CAPÍTULO 7
Quiero definir lo que ellos y sus psiquiatras contratados llaman «sistemas ilusorios». No hay ni que decirlo, las «falsas ilusiones» están siempre oficialmente definidas. No tenemos que preocuparnos por cuestiones de realidad o irrealidad: sólo se examinan por conveniencia. Es el sistema lo que importa. Cómo se organizan los datos a sí mismos dentro de él. Algunos son consistentes, otros se caen a pedazos.
THOMAS PYNCHON, Gravity’s Rainbow
Una vez más los muertos, esta vez sólo tres, llegaban en el vuelo matutino de Dar. Tres eran mejor que cinco, consideró Daud Mahmoud Barwani, pero eran todavía más que suficiente. No era que ésos otros, dos meses atrás, hubieran causado algún problema; quedándose solamente un día y moviéndose rápidamente hacia el continente de nuevo, pero le hacía sentir incómodo el pensar en tales criaturas en la misma pequeña isla que él mismo.
¿Con todo el mundo para elegir, por qué continúan viniendo a Zanzíbar?
—El avión está aquí —informó el controlador de vuelo.
Trece pasajeros. El funcionario de Sanidad dejó atravesar la puerta a la gente de vuelo local: primero dos periodistas y cuatro legisladores regresando de la Conferencia panafricana en Ciudad del Cabo y luego un grupo de cuatro turistas japoneses, serios hombres retraídos festoneados de cámaras. Y después los muertos; y Barwani se sorprendió al descubrir que eran los mismos de la otra vez: el hombre pelirrojo, el hombre de pelo café sin la barba, la mujer morena. ¿Tenían los muertos tanto dinero que podían volar de América a Zanzíbar cada pocos meses? Barwani había oído el chismorreo de que cada nuevo muerto, cuando se levantaba de su ataúd, era obsequiado con una cantidad de lingotes de oro igual a su propio peso, y ahora pensó que empezaba a creer en ello. Nada bueno vendrá de tener tales seres sueltos por el mundo, se dijo a sí mismo, y ciertamente nada de tolerarlos en Zanzíbar. Pero él no tenía alternativa.
—Bienvenidos otra vez a la isla de los clavos —dijo untuosamente, y soltó una sonrisa burocrática, y se preguntó, no por primera vez, lo que sería de Daud Mahmoud Barwani una vez que sus días en la tierra hubieran tocado a su fin.
—Ahmad el Astuto contra Abhullah Comosellame —dijo Klein—. Eso es todo sobre lo que ella habló. La historia de Zanzíbar —estaba en el estudio de Jijibhoi. La noche era cálida y caía una lluvia fuera de temporada, desdibujando el millón luces brillantes de la Depresión de Los Angeles—. Habría sido, ya sabes, falto de tacto hacer cualquier pregunta directa. Falto de tacto. No me he sentido tan falto de tacto desde que tenía catorce años. Estaba indefenso entre ellos, un extranjero, un crío.
—¿Crees que vieron a través de tu disfraz? —preguntó Jijibhoi.
—No podría decirlo. Parecían juguetear conmigo, hacer deporte conmigo, pero ése precisamente podría ser su comportamiento normal con cualquier recién llegado. Nadie me puso en duda. Nadie sugirió que podría ser un impostor. Nadie pareció preocuparse mucho por mí o lo que hacía allí o qué había pasado para que estuviera muerto. Sybille y yo estuvimos cara a cara, y quise extender la mano hacia ella, quise que ella extendiera la mano hacia mí, y no hubo contacto, ninguno, nada en absoluto; era como si simplemente nos hubiéramos encontrado en algún cóctel académico y lo único en su mente era la nueva pepita de historia oculta que ella acababa de desenterrar, de modo que me contó todo acerca de cómo el Sultán Ahmad fue más listo que Abdullah y cómo Abdullah apuñaló al Sultán —Klein prendió la mirada de un grupo de libros familiares en los estantes abarrotados de Jijibhoi— Oliver y Mathew, Historia de Africa Oriental —libros que habían viajado a todas partes con Sybille en los años de su matrimonio. Tiró del Volumen I, diciendo—: Pretendía que las historias convencionales dan una descripción incompleta e inexacta del incidente y que sólo ahora ella ha averiguado la historia verdadera. Por todo lo que sé, sencillamente podría estar jugando conmigo, relatándome un pedazo de historia establecida como si fuera algo que nadie supo hasta la semana pasada. Déjame ver: Ahmad, Ahmad, Ahmad…
Examinó el índice. Aparecían listados cinco Ahmads, pero no había entrada para un Sultán Ahmad ibn Majid el Astuto. Ciertamente era citado un Ahmad ibn Majid, pero era mencionado sólo en una nota a pie de página y parecía haber sido un cronista árabe. Klein encontró tres Abdullahs, ninguno de ellos relacionado con Zanzíbar.
—Algo es incorrecto —murmuró.
—No tiene importancia, querido Jorge —respondió suavemente Jijibhoi.
—La tiene. Espera un minuto —rondó por las listas. Bajo Zanzíbar, Gobernantes, no encontró a Ahmads, ningún Abdullah; descubrió un Majid ibn Said, pero cuando comprobó la referencia se encontró con que había reinado en algún momento de la segunda mitad del XIX. Desesperadamente, Klein volvió páginas, examinando rápidamente, volviendo atrás, buscando. Finalmente alzó la vista y dijo—: ¡Está todo equivocado!
—¿La Historia Oxford de África Oriental?
—Los detalles de la historia de Sybille. Mira, ella dijo que este Ahmad el Astuto subió al trono de Omán en 1811 y se apoderó de Zanzíbar siete años más tarde. Pero el libro mantiene que un tal Seyyid Said al-Busaidi se convirtió en Sultán de Omán en 1806 y reinó durante cincuenta años. Fue él, no este inexistente Ahmad el Astuto, quien apresó Zanzíbar, pero lo hizo en 1828, y el gobernante al que coaccionó para firmar un tratado con él, el Mwenyi Mkuu, se llamaba Hasan ibn Ahmad Alawi, y —Klein negó con la cabeza— …es un reparto enteramente distinto de personajes. Nada de apuñalamientos, nada de que asesinatos, las fechas son enteramente diferentes, el asunto entero…
Jijibhoi sonrió tristemente.
—Los muertos hacen a menudo travesuras.
—¿Pero por qué inventaría ella una fantasía completa y la disfrazaría como un nuevo descubrimiento sensacional? ¡Sybille fue el estudioso más escrupuloso que jamás conocí! Ella no lo haría nunca.
—Ésa fue la Sybille que tú conociste, amigo querido. Sigo instándote a que te des cuenta de que ésta es otra persona, una persona nueva, dentro de su cuerpo.
—¿Una persona que mentiría acerca de la historia?
—Una persona que bromearía —respondió Jijibhoi.
—Sí —masculló Klein.
Que bromearía. Recuerda que para un muerto el universo entero es dúctil, nada es real, nada importa una mierda.
Que tomaría el pelo un ex marido estúpido, cargante, fastidiosamente persistente, que ha aparecido en su Pueblo Frío llevando puesto un disfraz transparente y fingiendo ser un muerto. Que inventaría no sólo una historia sino incluso sus primeras figuras, en broma, un juego, un jeu d’esprit. Oh, Dios mío. ¡Oh, Dios mío, qué cruel es, qué estúpido fui! Fue su forma de decirme que sabía que yo era un muerto falsificado. ¡Quid pro quo, embuste por embuste!
—¿Qué harás?
—No sé —respondió Klein.
Lo que hizo, en contra de la enérgica advertencia de Jijibhoi y de su juicio superior, fue obtener más píldoras de Dolorosa y regresar al Pueblo Frío de Sión. Habría un placer espasmódico, como el de hurgar el hueco de un diente perdido, en enfrentar a Sybille con la evidencia de su Ahmad ficticio, de su Abdullah imaginario. No consentiré más juegos entre nosotros, le diría. Dime lo que necesito saber, Sybille, y luego dejarme ir; pero dime sólo la verdad. Ensayó su discurso durante todo el camino hasta Utah, puliendo y embelleciendo. No hubo necesidad de ello, sin embargo, pues esta vez la puerta del Pueblo Frío de Sión no se abriría para él. Los escáneres escudriñaron su tarjeta falsificada de Albany y el altavoz dijo:
—Sus credenciales no son válidas.
Todo podría haber terminado ahí. Podría haber regresado a Los Angeles y recoger los pedazos de su vida. Todo este semestre había estado de licencia sabática, pero el período estival llegaba y había trabajo por hacer. Regresó a Los Angeles, pero sólo el tiempo suficiente para rellenar una maleta algo mayor, encontrar su pasaporte y conducir hasta el aeropuerto. En un dulce atardecer de mayo un jet BOAC le llevó sobre el Polo a Londres, donde, deteniéndose apenas para tomar un café y bollos en una tienda del aeropuerto, abordó otro avión que le trasladó al sudeste hacia África. Más dormido que despierto, vio flotar suavemente los hitos de ensueño: el Mediterráneo, llegando y yéndose con rapidez asombrosa, y la alfombra leonada del desierto libio, y el poderoso Nilo, reducido al grosor de una hebra marrón cuando se mira desde diez millas de altura. Repentinamente el Kilimanjaro, envuelto en niebla, aprisionado por la nieve, surgiendo amenazador como una gigantesca ampolla bicéfala a su derecha, muy abajo, y pensó que podría ver a lo lejos, por su izquierda el resplandor distante del sol en el Océano Indico. Entonces la gran aguja del morro del avión comenzó su brusco descenso, y él se encontró, poco después, caminando en el húmedo aire caliente y la cegadora luz del sol de Dar es Salaam.
Demasiado pronto, demasiado pronto. Sintió que no estaba listo para seguir hasta Zanzíbar. Un día o dos de descanso, tal vez: eligió un hotel de Dar al azar, el Agip, por el sonido extraño de su nombre, y cogió un taxi. El hotel se veía lustroso y limpio, una cosa estilizada en el reluciente estilo de los 60, mucho más barato que el Kilimanjaro, donde había permanecido brevemente en el viaje anterior, y localizado en un agradable barrio frondoso de la ciudad, cerca del océano. Paseó por los alrededores durante un breve tiempo, descubrió que estaba totalmente exhausto, regresó a su cuarto para una siesta que se alargó por espacio de casi cinco horas y, despertando atontado, se dio una ducha y se vistió para comer. El comedor del hotel estaba lleno de musculosos hombres rubios de rostro encendido, sin chaqueta y vistiendo camisas blancas de cuello abierto, todos ellos le recordaron perturbadoramente a Kent Zacharias; pero éstos eran calientes, británicos por sus acentos; ingenieros, supuso, a juzgar por sus conversaciones. Estaban construyendo una presa y una central eléctrica en alguna parte de la costa, le pareció, o quizá una central eléctrica sin presa; bebían una gran cantidad de ginebra y hablaban con vigorosos gritos atronadores. Había también muchos hombres de negocios japoneses, cómo no, de aspecto acicalado y comedido con trajes azul profundo y corbatas estrechas, y en la mesa al lado de Klein había cinco hombres atezados de pelo rizado hablando en rápido hebreo: israelíes, seguramente. Los únicos africanos a la vista eran camareros y bármanes. Klein pidió ostras Mombasa, bistec, y una garrafa de vino tinto, y encontró la comida inesperadamente buena, aunque dejó la mayor parte de ella en su plato. Era última hora de la tarde en Tanzania, pero para él eran las diez en punto de la mañana, y su organismo estaba desorientado. Se desplomó en la cama, meditó vagamente sobre la presencia probable de Sybille a solamente unos minutos de vuelo, en Zanzíbar, y cayó en un sueño pesado del cual despertó, lo que le pareció muchas horas más tarde, para descubrir que aún faltaba un buen rato para el amanecer.
Vagabundeó a lo largo de la mañana visitando el viejo barrio nativo, caluroso y polvoriento, con calles sin pavimentar y filas de chozas de latón, y al mediodía regresó a su hotel para darse una ducha y almorzar. De nuevo la misma distribución nacional en el restaurante —británicos, japoneses, israelíes— aunque las caras parecían diferentes. Iba por su segunda cerveza cuando entró Anthony Gracchus. El cazador blanco, ancho de hombros, pálido, de barba densamente poblada, ataviado con pantalones cortos y camisa caquis, casi parecía haberse salido del cubo de película que Jijibhoi le había enseñado tiempo atrás. Klein se encogió instintivamente, volviéndose hacia la ventana, pero demasiado tarde: Gracchus le había visto. Toda charla se fue interrumpiendo en el restaurante a medida que el hombre muerto caminaba a grandes pasos hacia la mesa de Klein, tiraba de una silla no solicitada, y se sentaba; entonces, como si un proyector de película hubiera sido detenido y ahora avanzara de nuevo, los ingenieros británicos reanudaron su griterío, aunque ahora sonaban algo tensos.
—¡Qué pequeño es el mundo! —dijo Gracchus—. Abarrotado, por lo menos. En camino hacia Zanzíbar, ¿no es eso, Klein?
—En un día o así. ¿Sabía usted que estaba aquí?
—Claro que no —los duros ojos de Gracchus centellearon astutamente—. Esto ha sido una pura coincidencia. Ella ya está allí.
—¿Ella?
—Ella, Zacharias y Mortimer. He oído que se encontró con ellos en Sión.
—Brevemente —respondió Klein—. Vi a Sybille. Brevemente.
—Insatisfactoriamente. Hasta el punto de que usted la ha seguido hasta aquí de nuevo. Déjelo, hombre. Déjelo.
—No puedo.
—¡No puede! —Gracchus frunció el entrecejo—. Una respuesta de neurótico, no puedo. Lo que quiere decir usted es no quiero. Un hombre adulto puede hacer cualquier cosa que quiera siempre que no sea una imposibilidad física. Olvídela. Usted está únicamente molestándola, por este camino, interfiriendo con su trabajo, estorbándola —Gracchus sonrió—. Con su vida. Ella lleva muerta casi tres años, ¿no comprende? Olvídela. El mundo está lleno de mujeres distintas. Usted es todavía joven, tiene dinero, no es feo, tiene una reputación profesional…
—¿Es eso lo que lo que le han mandado decirme?
—No fui enviado aquí para decirle nada, amigo. Sólo estoy tratando de salvarle de usted mismo. No vaya a Zanzíbar. Vuélvase casa y empiece su vida otra vez.
—Cuando la vi en Sión, ella me trató con desprecio —respondió Klein—. Se divirtió a mi costa. Quiero preguntarla por qué hizo eso.
—Porque usted es un caliente y ella es un muerto. Para ella usted es un payaso. Para todos nosotros es usted un payaso. No es nada personal, Klein. Simplemente hay un abismo en nuestras posiciones, un abismo demasiado ancho para que usted lo cruce. Usted fue a Sión drogado como un hombre del Tesoro, ¿no es así? ¿La cara pálida, los ojos abultados? No engañó a nadie. Por supuesto, no la engañó a ella: el juego que jugó con usted fue su forma de decirle eso. ¿No sabe usted eso?
—Lo sé, sí.
—¿Qué más quiere usted, entonces? ¿Más humillación?
Klein meneó la cabeza cansadamente y clavó los ojos en el mantel. Pasado un momento levantó la vista, y sus ojos encontraron los de Gracchus, y se asombró al darse cuenta de que confiaba en el cazador, que por primera vez en sus relaciones con los muertos sentía que se estaba encontrando con sinceridad. Respondió en voz baja:
—Estuvimos muy unidos, Sybille y yo, y entonces ella murió, y ahora no soy nada para ella. No he podido aceptar eso. La necesito todavía. Quiero compartir mi vida con ella, incluso ahora.
—Pero no puede hacerlo.
—Ya lo sé. Pero eso no me ayuda a dejar de hacer lo que estoy haciendo.
—Sólo hay una cosa que pueda compartir con ella —respondió Gracchus—. Es su muerte. Ella no se rebajará a su nivel: usted debe ascender a suyo.
—No sea absurdo.
—¿Quién es absurdo, usted o yo? Escuche, Klein. Creo que es usted un imbécil, creo que es una criatura débil, pero no me desagrada usted, no le culpo por su estupidez. Así que le ayudaré, si usted me lo permite —metió la mano en un bolsillo de su camisa y extrajo un tubo diminuto de metal con un dispositivo de seguridad en un extremo—. ¿Sabe qué es esto? Es un dardo de autodefensa, del tipo que llevan todas las mujeres en Nueva York. Muchos muertos los llevan, también, porque nunca sabemos cuándo comenzará la reacción, cuando la chusma se volverá contra nosotros. Sólo que no usamos las drogas anestésicas en nosotros mismos. Oiga, podemos entrar andando en cualquier taberna del barrio nativo y puede tener una riña decente en cinco minutos, y en la confusión le meteré uno de estos dardos, y le tendremos en el Hospital General de Dar quince minutos después, embutido en una unidad de congelación, y por unos pocos miles de dólares le podemos enviar a ser descongelado en California, y para la noche del viernes sufrirá usted reavivación en, digamos… el Pueblo Frío de San Diego. Y cuando salga de eso, usted y Sybille estarán en el mismo lado del abismo, ¿ve? Si usted está destinado a regresar junto con ella alguna vez, ésa es la única forma. Por ahí tiene una oportunidad. Por este camino no tiene ninguna.
—Es impensable —respondió Klein.
—Inaceptable, tal vez. Pero no impensable. Nada es impensable una vez que alguien ha pensado en ello. Considérelo. ¿Me lo promete? Considere la idea antes de subir a ese avión para Zanzíbar. Me quedaré aquí esta noche y mañana, y luego salgo para Arusha donde debo encontrarme con algunos muertos llegados para una cacería, y cuando quiera antes de ese momento lo haré por usted si da la orden. Considere la idea. ¿Podrá pensar en ello? Prométame que lo pensará.
—Pensaré en ello.
—Bien. Bien. Gracias. Ahora vamos a almorzar y cambiemos de tema. ¿Le gusta a usted comer aquí?
—Me intriga una cosa. ¿Por qué tiene este lugar una clientela exclusivamente no africana? ¿Se atreven a discriminar a los negros en una república negra?
Gracchus soltó una carcajada.
—Son los negros los que quienes tienen prejuicios, amigo. Éste se considera un hotel de segunda clase. Todos los negros están en el Kilimanjaro o el Nyerere. No obstante, no es un lugar tan malo. Le recomiendo los platos de pescado, si no los ha probado usted, y hay un aceptable vino blanco de Israel que…