Capítulo 2

Bethany estaba escribiendo a su mejor amiga, Cressida. Intercambiaban largas cartas cada semana, durante las vacaciones escolares. Bethany le contaba, sobre sus dificultades con su madrastra.

Éstas amenazaban con empeorar, ahora que John había muerto. Habían transcurrido seis días, desde que sucediera el accidente en que perdiera la vida y el día anterior, lo habían enterrado. Su viuda y sus dos hijos, todavía tenían los ojos rojos por el llanto.

Sólo Bethany fue incapaz de derramar una sola lágrima, por el hombre que jamás la besó. Sin embargo, aunque nunca le demostró el menor afecto, la joven pensaba que no hubiese permitido, que su madrastra fuera demasiado dura con ella. Sin embargo, ahora que estaba muerto…

Nanny Evans entró en la alcoba.

Aunque Bethany tenía dieciséis años, nadie la trataba como una joven dama, con derecho a la intimidad. Cuando Susan, de diez años, la mayor de sus hermanastras, informó a su madre que Bethany, había cerrado la puerta de su habitación con llave, Lady Castle subió con rapidez, le exigió que abriera la puerta inmediatamente y se guardó la llave.

—Espero que no estés fumando algo raro —dijo, olfateando suspicazmente el aire.

—¡Por supuesto que no! Simplemente no me gusta que Susan y Julia, entren en mi dormitorio sin llamar siquiera.

—En esta casa no habrá puertas cerradas con llave. Pasas demasiado tiempo encerrada aquí. ¡Con razón te encuentras tan pálida y demacrada! Deberías estar afuera, haciendo algún ejercicio saludable.

El aya Evans trataba habitualmente a Bethany, como si todavía fuese una niña a la que podía mandar, reprender y faltar al respeto.

—Supuse que te encontraría aquí —comentó de mal humor—. Hay alguien abajo, que dice ser hermano de Sir John. Yo no sabía que él tenía un hermano. Como tu madre no está en casa, creo que debes bajar a recibirlo.

Siempre se refería a Lady Castle como «tu madre».

Margaret Castle había escogido, el papel tradicional de la madrastra abominable. Desde que Bethany podía recordar, Margaret sólo le demostró un antagonismo, que en ocasiones estallaba en abierta hostilidad.

Bethany quedó perpleja y luego recordó que, algún tiempo atrás, Cressida le confió ciertos rumores que escuchó en su casa.

Parecía que los abuelos de Bethany, tuvieron dos hijos. Después de que el mayor accedió al baronazgo, él y su hermano pelearon y el más joven, se fue de Inglaterra y nunca regresó.

Aunque Cressida la instó a que lo hiciera, Bethany nunca preguntó a su padre o a su madrastra, sobre la verdad de este rumor. Pronto había aprendido que incluso el solo mencionar a su madre muerta era algo que debía evitar. Muy pronto olvidó la historia.

—Está bien, nana, bajaré enseguida.

—Lo hice pasar a la biblioteca, donde hay poco que pueda robar si se trata de algún embaucador. Creo que es un caballero, aunque no se parece en nada a tu padre. Es posible que haya leído sobre la muerte de Sir John en los periódicos y encontró la oportunidad de entrar aquí, para robar algún objeto valioso. Tiene consigo uno de esos enormes portafolios; parece lleno, pero podría estarlo de periódicos viejos. Tú puedes bajar más rápido que yo. Más vale que vayas pronto y veas qué está haciendo. Si actúa en forma sospechosa, grita y llamaré a la policía.

Bethany bajó rápidamente, no porque esperara encontrar a un experto ladrón entregado a su pérfida labor, sino por la curiosidad de conocer al misterioso hermano de su padre.

Cuando entró en la biblioteca, parecía que no había nadie allí. Luego una agradable voz masculina dijo:

—Hola —y la joven alzó la mirada, para verlo montado sobre una escalera con ruedas revisando uno de los anaqueles más altos.

—Buenas tardes —saludó ella, formalmente.

En realidad no se parecía en nada a su padre.

Su cutis era de un tono bronceado, aceitunado y sus cabellos rubios, tenían mechones descoloridos por el sol. Los ojos de Sir John, habían sido de un azul muy pálido. Los de este hombre eran casi ámbar.

El extraño, cerró el libro que estaba examinando y lo volvió a poner en su lugar. Luego bajó la escalera.

Cuando caminó hacia ella, Bethany se percató de lo alto que era.

Siendo ella misma espigada, no estaba acostumbrada a sentirse pequeña, como en esa ocasión.

—¿Cómo está? Soy David Castle y usted debe ser la señorita Castle.

—Sí. Mucho gusto.

—Como probablemente nunca habrá oído hablar de mí… —comentó él—. Quizá será mejor que me identifique.

La identificación que le extendió, era un pasaporte británico a nombre de Mr. D. U. Castle.

Después de echarle una mirada al nombre, Bethany quiso regresárselo, sin embargo él dijo:

—Mejor verifique si la fotografía en el interior es la mía.

La chica volvió la página, a la que ostentaba la foto a color de las mismas facciones bronceadas, del hombre que la miraba sonriente.

Sus ojos se desviaron a la página opuesta, donde bajo el encabezado Descripción, había algunos datos respecto a él.

Ocupación: Artista Pintor

Lugar de nacimiento: Blackmead, United Kingdom

Fecha de nacimiento: 9 de septiembre de 1943

Residencia: Italia

Estatura 1,87 m

El espacio dedicado a señas particulares, estaba en blanco. Los que decían esposa e hijos, estaban tachados con una línea punteada. Bethany cerró el pasaporte y se lo devolvió.

—Bienvenido a casa —expresó, con cierta timidez.

La señorita Evans entró a hacerles compañía, mirando al recién llegado con expresión desconfiada y temerosa.

—El señor Castle acaba de identificarse —dijo Bethany—. Sus sospechas eran completamente infundadas, nana. Mi tío debe sentirse cansado, después de su prolongado viaje. ¿Quiere pedir por favor a la señora Herring, que nos prepare té?

—Oh… muy bien —con expresión desconcertada, la mujer dejó la biblioteca.

Bethany se volvió al visitante.

—O quizá preferiría un whisky con soda, ¿no? —sugirió—. Las bebidas están en la sala y hace más calor allí. Temo que aquí hace demasiado frío.

—Recuerdo que la casa siempre estaba helada, cuando vivía aquí de niño… Deduzco que la nana, me tomó por alguna especie de rufián y me invitó a pasar aquí, como medida de precaución, ¿no es así?

Bethany asintió con la cabeza.

—Apenas se imagina que las cosas más valiosas y fácilmente vendibles de la casa, están aquí —agregó David—. ¿Es usted aficionada también a los libros?

—Sí.

Bethany tomó la delantera para dirigirse a la sala, lugar menos atractivo ahora, que unos años antes. El papel tapiz que la adornaba antes, lo quitaron y sustituyeron por uno verde pálido del peor gusto.

—¡Dios mío! ¡Ciertamente no fue una mejora! —Fue el comentario del acompañante de Bethany—. ¿Quién diablos escogió este horroroso papel tapiz?

—Mi madrastra —respondió Bethany, inexpresivamente.

—Lo siento… fue un comentario descortés. Debe perdonar mi mala educación. Es sólo que me gustaba el papel que adornaba la sala antes y me impresionó verlo remplazado por este… diseño.

—También a mí me agradaba el antiguo papel tapiz —admitió ella—. Por favor… sírvase lo que desee, mientras yo enciendo la chimenea. Aun con la calefacción central, este salón no es acogedor, a menos que esté encendido el fuego.

—¿Usted que tomará? ¿Jerez? —preguntó su acompañante.

—Éste… sí, por favor.

Su titubeo se debió a que, excepto cuando se quedaba en casa de Cressida, nunca le ofrecían ninguna bebida alcohólica.

David se acercó a ella al lado de la chimenea, con un vaso con whisky y soda en una mano y el jerez de la joven en la otra.

—¿Cómo lo está tomando su madrastra? ¿Se querían mucho ella y mi hermano?

—Sí, mucho. La única razón por la que salió hoy es que las niñas tenían cita con el dentista y como la nana no conduce no pudo llevarlas. Deben regresar a las cinco más o menos. Creo que no debí llamarlo señor Castle. Como mi padre murió, ahora usted es Sir David.

—No usaré el título. Morirá junto con mi hermano…, a menos que yo tenga un hijo, cosa que es poco posible. Ésa es la principal razón por la que vine, para asegurar a Lady Castle, que no tengo intención de usurpar su lugar aquí.

—No puede usurpar lo que le pertenece. Esta casa es suya ahora.

—Pero yo no la quiero; tengo una mucho más bonita, en un lugar bastante agradable —fue la respuesta de su interlocutor—. ¡Alla salute!

—Alla salute —repitió la joven, sin saber lo que quería decir, pero adivinando que se trataba de un brindis en italiano—. Me llamo Bethany. ¿En qué sitio de Italia vive?

—En un encantador y pequeño lugar llamado Portofino, un pueblo de pescadores, en lo que se conoce como la Riviera Liguriana.

—¿Está en la costa este u oeste?

—En la costa oeste, hasta arriba, extendiéndose desde la frontera con Francia hasta Viareggio, que fue donde el cuerpo de Shelley, nuestro gran poeta, fue arrastrado por la corriente, cuando su barco naufragó en el golfo de Spezzia.

Shelley era uno de los poetas preferidos de Bethany.

Aunque Sir John y su viuda debieron saber quién era Shelley y posiblemente, hasta conocieron las primeras líneas de su famosa Oda a una Alondra, Bethany sabía que nunca habría podido hablar con ellos de la corta y apasionada vida del poeta.

Pero David, parecía saberlo todo respecto a él y quizá, tenía algo en común con el artista. La chica se preguntaba, sobre qué habrían peleado él y su padre y por qué, no estaba casado David, como la mayoría de los hombres, a los treinta y cinco años.

David no parecía tomar nada demasiado en serio. Incluso en reposo, su boca tenía un sesgo irónico, como si no hiciera falta mucho, para hacerlo reír. La risa era algo que, habiéndola compartido en gran medida en casa de los Suffolk, extrañaba sobremanera ahí, en su propia casa.

—¿Ha vivido mucho tiempo en Portofino? —preguntó la chica.

—Cinco años. Antes de eso parecía gitano, me movía de un sitio a otro, adonde me llevara el capricho. Todavía viajo mucho, aunque mi base está en Portofino. Desgraciadamente, es un lugar tan atractivo que, en ciertas épocas del año, se llena de turistas, con todas las desventajas que el turismo trae consigo. Pero, afortunadamente, mi casa está lejos, de los sitios más visitados por los paseantes. De todas maneras, me gusta mucho ese lugar para vivir. Nunca encontré otro que me gustara más.

En este momento, los interrumpieron la nana y otra mujer, que llevaba una bandeja.

—Ella es la señora Herring —dijo Bethany.

—Buenas tardes, señor —la cocinera de los Castle, le dirigió esa mueca que era lo más cercano a una sonrisa que podía esbozar.

—Buenas tardes. Esos pasteles parecen deliciosos. ¿Son hechos en casa?

—Sí, señor, todo es hecho en casa.

—Hace más de diez años, que no tomo el té inglés. Recuerdo que junto con el desayuno, los pastelillos del té eran mi comida preferida.

Cuando estuvieron solos otra vez, dijo a Bethany:

—Pero recuerdo que el almuerzo y la comida, no eran dignos de mención. Vegetales cocidos insípidos, carne grasosa y flan grumoso, no eran lo que yo consideraría manjares. Tal vez la señora Herring es mejor cocinera, que la que entonces teníamos.

—No es muy buena en lo referente a ensaladas y verduras. Los guisados no le salen tan mal. ¿Qué tal es la cocina italiana?

—Fue de los cocineros de Catalina de Médicis que los franceses aprendieron el arte de la cocina. La comida italiana puede ser deliciosa, sin embargo cuando yo era estudiante en Florencia, me alimentaba casi exclusivamente de pizza. Había un lugar cerca del Duomo, donde uno podía ver a los cocineros amasar la harina y meter la cochura al horno.

—Yo he probado la pizza. Me pareció deliciosa. El señor y la señora Suffolk, padres de mi amiga Cressida, nos llevaron a un restaurante llamado The Chicago Pizza Pie Factory. Fue para celebrar el cumpleaños de Cressida. A veces me quedo con ellos en las vacaciones, en su preciosa casa en Chelsea.

—¿La han llevado a la Galería Tate?

—¡Oh, sí! Y también a la Galería Nacional y al instituto Courtauld. El año pasado la señora Suffolk nos llevó a ver una exposición de verano en la Academia Real. ¿Ha exhibido usted allí?

—Sí, hace mucho tiempo. Actualmente, vendo casi toda mi producción por intermedio de una galería llamada Colnaghi’s.

—Es muy buena galería, ¿verdad? ¿Es usted un pintor famoso?

—Famoso no. Vendo bien mi obra. Firmo como David Warren…, pues éste es mi segundo nombre.

—¿Qué clase de artista es usted? Quiero decir, ¿pinta paisajes o retratos?

—¿Sabe lo que es la pintura de género?

Bethany movió la cabeza negativamente.

David explicó:

—Es el tipo de pintura que muestra escenas cotidianas; no la vida idealizada o romántica, sino la vida real. Pueden verse toques de este estilo, en algunos cuadros renacentistas y en parte, de la pintura flamenca primitiva. Tuvo sus primeros representantes auténticos, en los holandeses Vermeer y de Hooch, que pintaron escenas de taberna y fiestas musicales domésticas. Entre los franceses, se distingue a Chardin, como uno de sus mejores cultivadores y en Inglaterra, estuvo Hogarth. Las escenas de bailarinas de ballet, practicando en la barra y atándose las zapatillas, que pintó Degas son ejemplos de este estilo. Yo pinto principalmente escenas de playa y puertos.

—¿En acuarela u óleo?

—Principalmente acuarela. Algunas veces uso pastel. Pero basta de mí. Cuénteme algo de usted… O más bien, debería hablarte de tú, ya que eres mi sobrina. Aparte de la lectura, ¿cuáles son tus intereses? ¿Ya has hallado tu vocación?

—Estoy bien en mis estudios, sin embargo no me inclino en ninguna dirección en especial. Será mejor que sirva el té o se nos enfriará.

—¿Cuáles son tus materias preferidas? —le preguntó su tío.

—Francés y alemán.

—Quizá seas una lingüista en ciernes. Ése es un campo, con grandes posibilidades. Una chica que sabe más de dos lenguas, tiene el mundo abierto.

—¿De veras? —preguntó la chica, algo sorprendida.

Hablaron sin pausa mientras tomaban el té y comían los deliciosos pastelillos.

Bethany no podía controlar usualmente su apetito, lo atribuía a que todavía estaba creciendo y en forma por demás desmesurada.

La joven se sentó en el sofá frente a su tío y charló con una vivacidad que daba a su rostro todavía adolescente, una belleza que presagiaba mayores encantos.

Su animación se desvaneció súbitamente, cuando se abrió la puerta y Lady Castle entró en la sala, todavía en ropa de calle, lo cual sugería que la nana le había informado sobre el visitante, desde el momento en que su patrona llegó a la casa.

David, quien se había quitado la chaqueta de lana con parches de cuero en los codos, se puso de pie, pero no tan rápidamente como Bethany.

Después de aclararse nerviosamente la garganta, la muchacha dijo:

—Margaret… éste es el hermano de papá… David.

—¿Cómo está usted, Lady Castle? —Se acercó a ella, sonriente.

Margaret lo miró con la misma expresión fría, crítica, desconfiada que dirigía con frecuencia a su hijastra.

—Buenas tardes —expresó, fríamente—. Lo estaba esperando…, pero no tan pronto.

La sugerencia de que la premura para venir, se debía al deseo de reclamar su herencia, se dejó traslucir en el tono áspero de la mujer.

—Vine en cuanto me enteré de la muerte de mi hermano, pensando que quizá la haría sentirse tranquila, saber que no tengo intención de interferir en su vida en esta casa, Lady Castle —comentó David, amablemente—. He establecido un estilo de vida, que no deseo cambiar. Aunque la propiedad está sujeta a vínculo, no me siento obligado a vivir aquí y dejar el trabajo que tanto me gusta. Si usted puede encargarse de administrarla propiedad, me parece perfecto. Nunca pienso regresar a Inglaterra. De manera que la casa queda a su disposición.

Margaret Castle pareció desconcertada, obviamente se había preparado para enfrentar algo que amenazara su patrimonio.

—¿Está dispuesto a corroborar eso, ante un notario?

Bethany vio como se endurecían las facciones del visitante, aunque no hubo cambio en su voz, cuando manifestó cortésmente:

—No creo que eso sea necesario. Tiene mi palabra de que la única persona que le pudiera pedir, que buscara otro lugar donde vivir, sería mi hijo. Y actualmente soy soltero y pienso seguirlo siendo, por mucho tiempo.

Como ella no replicase nada, David agregó:

—¿No le basta mi palabra, Lady Castle?

—¿Quieres dejarnos solos? —le preguntó a su hijastra.

En el pasillo, Bethany se encontró a la nana, que espiaba.

—¿Se quedará a pasar la noche aquí? —inquirió en tono conspiratorio.

—No sé.

En el descanso del primer piso, fue interceptada por sus hermanastras.

—¿Cuál es el misterio? ¿Por qué le musitó algo la nana a mi mamá y ella subió rápidamente a decirnos, que no saliéramos de nuestra habitación?, tú vienes de la sala. ¿Quién está allí?

—Alguien que vino a visitar a tu madre.

—¿Quién?

—Si tu madre quiere, ella te lo contará.

Bethany se encaminó rápidamente a la única habitación, donde podía encerrarse, y entró en ella. Estaba prosiguiendo su carta a Cressida, cuando unos pasos en la escalera le advirtieron que Margaret se acercaba.

—¿Puedo preguntarte, con qué derecho ordenaste té y encendiste el fuego en la chimenea de la sala? —preguntó, mientras entraba en la habitación.

—M… me pareció correcto darle la bienvenida. Es el hermano de mi padre.

—A quien jamás habías visto, ni te lo habían mencionado. Cualquier persona con sentido común, adivinaría que debía haber alguna razón para que se le considerara persona non grata en esta casa.

—Parece un hombre muy agradable —replicó Bethany, osadamente.

—Lo mismo que mucha gente indeseable. En su juventud se portó abominablemente.

—¿Qué hizo?

—Traicionó la confianza que tu padre depositó en él, de una manera imperdonable.

—Quizá haya cambiado desde entonces. Parece que ahora es un artista de mucho éxito.

—Sólo tienes su palabra para corroborarlo.

—Si no tuviera éxito, aprovecharía de inmediato la oportunidad de venir a ocupar aquí, el lugar de mi padre.

—¡Nunca podría ocupar el lugar de tu padre! No tiene la personalidad de él —dijo Margaret, con impaciencia—. No dudo que prefiere llevar una vida disipada en el extranjero, que afrontar las serias responsabilidades que le esperarían aquí. Es un disoluto irresponsable. Sin embargo, como no tengo otra alternativa que albergarlo por una noche, más vale que cumpla este deber lo mejor posible. Tú podrás cenar con la nana y las niñas. No tiene caso que vuelvas a bajar. Y no quiero oír nuevamente, que le hablas sarcásticamente a la nana, como me informaron que hiciste esta tarde.

* * *

Más tarde esa noche, la chica estaba sentada en su lecho leyendo una novela, cuando alguien llamó a la puerta y se sobresaltó.

—Pensé que aún estarías despierta —comentó David, al entrar—. Yo solía leer hasta medianoche. ¿Tienes hambre?

—¿Trajiste comida? —preguntó la chica, poniéndose contenta.

—La cena no fue muy abundante, de modo que, luego que tu madrastra se fue a la cama, invadí la alacena en busca de algún bocadillo. Pensé que quizá tú también tendrías apetito.

De una bolsa de plástico, sacó algunos bocaditos.

—Este dormitorio parece un congelador —comentó—. ¿Por qué tienes que dormir aquí? Hay muchas habitaciones en el piso de abajo.

—Papá y Margaret solían recibir muchas visitas y la nana y la señora Herring, no quieren dormir aquí porque no pueden subir muchas escaleras. Me gusta esta alcoba… aunque me agradaría más, si pudiera empapelaría con uno de esos tapices floreados —comentó la joven nostálgicamente—. Con una bolsa de agua caliente y calcetines de lana, no es tan fría la cama.

—¡Caramba! ¿No podían comprarte una manta eléctrica? Hablando francamente, no me simpatiza tu madrastra y tengo la impresión, de que ustedes no se llevan muy bien.

—Pues… no, en realidad no nos llevamos bien. Yo he tratado de congraciarme con ella, de veras. Pero por alguna razón, parece una tarea imposible.

—¿Crees que podrías llevarte bien conmigo?

—Oh, claro. Sería muy fácil llevarse bien contigo. ¿Has cambiado de idea? ¿Te quedarás?

—No, se me ocurrió algo mejor. ¿Qué te parecería venir conmigo a Portofino?

—¿Quieres decir… que me vaya a vivir contigo a Portofino… para siempre?

—Si no para siempre, sí por el tiempo suficiente para que agregues a tu acervo de idiomas, el italiano.

—Oh, David… me encantaría. ¡Sería fantástico! ¿No estás bromeando?

—No podría hablar más en serio —movió la cabeza.

—¿Le has comentado a Margaret acerca de esto? ¿Me dejará ir contigo? Ella dijo…

—¿Qué dijo? —Él la instó a proseguir, cuando la chica se interrumpió de súbito.

—No te aprueba. Comentó que… que habías hecho algo… «imperdonable».

—Es cierto; lo hice —respondió David, solemne—. Pero fue hace mucho tiempo y hubo algunas circunstancias, que quizá ella no comprendió.

—¿Crees que mi padre te hubiese perdonado, si hubieras venido antes de que muriera? ¿Él sabía en dónde vivías? ¿Pudo escribirte?

—No, no sabía donde vivía. Pero aunque lo supiera, no me habría escrito. Lo que… hice era imperdonable desde su punto de vista. Sólo puedo asegurarte, que no se trata de algo que te haga dudar de tu resolución de venir conmigo a Italia. No soy un hombre, a quien no se pueda confiar el cuidado a una menor. Quizá algunas personas así lo pensarían; sin embargo, me parece que tu situación actual no es precisamente ideal.

—No, no lo es —asintió la joven—. Definitivamente, preferiría vivir contigo. ¿Estás seguro, de que no seré una molestia?

—Al contrario, podrías ayudarme a limpiar mis pinceles y arreglar el estudio. Serías mi secretaria particular. ¿Te das cuenta de que eso, implicaría dejar la escuela? No estoy en posibilidades de pagar tus estudios y el avión de ida y regreso, cada vez que se inicien los cursos.

—Oh, no, no esperaría eso. No me importa dejarla escuela… excepto por Cressida a quien extrañaré. Aunque ella dejará la escuela al final del año escolar, de cualquier manera.

—¿Cuándo termina este período de vacaciones? ¿Cuándo se reinician los cursos?

—El próximo lunes, pero…

—Perfecto; entonces tendrás bastante tiempo para venir a Portofino y ver si te gusta vivir allí. Supongo, que la colegiatura está pagada hasta el fin de este curso, de modo que no me parece conveniente desperdiciar el dinero invertido. Podrás hacer tus exámenes en junio o cuando se efectúen, y salir al mismo tiempo que Cressida. ¿Qué te parece ese plan?

—Me parece absolutamente perfecto. ¡Oh, David! Yo… me…

Súbitamente, para su desazón, los ojos se le llenaron de lágrimas. Antes de que pudiera controlarlas, varias corrieron por sus mejillas.

Era la primera vez en su vida, excepto quizá cuando era muy pequeña, que lloraba en presencia de otra persona. En privado había derramado muchas lágrimas, pero jamás en público.

David la envolvió en un abrazo protector.

—Pobrecita Bethany… pobrecita, desdichada Bethany.

El efecto de esto, fue que la chica perdió por completo el control y los años de desdicha y soledad afloraron como un torrente subterráneo, que ahora se convertía en incontenible cascada de llanto.

Él la mantuvo paternalmente abrazada contra su pecho, acariciando tiernamente sus cabellos, como un padre que permite a una niña de seis años, la natural demostración de su tristeza.

Cuando finalmente pudo hablar con coherencia, la chica musitó:

—L… lo siento… S… soy una tonta…

—Le hace bien a la gente, llorar de vez en cuando. El que los hombres no lo hagan a menudo, es lo que les produce úlceras y ataques cardiacos. ¿Quieres un pañuelo?

En su mano depositó un pañuelo, impecablemente blanco y agregó:

—Creo que lo que necesitas después de todo, es una bebida caliente con un poco de whisky para ayudarte a dormir. Me escabulliré abajo para buscar chocolate o algo. No tardaré.

Al salir David, Bethany se sonó la nariz y esperó a que su agitada respiración volviera a la normalidad.

David era el hombre más amable, más gentil que hubiese conocido jamás. No podía creer que él y su brusco e insensible padre, hubieran sido hermanos. Eran tan diferentes en el carácter, como en la apariencia física.

Cuando David regresó, Bethany había saltado de la cama para lavarse el rostro.

Mientras se cepillaba el cabello pensó que, quizá, una vez libre del dominio de Margaret, podría dejarse crecer más el pelo.

—Tienes un envidiable cuello largo, Bethany —le había dicho la señora Suffolk—. Un cuello largo y piernas largas y esbeltas, son la esencia de la gracia en una mujer. Creo que tu pelo es demasiado corto ahora. Si te lo dejaras más largo, quizá hasta la cintura, enfatizara la elegancia de tu figura.

Pero Lady Castle no había aceptado la sugerencia.

—El cabello corto es limpio y práctico. Ya eres bastante deseada, tal como está. Con el pelo largó parecerías una «hippie».

Cressida era más desordenada que ella, aunque su madre la reprendía por ello frecuentemente, en general tomaba una actitud mucho más tolerante que Margaret Castle. Pero la señora Suffolk amaba a su hija y Margaret no era una persona afectuosa, ni siquiera con sus propias criaturas.

«Me pregunto, si me prohibirá que vaya con David», reflexionó preocupada.

David le trajo una taza grande de chocolate caliente y una copa de whisky para él, del cual vertió un poco en el chocolate de la chica.

Cuando ella le comunicó sus inquietudes, David aseguró:

—Yo no me preocuparía por eso. Tu madrastra está demasiado interesada en su propio bienestar, como para querer batir lanzas conmigo por tu causa. ¿Cuánto tardarás en hacer tu equipaje? Tenemos que salir mañana temprano, para tomar el avión del mediodía para Génova.

—No tardaré mucho. Puedo hacerlo esta noche, si quieres.

—No, no, déjalo para mañana. Ahora más vale que te duermas y te despiertes temprano. ¿Tienes despertador?

La joven movió negativamente la cabeza.

—Entonces te dejaré mi reloj pulsera —se lo quitó de la muñeca—. Lo pondré al cuarto para las siete. ¿Está bien?

—Sí. ¿Pero tú cómo despertarás sin tu reloj?

—En mi maleta, tengo una calculadora que tiene alarma. Tendré que enseñarte cómo se usa. Si vas a ser mi ayudante y harás las compras, una calculadora te ayudará a convertir las libras en liras, para evitar que te timen.

—¿Son timadores los italianos? —preguntó ingenuamente, la joven.

—En mi experiencia, son la gente más cálida y amistosa de Europa. Unos cuantos ladronzuelos y pícaros, han dado a este hermoso país una mala reputación, pero el hurto y la violencia son más la excepción que la regla y sólo algunos desafortunados turistas, sufren el robo de sus carteras… lo cual sucede en todos los países del mundo. Estoy seguro de que te simpatizarán los italianos… su idioma, su comida, su maravillosa sensibilidad artística.

—Me muero de impaciencia, por llegar allá.

—Bueno, ya debo darte las buenas noches, Bethany. Hasta mañana.

Se inclinó hacia ella, y la besó en la punta de la nariz.

* * *

Doce horas después, Bethany ascendía, al lado de David, los escalones hacia el avión que los llevaría a Génova. A pesar de la taza nocturna de chocolate caliente, Bethany pasó una noche inquieta. Después de que sirvieron la comida, empezó a sentirse adormilada.

—Despierta, Bethany. Ya casi llegamos —David la sacudió. Él había dejado su automóvil, un coche deportivo de color cobre, en el estacionamiento del aeropuerto de Génova. Pronto estuvieron en la autostrada.

—¿Cuánto falta para Portofino? —preguntó Bethany.

—Está a sólo treinta y seis kilómetros de Génova. En media hora, podremos estar en mi piscina.

—¿Tienes tu propia piscina?

—Sí, es una necesidad en este clima. Ahora está fresco, en comparación con julio y agosto.

Aunque en comparación con Inglaterra, hacía mucho calor.

La salida de la carretera hacia Rapallo, llevaba a un costado del pequeño poblado y pronto estaban pasando por el extremo norte de la ribera marítima, donde un castillo del siglo dieciséis construido sobre un farallón, dominó alguna vez una bahía.

Ahora parecía pequeño y casi insignificante, junto a los edificios modernos que se erguían a lo largo del malecón bordeado de palmeras.

El castillo fue construido después de que un pirata argelino, llamaba Dragut, asolara Rapallo en 1549. Tomó cerca de cien prisioneros y el castillo se construyó para evitar una segunda correría, le explicó David.

Pocos minutos después, pasaron por otro lugar de veraneo llamado Santa Margarita Ligure, según le informó David.

Después de esto, llegaron a un diminuto poblado que se llamaba Paraggi, y más adelante, David giró el automóvil fuera de la carretera costera hacia un sendero, hasta llegar a la puerta de su casa.

La residencia se llamaba Villa Delphini, en honor del nombre latino de Portofino, Portus Delphini. Bethany se enamoró del lugar a primera vista. Los muros exteriores estaban pintados de un color albaricoque. Para su sorpresa y diversión, el resplandeciente color, estaba embellecido por la más perfecta imitación pintada de cantería. Aunque la fachada de la construcción era en realidad muy sencilla, parecía mucho más suntuosa.

Mientras Bethany salía del auto, David bajó de su lado con una gran llave en la mano, para abrir los portones de la casa.

Al abrir la puerta, extendió una mano hacia Bethany y dijo:

—Cierra los ojos y déjame que te conduzca, por un minuto o dos. Hay algo que quiero que veas de inmediato, para que te caigas de sorpresa.

Obediente, Bethany puso su mano sobre la de él y cerró los ojos, mientras David la conducía.

—Ahora puedes mirar —indicó David.

La chica abrió los ojos… y se quedó asombrada.

Abajo, llena de botes pequeños y grandes, estaba la bahía de Portofino y más lejos un promontorio cubierto de árboles, en cuya cima se erguía un majestuoso castello. Más allá estaba el Mediterráneo, con su tranquila superficie azul, veteada por las blancas estelas de los botes a motor.

—¿Qué te parece? —preguntó David, complacido.

—¡Es… es… el paraíso!

Estaban en una terraza embaldosada, con sillas blancas de jardín y de playa. Ante la joven estaba una balaustrada, y cuando puso las manos sobre la tibia piedra y miró por encima, pudo ver la invitadora piscina.

—Antes de hacer cualquier otra cosa, nademos, ¿te parece bien? —le preguntó David—. Traeré tu maleta del coche y te mostraré dónde vas a dormir.

Cinco minutos después, la chica estaba sola en una amplia habitación con la misma vista esplendorosa de la terraza. Se desvistió y se puso el traje de baño de dos piezas de color azul marino.

Cuando bajó rápidamente hacia el jardín, David ya estaba en el agua.

Esa noche cenaron en uno de los restaurantes al aire libre, que daban a la Piazza del puerto, con sus enormes sombrillas de gran colorido.

Aunque la principal temporada turística era de junio a septiembre, el lugar atraía también a visitantes en la Navidad y la Pascua.

Empezaron la cena con tortellinis, una pasta en forma de roscas rellenas de pollo.

—Se supone que esta forma, fue inspirada por el ombligo de Venus —comentó David, mientras espolvoreaba su platillo con abundante queso parmesano.

Como platillo principal comieron pollo frito, con judías condimentadas con diversas hierbas y una ensalada rociada con aceite de oliva, que recordó a Bethany a los Suffolk.

—Debo mandar una tarjeta postal a Cressida. ¿Te das cuenta, de que apenas ayer en la mañana no te conocía?… Y aquí estoy ahora, en plena Italia. Ahora entiendo perfectamente, por qué no quisiste quedarte con la casa de Inglaterra. ¿Quién querría vivir allá, después de conocer este paraíso?

—Mucha gente lo prefiere. Hay lugares peores, que una hermosa casa campestre en Inglaterra, a pesar del clima adverso. De niño, recuerdo que me gustaba Blackmead. Sin embargo, debo admitir que ahora prefiero un clima con más sol.

—¿Hace sol aquí la mayor parte del invierno?

Cuando Bethany alzó el rostro para mirarlo, se dio cuenta que David estaba observando a una persona en otra mesa.

Más tarde, mientras él pagaba la cuenta, ella miró detrás suyo para ver quién pudo llamar así la atención de su tío y causar esa perturbadora expresión.

Puesto que sólo una mesa estaba ocupada en ese lado del restaurante, Bethany dedujo que David había estado mirando a la mujer que estaba sentada sola, leyendo una novela. Bethany observó el título. Era una novela francesa.

La mujer no era joven; sería de la edad de David. Llevaba una falda verde de seda. Cuando se inclinó a tomar su cuchara, Bethany notó que se trataba de una mujer muy atractiva y se preguntó por qué estaría sola.

La mujer no alzó la mirada, cuando ellos se marcharon; estaba concentrada por completo en lo que comía, como si se tratara del manjar más exquisito.

—¿Quieres que demos un paseo? —sugirió David.

Caminaron por el malecón, que se bifurcaba a ambos lados de la Piazza.

Poco después, ascendían por la empinada callejuela alumbrada por luz de farol que conducía a la iglesia, su atrio pavimentado con pequeños adoquines, algunos blancos y otros negros, en un hermoso diseño.

Desde allí, había una hermosa vista del mar y de la pequeña bahía, cuyas aguas oscuras reflejaban las luces de los cafés y las casas y los múltiples barcos atracados en sus muelles.

Deambularon hasta cerca del farallón. Cuando regresaban de este paseo, volvieron a toparse con la mujer del restaurante. Venía en dirección a ellos, con su libro bajo el brazo, y las manos metidas en los bolsillos de su falda. Caminaba con un suave bamboleo de las caderas. Esta vez los vio, mirando primero a David y luego a Bethany.

—Buona sera —la voz de la mujer era inusitadamente ronca.

—Buona sera —David se inclinó ligeramente.

Intercambiaron largas miradas apreciativas, ambos sonriendo ligeramente, como si compartieran un chiste privado.

Luego, la mujer ascendió el camino angosto que conducía a los muelles, subió a bordo de un yate y se encaminó a la proa, donde se perdió de vista.