Capítulo 1
Bethany estaba hirviendo un huevo y tostando una rebanada de pan negro, cuando escucho que el repartidor, depositaba los periódicos en el buzón de la puerta principal. Bethany y Cressida compartían la casa, con los inquilinos de los otros dos apartamentos.
La joven bajó corriendo la escalera, hasta el vestíbulo común. Había dos ejemplares del Daily Telegraph y uno del Times.
Cuando volvió a entrar en la cocina, su pan tostado saltó en el tostador. Rápidamente, colocó un plato en la mesa y apagó la lumbre, bajo la cacerola en que hervía su huevo.
Luego, con dedos ligeramente temblorosos, abrió las páginas del diario en busca del anuncio que debería aparecer en ese día, el de su cumpleaños, el más dichoso de su vida.
La trascendental decisión que tomó, la hacían pública en la página catorce en la sección de Sociales. En la parte inferior de la plana, venía una columna titulada Próximas Bodas, seguida por el aviso del compromiso de una docena de parejas. No estaban en orden alfabético, ni de ningún tipo y pasaron algunos segundos, hasta que sus ojos se posaron en la línea que anunciaba el suyo. Un extraño estremecimiento la sacudió mientras leía:
Lord Robert Rathbone y la señorita B. Castle.
Se anuncia el compromiso entre Robert Edward Andrew, hijo menor del duque y la duquesa de Dorset, de Crammer Castle, y Bethany, hija mayor del finado Sir John Castle e hijastra de Lady Castle, de Blackmead Manor, Hampshire.
Mientras releía las palabras, que tantas noches de inquietud e indecisión le habían costado y sobre las cuales todavía se sentía insegura, el timbre del teléfono se escuchó.
La mayoría de las llamadas, eran para su compañera de apartamento, Cressida Suffolk. Ella dormía, después de haber pasado la noche bailando en Annabel’s, la discoteca más conocida en Londres.
Liada y alegre, Cressida tenía muchos admiradores, que competían por ganarse su atención. Bethany, considerada por muchos como una de las chicas más hermosas, que habían aparecido en la escena social londinense, desde hacía muchos años, era de un temperamento más calmado. Durante los meses pasados, sólo un hombre la cortejó. El hijo de un duque, sumamente atractivo y ya en posesión de una inmensa fortuna, heredada de su abuela norteamericana.
Más de un columnista describió, al hombre que ahora era su prometido oficial, como uno de los solteros más codiciables de Inglaterra. Habían comparado a Bethany, con la ex Lady Diana Spencer, ahora princesa de Gales; y, en muchos sentidos, existía un parecido. Bethany también era una chica alta, un metro ochenta sin zapatos, con piernas largas y cuerpo esbelto y elegante.
Es como si una encantadora jirafa joven, hubiese irrumpido en el ámbito real. Agradable a la vista y de plática entretenida, Lady Diana es también una muchacha decidida, inocente e idealista.
—Vogue describió así, a la novia del Príncipe Carlos, poco antes de la boda real.
Con una vida que ha sido más privada que pública, el hecho de que se niega a fumar y prefiere un refresco a una bebida alcohólica, la pinta como la antítesis de la joven frívola y superficial.
Era una descripción, que se podía aplicar también a Bethany.
Lady Diana, nacida el primero de julio de 1961, apenas tenía veinte años el día de su boda, en la Catedral de San Pablo.
Bethany cuando se casara, tendría veinte años y dos meses. No tenía caso alargar el compromiso. Para ella, como para la novia real, el vestido de color blanco de novia, no sería un mero símbolo de virginidad.
Su esposo sería su primer amante, aunque no su primer amor.
Se escuchó el timbre del teléfono y preocupada por el hecho, de que su compromiso ya se había dado a conocer, para todos los que leyeran el Telegraph, dijo al contestar:
—¿Hola?
La voz bien modulada del aristócrata que le respondió, era la de su futuro esposo.
—Feliz cumpleaños, mi amor.
—Oh… Robert. Gracias.
—¿Qué estás haciendo? ¿Desayunando?
—Sí… casi. Todavía no empiezo. ¿Acabas de regresar de tu caminata?
Siempre que estaba en Londres, Robert, empezaba su día con una caminata por Hyde Park o Green Park.
En realidad, la joven no conocía a su prometido, tan bien como una mujer debe conocer, a quien será su esposo. Durante sus prolongadas caminatas invernales, en la finca campestre del duque, hablaron de todo tipo de temas. Y sin embargo, después de todas sus charlas, la chica pensaba que en muchos aspectos, Robert era y seguiría siendo un enigma. Y ella lo sería para él.
La mayoría de la gente que los conocía, pero que todavía no sabía de su compromiso, pensaría al enterarse que formaban la pareja ideal.
El hecho de que Robert, tuviera la reputación de ser un dedicado Don Juan, no sería considerado por los demás como obstáculo, para su matrimonio con una chica tan inexperta como Bethany.
Lo que ni siquiera sus amigos más íntimos imaginaban, era que la sabiduría mundana de Robert se limitaba a las relaciones sexuales. En cuestiones del corazón, no conocía nada; nunca se había enamorado antes de conocer a Bethany y tampoco fingía estar enamorado de ella, excepto cuando estaban con otras personas. Ella le simpatizaba. Le gustaba para hacer el amor.
Ni siquiera su madre parecía sospechar que, por diversas razones, su hijo y su prometida fuesen incapaces de los ardores románticos, que los columnistas les atribuían.
Robert no era un hombre emotivo. Bethany… lo era en demasía. Estuvo profundamente enamorada, sufrió una angustia terrible y no quería que la experiencia se repitiera.
—Sí, regresé hace unos minutos —respondió Robert—. Y se me antojó llamarte, antes de meterme a la ducha. Si buscas debajo del sofá, hallarás un pequeño obsequio que escondí allí anoche, después de regresar del teatro.
—¡Robert! ¡Qué amable de tu parte! No cuelgues, voy a buscarlo.
Cuidadosamente, dejó el auricular sobre la mesita y fue a la sala. Encontró una cajita y la abrió. Era un reloj de lujo y, Bethany, supo que Robert debió gastar en él varios miles de libras. Regresó al teléfono y exclamó:
—¡Es sencillamente precioso! Me da terror la idea de perderlo.
—¿No has visto el reverso? —preguntó Robert.
—Todavía no. Está aún en el estuche. Espera un momento —se colocó el aparato sobre el hombro, para sacar el reloj.
Grabada en el reverso se leía la inscripción: De R a B en su cumpleaños número veinte.
—Debiste estar muy seguro, de que diría «sí» esta vez —comentó la chica.
Sólo dos noches antes, Bethany se había rendido, finalmente, a las porfiadas declaraciones de Robert y, él, debió imaginarse que la joven no habría aceptado tan costoso regalo, sino estuviesen comprometidos.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Robert.
—No creo que hayas comprado esto ayer, y te lo grabaran de inmediato.
—No, tienes razón, lo compré la semana pasada, cuando me llamó la atención en el escaparate. Me pareció que era el tipo de joya que te queda bien.
—¿Lo grabaron la semana pasada?
—Sí, porque estaba seguro de que esta vez, consentirías en casarte conmigo, Sabes que me propuse lograr que me aceptaras, desde hace mucho tiempo, querida muchacha.
—Sí, lo sé, aunque aún no entiendo por qué.
Le había explicado muchas veces la razón, pero aparte de sus palabras de alabanza por su figura, su rostro y su carácter, Bethany seguía perpleja ante el hecho de que un hombre, en su condición social y económica, la hubiese escogido para esposa.
La mayoría de los ancestros de Robert, eran rubios y de cutis rubicundo. La apariencia de él, era la herencia del magnate italiano, nacionalizado norteamericano, cuya fortuna permitió a su hija entrar en la aristocracia inglesa, al casarse con el abuelo del actual duque.
Bethany, cuya estancia en Italia había sido la época más feliz de su vida, y que todavía sufría punzadas de nostalgia, por la casa color albaricoque en el costado de una colina arriba de Portofino, reconoció desde el primer encuentro, la sangre italiana en Robert.
—Bueno, si todavía no sabes por qué, supongo que tendré que explicártelo otra vez… sin embargo no ahora. No por teléfono —fue la divertida respuesta de su prometido, al último comentario de la joven—. Te recogeré a las siete. ¿Está bien? Mientras tanto, cuídate. No vuelvas a atravesar la calle imprudentemente. Mira en ambas direcciones. ¿Prometido?
Ésta era una referencia a un incidente, sucedido la semana anterior, cuando Robert salvó a la joven de un accidente quizá fatal; sus fuertes brazos la apartaron del paso de un automóvil, que venía a gran velocidad en dirección a ella y que la chica no notó.
—Sí, lo prometo; no lo haré otra vez. Y gracias otra vez, por el reloj.
—Ha sido un gusto. Hasta las siete.
Pensó, que sólo una vez lo había visto sin su camisa. Se le ocurrió de pronto que, en el nivel físico, su relación resultaba anticuada, casi como del siglo diecinueve.
Excepto en una ocasión, mucho tiempo atrás, cuando él intentó propasarse con ella, Robert nunca le había dedicado, sino las más mesuradas muestras de cariño, como un novio Victoriano a su pudorosa amada.
Ahora que estaban formalmente comprometidos, mucha gente de su misma edad pensaría que lo más natural era, que se acostaran juntos. Además, si así lo hubiesen deseado, oportunidades para ello no les hubiesen faltado.
Apenas la noche anterior, después de asistir al teatro, habían tenido para ellos solos el apartamento por varias horas.
Sin embargo, después de tomar una taza de café (seguramente él había deslizado el regalo de cumpleaños debajo del sofá, mientras Bethany se ocupaba en la cocina) y comentar la comedia por media hora, Robert se marchó.
La moderación del muchacho era sorprendente, sobre todo considerando cómo se comportó al inicio de su relación. Todavía Bethany se ruborizaba, al recordar las cosas que él había hecho entonces.
Pronto, en cuanto se casaran, él tendría el derecho de hacer con ella lo que quisiera. Pero incluso al convencerse racionalmente, de que era absurdo negarse al matrimonio y los hijos porque el hombre que ella amaba realmente nunca sería suyo, en su corazón abrigaba el sentimiento de que, al ceder su cuerpo a Robert en la noche de boda, estaría cometiendo una traición por la que jamás se perdonaría.
Mientras estos pensamientos agitados bullían en su mente, Cressida abrió la puerta de la habitación y entró en la sala.
No se había quitado el maquillaje, antes de desplomarse en la cama y su cabellera color rubio cenizo estaba revuelta y despeinada. Sin embargo, la tienda de subastas en la que trabajaba abría hasta las diez, tendría tiempo para arreglarse y a las nueve treinta y cinco estaría abordando el autobús a Picadilly, con el cutis tan lozano como una rosa de verano.
—¿Quién llamaba por teléfono? ¿Robert? —preguntó.
—Sí, lo lamento; ¿te despertó mi voz? Te iba a llevar café a la cama.
—Yo soy quien debería atenderte hoy. ¡Feliz cumpleaños! —Del bolsillo de su coqueta camisa de dormir, Cressida sacó un pequeño paquete, envuelto para regalo—. Me los cambiarán si no te gustan —dijo, cuando Bethany sacó del paquete unos pendientes de flores esmaltadas.
—¡Pero, claro que me gustan! ¡Están preciosos!
—Son de China —comentó Cressida—. Debí perforarme los oídos. ¿Cuándo te perforaste los tuyos? ¿En Italia?
—Sí, en Florencia, Francine marcó mis lóbulos con un bolígrafo y me llevó a uno de los joyeros de Ponte Vecchio. Comentó, que era conveniente que me los perforaran en el lugar adecuado.
—¿Quién es Francine? —preguntó Cressida.
Bethany titubeó. Usualmente, no le gustaba hablar de los días de Italia.
—Una francesa que conocí allí y que era muy amable conmigo.
Afortunadamente Cressida dejó de hacer preguntas, al distraerse con el reloj pulsera Vacheron Constantino, que su compañera de apartamento dejó sobre la mesita del teléfono.
—¡Caramba! ¡Qué reloj tan precioso! Te lo regaló Robert, por supuesto.
—Sí, lo escondió bajo el sofá anoche, cuando vino a dejarme después del teatro. Fue por eso que llamó… para decirme dónde podía hallarlo. Es lindo. Demasiado bonito para usarlo diario. Lo guardaré para las ocasiones especiales.
—No te lo aconsejo. Estaría más seguro en tu muñeca, que aquí donde alguien podría entrar y robarlo. Además, como esposa de Robert un reloj así sería ordinario, algo para todos los días. Eres más envidiada que la Princesa de Gales. Ella tendrá que afrontar, una vida de tediosos deberes sociales. Pero aun cuando seas duquesa, lo único que tendrás que hacer será dar alguna fiesta campestre.
Con toda su riqueza y posición, la familia Rathbone no era ajena al dolor y la desgracia. Poco antes de los veinte años, el hijo mayor, James, vizconde de Hartigan, sufrió una enfermedad del sistema nervioso, que lo había confinado a una silla de ruedas, haciendo poco factible que se casara y produjera un heredero.
Bethany sabía que Robert, que adoraba a su hermano, habría dado hasta el último penique de la fortuna familiar, para regresarle la salud a James.
Tal vez, de no ser por la progresiva enfermedad de su hermano, Robert habría seguido su vida de soltero disipado, al menos hasta cerca de los cuarenta. Actualmente tenía veintinueve años, que era una edad muy joven para que un hombre con sus inclinaciones, decidiera sentar cabeza y casarse, especialmente si tenía la intención de ser fiel, promesa que había hecho a Bethany.
Cuando Robert tenía casi veinte años, estudió agricultura y vivió algunos años en los Estados Unidos, estudiando los métodos de la agricultura orgánica.
Le preocupaba mucho, la conservación de los ricos terrenos agrícolas y bosques vírgenes, que su familia poseía desde el siglo dieciséis.
En un principio Robert no le agradó, aunque después empezó a simpatizarle… y luego un poco más… y más… pero el congeniar con un hombre no significaba amarlo.
«L'amor che muove il sole e l’altre stelle».
Sin percatarse de que había hablado en voz alta, se sorprendió cuando Cressida preguntó:
—¿Eso qué quiere decir?
—Oh… es sólo una línea de la Divina Comedia de Dante, que me vino a la mente por alguna razón.
—¿Qué significa? —insistió la otra chica.
—Significa: El amor que mueve el sol y las estrellas.
—Yo me he enamorado muchas veces, pero nunca ha sido una pasión tan avasalladora, como la de Dante por Beatriz —comentó Cressida—. No estoy segura, de que me gustaría enamorarme tan apasionadamente. Esos grandes amores, siempre parecen resultar trágicos o desventurados.
Miró pensativamente a Bethany. Aunque las dos muchachas eran buenas amigas, y se conocían desde los años escolares, cuando se volvieron a encontrar y unieron fuerzas, era Cressida la que usualmente se confiaba y Bethany la que escuchaba. El irrestricto intercambio de confidencias, que disfrutaron en sus días de colegialas, nunca se reanudó del todo. Bethany regresó de Italia, con un muro de reserva a su alrededor, aunque había seguido escuchando con simpatía y comprensión, las confidencias de Cressida.
—¿Eso sientes por Robert? ¿Un amor que mueve el sol y las estrellas?
—Por supuesto —mintió Bethany.
La respuesta de Bethany era un eco, de la que el Príncipe Carlos contestó cuando, algún reportero, le preguntara si él y Diana estaban enamorados, agregando:
—Sea lo que sea que signifique «estar enamorado».
Bethany sabía lo que quería decir. Para ella, representó semanas de éxtasis beatífico, seguidas por meses de angustia y desolación.
Fue una dicha inocente; un éxtasis tan ingenuo, que no pudo prever la inevitable decepción, que la desgarró al final.
—Se enfriará mi pan tostado. ¿Desayunarás lo de costumbre, Cressida?
La otra chica asintió con la cabeza.
—Sí, aunque primero me daré un baño.
Regresó a su habitación y Bethany fue a la cocina, a comer su huevo y su rebanada de pan integral, seguidos de una media naranja y yogurt.
Más tarde, ella se preguntó si, desde el punto de vista femenino, el hacer el amor sólo por el placer físico, sería totalmente satisfactorio.
Usualmente salía, hacia la florería donde trabajaba, media hora antes que Cressida dejara el apartamento. Sin embargo ese día lo tenía libre y, como su cita con el abogado de su madre, no era hasta las once y media, tenía tiempo de hacer algo de limpieza, antes de arreglarse.
Se sorprendió mucho cuando, quince días antes, recibió una breve misiva de uno de los socios del bufete, invitándola a pasar a la oficina en el día de su cumpleaños.
Evidentemente, el señor Henry Sheringham leyó el aviso en el Telegraph. Lo primero que el abogado comentó, cuando invitó a la chica a entrar en la oficina y él se levantó para estrecharle la mano, fue:
—De modo, que está comprometida en matrimonio. Permítame desearle la mayor de las dichas.
—Gracias.
El abogado ya estaba envejecido, pero cuando la madre de la muchacha vivía, él debió ser un apuesto hombre maduro, diecisiete años más joven. Bethany se preguntó, si recordaría a Clare Castle.
Como si adivinara la pregunta no formulada, él dijo:
—Como usted sólo tenía tres años cuando ella murió, imagino que apenas recordará a su madre, señorita Castle.
Bethany asintió con la cabeza y el hombre prosiguió:
—Cuando la conocí, ya estaba gravemente enferma, aunque todavía era una mujer muy hermosa. Usted se le parece mucho, excepto que tiene la enorme fortuna de gozar de una salud excelente. Basta con mirarla para saberlo. El parecido es notable… realmente notable. Describirla como la viva imagen de su madre, no sería demasiada exageración, nunca vi que una madre y una hija se parecieran tanto.
—¿De veras? No lo sabía. Por extraño que parezca, nunca he visto una foto de mi madre —admitió Bethany.
—Su madre, dejó a nuestro cuidado un paquete sellado. No divulgó su contenido. Sus instrucciones fueron, qué se le entregara a usted, cuando cumpliera veinte años. Debo pedirle que firme esta declaración, de que el paquete está intacto y que aquí termina, nuestra responsabilidad al respecto. Después de eso, no dudo que quiera conocer inmediatamente, y en privado, el contenido de él. Para ello, le sugiero que pase a la oficina adjunta, que está desocupada esta mañana.
Bethany firmó la forma y el abogado, la condujo a la oficina contigua.
Era extraño tener en sus manos algo que le dejara, una mujer que ella no recordaba y de la que su padre rara vez habló.
Por los sirvientes que la habían cuidado hasta el segundo matrimonio de Sir John, Bethany se formó la impresión de que la enfermedad mortal que atacó a su madre a los pocos años de matrimonio, le causó a su padre tan profundo dolor que no podía soportar, el referirse a su difunta esposa.
Cuando rompió los sellos y desenvolvió el paquete, la chica descubrió que contenía dos recuerdos, acompañados por una carta dirigida A mi adorada hija Bethany.
Examinó primero una carpeta de cuero con fotografías. A un lado tenía un retrato de estudio, al otro una instantánea de una joven sonriente, que llevaba un bebé en brazos.
Bethany, podría estar viendo una fotografía de ella misma. Como había dicho Sheringham, el parecido era extraordinario.
También había un estuche de piel de zapa, que contenía un pendiente sumamente extraño. En el centro tenía una piedra transparente, de color azul oscuro. En ésta, se había tallado una clásica escena de ninfas con guirnaldas, en posturas de danza. El pendiente estaba engarzado en oro, elaboradamente enriquecido, con esmalte y pequeños rubíes. Del engaste colgaban tres perlas, de forma irregulares.
Era un objeto hermoso, aunque no el tipo de joya que imaginaba a su padre escogiendo.
Sus regalos a la segunda Lady Castle, tomaban la forma de chalinas con diseños hípicos y modernos broches de diamantes, con motivos como cabezas de caballo y máscaras de zorra.
Cerrando el estuche y volviendo su atención a la carta, Bethany rompió el sello del sobre y extrajo varias hojas de papel, finamente manuscrito, en el que se leía:
Hija querida:
Comenzaba la carta.
Como sabía que no sanaría y no viviría para verte crecer, he pasado varios días y noches, preguntándome si debería escribirte esta carta.
Después de pensarlo mucho, estoy tan profundamente convencida, de que terminarás por parecerte a mí o a tu verdadero padre y, por lo tanto, serás una inadaptada en esta familia, que decidí decirte la verdad, Nadie más en el mundo sabe mi secreto. Sólo tú, mi dulce encantadora hija, a quien con todo el dolor del alma, dejaré sola en este mundo. Porque te sentirás aislada, como yo me he sentido, desde que murió mi amado Benedict.
Tu padre, a quien amé con todo el corazón, fue Benedict Laurence, el violinista. Quizá cuando tú leas esta carta, nadie lo recordará aparte de otros músicos, Pero si hubiese seguido vivo, sería uno de los violinistas más famosos del mundo. Ruego al cielo que, tú, heredes su genio; aunque, de ser así, tendrás que luchar duramente contra tu medio, pues el hombre que el mundo cree tu progenitor, carece por completo de sensibilidad artística.
Fue en este punto, cuando el impacto de lo que había leído, la hizo quedar sin aliento al darse cuenta de lo que representaba no ser, realmente, la hija de John Castle.
Primero, y sobre todo, significaba que no era sobrina de David. La infranqueable barrera del parentesco consanguíneo, ya no se erguía ante ella y el hombre a quien amaba.
Cuánta razón había tenido su madre, al suponer que la joven sería una inadaptada en la casa familiar. No sólo se había sentido así, sino como una intrusa indeseable.
Desde el día en que John Castle contrajo segundas nupcias, la chica a quien todo mundo creía su hija mayor, sufrió el constante antagonismo de su madrastra. El que la mandaran a un internado a los ocho años no la hizo sufrir, sino alegrarse, porque al fin estaba libre de las pequeñas perversidades y malos tratos, a que la había sometido Margaret durante las vacaciones.
Estaba sentada con la carta en las manos, pero su mente se encontraba lejos de esa oficina. Llamaron a la puerta y entró el señor Sheringham.
—No quería apresurarla, señorita Castle, sin embargo llevaba aquí ya bastante tiempo y me pregunté si se sentía… perturbada o algo.
—Oh, no… no me siento alterada en absoluto. Estoy… alborozada. Por fin tengo dos fotos de mi madre —se las mostró—. Y este hermoso pendiente que le perteneció.
—Una hermosa pieza de joyería y tal vez de un valor considerable —fue su comentario—. Hablando estrictamente, su madre no debió haberla consignado a nuestra custodia, sin decirnos qué era. Yo le aconsejaría que la valuara y asegurara lo más pronto posible, además de depositarla en una caja de seguridad en su banco, señorita Castle. No soy ninguna autoridad en cuestión de joyas, aunque me parece que debe costar una pequeña fortuna, aparte de su valor sentimental, por supuesto.
Mientras la joven cerraba el estuche y lo depositaba en su bolso, él prosiguió:
—¿Puedo preguntarle si, el duque y la duquesa, están actualmente en Londres?
—Sí, están aquí.
—Entonces, si yo fuera usted, tomaría un taxi hasta la casa de ellos, donde indudablemente deben tener una caja fuerte para guardar la joya. ¿Quiere que le pida un taxi?
—Sí, gracias —respondió la chica.
La referencia del abogado a sus posibles suegros, regresó a la joven abruptamente a la realidad.
Le pareció que pasaron mucho más de cinco minutos, hasta que llegó el taxi y pudo dejar la oficina del señor Sheringham.
Aunque en la época actual, la idea de la ilegitimidad de un hijo, no es demasiado escandalizante para la mayoría de la gente, sin duda para el duque y la duquesa lo sería; tenían ideas anticuadas.
De saber la verdad, quizá preferirían que Robert se casara con una muchacha, cuyo apellido de alcurnia fuese auténtico. La madre de Bethany carecía de títulos de nobleza. Lo que la elevó en la escala social, fue la fortuna que su bisabuela le heredó.
Pensaba que aunque el compromiso ya se había hecho público, el duque y la duquesa preferirían el escándalo temporal, que significaría romper el matrimonio de su hijo con una joven inadecuada. Bethany se aprestó, a afrontar la penosa entrevista que tenía ante sí.
En lo que se refería a Robert, era claro que no la amaba, de modo que no lo lastimaría, sólo le causaría una leve molestia. Si hubiese la menor posibilidad de herirlo, la chica sabía perfectamente lo que había hecho.
«Si mamá hubiera decidido que me dieran la carta, cuando cumplí dieciocho años, todo esto no habría sucedido», pensó.
El taxi giró hacia el barrio, que era considerado uno de los más elegantes de Londres. Los Dorset vivían en la casa más grande de la calle.
Todo el pavimento fuera de las casas, lo ocupaban coches estacionados. Después de pagar el viaje y agregar una propina, la chica cruzó la calle hasta el pórtico de la casa, con el número pintado en sus columnas.
Poco después de tocar el timbre, uno de los hombres que prestaban servicio en la mansión abrió la puerta.
—Buenos días. ¿Está la duquesa en casa? —preguntó Bethany.
Sabía que Robert no estaba. Él le había dicho, que iba a almorzar en su club.
—Creo que sí, señorita.
El sirviente se hizo a un lado, para dejarla entrar en el vestíbulo.
La duquesa salió de un salón diciendo:
—Vi un taxi que se alejaba y creí que era Jack —se refería a su esposo—. No esperaba verte, sino hasta esta noche, Bethany.
La duquesa, de estatura regular y, por lo tanto, más baja que la espigada prometida de su hijo, alargó el rostro para que la joven besara su mejilla.
Incluso desde su primer encuentro, Bethany no se amilanó ante la duquesa y desde entonces, habían establecido una relación agradable y amistosa, a pesar de los treinta años de diferencia en edades.
—Estaba a punto de tomar un ligero desayuno. ¿Gustas acompañarme? Si deseas ver a Robert, temo que no está aquí. Él y Jack salieron para almorzar fuera. Por eso me sorprendió ver el taxi.
—Sí, sé que Robert no está. Es a… a usted a quien quería ver.
La duquesa se volvió hacia su mayordomo, quien todavía permanecía en el umbral y le pidió que mandaran almuerzo para dos personas. Luego invitó a Bethany a entrar en el salón de té y dijo, después de cerrarla puerta:
—Pareces un poco cansada esta mañana. ¿Te desvelaste con Robert anoche?
—No… no, él se fue muy temprano. Creo que… es porque acabo de tener un verdadero sobresalto. Temo que… tengo que comunicarle algo… desagradable.
—En ese caso, más vale que te sientes cómodamente y tomes un jerez, para darte valor —comentó la duquesa—. Y yo me daré ánimo también.
Cuando la joven alzó la copa a sus labios, su mano temblaba tanto que derramó algunas gotas del licor en su falda.
—Querida muchacha, que nerviosa estás —la duquesa se sentó al lado de la joven, mirándola con ternura—. Cuéntame de qué se trata tu problema.
—Acabo de descubrir que mi padre no lo era en realidad. Mamá estaba embarazada cuando se casó con él. Mi verdadero progenitor murió en un accidente aéreo.
—¿Estás segura de esto? ¿Cómo te enteraste?
Bethany explicó sobre su visita a la oficina del señor Sheringham.
—No entiendo para qué tuvo tu madre que dejarte ese mensaje —expresó la duquesa, frunciendo levemente el ceño—. Muy poco sensato de su parte, si me disculpas. Hay asuntos que deben dejarse en la sombra, especialmente de este tipo.
—¡Oh, no!… En realidad prefiero saber la verdad —protestó Bethany—. Eso explica por qué nunca sentí afecto por mi padre oficial… por qué con frecuencia pensé que era… un estorbo. Sólo hubiera deseado enterarme antes de que se anunciara mi compromiso. Porque por supuesto, me doy cuenta, que debido a esto no podré casarme con Robert —concluyó, en voz baja.
—¿No podrás casarte con él? ¿Por qué, criatura?
—¡Pues… porque soy una… bastarda! —exclamó.
—Yo prefiero usar el término hija del amor y si crees que, las circunstancias que rodean tu nacimiento harán la menor mella en la actitud de Robert respecto a ti, lo subestimas, querida mía. No me gusta alabarlo, pero mi hijo tiene un espíritu mucho más fino y sensible de lo que habitualmente se cree. Siempre ha sido muy leal con la gente que quiere. El hecho de que, en el pasado, haya sido un poco mujeriego, no significa que lo será en el futuro. Ahora que ha encontrado a la chica adecuada, me sorprendería si mira siquiera a otra. En cuanto a romper el compromiso, me parece completamente absurdo, querida. Espero que no se lo sugieras a Robert. Él desea que le tengas confianza en todo.
—Le tengo confianza. Estoy segura de que dirá exactamente lo mismo que usted, porque ésa es la reacción decente al respecto y porque ha prometido casarse conmigo. Sin embargo, lo honesto de mi parte es quitarme el anillo y devolvérselo.
Mientras decía esto, Bethany se quitó la sortija de esmeralda y la puso sobre la palma de su mano derecha. Luego agregó:
—Usted no ha tenido tanto tiempo de pensarlo como yo. Sé que mi padre consideraba que se casó con alguien de condición inferior la primera vez y si no es mi verdadero padre eso significa…
—¿Dice tu madre en la carta quién es tu verdadero padre?
—Sólo menciona que es un músico que se llamaba Benedict Laurence.
—Bueno, puesto que tus verdaderos padres, así como el hombre que te dio su apellido murieron hace mucho tiempo, creo que podrías olvidarte de todo el asunto, como si nada hubieses averiguado. Puedes mencionar la cuestión a Robert, como yo se la comentaré a Jack; aunque puedo asegurarte que ninguno de los dos le dará la menor importancia. En lo que se refiere a mi esposo y a mí, ambos coincidimos en que por fin Robert encontró a una chica con las cualidades que nos parecen adecuadas para una nuera.
Inclinándose hacia adelante, tomó el anillo de compromiso de la mano de Bethany y lo volvió a colocar, en el dedo anular de su mano izquierda.
—Tengo plena confianza en que serás una excelente esposa para él, querida —expresó la dama afectuosamente, mientras se abría la puerta tras ella y el sirviente entraba empujando un carrito de servicio.
Si hubiera estado enamorada de Robert, Bethany se hubiese sentido aliviada ante la actitud de la duquesa.
—¡Por cierto, no te he deseado feliz cumpleaños, ni te he obsequiado ningún regalo! —exclamó de repente, la duquesa—. Iba a hacerlo esta noche, pero ya que estás aquí te lo daré en este momento. Roger, ¿quiere subir y pedir a la señora Crane, que le entregue el paquete que dejé sobre la mesa del tocador de mi habitación?
—Sí, señora.
El mayordomo salió y las dos mujeres se sirvieron el almuerzo.
—¿Es ése el reloj que te regaló Robert? Me gusta —comentó la duquesa—. Nunca me han entusiasmado esos relojes pulsera para mujer, diminutos, que resultan inútiles cuando una envejece y comienza a fallarle la vista.
—Sí, a mí también me agrada. Es precioso.
Bethany se percató de que había sido un olvido descortés, no mencionar antes el regalo de Robert, sin embargo su dilema ocupó por completo su mente.
Hasta hoy, no parecía haber nada en el mundo que alterara la cruel desventura de haberse enamorado de un hombre que, a pesar de que nunca lo considerara así, era genéticamente su tío.
Le parecía amargamente irónico que, después de haberse resistido al incesante asedio de Robert, desde el otoño anterior hasta ese momento, principios de verano, hubiera cedido cuarenta y ocho horas antes de descubrir que, después de todo, David no tenía ningún parentesco con ella.
El mayordomo regresó con un paquete pequeño, que contenía un objeto que Bethany ya había visto, cuando la duquesa le mostró una colección de miniaturas en el castillo.
Era un ojo, muy parecido en forma y color a uno de los de Bethany.
—Oh, pero es parte de su colección —protestó, cuando vio lo que era.
—Que podrás reponer, haciendo que pinten uno de tus hermosos ojos para mi próximo cumpleaños —dijo la duquesa, con una sonrisa—. Aunque preferiría tener un rostro completo tuyo en miniatura. Feliz cumpleaños, querida —la besó—. Por cierto, no uses joyas esta noche, porque Jack va a regalarte un encantador juego hecho para Charlotte, la quinta duquesa.
—Son demasiado amables conmigo —murmuró, avergonzada.
—De ninguna manera, aunque de cualquier modo creo, que mereces que te mimen un poco. Sospecho que te hizo falta cuando eras una niña. Creo que eras demasiado chica, para que te enviaran a un internado cuando apenas tenías ocho años.
Recordando los pendientes de su madre, Bethany se los mostró y la duquesa los observó cuidadosamente, a través de un lente de aumento que guardaba en su bolso, luego comentó:
—Creo que lo hizo Cario Giuliano o alguien de la familia Castellani.
—¿Piensa que sea una auténtica pieza renacentista?
La duquesa movió la cabeza, negativamente.
—Los Castellani y Giuliano eran italianos, pero no del siglo catorce. El taller Castellani abrió en Roma en 1814 y Giuliano vino de Nápoles a Londres, durante el reinado de Victoria. Se especializaban en copias muy exactas, de piezas de épocas pasadas, sin embargo ahora se pueden reconocer sus reproducciones, porque su técnica era tan perfecta, que resultaban más finas que las originales. Debes llevar esto al Museo Victoria and Albert, Bethany. Ellos podrán informarte sobre la pieza. Yo lo llevaré, si quieres, pues como trabajas no tienes mucho tiempo. ¿Ya avisaste a la señora Hastings, que tendrá que remplazarte pronto?
—Sí, se lo comuniqué ayer. Dijo que sentía perderme. Aunque estoy segura, de que tendrá muchas chicas que soliciten el puesto. Es una patrona agradable y también, la mayoría de los clientes.
Bethany había trabajado, durante los dieciocho meses pasados, en una florería elegante de Chelsea. Era un empleo que David le consiguió, su último acto como amigo y protector, antes de decirle que sería mejor no tener ningún contacto, salvo alguna tarjeta postal ocasionalmente.
En unas cuantas horas, todo el viejo amor había vuelto a brotar como un manantial que creía seco, pero que seguía fluyendo subterráneamente.
Hasta las dos y media no pudo evadirse y caminar lentamente de regreso a su apartamento, con la mente bullendo de incertidumbre y desazón. Sólo le quedaba una cosa por hacer: confesar la verdad a Robert. Él ya sabía que Bethany había amado a un hombre y lo perdió, aunque no sabía quién era él.
No podría obligarla a cumplir su promesa de matrimonio; sin embargo podía negarse a perderla y ejercer gran manipulación mental. En cierto sentido, la había conquistado por la fuerza; por la fuerza de su perseverancia que, finalmente, la obligó ceder.
Lo que, muy en el fondo, temía más era que si surgía una pugna entre ambos, él perdiera su control y se comportara como lo hizo antes, una noche en que intentó seducirla.
En esa ocasión, en cuanto se percató de que la resistencia de la joven era auténtica, se detuvo, incluso le pidió perdón. Esta vez, movido tanto por la ira como por la pasión, podría ser menos flexible. Y si eso sucedía, si se valía de su fuerza y su pericia sensual para hacerle el amor, en un último intento desesperado por retenerla, después ella lo odiaría y él mismo se odiaría.
La duquesa aconsejó a Bethany, que pasara la tarde descansando.
—Mi madre siempre insistía en que, antes de ir a una fiesta o un baile, se debería dormir por lo menos dos horas en la tarde —le había dicho—. Por supuesto que ahora que casi todas las chicas trabajan, eso es imposible. Pero como tienes el día libre hoy, nada te impide descansar. Cuando llegues a tu casa, acuéstate y trata de dormir, querida. Ha sido una mañana perturbadora para ti y el sueño, es el mejor restaurador después de una conmoción.
Robert vendría a recogerla a las siete. A las ocho, otros miembros de su familia y muchos de los amigos íntimos de él y sus padres, se reunirían para celebrar una fiesta en la espaciosa y elegante sala de los Dorset.
Bethany llevó la bandeja del té a la sala y se hundió en un sillón, agobiada por la preocupación, cuando sus ojos se toparon con el teléfono.
Súbitamente, sintió el irrefrenable deseo de escuchar la voz de David, de comunicarle la conmocionante noticia de que, después de todo, no era su sobrina.
—Sette… nuove… uno… nuove… quatro —mientras giraba el disco con un lápiz, murmuraba los números en voz alta en esa lengua musical que, en menos de un año, aprendió a hablar tan fluidamente como David.
Cuando se estableció la comunicación, y pudo oír el timbre del teléfono de David en la habitación de éste, no fue la profunda, modulada voz de su amor la que escuchó, sino la de una mujer que hablaba con acento italiano.
—¿Puedo hablar con el signore Castle, por favor?
—El signore no está. Habla la sua ama de llaves, Anna.
—¿Cuándo espera que regrese?
—Domani será, mañana por la noche, si no se retarda.
__¿No está en Portofino?
—No, se encuentra en Francia. No puedo darle el número de allí, perche está viajando en su automóvil. Si hay algún messagio que quiera dejarle, se lo daré cuando lei retorne.
—No… no, gracias. Volveré a llamar. Grazie. Arrivedercci.
—Prego, arrivedercci.
Lentamente, colgó el auricular. De modo que David estaba recorriendo Francia en auto, como lo hizo con ella una jornada inolvidable, desde la frontera italiana hasta los Pirineos.
¿Estaría alguien con él esta vez? O ¿se encontraría solo, con su bloque de esbozos y su caja de pinturas al lado?
Súbitamente, y por primera vez, se le ocurrió que quizá, cansado de relaciones transitorias, hubiese decidido casarse. Si ella podía considerar el matrimonio como posibilidad. Él, ¿por qué no?
Torturada por la idea, de que él pudiese haberla precedido en un matrimonio de consolación, empezó a deambular por la habitación.
¿Debería llamar por teléfono otra vez y preguntar a Anna si David estaba casado?
Por segunda vez marcó el número de la casa de Portofino. Pero esta vez, para su desazón, escuchó la voz grabada, diciendo que la línea estaba ocupada.
¿Por cuánto tiempo?
En tres horas más, Robert llegaría, esperando que ella estuviese ya lista, con su falda negra de tafetanes de seda y la blusa blanca de encaje, que tanto le gustaban a él.
—¡Oh, Dios! ¿Qué debo hacer? —exclamó en voz alta, casi a punto de llorar.
Esta vez no pudo controlar las lágrimas. Sus ojos se inundaron y pronto las lágrimas corrían por sus mejillas, mientras corría hacia el dormitorio para echarse sobre el lecho.
Por tres o cuatro minutos, se abandonó a sus emociones. Después, se sintió más tranquila, menos desesperada.
Se secó los ojos y las mejillas y luego, se quedó acostada boca arriba mirando pensativamente al techo.
En el yeso había algunas leves cuarteaduras. Al mirarlas, recordó grietas similares en el techo de su alcoba, en la casa familiar. En los primeros años de su adolescencia, permaneció muchas veces acostada así en su cama, leyendo, o soñando despierta.
Había estado en su habitación, la tarde en que John Castle murió en un accidente de carretera, cerca de su casa.
Pocos días después David, entró en su vida.