan grande que había dejado en ellos la pérdida repentina de su padre. A pesar de todo, Harry era muy abierto y siempre era el que organizaba todo para el grupo, el que proponía las ideas sobre lo que podíamos hacer para divertirnos, tenía una capacidad de liderazgo en el grupo que a todos nos encantaba.

Él era el que me acompañaba cuando a mí se me ocurría alguna idea diferente; como cuando decidí vivir la experiencia de trabajar en una fundación que se encargaba de recoger juguetes para los niños más necesitados o como cuando le dije que quería conocer a aquel jugador de baloncesto de la NBA al que yo tanto admiraba. Y lo conseguimos, por supuesto.

Yo estoy convencida, cada día más, de que cuando quieres algo y lo quieres de verdad el mundo te abre un abanico de posibilidades que si las aprovechas te llevan a tu objetivo.

Cómo lo pasamos aquel día cuando conseguimos que Jason, el jugador de baloncesto, nos invitara a cenar con él y sus dos compañeros de equipo. Fue una cena muy divertida y además, fue muy enriquecedor para nosotros por todo lo que aprendimos sobre el mundo del deporte de élite y su preparación mental para los partidos. Nos sirvió mucho para el trabajo de fin de curso y luego conseguimos que Jason nos dejara grabarle dando un mensaje a nuestros compañeros de clase, que emitimos el día que tuvimos que hacer la presentación de nuestro trabajo de esa asignatura. Eso nos sirvió para conseguir la nota más alta de toda la clase y la felicitación y admiración de nuestros compañeros y profesores.

Tengo recuerdos increíbles de aquel primer año en la Universidad de Columbia.