EL CENTRO DEL RESORTE PRIMORDIAL

ROGER ZELAZNY

Roger Zelazny no ha sido pródigo en relatos cortos durante los últimos años, dedicándose preferentemente a la novela. Pero todavía es un maestro de las formas concisas, como lo demuestra esta serena y agridulce historia de un hombre que busca la razón eutanásica, a fin de prepararse para la muerte. Su propia muerte, no la de ningún otro. El título original del relato es The Engine at Heartspring’s Center.

Dejadme que os hable de la criatura llamada Bork. Vio el mundo por primera vez en el corazón de un sol agonizante. En aquel momento había sido arrojado desde el río del pasado-futuro como si de una pieza corrupta del tiempo se tratara. Estaba forjado en lodo y aluminio, plástico y alguna elaborada destilación del agua del océano. Suspendido del cordón umbilical de algún limbo absurdo, lo había roto por voluntad propia y venido a caer en los extremos del tiempo de la vida, encallando en las abandonadas dársenas de un mundo donde seres y objetos perecían irremediablemente. No era sino Un fragmento, un boceto, un margen de hombre junto al mar, único habitante de una zona escasamente frecuentada desde que devino colonia eutanática.

Escoged cualquier cosa ya mencionada y estaréis en lo ya cierto.

Aquel día paseaba Bork por la orilla del mar, golpeando con su bífido y metálico bastón los objetos que la tormenta de la pasada noche había arrojado sobre la arena: brillantes porciones de detritus útiles a las extrañas féminas y sus tiendas de bisutería, capaces de extraer de aquello algún alimento o algún nuevo ingrediente para su cosmética; purpúreas algas marinas que servirían para algún plato a base de pescado y galletas; por lo demás, broches, botones, conchas, y una blanca ficha de casino.

Las olas aparecían crestadas de espuma y el viento rugía con fuerza. El cielo, a brochazos grises y azules, conformaba un muro agrietado, ausente de los vuelos de pájaros y aviones. Mientras caminaba sobre la pálida arena zumbando y renqueando, Bork dejaba a sus espaldas una estela dentada y una huella humana, paralelamente. Se encontraba cerca del punto donde las golondrinas de ahorquillada cola descansaban por varios días —una semana a lo sumo— en el curso de su migración. Aparecidas en aquella temporada, algunas zonas de la playa todavía se veían cubiertas, como por algún estrambótico rocío, de herrumbrosos colores. En aquel lugar contempló de nuevo a la muchacha, por tercera vez en unos cuantos días. Con anterioridad había intentado ella hablar con él, interrumpiendo su caminar impasible. Sin embargo, la había ignorado por un buen número de razones. Esta vez, en cambio, la chica no estaba sola.

Se levantaba del suelo, posiblemente se levantaba del suelo porque las señales que junto a ella podían verse sobre la arena señalaban la indefectible presencia de una aparatosa caída. Vestía el mismo vestido rojo, roto y manchado ahora. Su negro cabello —corto, ceñido por ancha diadema— no tenía otra alternativa que caer en leve desorden. Aproximadamente diez metros más allá se encontraba una joven entidad del Centro, caminando hacia ella. Tras él marchaba una de las extrañas y raramente exhibidas máquinas utilizadas para dar el último y consolador golpe de gracia: su altura era aproximadamente la mitad del tamaño de un hombre medio y permanecía flotando sobre el suelo esa misma distancia; tenía la forma de un argentado alfiletero, con la bulbosa cúspide de la cabeza iluminada; la ceñían tres huecas faldas de bailarina de delgado y destellante estaño, cuyos brillos nacían y morían a distinto ritmo que el viento.

Advertida por su presencia o su ruido al caminar, la chica abandonó el área de sus perseguidores, se acercó y dijo: «Ayúdame», pronunciando un nombre a continuación.

Bork aguardó un momento, aunque tan fugaz que el intervalo tal vez pasara desapercibido para la mujer. Entonces se dirigió hacia ella y se detuvo a su lado.

El hombre y la fluctuante máquina se pararon a un mismo tiempo.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó con voz suave, profunda, ligeramente musical.

—Quieren cogerme —dijo ella.

—¿Y?

—Yo no quiero.

—Oh, vamos, ¿no estás preparada?

—No, no estoy preparada.

—Se trata entonces de algo muy sencillo. Un malentendido. —Se volvió hacia los otros dos—. Hay aquí un malentendido —dijo—. Ella no está preparada.

—Ésa no es cosa tuya, Bork —replicó el hombre—. El Centro ha tomado su determinación.

—Se trata entonces de una determinación que debe reexaminarse. Ella dice que no está preparada.

—Métete en tus asuntos, Bork.

El hombre avanzó, seguido de la máquina.

Bork alzó sus manos, la una de carne, las otras de materias diversas.

—No —dijo.

—Sigue tu camino —dijo el hombre—. Te estás entrometiendo.

Lentamente, Bork se movió hacia ellos. Las parpadeantes lucecitas de la máquina comenzaron a chisporrotear precipitadamente. Sus faldas cayeron. Con un zumbido se posó sobre la arena y quedó inmóvil. El hombre retrocedió un paso.

—Haré un informe de esto…

—Largaos —dijo Bork.

Contrariado, el hombre hizo un gesto y alzóse la máquina. Giró sobre sus talones y comenzó a caminar, seguido del artefacto, playa arriba y sin mirar atrás. Bork bajó los brazos.

—Aquí —dijo a la joven— tendrás más tiempo.

Luego comenzó a moverse, entreteniéndose en inspeccionar las vacías conchas y los maderos arrastrados por la deriva.

La muchacha lo siguió.

—Volverán —dijo ella.

—Claro.

—¿Qué haré entonces?

—Quizá te encuentres ya dispuesta.

Ella sacudió la cabeza, posando su mano sobre la parte humana de Bork.

—No. No estaré dispuesta.

—¿Cómo puedes decirlo ahora?

—Yo cometí un error —murmuró—. Realmente, nunca debería haber venido aquí.

Bork se detuvo y la miró.

—Eso es desagradable —dijo—. Lo mejor que puedo sugerir es ir y hablar con los terapeutas del Centro. Ellos encontrarán la manera de convencerte de que la paz es preferible al infortunio.

—Sin embargo, no han querido convencerte a ti.

—Yo soy diferente. La situación no puede compararse.

—No quiero morir.

—Entonces no pueden prenderte. La disposición de espíritu es un requisito imprescindible. Así está estipulado en el contrato, en el ítem Siete.

—Pero ellos pueden equivocarse. ¿No crees que pueden cometer errores? Han acabado consumiéndose en su propio fuego, como los otros.

—Sin embargo, son más conscientes. Han sabido hacer un bonito trato conmigo.

—Pero sólo porque tú eres potencialmente inmortal. Las máquinas huyen de tu presencia. Ningún hombre osaría poner sus manos sobre ti sin tu consentimiento. ¿No intentaron despacharte en un estado de indisposición?

—Aquello fue el resultado de un malentendido.

—¿Como el mío?

—Lo dudo.

Desvió su atención de ella, dirigiéndola hacia la playa.

—Charles Eliot Borkman —llamó ella.

Nuevamente el nombre.

Bork se detuvo una vez más, trazando surcos con su bastón, dibujando eventuales siluetas sobre la arena.

—¿Por qué has dicho eso? —preguntó luego.

—¿No es ése tu nombre?

—No —dijo—. Ese hombre murió en las profundidades del espacio cuando cierta nave penetró en coordenadas erróneas, acercándose peligrosamente a una estrella que iniciaba su trance de nova.

—Fue un héroe. Perdió medio cuerpo en la catástrofe preparando vehículos de salvamento para los otros. Pero sobrevivió.

—Quizá murieron algunos de sus pedazos. Eso es todo.

—Aquello fue un conato de homicidio, ¿no?

—¿Quién sabe? Los políticos de antaño no valían el papel que gastaban en sus tratados y promesas.

—Él no fue exactamente un político. Fue un estadista, un hombre humanitario. Uno de los pocos que se retiran con más adictos que contrarios.

Bork hizo un ruido como de risa ahogada.

—Verdaderamente eres muy graciosa. Pero aunque ése sea el caso, las minorías aún tienen la última palabra. Personalmente, yo creo que nunca evitó la esfera del crimen. Sin embargo, estoy sumamente complacido de que hables en pretérito.

—Te remendaron tan bien, tan a la perfección, que sobrevivirás eternamente. Porque tú mereces lo mejor.

—Quizá tenga ya lo mejor. Y tú, ¿qué quieres de mí?

—Tú viniste aquí a morir y cambiaste de ánimo…

—No exactamente. Yo nunca he asumido a la perfección los términos que aparecen en el ítem Siete. Estar en paz…

—Tampoco yo. Pero yo carezco de tu capacidad para destacar semejante hecho en el Centro.

—Quizá si yo fuera allí contigo y hablara con ellos…

—No —dijo ella—, ellos sólo estarían de acuerdo mientras tú aparecieras de mediador y trataras el asunto. Después… Ellos tienen un léxico especial y a la gente como nosotros la llaman «fingidores de la vida», con lo que se vuelven más arbitrarios para la disposición de nuestros casos. No les tengo la menor confianza pues mi alma no conoce tu coraje.

—Así, pues, muchacha, ¿qué me obligarás a hacer?

—Llámame Nora. Protégeme. Sólo quiero eso. Tú vives por estos parajes. Llévame contigo. Prohíbeles que se me lleven.

Bork hurgó su esporádico dibujo, comenzando a deshacerlo.

—¿Estás segura de que es eso lo que quieres?

—Sí, estoy segura.

—De acuerdo. Podrás venir conmigo entonces.

Así, Nora fue a vivir con Bork en su choza junto al mar. Durante las semanas que siguieron, cada vez que los representantes del Centro enviaban sus embajadas, éstas eran recibidas por la criatura llamada Bork, que les aconsejaba regresar sobre sus pasos. Finalmente, las embajadas dejaron de aparecer. De manera que, en el curso de los días, la muchacha pasearía con la criatura llamada Bork a lo largo de las playas, ayudándole en la tarea de recoger los maderos arrojados por el mar, útiles para el fuego de la noche; y aunque el frío y el calor habían sido hasta entonces cosas indiferentes para él, llegó un tiempo en que el espectáculo de las llamas se convirtió en placentero.

Y en el transcurso de sus paseos, él husmeaba los húmedos montones de basura que el mar depositaba sobre las playas, hurgando e investigando para ver qué encontraba.

—¡Por Dios! ¿Qué esperas hallar ahí? —preguntaba ella, reteniendo el aliento y retrocediendo con cautela.

—Lo ignoro. Tal vez una piedra, una contraventana, una puerta… Tal vez alguna delicadeza. Cualquier cosa.

—Vayamos a ver los objetos de la marisma. Por lo menos están más limpios.

—De acuerdo.

Mientras él comía por hábito y degustaba las comidas sin la menor necesidad de hacerlo, Nora, en cambio, preparaba regularmente sus alimentos, de tal manera que la facilidad que tenía para cocinarlos permitía a Bork alguna anticipación de aquellas ocasiones con algo aproximado a un placer ritual, a la manera de un pinche de cocina que se aventura y desea sorprender en sus primeros intentos. Y algún tiempo después, tras una comida bañada por el crepúsculo, ella vino a ilustrarlo para una primera ocasión. Quizás hubiera debido parecer torpe y grotesco, pero mientras sucedía ninguna de estas nociones estaba presente. Así, sentábanse frente al fuego, secándose, calentándose, observando taciturnos. Como ausente, ella recogía algún trapo que Bork había dejado caer y con él limpiaba cualquier brizna de ceniza que se hubiera depositado en la parte metálica y espejeante de su cuerpo. Luego, volvió a hacerlo de nuevo. Más tarde, y esta vez con suma atención, Nora estuvo frotando y limpiando todo el polvo de la destellante superficie de su cuerpo, antes de encaminarse a su lecho.

Un día le preguntó ella:

—¿Por qué firmaste el contrato y te embarcaste en este viaje sin regreso si no querías morir?

—Sí quería morir —respondió él.

—Pero algo cambió luego tu decisión. ¿Qué fue?

—Encontré en este lugar un placer más grande que aquel deseo.

—¿Por qué no me hablas sobre ello?

—Desde luego. Encontré que aquí se daba una de las pocas situaciones, tal vez la única, donde yo podía ser feliz. Era algo inherente a la misma naturaleza del lugar, pues hubo una pacífica conclusión, una partida, una gozosa marcha. Sin embargo, la contemplación me plugo y me sigue placiendo, viviendo al final de la entropía, viendo que es bueno.

—Pero ¿no era suficiente placer el haber emprendido la comprensión de ti mismo?

—No. Yo encontré aquí una razón para vivir, no para morir. Esto puede parecer una satisfacción aberrada, pero, en ese caso, soy un aberrado. ¿Y tú?

—Yo cometí una equivocación. Esto es todo.

—Razón por la que te ocultan con excesivo cuidado, según he podido observar. Lo único que equivocaron en mi caso fue que no pudieron anticipar que nadie encontrara en un lugar como éste inspiración para seguir viviendo. ¿Puede haber sido similar tu situación?

—No creo. Quizá…

A menudo, cuando el cielo irradiaba sus puros azules, se abandonaban por las amarillas estepas del sol, intentando pequeños juegos, hablando de los pájaros que surcaban el horizonte y de los escurridizos, sarmentosos, flotantes y florecientes objetos que la deriva posaba sobre las charcas. Nora nunca hablaba de sí misma, no expresando nunca su amor, su odio, desesperación, aburrimiento o diversión con respecto al lugar. Antes bien, ocupaba su conversación de banalidades, remitiéndose a aquellas cosas cotidianas que ambos compartían cuando el día era radiante; y cuando el clima los obligaba a buscar refugio, se mantenía con la mirada fija en el fuego, o bien dormía, o, en ocasiones, limpiaba los caparazones de Bork. Más tarde llegó el tiempo en que solía cantar o tararear simplemente, unas veces pequeños fragmentos de canciones de moda, otras aires más antiguos. Entonces, mientras esto ocurría, Nora sentía los ojos de Bork sobre ella y callaba abruptamente para pasar a enfrascarse en otra cosa.

Y ocurrió que, una noche, mientras el fuego ardía lentamente y Nora abrillantaba los metales de Bork, despacio, muy despacio, dijo la mujer con débil voz:

—Creo que estoy enamorándome de ti.

Bork no habló, Bork no se movió. No dio muestra alguna de haber oído.

Tras largo rato, ella murmuró:

—Es muy desconcertante advertir que siento esto, aquí, bajo estas circunstancias.

—Sí —dijo él, tras unos instantes.

Luego, dejando caer el paño que empuñaba, Nora agarró una mano de Bork, la humana, y sintió un fuerte apretón sobre ella.

—¿Puedes…? —dijo ella más tarde.

—Sí. Pero podría destrozarte, mi pequeña muchacha.

Ella posó sus manos sobre las planchas, luego retrocedió y, más tarde, abandonó la carne para acariciar el metal. Se adelantó y presionó sus labios contra la única posible mejilla que se le rendía.

—Encontraremos una forma —dijo ella, y de hecho así fue.

En los días que siguieron ella cantaba con mayor frecuencia, cantaba más felices aires que no interrumpía al descubrir la mirada de Bork. Y, a menudo, él despertaba de sus ensueños de vigilia en que frecuentemente se sumía, pasando a la observación de los objetos a través de la menor abertura de sus párpados, comprobando que ella se mantenía allí sentada, mirándole, sonriendo. Y también suspiraba, ocasionalmente, por el mero placer de sentir que el aire vibraba y existía dentro y en torno a sí, y que eran posibles una paz y un gozo en su interior; sensaciones, en suma, que tiempo atrás había relegado al reino de la locura, los sueños y los vanos deseos. De vez en cuando solía sorprenderse silbando. Cierto día se encontraban sentados en un banco, mientras el sol se aproximaba a su diario holocausto y las densas tinieblas se fundían sobre una delgada lengua de fuego. Ella abandonó su mano y apuntó:

—Un barco.

—Sí —replicó él, recuperando la mano de la mujer.

—Lleno de gente.

—Un poco, supongo.

—Es triste.

—Es triste lo que ellos quieren, o quizá lo que quieren querer.

—Sigue siendo triste.

—Sí. Esta noche. Esta noche es lo triste.

—¿Y mañana?

—Me parece que también lo será.

—¿Dónde está tu viejo deleite en la gracia final, la paz que todo lo invade?

—Ya no pesa tanto sobre mi ánimo en estos días. Hay otras cosas aquí.

Contemplaron las estrellas, anuncios de intensa luz y aire fresco, hasta que el último escrúpulo del ocaso se convirtió en noche cerrada. Ella dijo entonces:

—¿Qué será de nosotros?

—¿Será? —dijo él—. Si te encuentras satisfecha de las cosas tal como son, no hay necesidad de cambio alguno. Pero si ello no es así, dime entonces dónde se encuentra el error.

—En ninguna parte —contestó ella—. Cuando te pones de esa manera, en ninguna parte. Se trataba tan sólo de un pequeño temor, un gato arañando en mi corazón, según suele decirse.

—Yo mismo me encargaré de arañar tu corazón —dijo él, alzándola en el aire como si de algo ingrávido se tratara.

Riendo, la llevó de vuelta a la cabaña.

Se encontraba ya fuera de un profundo y narcotizante sueño que lo había arrastrado, cuando le llegó el sonido de un llanto. Su percepción del tiempo vióse alterada en virtud de la disociación que al principio operó entre el sonido y la imagen de la muchacha, principalmente porque los sollozos parecían anormalmente arrancados y en la lejanía.

—¿Qué… te ocurre? —preguntó, advirtiendo entonces una leve palpitación en su bíceps, como un hormigueo.

—Yo no… quería despertarte —dijo ella—. Por favor, vuelve a dormir.

—Eres uno del Centro, ¿no es así? —dijo luego y desvió la mirada.

—No importa —dijo él.

—Duerme. Por favor. No olvides…

—… los requisitos del ítem Siete —concluyó él—. Siempre haciendo honor al contrato, ¿eh?

—Ya no es lo que era… para mí.

—¿Te refieres a… aquella noche?

—Volví a ser yo misma.

—Naturalmente, podrías decir eso ahora, ítem Siete…

—¡Hijo de puta! —exclamó, abofeteándolo.

Bork comenzó a reírse ahogadamente, pero se detuvo cuando su mirada tropezó con la aguja hipodérmica que aparecía sobre la mesa, junto a la muchacha. Dos ampollas gastadas yacían junto al instrumento.

—No irás a pagarme con dos jeringazos —dijo él, y ella desvió la mirada—. Vamos —hizo un ademán—. Conseguiremos llegar al Centro. Te darán un antídoto.

Ella agitó la cabeza.

—Demasiado tarde… ya. Poséeme. Si quieres hacer algo por mí, poséeme.

La rodeó con todos sus brazos y ambos yacieron de esa manera, en tanto las mareas y los vientos gemían, aullando, retrocediendo, azotando sus siluetas destacadas cada vez con mayor delicadeza.

Es una hipótesis.

Dejadme que os hable de la criatura llamada Bork. Vio el mundo por primera vez en el corazón de una estrella agonizante. Tenía pedazos de hombre y de muchas otras procedencias. Si los otros pedazos no funcionaban, el fragmento humano se preocupaba de su reparación. Si ocurría lo contrario, eran las piezas no humanas las que ensayaban su habilidad paliativa. Estaba tan perfectamente conformado que su función se prolongaba hasta la eternidad. Y si alguna de sus partes moría, las restantes no debían necesariamente cesar en sus funciones, antes bien se las ingeniaban para suplir el desperfecto y emular el total cometido que normalmente desempeñaban. Por tanto, puede vérselos junto al mar, caminando cerca de las aguas, golpeando con su bífido y metálico bastón otros objetos que las olas han depositado sobre la arena. La pieza humana, al menos una de su fragmento humano, está muerta.

Elegid cualquiera de estas cosas.