CAPÍTULO 9
«Morimos con los que mueren:
Mirad. Se alejan y nosotros con ellos
Hemos nacido con los muertos:
Mirad. Vuelven y nosotros con ellos.
T. S. ELIOT, Little Gidding
En el día de su despertar no vio a nadie salvo a los asistentes de la casa de reavivado, quienes le bañaron y le alimentaron y le ayudaron a caminar lentamente alrededor de su habitación. No le dijeron nada, ni él a ellos; las palabras parecían irrelevantes. Se sintió extraño en su piel, demasiado cómodamente contenido, como si toda su vida hubiera llevado puestas ropas mal ajustadas y ahora hubiera encontrado por primera vez un sastre competente. Las imágenes que sus ojos le traían eran cortantes, extrañamente claras, y débilmente aureoladas por los colores del prisma, un efecto que desapareció imperceptiblemente a lo largo del día. El segundo día fue visitado por el padre Guía de San Diego, en absoluto el patriarca formidable que él había imaginado, sino más bien un ejecutivo frío, eficiente, rondando la cincuentena, que le saludó cordialmente y le informó con brevedad de las disciplinas y las rutinas que debería dominar antes de poder salir del Pueblo Frío.
—¿Qué mes es?
Preguntó Klein, y el padre Guía le dijo que era junio, el diecisiete de junio de 1993. Había dormido cuatro semanas.
Ahora es la mañana del tercer día después de su despertar, y tiene a invitados: Sybille, Nerita, Zacharias, Mortimer, Gracchus. Se colocan en su cuarto y permanecen formando un arco al pie de su cama; resplandecen al fulgor de la luz que atraviesa las estrechas ventanas. Como semidioses, como ángeles, brillando intensamente con un deslumbrante resplandor interior, y ahora él está en su compañía. Le abrazan formalmente. Gracchus primero, luego Nerita, después Mortimer. Zacharias avanza a continuación hacia su cabecera: Zacharias, que le envió en brazos de la muerte, y sonríe a Klein y Klein devuelve la sonrisa, y se abrazan. Entonces es el turno de Sybille: ella desliza su mano entre las de él, él la atrae, sus labios pasan rozando su mejilla, la toca, su brazo rodea sus hombros.
—Hola —susurra ella.
—Hola —responde él.
Le preguntan cómo siente, cómo de rápido regresan sus fuerzas, si ha estado ya fuera de la cama, cuánto tardará en comenzar su secado. El estilo de su conversación es el estilo sesgado, elíptico, propio de los muertos, pero no totalmente el beodo recortado y críptico, la clase de conversación que normalmente usarían entre ellos; le están favoreciendo, conduciéndole poquito a poco al interior de sus costumbres. Al cabo de cinco minutos cree que está obteniendo la habilidad necesaria.
Dice, usando su taquigrafía verbal:
—He debido ser gran carga para vosotros.
—Lo fuiste, lo fuiste —asiente Zacharias—. Pero todo eso ha terminado.
—Te perdonamos —dice Mortimer.
—Te damos la bienvenida —afirma Sybille.
Hablan de sus planes para los meses siguientes. Sybille casi ha terminado su trabajo en Zanzíbar; se retirará al Pueblo Frío de Sión durante los meses de verano para escribir su tesis. Mortimer y Nerita van a México para recorrer los antiguos templos y pirámides. Zacharias va a Ohio, hacia sus queridos túmulos. En otoño se reagruparán en Sión y planearán la diversión del invierno: una excursión a Egipto, tal vez, o a Perú, a las cumbres del Machu Picchu. Las ruinas, los emplazamientos arqueológicos, les fascinan; en los lugares donde la muerte ha sido más activa, su alegría es más intensa. Están excitados, emocionados, charlatanes, hablando virtualmente por los codos, ahora. Luego iremos a Zimbabwe, a Palenque, a Angkor, a Knossos, a Uxmal, a Nínive, a Mohenjodaro. Y mientras siguen sin parar, hablando con manos y ojos y sonrisas, e incluso palabras —incluso palabras, torrentes de palabras—, se desdibujan y se vuelven irreales para él; son meros títeres danzantes dando tumbos sobre un escenario mal pintado, son insectos que zumban, avispas o abejas o mosquitos, con toda su conversación sobre viajes y festivales, sobre Boghazkby y Babilonia, sobre Megiddo y Massada; y deja de oírlos, deja de sintonizarlos, miente allí sonriendo, los ojos vidriosos, la mente a la deriva. Le desconcierta el hecho de tener tan poco interés en ellos. Pero entonces entiende de pronto que es una señal de su liberación. Está liberándose de las viejas cadenas. ¿Se unirá a su grupo? ¿Por qué debería hacerlo? Quizá viajará con ellos, quizá no, a medida que el capricho se apropie de él. Más probablemente no. Casi seguramente no. Él no necesita su compañía. Él tiene sus intereses. Él ya no seguirá a Sybille por todas partes. Él no necesita, él no quiere, él no pretenderá. ¿Por qué debería convertirse en uno de ellos, desarraigado, un peregrino amoral, un fantasma hecho carne? ¿Por qué debería abrazar los valores y las costumbres de esta gente que le ha dado muerte tan desapasionadamente como podría aplastar un insecto, sólo porque él los había aburrido, porque los había molestado? Él no los odia por lo que le hicieron, no siente un resentimiento que pueda identificar, simplemente elige separarse a sí mismo de ellos. Dejarlos flotar de ruina en ruina, dejarlos perseguir la muerte de continente en continente: él seguirá su propio camino. Ahora que ha cruzado la interfaz se encuentra con que Sybille ya no tiene importancia para él. Oh, señor, las cosas cambian.
—Nos iremos ahora —dice suavemente Sybille.
Él asiente. No responde otra cosa.
—Te veremos después de tu secado —le dice Zacharias, y le toca ligeramente con sus nudillos, un gesto de despedida usado sólo por los muertos.
—Te veo —dice Mortimer.
—Te veo —dice Gracchus.
—Pronto —dice Nerita.
Nunca, responde Klein, expresándolo sin palabras, pero ellos le entenderán. Nunca. Nunca. Nunca. Nunca veré a ninguno de vosotros, nunca te veré a ti, Sybille. Las sílabas resuenan a través de su cerebro, y la palabra nunca, nunca, nunca comienza a rodar sobre él como el oleaje de la ruptura, limpiándole, purificándole, curándole. Es libre. Está solo.
—Hasta luego —se despide Sybille desde el vestíbulo.
—Hasta luego —responde él.
Pasaron años antes de que la viese de nuevo. Pero consumieron los últimos días del 99 juntos, disparando a los dodos bajo la sombra del poderoso Kilimanjaro.