CAPÍTULO 2
El baile comienza. Gusanos bajo las puntas de los dedos, labios comenzando a pulsar, angustia y ahogo. Todo ligeramente fuera de compás y fuera de tono, cada uno su propio tempo y ritmo. Lentamente, las conexiones. Labio con labio, corazón con corazón, encontrando individualidad en el otro, horriblemente, tentativamente, quemando… Las notas encontrándose a sí mismas en los acordes, los acordes en la secuencia, la cacofonía virando a polifónico coro de contrapunto, un diapasón de celebración.
R. D. LAING, The Paradise Bird
Sybille se pone de pie tímidamente al borde del campo de golf municipal en el Octagon State Memorial en Newark, Ohio, sujetando sus sandalias en una mano e introduciendo subrepticiamente los dedos del pie en la exuberante, inmaculada alfombra de hierba verde amarillenta, densa y cortada al rape. Es una tarde de verano de 1992, muy sofocante; el aire, bellamente translúcido, se reviste de esa luz trémula intemporal del medio oeste, y las gotitas de agua de la aspersión matutina aún no han sido abrasadas en el césped. ¡La extraordinaria hierba! Ella no había visto a menudo hierba como ésa en California, y por supuesto no en el Pueblo Frío de Sión en la sedienta Utah. Kent Zacharias, imponente al lado de ella, menea la cabeza tristemente.
—¡Un campo de golf! —masculla— ¡Uno de los enclaves prehistóricos más importantes de Norteamérica y construyen un campo de golf a su lado! Bien, supongo que pudo haber sido peor. Podrían haber nivelado todo con una excavadora y haberlo convertido en un aparcamiento municipal. Mira, allí, ¿ves los terraplenes?
Ella está temblando. Éste es su primer viaje prolongado fuera del Pueblo Frío, su primera aventura en el mundo de los calientes desde su reavivado, y recoge vibraciones amenazadoras de toda la vida que florece en torno a ella. El parque está rodeado de pequeñas casas agradables, bien conservado. Los niños en bicicleta se disparan a través de las calles. Enfrente de ella, los golfistas lanzan alegremente golpes fuera. Los pequeños carros amarillos de golf trepan con loca energía por las cuestas y las depresiones del camino. Hay pelotones de turistas que, como ella misma y Zacharias, han venido a ver los túmulos indios. Hay perros corriendo sueltos. Todo esto parece amenazarle a ella. Incluso la vegetación —la hierba espesa, los arbustos manicurados, los árboles masivos cargados de hojas con bajas ramas colgantes— la perturba. Ni la cercanía de Zacharias es reconfortante, pues él también parece inflamado con vitalidad de no muerto; su cara es florida, sus rasgos son amplios y llenos de vida a medida que señala hacia los bajos terraplenes de cima plana, las hondonadas herbosas y los cerros, componiendo el gigantesco círculo conectado y el octógono del monumento antiguo. Por supuesto, estos montículos son el motivo principal de su ser, incluso ahora, cinco años después de muerto. Ohio es su Zanzíbar.
—Antiguamente cubría cuatro millas cuadradas. Un grandioso centro ceremonial, el equivalente Hopewell de Chichen Itza, de Luxor, de… —hace una pausa. La conciencia de su ansiedad finalmente ha sido depurada a través de la intensidad de su celo arqueológico— ¿Cómo estás? —pregunta amablemente.
Ella sonríe con sonrisa animosa. Humedece sus labios. Ladea la cabeza: hacia los golfistas, hacia los turistas, hacia la fila de primorosas casitas al borde del parque. Se estremece.
—También es alegre para ti, ¿no es así?
—Mucho —dice ella.
Alegre. Sí. Un pequeño pueblo alegre, un pueblo de portada de revista, un pueblo de cámara de comercio. Newark yace sosegado en el seno del mar del tiempo: si no fuera por el aspecto de los automóviles, esto podría ser 1980 ó 1960 o quizá 1940. Sí. La maternidad, el béisbol, la tarta de manzana, la iglesia cada domingo. Sí. Zacharias asiente y hace uno de los signos de consuelo.
—Venga —murmura—. Vamos hacia el corazón del complejo… Nos perderemos del siglo veinte a lo largo del camino.
Con brutales zancadas imperiales, él se zambulle en el campo de golf. Las largas piernas de Sybille deben afanarse para mantener el mismo paso que él. Enseguida están en el terraplén, han entrado en el octógono sagrado, han penetrado la bóveda del pasado, y en ese momento Sybille siente que han logrado cruzar con éxito la interfaz entre la vida y la muerte. ¡Qué silencio hay aquí! Ella siente la presencia poderosa de las fuerzas de la muerte; y esos espíritus oscuros alivian su ansiedad. Las intrusiones del mundo de lo viviente en estos recintos de los muertos se tornan insignificantes: las casas fuera del parque ya no están a la vista, los golfistas son meras sombras incorpóreas absurdas, los bulliciosos carros amarillos de golf se convierten en escarabajos, los turistas errantes son invisibles.
Ella está sobrecogida por el tamaño y la simetría del antiguo lugar. ¿Qué fantasmas duermen aquí? Zacharias los conjura, agitando las manos como un mago. Ella ha oído tanto de él ya acerca de esta gente, estos Hopewells. ¿Cómo se llamaron ellos a sí mismos? ¿Cómo podemos saberlo jamás? ¿Quién amontonó estas murallas de tierra hace veinte siglos? Ahora él los trae a la vida para ella con gestos y bajas palabras apremiantes. Murmura ferozmente:
—¿Los ves?
Y ella los ve. Las nieblas descienden. Los montículos vuelven a despertar; los constructores de túmulos se hacen presentes. Altos, delgados, atezados, casi desnudos, ataviados con relucientes petos de cobre, con collares de discos de piedra, brazaletes de hueso y mica y concha de tortuga, con pesadas cadenas de brillantes perlas apelmazadas, con anillos de piedra y de terracota, brazaletes de dientes de pantera y dientes de oso, con adornos espirales de metal en las orejas, con taparrabos de piel. Aquí hay sacerdotes con ropas intrincadamente tramadas y máscaras pavorosas. Hacia acá hay jefes con coronas de varillas de cobre, moviéndose con dignidad helada a lo largo de la avenida de muro de tierra larga. Los ojos de esta gente resplandecen de energía. ¡Qué cultura tan enormemente vital, tan enormemente derrochadora, sostienen aquí! Pero Sybille no está enajenada por su vigor palpitante, pues es el vigor de los muertos, la vitalidad de lo extinto.
Mira de nuevo. Sus caras pintadas, sus miradas fijas que no parpadean. Esto es un cortejo fúnebre. Los indios han venido a estos intrincados cercados geométricos para realizar sus actos de culto, y ahora, desfilando solemnemente a lo largo de los perímetros del círculo y el octógono, cruzan hacia adelante, hacia la zona mortuoria más allá. Zacharias y Sybille se quedan solos en mitad del campo. Él le murmura:
—Ven. Los seguiremos.
Lo hace real para ella. A través de su astuto arte ella tiene acceso a esta comunidad de los muertos. ¡Qué fácilmente ha sido arrastrada atrás a través del tiempo! Aprende aquí que se puede añadir a sí misma al pasado sellado en cualquier sitio; es sólo el presente, indefinido e imprevisible, lo que es problemático. Ella y Zacharias flotan a través del prado brumoso, sin sensación alguna de pisar el suelo; dejando el octógono, viajan ahora hacia abajo por un largo terraplén herboso hacia el lugar de los túmulos, al borde de un bosque oscuro de robles de amplias copas. Entran en un claro extenso. En medio el terreno ha sido enlucido con arcilla, y luego cubierto ligeramente con arena y grava fina; sobre esta base ha sido levantada la casa mortuoria, una estructura de cuatro paredes sin techo, cuyos muros están formados por hileras de empalizadas de madera. En su interior hay una plataforma baja de arcilla coronada por una tumba rectangular de leños, en la cual pueden verse dos cuerpos: Un hombre joven, una mujer joven, cara a cara, sus cuerpos totalmente extendidos, bellos aun en la muerte. Llevan puestas pecheras de cobre, ornamentos de oreja de cobre, brazaletes de cobre, gargantillas relucientes de amarillentos dientes de oso.
Cuatro sacerdotes se sitúan en las esquinas de la casa mortuoria. Sus caras están cubiertas por grotescas máscaras de madera coronadas por grandes cornamentas, y llevan varas de dos pies de largo, efigies del hongo mortuorio en madera enfundada con cobre. Un sacerdote comienza un cántico áspero, percusivo. Los cuatro levantan sus varas y bruscamente las abaten. Es una señal; comienza el depósito de bienes funerarios. Filas de deudos inclinados bajo pesados sacos se acercan a la casa mortuoria. Caras extáticas, no llorosas, incluso festivas; ojos brillantes, pues esta gente sabe lo que olvidarán las culturas posteriores: que la muerte no es final sino más bien continuación natural de la vida. Sus amigos recién idos deben ser envidiados. Son honrados con regalos abundantes, a fin de que puedan vivir como reyes en el siguiente mundo: fuera de los sacos vienen pepitas de cobre, hierro de meteoro y plata, miles de perlas, abalorios de concha, abalorios de cobre y hierro, botones de madera y piedra, montones de canutos metálicos para las orejas, trozos y volutas de obsidiana, efigies animales esculpidas de pizarra y hueso y concha de tortuga, hachas y cuchillos ceremoniales de cobre, volutas cortadas de mica, maxilares humanos incrustados con turquesas, burda alfarería oscura, agujas de hueso, sábanas de paño tejido, serpientes enrolladas modeladas de piedra negra, un torrente de ofrendas, amontonado alrededor e incluso sobre los dos cuerpos.
Finalmente la tumba queda ahogada en regalos. Una vez más hay una señal de los sacerdotes. Elevan sus varitas y los acompañantes, retrocediendo hacia los bordes del claro, forman un círculo y comienzan a cantar un himno sombrío, palpitante y lúgubre. Zacharias, después de un momento, canta con ellos, embelleciendo silenciosamente la melodía con pesados melismas. Su voz es un rico contrabajo, tan inesperadamente bello que Sybille está conmovida poco menos que hasta la ofuscación, y mira hacia él con temor. De improviso él se interrumpe completamente, se vuelve hacia ella, toca su brazo y se inclina para decir:
—Canta tú también.
Sybille asiente con indecisión. Ella se une a la canción, de forma vacilante al principio, su garganta estrangulada por la inseguridad; luego se encuentra parte correcta del rito, en cierta forma, y su tono se hace más confiado. Sus cristalinas subidas de soprano se elevan espléndidamente vertiginosas por encima de las otras voces.
Ahora comienza otro tipo de ofrenda: los niños cubren la casa mortuoria con montones de varitas de leña menuda, ramajes muertos, ramas gruesas, toda clase de restos combustibles hasta dejarla totalmente oculta a la vista, y los sacerdotes gritan una pausa. Entonces, desde el bosque, viene una mujer portando un tizón resplandeciente; una muchacha, en realidad, totalmente desnuda, su bruñido cuerpo pálido pintado de rojo y verde con extravagantes bandas horizontales en pechos y nalgas y muslos, su largo pelo reluciente y negro flotando a modo de capa tras ella mientras corre. Corre velozmente hacia lo alto de la casa mortuoria; contacta jadeante la brasa con las astillas, aquí, aquí, aquí, ejecutando una danza salvaje a medida que avanza, y arroja la antorcha en el centro de la pira. Las llamas saltan hacia el cielo en un arrebato feroz. Sybille se siente abrasada por la explosión de calor. La casa y el sepulcro son rápidamente consumidos.
Mientras las ascuas todavía resplandecen, comienza el aporte de tierra. Excepto los sacerdotes, quienes permanecen rígidos en los puntos cardinales del emplazamiento, y la chica que esgrimió la antorcha, la cual yace como ropa desechada al borde del claro, la comunidad completa participa. Hay un hoyo abierto detrás de una pantalla de árboles cercanos; los adoradores, formando filas, se dirigen a él y excavan la tierra, llevándola hasta la casa mortuoria quemada en cestas, en delantales de piel de ante, en grandes terrones húmedos agarrados por sus manos desnudas. Silenciosamente se deshacen de sus cargas sobre las cenizas y regresan a por más.
Sybille lanza una mirada a Zacharias; él asiente con la cabeza; se unen a la fila. Ella baja al interior del hoyo, extrae un terrón de húmeda tierra negra a su lado y lo lleva hacia el montículo creciente. Regresa una y otra vez. El montículo crece rápidamente, dos pies por encima del nivel del suelo ya, tres, cuatro, una creciente ampolla circular, su perfil gobernado por las ubicaciones inalterables de los cuatro sacerdotes, sus contornos ahusados formados por el apisonamiento de veintenas de pies desnudos. Sí, piensa Sybille, ésta es una forma válida de celebrar la muerte, éste es un rito apropiado. El sudor se derrama por su cuerpo, sus ropas quedan manchadas y embarradas, y aun así ella corre hacia el tajo de tierra, se apresura de allí al montículo, corre hacia la cantera, corre hacia el montículo, corre, corre, transfigurada, extasiada.
Entonces el hechizo se trunca. Algo sale mal, ella no sabe qué, y las nieblas se aclaran, el sol deslumbra sus ojos, los sacerdotes y los constructores de montículos y el montículo inacabado desaparecen. Ella y Zacharias están otra vez en el octógono, carros de golf atronando más allá de ellos por todas partes. Tres niños y sus padres están parados a apenas algunos pies de ella, mirando fijamente, mirando fijamente; y un niño de alrededor de diez años apunta hacia Sybille y dice en una voz que resuena a través de la mitad de Ohio:
—Papi, ¿qué le pasa a esa gente? ¿Por qué parecen tan raros?
La madre jadea y grita:
—Calla, Tommy, ¿no tienes modales?
Papi, aparentemente furioso, le cruza la cara al niño de una bofetada, le agarra de la muñeca y tira de él hacia el otro lado del parque, toda la familia siguiendo su estela.
Sybille tiembla convulsivamente. Se da la vuelta, presionando sus manos sobre sus ojos delatores. Zacharias la abraza.
—Está bien —dice tiernamente—. El niño no conoce nada mejor. Está bien.
—¡Sácame de aquí!
—Quiero enseñarte…
—Otro día. Lléveme fuera. Al motel. No quiero ver nada. No quiero que nadie me vea a mí.
Él la lleva al motel. Ella permanece una hora boca abajo en la cama, quebrantada por sollozos secos. Varias veces le dice a Zacharias que ella está no lista para este viaje, que quiere volver al Pueblo Frío, pero él no dice nada; simplemente acaricia los músculos tensos de su espalda, y finalmente su ánimo se calma. Ella se vuelve hacia él y sus ojos se encuentran y él la toca y hacen el amor a la manera de los muertos.