Capítulo 5

Durante las siguientes dos semanas, el ánimo de Bethany fluctuó entre la euforia y la melancolía. Cuando David sonreía y se mostraba amable, se sentía en la cima del mundo. Pero cuando estaba reservado y taciturno, ella se sumía en la depresión.

Desde las cimas de las colinas cercanas a donde vivían, los bancales parecían las líneas de un mapa de contorno y David pasaba las mañanas dibujándolas, desde diversos puntos de vista. Era un tema distinto al que hacía habitualmente y las tardes y noches, las dedicaba a los bocetos de Bethany.

Al regresar a Portofino pintaría un retrato grande de la joven y éstos eran los bocetos iniciales, que la ayudarían a decidir la pose definitiva.

Cada tarde se bañaban en la amplia playa, cerca del pueblo de Calpe y el Peñón de Ifach, un enorme promontorio rocoso que emergía del mar. Los españoles lo llamaban el sapo, porque desde ciertos ángulos semejaba a uno de estos batracios.

Después de nadar, David hacía bocetos de escenas de playa, que posteriormente convertiría en sus habituales pinturas de género. Con un ojo cruelmente observador dibujaba, no sólo a las atractivas bañistas jóvenes que se asoleaban o paseaban con sus monokinis, sino también a las mujeres más viejas, que se habían sumado a la manía de los trajes de baño sin sostén.

Bethany opinaba que, incluso las mujeres de su edad, parecían más atractivas con el traje de dos piezas. Los senos juveniles desnudos eran atractivos, sin embargo resultaban más tentadores, cuando se dejaba un poco a la imaginación del espectador.

En conjunto, le gustaba España, aunque no tanto como Italia. Pero David encontró mucho que criticar.

Cada tercera noche cenaban en un restaurante donde, nuevamente, sus actitudes diferían. Ella, acostumbrada por una nana inglesa a comer lo que le pusieran enfrente y posteriormente nutrida, con los aburridos platillos del internado, encontraba más fácil aceptar las deficiencias culinarias de la cocina local.

David, que detestaba la comida frita y prefería los vegetales bien cocidos, se tornó cada vez más irascible en restaurantes donde casi todo era frito y las verduras, se servían en la forma de ensaladas insípidas y papas fritas.

Hallaron finalmente un lugar aceptable: «Los Pepes» en el pueblo costero de Jávea y otro en las afueras de Calpe, donde los mejillones rellenos y el helado de limón, resultaron deliciosos.

Fue casi un alivio para la chica cuando, después de tres semanas en España, David sugirió que regresaran a Portofino. Bethany no sabía por qué el viaje se había estropeado, pero temía que fuese por la falta de otra compañía aparte de la suya.

Regresaron a Italia por transbordador de Barcelona a Génova, Una vez de regreso en suelo italiano, David pareció recuperar el ánimo tranquilo.

Empezó el retrato de Bethany, usando gouache en lugar de óleo. Durante todo el dorado mes de junio, el artista no pinto uno sino varios retratos de Bethany.

La trazó con su vestido de verano color verde mar pálido y envuelta en un chal amarillo de seda china. Recostada, semidormida, asoleándose, sentada, con la gata en el regazo. La pintó bajo la ducha de la piscina, con su dorada piel brillante, sus cabellos húmedos; y en la falda provenzal y flores rojas en el pelo.

Una mañana después de pasar su prueba de conducción, Bethany fue sola de compras a Rapallo, al regresar con provisiones, David le dijo:

—Esta tarde, me gustaría hacer un estudio de desnudo. ¿Te molestaría posar para mí?

—De ninguna manera.

¿Por qué había de incomodarle mostrarse desnuda ante él, si anhelaba que le hiciera el amor?

El debió reflexionar un poco respecto al desnudo, antes de mencionarlo.

Después del almuerzo, pidió a la joven que posara para él, cerca de la piscina, que no podía verse desde las casas vecinas, sentada sobre una toalla azul.

Él estaba pintándola, cuando oyeron el timbre de la puerta.

—Yo abriré —dijo David—. Más vale que te cubras, en caso de que sea alguien a quien tenga que invitar a pasar.

Colocó su cuaderno de bocetos, en el caballete y lo tapó con una tela.

Al regresar, lo seguía un joven italiano, Bethany tenía puesto su bikini, David presentó al muchacho como Giancarlo Salviati, hijo de los propietarios de la villa vecina.

Lo invitaron a cenar esa noche y él, prometió regresar más tarde. Cuando Bethany y David estuvieron solos, éste comentó:

—Su padre es un industrial milanés, que posee varias casas. Usan la de Portofino sólo ocasionalmente. Por lo regular, mandan algunas sirvientas para prepararles el lugar, antes de que ellos lleguen. Apuesto que como Giancarlo está solo aquí para pasar la noche, debe estar en la lista negra de su papá. Supongo que te invitará a salir con él. Me aseguraré de que no te confunda con alguna muchacha frívola y quiera propasarse contigo.

—No tengo el menor interés en salir con él —comentó Bethany, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué no? Es hora de que te pruebes a ti misma. En nuestros días una muchacha de diecisiete años y medio, ya debería estar saliendo con chicos.

—Ya he tenido una cita.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—Contigo… en Mas de la Chapelle.

—No puedes contar eso como cita.

—No veo por qué no. Me llevaste flores, me puse un vestido nuevo y me arreglé el cabello, de una manera diferente; ingerimos una comida deliciosa en un lugar encantador. Fue una de las noches más felices de mi vida.

—La primera de muchas, espero. Antes de que crezcas mucho más, te invitarán a muchos sitios más interesantes que Mas de la Chapelle.

—Eso yo debo decidirlo, ¿no crees?

Volvió a su lugar junto a la piscina y se quitó el bikini para retomar su pose.

Durante casi media hora, permanecieron en silencio, hasta que David dijo:

—Puedes vestirte. He terminado por hoy.

Había estado trabajando con su traje de baño y un sombrero de paja, que le protegía el rostro y los ojos del sol brillante. Poniéndose de pie, se quitó el sombrero, corrió hacia la piscina y se zambulló ágilmente.

Bethany se vistió y fue a contemplar la pintura.

El artista había captado todo el color y el resplandor, de una tarde de verano italiana. El brillo rutilante del agua. Las ramas cuajadas de buganvillas purpúreas, sobre la pared de la terraza superior. La chica desnuda sobre la toalla azul, con la cabeza echada hacia atrás, de manera que su larga cabellera casi tocaba los mosaicos de terracota.

Pintó sus senos, del mismo color dorado que el resto del cuerpo. La otra pequeña área de piel pálida, estaba oculta por la pierna levantada. Como siempre, al observar este retrato suyo, era como mirar a una extraña… alguien parecido a ella, pero que no era en realidad ella…, una chica mucho más hermosa y fascinante que la que su espejo reflejaba.

Si él la veía así, seguramente eran los ojos del amor, los que la transformaban de esa manera. ¿O era simplemente, licencia artística?

David seguía nadando vigorosamente de un lado a otro de la piscina, cuando la joven entró en la casa para preparar un refresco.

Al regresar al jardín, descubrió que su tío había recogido sus cosas y había entrado en su estudio. Siempre fue una regla de la casa, que nadie tenía permitido molestarlo cuando la puerta del estudio estaba cerrada.

No salió de su recinto sagrado, hasta que la campana se escuchó dos veces y Giancarlo, regresó para cenar con ellos.

* * *

Desde entonces y con el estímulo de David, el joven pasó gran parte del tiempo en Villa Delphini. Y antes de que terminara esa semana, alguien más entró en sus vidas y mostraba señales, de convertirse en otro visitante asiduo.

Natasha, confesaba que su apellido era impronunciable, excepto para otros rusos, vino a Portofino, como Francine Valery antes que ella, en el yate de un millonario. Pero a diferencia de Francine, que cocinaba para la tripulación del yate norteamericano, Natasha fue huésped en el que había llegado desde Saint Tropez.

La chica nació en Londres y lo único ruso en ella, eran su apellido y sus ancestros. Decía ser escultora y estaba en camino a Florencia, cuando el encanto de Portofino la retuvo allí. Estaba hospedada en el Splendido, y hablaba con propiedad en los hoteles de lujo y las casas de los ricos.

Después de tratarla algunos días, Giancarlo dedujo que se trataba de una muchacha que andaba a la caza de algún protector rico, que reemplazara al dueño del yate, que se había hartado de ella y con el cual había reñido.

—Debe tener algún dinero que le dure por algún tiempo, o no se andaría divirtiendo con David —fue la opinión que confió a Bethany.

Bethany admitía que Natasha era atractiva, pero no le simpatizaba y no entendía por qué a David, parecía divertirle su perverso humor.

Cuando se lo comentó a Giancarlo, el italiano dijo:

—David me contó que eras muy inocente y que, más valía que no te pusiera un dedo encima, si no quería enemistarme con él. Debes de ser demasiado ingenua, si no entiendes por qué parece encantado con la mujer. Quiere llevarla a la cama. Me sorprende que todavía no lo haya hecho. Ella no es nada candorosa. Estoy seguro que ya perdió la cuenta, de los hombres con quienes se ha acostado. Sé que imaginas a David como una mezcla de Dios y Superhombre, sin embargo no imaginas que tenga deseos naturales por una mujer. Es un hombre, no un santo ni un monje.

—Lo sé. Cuando llegué aquí, tenía una amiga con la que vivía. Pero era completamente distinta de Natasha. Francine era un encanto y esta rusa es una… golfa.

Natasha estaba en la piscina, con un monokini negro y cubierto de cadenas de oro.

La forma en que se había aplicado aceite para sol en sus puntiagudos senos, había hecho que Bethany se contrajera de vergüenza, ante los sugestivos movimientos de sus largos dedos de uñas plateadas.

—Tienes razón —asintió Giancarlo—. Una golfa… pero ¿qué importa eso? No quiere casarse con ella, solo… —se interrumpió—. No encuentro una palabra discreta para lo que tiene en mente.

En ese momento, el sujeto de su charla entró en la cocina. Debió escuchar la última parte de lo que hablaban, porque había en su rustro una expresión de furia.

¿Estaba enfadado porque la había oído hablar de Francine con Giancarlo? O ¿porque había llamado golfa a Natasha? O ¿por el último comentario del italiano?

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó.

—Ya casi está todo listó. ¿Quieres llevar esta bandeja, Giancarlo?

Regresaron al jardín, los dos hombres cargados con bandejas.

No había nada en la charla ligera y amable, alrededor de la mesa del almuerzo, que presagiara el vengativo exabrupto, o su catastrófica consecuencia, que había de surgir después de la agradable comida. Bethany nunca averiguó qué había provocado su explosión, qué le había dicho David para inducir su furia. Antes de que la rusa estallara, Bethany estuvo charlando aparte con Giancarlo.

—¡Bastardo indecente! ¡No me vengas con pretensiones!

La salvaje exclamación de Natasha, hizo que los dos jóvenes se volvieran a mirarla, con expresión estupefacta.

—Creí que eras normal —dijo, perversamente—. He conocido algunos tipos raros, pero nunca uno como tú —se volvió al joven italiano—. Estás perdiendo el tiempo aquí, Giancarlo. No conseguirás engancharla. Ella no tiene ningún interés en ti, como él tampoco en mí. En realidad se gustan el uno a la otra. No sé como le llaman a eso en italiano, mas en inglés es…

—Cállate, Natasha —la voz de David no parecía exaltada, sino con una firme autoridad, que la silenció por algunos momentos.

La tomó del brazo y la hizo ponerse de pie.

—Recoge tus cosas, te llevaré a tu hotel.

—No te preocupes —se zafó de la mano de David, con un gesto brusco—. Prefiero caminar —tomó de un tirón su bolso y emprendió el camino hacia la salida.

Mirando turbadamente, primero al rostro sombrío de David y luego a la azorada Bethany, Giancarlo se puso de pie.

—Creo que… que también debo irme a casa… Tengo algunas cartas que escribir. El almuerzo estuvo delicioso, Bethany. Gracias. Los veré luego, quizá.

Con una sonrisa forzada, dirigida a la joven partió.

David lo vio alejarse, luego se sentó.

—Lo lamento. Nunca debí invitarla aquí. Un error de juicio de mi parte…, uno de tantos —agregó con voz tensa.

Bethany expresó lenta, muy suavemente:

—¿Es verdad, David? Lo es para mí. Te amo.

—Lo que sientes por mí no es amor —dijo, ásperamente—. Es el afecto natural y… y el culto al héroe que, naturalmente siente una chica por su padre o… por quien ocupa el sitio de él.

—No, no es eso, querido David —respondió ella, con suave convicción—. Te amo con amor de mujer… como te amó Francine. Lo he sabido desde hace varias semanas, pero no estaba segura de lo que tú sentías por mí.

Los ojos azules del pintor se volvieron a ella, llenos de anhelo, dolor y desesperación.

—¡Por amor de Dios! —exclamó—. Soy tu tío… el hermano de tu padre. No puede haber nada entre nosotros.

—¿Por qué no? Si nos amamos. No te veo como a un tío, nunca te he considerado así. Nos conocimos como extraños…, no como familiares. Podríamos contraer matrimonio. No está prohibido… lo he averiguado. No podríamos, o no deberíamos, tener hijos, pero podríamos casarnos…, si quisieras tomarme por esposa. O simplemente podríamos seguir viviendo juntos.

—Dices tonterías —habló con firmeza—. No quiero herir tus sentimientos y sé que en gran medida yo tengo la culpa de esta situación…, quizá he permitido que mis sentimientos se hayan desbocado un poco. Pero esto debe terminar… de inmediato. Ambos debemos dominarnos y buscar relaciones más factibles, más normales. Aparte del lazo sanguíneo entre nosotros, soy veinte años mayor que tú. Cuando tengas treinta años, yo seré un hombre maduro. Cuando tengas cincuenta, seré un viejo.

—Pero… ¿me amas… un poco?

—Siento un gran afecto por ti. Como artista estoy cautivado por tu rostro encantador y la gracia de tu figura. Serás una mujer muy hermosa y actualmente, tienes una frescura y una dulzura que inspiraría a cualquier artista, a cualquier hombre. El hecho es que, desde que Francine se fue, existe un vacío en mi vida que tú has llenado hasta cierto punto. Aunque todo eso no constituye, el tipo de amor del que estás hablando.

—No te creo, David. Pienso que estás negando que me amas, por lo que dijo Natasha. Lo hizo parecer sórdido… perverso… como si nuestro amor fuese algo sucio. Sin embargo no lo es… sé que no lo es. Lo que hubiera sido sórdido y odioso, es que hubieses hecho el amor con ella… en lugar de conmigo.

Bajo el intenso bronceado del cutis de David, asomó un leve rubor, confirmando que Bethany había atinado en lo referente a sus razones para interesarse en Natasha. El papel de la aventurera habría sido una protección, un instrumento para que él no perdiera el control.

—¡Oh, David, podríamos ser tan felices! En mi vida apenas tuve dicha, hasta que vine a vivir contigo. Ahora casi la tengo por completo. Lo único que me falta es que quieras besarme… hacerme el amor…

Impelida por una osadía, de la que apenas se creía capaz, la chica se irguió a medias y depositó un suave beso sobre los labios de David.

Por un momento, con las manos de Bethany sobre sus hombros, para evitar perder el equilibrio, él permaneció sin responder. Luego, con un gemido ahogado, la atrajo hacia sí y la sentó en sus piernas.

Fue un beso largo, apasionado, que no hizo concesión alguna a la juventud y falta de experiencia de la chica.

Por uno o dos segundos, se sintió asombrada por el ansia desesperada de los labios masculinos; luego sus esbeltos brazos rodearon el cuello de su amado y rindió su boca y todo su ser, con el ardor instintivo de un temperamento naturalmente cálido.

Ella inició el abrazo. David lo terminó cuando, poniéndose de pie como movido por un resorte, apartó sus labios de los de su sobrina y exclamó:

—¡Dios mío! ¡Debo estar loco!

Se aseguró de que Bethany estuviera firmemente de pie, antes de apartar sus brazos de ella y se volvió, para recorrer a zancadas el costado de la piscina.

Después de algunos pasos, se detuvo y se volvió.

—No podemos seguir viviendo juntos… eso está fuera de discusión ahora. Esta locura no durará. Lo sé, aunque tú no te des cuenta.

—No creo que sea locura. Me amas, David. Lo has demostrado… al besarme así.

—Todo lo que he probado es que, por unos instantes, te desee, como a cualquier mujer dispuesta —comentó brutalmente—. Cualquier hombre que hubiera estado sin relaciones sexuales por mucho tiempo, hubiese tenido la misma reacción. No me hagas ser cruel contigo. No quiero lastimarte… de ninguna manera. Pero debes aceptar, que sé más de la vida que tú. Lo que ahora sientes no durará. Es enamoramiento juvenil. Todos pasamos por eso. Cinco años después, volvemos atrás la mirada y agradeceremos al cielo, que el asunto no llegara a más.

Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos.

—¿Qué podemos hacer contigo?… Ése es el problema. Todavía necesitas custodia. No puedo echarte simplemente y que te las arregles sola.

—¿De veras quieres que me vaya? —Ella no podía creerlo.

—Tiene que ser; no hay otra alternativa. Si te permito quedarte, después de lo sucedido hoy, sería imperdonable. Me nombré como tu custodia, hasta que fueras mayor y esa responsabilidad incluye, protegerte contra mí mismo —declaró David con firmeza—. Porque tú no podrías defenderte sola, si yo fuese lo suficientemente ruin como para aprovecharme de ti.

* * *

Dos días después, Bethany descendía del avión que la llevó a Londres y la recibió en el aeropuerto, una amiga de David que debía darle alojamiento por una semana o dos. Geraldine Porter también era pintora; soltera, de treinta y dos años. La joven sabía que, no obstante lo mucho que David la extrañara, no cambiaría de opinión. Nunca lo volvería a ver.

Él no está aquí; sino lejos.

El ruido de la vida empieza otra vez.

Y espectral entre la lluvia pertinaz.

Sobre la calle vacía raya el alba de otro día monótono.

Las líneas de Tennyson, de su poema In Memoriam, expresaban exactamente lo que la joven sentía; cada día una aburrida sucesión de horas tristes, vacías, lentas, que se arrastraban hasta la hora del misericordioso olvido del sueño.

Cuando, después de un año en Norteamérica, Cressida Suffolk regresó a Inglaterra, encontró a Bethany viviendo en un albergue y trabajando en una florería de Chelsea.

Los padres de Cressida, le habían dejado una herencia considerable. Al mes de su retorno, se compró un lugar más pequeño y persuadió a Bethany, que lo compartiera con ella.

El trauma de la pérdida de sus padres, no alteró el carácter vivaz de la chica. Decía que había días, en qué los extrañaba terriblemente.

—Pero no puede una lamentarse toda la vida. Ya pasé lo peor. Ya no lloró súbitamente, como me sucedía durante los primeros cuatro meses.

Bethany no le contó nada, respecto a la razón para regresar de Portofino, sólo que David había decidido cerrar la casa para viajar.

Ni a su amiga, podía confiarle la verdad sobre su partida de Italia.

Estaba convencida de que, a pesar de lo que él pudiera decir, la amaba.

Antes de unir fuerzas con Cressida, apenas había tenido vida social. Sin embargo, cuando las chicas empezaron a vivir juntas, Bethany no pudo evitar, el verse incluida en las fiestas que organizaba su amiga.

Gradualmente, empezó a aceptar invitaciones al teatro o a conciertos; aunque siempre se mantenía a una distancia prudente, de los hombres que la invitaban. Esto desalentaba a unos, pero servía de incentivo a otros.

Por medio de su empleo en una compañía de subastadores, cuyo nombre era muy conocido por los coleccionistas de arte en todo el mundo, Cressida encontraba muchos jóvenes casaderos. Los que no le interesaban, los desviaba hacia Bethany.

Cressida recordaba que su madre había dicho, que la gente que careció de amor en la infancia, con frecuencia hallaba dificultad en relacionarse durante la edad adulta. Era extraño, incluso inquietante, que Bethany nunca mostrara el menor interés o atracción, hacia ninguno de los interesantes jóvenes que ella le presentaba.

El hombre que, finalmente, logró agitar un poco la calma habitual de Bethany, hizo su entrada en su vida no por los buenos oficios de Cressida, sino por medio de la florería donde Bethany trabajaba.

Estaba en la parte trasera de la tienda una mañana, cuando oyó el tintinear de la campana de la puerta. En la sala de exhibición vio, de espaldas a ella, a un hombre alto, bien vestido, que miraba un arreglo de flores de seda. Tenía pelo oscuro y el cuello muy bronceado.

—Buenos días —dijo la chica, amablemente.

El hombre se volvió y la sonrisa en labios de Bethany, se desvaneció. El personaje tenía una fina nariz aquilina y ojos muy oscuros, casi negros. Sin embargo no era árabe. La joven estaba casi segura de que era italiano y que lo había visto antes. El hombre tenía una boca grande, sensual, ligeramente curvada en las comisuras, por una permanente sonrisa divertida y en los ojos, existía un brillo irónico.

En un reflejo involuntario, la joven agregó:

—Buon giorno, signore. ¿Posso aiutarlo?

La mirada que le dirigió era muy italiana; no tan lasciva como maliciosa y más francamente sexual, que la que un inglés de su tipo pudiera dirigir a una chica.

—Buenos días, vine a recoger un ramo, que mi madre ordenó a principios de este mes —dijo en un inglés perfecto.

—¿Cuál es el nombre, por favor? —preguntó, Bethany.

—Dorset… Crammer Castle.

—Oh, sí, recuerdo.

Bethany estuvo atendiendo el salón de exhibición, cuando la madre de este hombre llevó un trozo de la tela de unas cortinas que le estaban confeccionando, para que le prepararan un ramo que hiciera juego con su color.

Incluso trajo el florero en el que colocaría el ramo; dos cornucopias de cristal bastante extrañas, sobre bases de mármol. Parecía una mujer agradable, amistosa y Bethany, charló con ella sobre flores y muebles.

Fue solo, cuando tuvo que apuntar los datos en el libro de registro de órdenes y la clienta le extendió su tarjeta, que la joven se dio cuenta de que estaba tratando con la Duquesa de Dorset, cuya casa tenía la fama de ser uno de los lugares más hermosamente preservados, desde el punto de vista históricos en todo el sur de Inglaterra.

Esa noche, le mencionó a Cressida acerca de la duquesa, quien dijo:

—Parece una mujer agradable. Pero tiene un hijo, que es una plaga. Tuvo un romance tremendo con la amiga de una conocida mía. De repente, cuando esta chica ya estaba muy enamorada de él… ¡zas! La dejó y empezó a cortejar a otra. En honor a la verdad, Fiona ya estaba bastante madura para saber la clase de hombre que es, un Don Juan sin sentimientos. De cualquier manera, el tipo se portó muy mal. Si su madre se convierte en cliente regular de la florería y él, se asoma por allí para acompañarla, ¡ten cuidado!

Él pagó las flores con un cheque del Banco Coutts. Cuando extendió a la chica el cheque y ésta vio su nombre y título impreso bajo su complicada firma, supo que no se trataba del heredero del duque, sino un hijo menor, Lord Robert Rathbone.

—Gracias. Por favor diga a su señora madre que, si las flores no son de su entera satisfacción, nos dará mucho gusto hacerle otro arreglo —dijo la chica.

—Lo haré, aunque estoy seguro de que le encantarán, ¿sabe mi madre su nombre?

—Castle.

—¿Señorita Castle?

—Sí.

—Gracias, señorita Castle. Adiós —con una amable inclinación de cabeza, Lord Rathbone salió de la rienda.

Bethany lo vio detenerse por un momento a la orilla de la acera y luego de mirar en ambas direcciones, atravesar la calle. Tenía buen porte y vestía con gran elegancia.

¿Por qué, cuando creyó que era italiano, pensó la chica que lo había visto antes? ¿A quién le recordaba?

Esa tarde, estaba en una estética arreglándose el cabello para una cita, cuando hojeó una revista de modas.

En la parte de atrás, en una sección de sociales, llamada El Diario de Jennifer, que incluía fotografías de personalidades, atrajo su mirada la foto del mismo hombre moreno, que perturbara su equilibrio ese mismo día.

Estaba vestido para un juego de polo con una camisa blanca abierta, que dejaba ver parte de su musculoso pecho y anchos hombros de atleta. El otro personaje de la foto era nada menos, que el Príncipe de Gales. Estaba entregando a Lord Robert un poni de plata, que se entregaba al mejor jugador en las competencias de polo.

Mientras su vista se detenía en el noble, mucho más alto que el Príncipe y una barbilla más prominente, algo se acomodó en su recuerdo y supo a quién se parecía.

A Lorenzo de Médicis.

Durante un mes se olvidó de Lord Robert hasta que, al ver el libro de pedidos, observó que, en su día libre, la señora Hastings había apuntado otra orden para la duquesa.

Cuando estaba con su jefa, opinó:

—Supongo que la duquesa quedó satisfecha con nuestro arreglo. Veo que hizo otro pedido.

—Sí, es un regalo para una amiga. Espero que obtengamos muchos clientes nuevos, por medio de ella. Es famosa por su gusto excelente y si nos menciona, será una publicidad estupenda. Por cierto, comentó conmigo que yo era afortunada, por tener una asistente tan encantadora y eficiente como tú.

—Es amable de su parte.

—En realidad eres de gran ayuda para mí, Bethany. A mis clientes les gusta ser atendidos por una persona civilizada, no alguna muchacha que mastica chicle, vulgar y apática. Es extraordinario lo insolentes, incluso groseras, que son algunas chicas en estos días. Aun las hijas y las nietas de nuestras amigas. Apenas el otro día en Harrods, quedé horrorizada al oír cómo trataba a un cliente una chica que conozco bien. Es terrible la forma en que ha declinado la educación.

Si hubiese sabido, lo que impulsó a la duquesa a hacer un nuevo pedido de flores y a efectuar, alguna discreta indagación sobre la principal ayudante de la señora Hastings, Bethany se hubiera sentido nerviosa y consternada.

—Había una chica extraordinariamente bella, atendiendo la florería. ¿Te fijaste, madre? —le dijo Lord Robert a su madre, al llegar con las flores.

—Sí. Tiene un rostro encantador y unos ojos preciosos, aunque tristes.

—Me pregunto quién será. Su apellido es Castle, ¿conoces algunos Castle?

—Creo que no.

Y el joven libertino, que sabía el anhelo inexpresado de su madre, porque abandonara su búsqueda de chicas frívolas y se enamorara, de una muchacha honesta que lo hiciese cambiar de vida, no dudó que la buena mujer se afanaría por averiguar quién era la chica y por concertar, un nuevo encuentro entre ambos.

* * *

Cuando la duquesa descubrió, que Bethany era la hija de un terrateniente de Hampshire y que se educó, en una exclusiva escuela para señoritas, el resto fue sencillo.

En años anteriores, fueron otras madres, no la suya, las que pusieron a funcionar su ingenio, para lograr que Robert llegase hasta el altar. Ahora, sabiendo que su hijo había tenido para escoger a docenas de jóvenes elegibles y no mostró por ellas, más que un interés pasajero, la duquesa decidió que era tiempo de afanarse en favor de cualquier chica aceptable, por la que él mostrara el menor interés.

Existían varias razones por las que, ella y su esposo, estaban ansiosos de verlo casado. Al duque le preocupaba la descendencia.

Cuando una chica, con la que Bethany estuvo en la escuela, pero con quien apenas simpatizaba, entró en la tienda con su madrina y ésta regresó una semana después y luego de una afable charla, invitó a Bethany a una reunión informal, la joven consideró esto inusitado, pensando que apenas se habían conocido. Nunca se le ocurrió, que estaba siendo manipulada.

Una sirvienta la recibió en casa de la señora Fitzhoward, la anfitriona. Tomó su abrigo y la condujo a una sala, donde siete u ocho personas ya estaban reunidas.

Inmediatamente, su anfitriona vino a recibirla.

—Señorita Castle… qué encantadora está con ese vestido violeta. ¿No le parece que hace un poco de frío esta noche? Venga a tomar un poco de ponche, para que entre en calor.

Le presentó a un joven, que estaba a cargo del ponche y quien sirvió, a la joven un vaso. Luego la presentó con las demás personas.

El hombre más alto del grupo, se adelantó a la mujer cuando iba a presentar a Bethany con él, diciendo:

—La señorita Castle y yo ya nos conocemos, señora Fitzhoward. Pero ella quizá no me recuerde, fue un encuentro muy breve. Señorita Castle, soy Robert Rathbone.

Le ofreció la mano. Cuando ella le extendió la suya, el joven noble no la estrechó como esperaba, sino que la llevó a sus labios, para besar su dorso. Fue un gesto realizado, con la tranquilidad de alguien acostumbrado a ese tipo de saludo. Aunque Bethany estaba decidida a no sucumbir a su encanto, como la mayoría de las mujeres, no pudo evitar sentirse halagada por el acto de homenaje.

—Lo recuerdo, Lord Robert —contestó, con una sonrisa cortés.

—Tenía la esperanza, de que nos volviéramos a encontrar.

—Ah, ¿de veras? ¿Por qué? —inquirió Bethany.

—Porque quería hablar con usted y no creí que lo permitiera, si la buscaba otra vez en la tienda, ni que la persuadiría a salir a comer conmigo. Pero ahora nos hemos encontrado, en circunstancias que nos permiten charlar tranquilamente…, al menos mientras la anfitriona me permita que la monopolice a usted…

Tenía una sonrisa fascinante. Formaba dos profundos pliegues en sus mejillas. La joven se preguntó, dónde habría logrado ese bronceado.

—¿De qué sugiere que charlemos? —preguntó la joven.

—De usted… ¿En dónde aprendió a hablar italiano?

—Después de terminar la escuela, viví algún tiempo en Italia.

—¿Por qué creyó que era mi idioma?

—Porque usted parece italiano.

—En realidad tengo sangre italiana. Mi bisabuela, a la que conocí pues vivió hasta los noventa años, nació en los Estados Unidos, sus padres fueron italianos. Su abuelo era hijo de campesinos, sin embargo era inteligente y ganó mucho dinero en los Estados Unidos. Su hijo ganó más y tuvo una hija que era tan bella como usted. Pero cuando llegó a los sesenta años, tuvo que usar siempre anteojos oscuros. Sus ojos se habían enrojecido por el uso de la belladona, que las mujeres en su época utilizaban para dar brillo a su vista. Veo que usted no se pone nada en sus preciosos ojos.

Bethany negó moviendo la cabeza.

—He oído que usted es un tremendo galanteador, Lord Robert. Por lo que veo los rumores no se equivocaban —comentó secamente, Bethany.

—Decirle que es hermosa no es galantear. Es simplemente enunciar un hecho. Mi madre comparte mi opinión. Ella piensa que usted tiene ojos tristes. Mi primera impresión fue de… ¿cómo podría explicarlo?… de que su expresión era de «mírame y no me toques». Ahora está allí otra vez. ¿Acostumbra prejuzgar a la gente, señorita Castle? ¿Ha decidido de antemano tenerme antipatía, a causa de algunos rumores que escuchó por ahí?

—Los chismes y rumores tienen usualmente ciertas bases y sé, al menos, un hecho que me hace suponer que usted y yo no tenemos mucho en común.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es?

—Tengo entendido que usted es jugador de polo.

—Sí, aunque nunca supe de nadie que estuviera en contra del polo. Lo que enfurece a mucha gente es la cacería, y yo estoy de acuerdo en eso.

—Todo lo que tenga que ver con caballos me aburre —confesó Bethany.

__¿Qué la emociona?

—La poesía… el arte… la cocina.

Para sorpresa de la chica, su interlocutor respondió en italiano… y en verso.

—¡Quant’e bella giovinezza, che sifugge tuttavia! Chi vuol esser leto sia: di doman non che certezza. No sé quién lo escribió. Quizá usted lo sepa.

—Fue Lorenzo de Médicis. ¿En dónde lo aprendió?

—Me lo recitaba mi bisabuela. Quizá se estaba volviendo un poco loca, cuando la conocí. Lo repetía tan seguido, que me lo aprendí como un perico. Más tarde, cuando supe lo que significaban las palabras, me pareció una máxima muy sabia —la repitió en inglés—. «Qué hermosa cosa es la juventud, pero que fugaz. Quien desee ser feliz, que lo sea. Porque nadie sabe lo que traerá el mañana».

Miró a Bethany con ojos resplandecientes.

—Creo que la he confundido, señorita Castle. Me tenía catalogado, como un ignorante redomado. Sin embargo no lo soy, como podrá ver, nací rodeado de bellos cuadros, de modo que si es de arte lo que debemos comentar, puedo darle gusto fácilmente. En cuanto a la cocina, aunque no soy un chef, si algún día me invita a probar su habilidad culinaria, descubrirá que soy un buen gourmet.

Ella recordó a David y los ojos, se le humedecieron.

—Querida amiga, ¿qué dije para perturbarla así? —preguntó Lord Robert. Se acercó a la joven, para ocultarla de los otros.

—Nada… nada.

—Quizá mi madre tenía razón. Está usted triste en estos días. Lamento si mencioné algo, que resultara emocionalmente perturbador.

—No fue así… no tiene que disculparse. Hablemos de arte —respondió Bethany apresuradamente, aferrándose a un tema que, aunque tenía algunas asociaciones dolorosas para ella, era el medio más inmediato, para suavizar el momento embarazoso—. ¿Prefiere el óleo o la acuarela?

—Oh, sin duda, la acuarela. Si mi casa estuviera quemándose y me dieran a escoger qué cuadros salvar, me llevaría los Turner y los Girtin. Uno de los misterios del mundo del arte que siempre me han fascinado es, qué sucedió con la Eidometropoli. ¿Ha oído hablar de ella? Fue un enorme panorama de Londres, que Girtin exhibió en 1802. En el Museo Británico, hay cinco o seis bocetos para ese cuadro, pero el panorama en sí se ha perdido. Ciento ochenta años es mucho tiempo, para que algo así esté abandonado. Pero supongo que algún día se encontrará. Todavía hay muchas obras maestras, arrumbadas en algún sótano o bodega en todo el país. Aunque por supuesto, muchos tesoros artísticos fueron robados o destruidos durante la Segunda Guerra.

Cuando le propuso acompañarla a su casa al terminar la reunión, ella aceptó sin vacilación.

—¿Bonita fiesta? —preguntó Cressida, apagando el televisor al entrar su amiga en la sala. Ella no había tenido cita esa noche.

—Sí, muy agradable.

—¿A quién conociste? ¿Quién te trajo a casa? —Evidentemente, la chica había oído el coche de Lord Robert detenerse ante su puerta.

—Robert Rathbone.

Como Cressida alzara las cejas de inmediato, Bethany comentó:

—Creo que no es tan terrible como lo pintan. Quizá algunas chicas, observan lo peor en él. Al principio fue un poco insinuante, pero luego se portó muy bien.

—¿Lo verás otra vez?

—No creo.

Bethany, se sintió ligeramente decepcionada e incluso desconcertada cuando Robert, con quien ya se hablaba de tú, se despidió sin proponer otro encuentro.

—Creo que le parecí agradable para charlar en una fiesta, aunque comprendió que no estaba dispuesta, a convertirme en otro de sus trofeos de caza.

Pero si hubiesen tenido acceso a los pensamientos secretos de Robert, cuando dejó a la joven en su casa y la media sonrisa que los acompañaba, ni Bethany ni la madre del joven aristócrata, hubiesen dormido tranquilamente esa noche.