CAPITULO 1

«Y lo que los muertos no pudieron decirte, en vida, pueden decírtelo ahora, tras la muerte. La comunicación de los muertos es hablada con lengua de fuego, más allá del lenguaje de los vivos».

T. S. ELIOT, Little Gidding

Supuestamente, su difunta esposa Sybille estaba en camino hacia Zanzíbar. Eso fue lo que le dijeron, y él lo creyó. Jorge Klein había alcanzado esa etapa en su búsqueda en la cual creería en cualquier cosa, tan sólo con que tal creencia le encaminase hacia Sybille. De todos modos, no era tan absurdo que ella se dirigiera a Zanzíbar. Sybille siempre había querido ir allí. En alguna inescrutable forma obsesiva el lugar había apresado el centro de su conciencia hacía mucho tiempo. Cuando estaba viva no había sido posible para ella ir allí, pero ahora, liberada de todos los lazos, ella sería atraída hacia Zanzíbar como un pájaro hacia su nido, como Ulises por Ítaca, como una polilla por una llama.

El avión, un pequeño Havilland FP-803 de Air Zanzíbar, despegó más de medio lleno de Dar es Salaam a las 09:15 en una suave mañana brillante, giró alegremente por encima de las densas masas de árboles de mango, florecidos de un rojo deslumbrante, y de los altos cocoteros a lo largo de las orillas verde azuladas del Océano Indico, y se dirigió hacia el norte en el pequeño salto a través del estrecho hacia Zanzíbar. Este martes, el 9 de marzo de 1993, sería un día insólito para Zanzíbar: cinco muertos estaban a bordo del avión, los primeros de su clase que nunca habían visitado esa isla fragante. Daud Mahmoud Barwani, el oficial de Sanidad de servicio esa mañana en el aeropuerto Karume de Zanzíbar, había sido advertido de esto por los oficiales de emigración en el continente. Él no tenía idea de cómo iba a manejar la situación, y se encontraba atemorizado: Éstos eran momentos tensos en Zanzíbar. Todos los momentos son tensos en Zanzíbar. ¿Les debería negar la entrada? ¿Planteaban los muertos alguna amenaza para la siempre precaria estabilidad política de Zanzíbar? ¿O incluso amenazas más sutiles? Los muertos podrían ser portadores de peligrosos males espirituales. ¿Había algo en el Código Administrativo Revisado acerca de denegar visados basándose en la sospecha de contagios del espíritu? Daud Mahmoud Barwani mordisqueó malhumoradamente su desayuno frío, chapatti, un montículo de patata fría con curry y esperó sin ansia la llegada de los muertos.

Habían pasado casi dos años y medio desde que Jorge Klein había visto a Sybille por última vez: la tarde del sábado 13 de octubre de 1990, el día de su funeral. Ese día ella yacía en su ataúd tal como si estuviera simplemente dormida, su belleza enteramente respetada por la dura experiencia final: la piel pálida, los oscuros cabellos brillantes, las delicadas ventanas de la nariz, los labios plenos. Una tela tornasolada en oro y violeta envolvía su cuerpo sereno; una trémula neblina electrostática, débilmente perfumada con una fragancia de jazmín, la protegía de la descomposición. Durante cinco horas ella flotó en el estrado mientras eran leídos los ritos de despedida y ofrecidas las condolencias; luego, cuando sólo quedaron unas pocas personas, el núcleo más interior de su círculo de amigos, Klein la besó ligeramente en los labios y la entregó a los silenciosos hombres sombríamente vestidos que el Pueblo Frío había enviado. Ella había pedido en su testamento ser revivida; se la llevaron en una camioneta negra para hacer el trágico trabajo en su cadáver. El ataúd, marchando sobre sus anchos hombros, pareció para Klein desaparecer en un punzante vórtice gris que él se sentía incapaz de penetrar. Probablemente él nunca lograra oírla otra vez. En esos días los muertos se guardaban estrictamente en secreto, secuestrados tras los muros de sus ghettos autoimpuestos; era raro ver alguna vez a uno fuera de los Pueblos Fríos, raro incluso que uno de ellos tuviera contacto indirecto con el mundo de los vivos.

De modo que fue forzada en él una redefinición de su relación. Durante nueve años habían sido Jorge y Sybille, Sybille y Jorge, yo y tú formando nosotros, por encima de todo nosotros, un trascendental nosotros. Él la había amado con intensidad casi dolorosa. En vida habían ido a todas partes juntos, haciéndolo todo mano a mano, compartiendo tareas de investigación y de clase, pensando pensamientos intercambiables, expresando gustos que fueron casi siempre idénticos, tan enteramente permeaba a cada uno el otro. Ella fue una parte de él, él de ella, y hasta el momento de su muerte inesperada él había asumido que sería así por siempre. Eran aún jóvenes, él 38, ella 34, décadas para mirar hacia adelante. Entonces ella se fue. Y ahora eran meros anónimos el uno para el otro: ella no era Sybille, sino sólo un muerto; él no era Jorge, sino sólo un caliente. Ella estaba en algún sitio de Norteamérica, caminando, hablando, comiendo, leyendo, y no obstante se había ido, perdida para él, y sólo a él le incumbía aceptar la alteración en su vida; y exteriormente lo aceptó, pero a pesar de eso, aunque sabía que nunca más podrían ser las cosas como una vez fueron, se permitió la indulgencia de la esperanza triste y persistente de recobrarla.

Barwani no estaba preparado para eso. Cuando Ameri Kombo, el controlador de vuelo en el cubículo contiguo, le llamó por teléfono comunicando el aterrizaje, Barwani contestó:

—Notifica al piloto que nadie debe desembarcar hasta que haya dado autorización. Debo consultar la reglamentación. Posiblemente haya un peligro para la salud pública.

Durante veinte minutos dejó al avión permanecer posado, todas las escotillas selladas, en la tranquila pista de aterrizaje. Cabras errantes surgieron de la zona de arbustos y lo examinaron. Barwani no consultó leyes. Se acabó su humilde comida; después plegó sus brazos y trató de lograr el estado conveniente de tranquilidad. Estos muertos, se dijo a sí mismo, no pueden hacer ningún daño. Eran gente como cualquier otra, excepto que habían experimentado un tratamiento médico extraordinario. Debía vencer su miedo supersticioso de ellos: él no era un patán, ni un necio recogedor de especias, ni Zanzíbar era una morada de hombres primitivos. Los admitiría, les daría sus pastillas antimalaria como si fueran turistas ordinarios, les enviaría en su dirección adecuada. Muy bien. Ahora estaba preparado. Llamó por teléfono a Ameri Kombo.

—No hay peligro. Los pasajeros pueden salir.

Eran nueve en total, un cargamento escaso. Los cuatro calientes aparecieron primero, con aspecto sombrío y un poco congelado, como alguien que hubiera tenido que viajar con una banda de cobras desenjauladas. Barwani los conocía a todos ellos: la esposa del cónsul alemán, el hijo del comerciante Chowdhary y dos ingenieros chinos, todos regresando de unas breves vacaciones en Dar. Él estrechó sus manos sin formalidades al cruzar la puerta. Después vinieron los muertos, tras un intervalo de medio minuto: probablemente se habían sentado juntos en un extremo del avión casi vacío y los demás habían permanecido en el otro. Había dos mujeres y tres hombres, todos ellos altos y con sorprendentemente buen aspecto. Él se los había esperado con un modo de andar desmadejado, un caminar arrastrando los pies, cojeando vacilantes, pero se movieron con zancadas agresivas, como si se encontrasen con mayor vitalidad ahora que cuando habían estado vivos. Cuando alcanzaron la puerta Barwani dio un paso adelante para saludarlos, diciendo suavemente:

—Controles de Sanidad, vengan por aquí, por favor.

Estaban respirando, indudablemente respirando: saboreó una emanación de licor del hombre pelirrojo grande, un sabor misterioso y agradable y dulce, tal vez anís, de la mujer de pelo oscuro. Le pareció a Barwani que sus pieles tenían una extraña textura cerúlea, un lustre irreal, pero posiblemente fuera su imaginación; las pieles blancas siempre le habían parecido artificiales. La única diferencia inequívoca que él podía detectar en los muertos estaba en sus ojos, una forma que tenían de permanecer alarmantemente fijos en una única mirada intensa durante varios segundos antes de desviarse. Ésos eran los ojos, Barwani pensó, de gente que se habían asomado sobre el Vacío sin haber sido tragados. Un revuelo de preguntas brotó violentamente dentro de él: ¿Qué es eso quiere, cómo se siente, qué recuerda, dónde fue? Los dejó no expresados. Atentamente dijo:

—Bienvenidos a la isla del clavo. Queremos hacerles notar que la malaria ha sido totalmente erradicada aquí por medio de medidas de previsión de gran alcance, y para prevenir la indeseable reaparición de la enfermedad necesitamos que tomen ustedes estas pastillas antes de proseguir adelante.

Los turistas a menudo ponían reparos a eso; esta gente se tragó sus píldoras sin decir una palabra de protesta. Una vez más Barwani ansió llegar hasta ellos, lograr algún tipo de contacto que quizá le podría ayudar a trascender el plúmbeo peso de la existencia. Pero un aura, un escudo de extrañeza, rodeaba a estos cinco y, aunque él era un hombre afable que tendía a entablar fácilmente conversaciones con extraños, los pasó en silencio de uno en uno hasta Mponda, el hombre de inmigración. La frente alta de Mponda estaba brillante de sudor, y se mordía el labio inferior; evidentemente estaba tan perturbado por los muertos como Barwani. Anduvo a tientas con los formularios, selló un visado mal colocado, tartamudeó al decir a los muertos que debía retener sus pasaportes toda la noche.

—Se los mandaré por mensajero hasta su hotel por la mañana —les prometió Mponda, y envió a los visitantes hacia adelante hasta el área de recogida del equipaje con una premura innecesaria.

Klein tenía solamente un amigo con quien se aventuraba a hablar sobre el tema, un colega suyo en UCLA, un atildado y pulcro sociólogo Parsi de Bombay llamado Framji Jijibhoi, quien estaba tan inmerso en la compleja nueva subcultura de los muertos como un caliente podría llegar a estarlo.

—¿Cómo puedo aceptar esto? —clamó Klein—. No lo puedo aceptar en modo alguno. Ella está ahí fuera, en algún sitio, está viva, ella…

Jijibhoi le cortó con un golpecito rápido de las puntas de los dedos.

—No, querido amigo —dijo tristemente—; no viva, no viva del todo, simplemente revivida. Debes aprender a captar la diferencia.

Klein no podría aprender a captar nada que tuviera que ver con la muerte de Sybille. No podía soportar pensar que ella había pasado hacia otra existencia de la cual él quedaba completamente excluido. Encontrarla, hablar con ella, participar en su experiencia de la muerte y en cualquier situación más allá de la muerte, se convirtió en su único propósito. Él estaba indisolublemente amarrado a ella, como si ella fuera todavía su esposa, como si Jorge y Sybille, a pesar de todo, existiese en alguna forma.

Esperó cartas de ella, pero no llegó ninguna. Al cabo de algunos meses empezó a intentar rastrearla, avergonzado por su compulsividad y por las brechas abiertas de forma creciente en la formalidad de esta especie de viudedad. Viajaba de un Pueblo Frío a otro —Sacramento, Boise, Ann Arbor, Louisville— pero ninguno le admitía, ninguno respondía siquiera a sus preguntas. Los amigos le pasaron las habladurías: que ella vivía entre los muertos de Tucson, de Roanoke, de Rochester, de San Diego, pero nada resultó de estos relatos; le rechazaron allí también, pero no del todo insensiblemente, pues logró obtener una evidencia vagamente segura de que Sybille realmente había estado allí.

En el verano del 92 Jijibhoi le dijo que Sybille había salido de la reclusión del Pueblo Frío. Ella había sido vista, dijo, en Newark, Ohio, recorriendo el campo de golf municipal en Octagon State Memorial en compañía de un jactancioso arqueólogo pelirrojo llamado Kent Zacharias, también un muerto, en otro tiempo especialista en las culturas Hopewell, constructoras de montículos en el valle de Ohio.

—Es una fase nueva —dijo Jijibhoi—, no imprevista. Los muertos comienzan a abandonar su anterior filosofía de separatismo total. Hemos comenzado a observarlos visitando nuestro mundo como turistas; explorando la interconexión de la muerte-vida, como les gusta llamarla. Será muy interesante, querido amigo…

Klein voló de inmediato hacia Ohio y, sin verla realmente en ningún momento, la rastreó de Newark hasta Chillicothe, de Chillicothe a Marietta, desde Marietta a Virginia del Oeste, donde perdió su pista entre Moundsville y Wheeling. Dos meses más tarde ella —se dijo— estaba en Londres, después en Cairo, luego Addis Abeba. A principios del 93 Klein se enteró, a través de los canales informales de comunicación doctoral —por un ex californiano ahora en la Universidad Nyerere en Arusha— que Sybille estaba de safari en Tanzania y planeaba ir, en algunas semanas, a recorrer Zanzíbar.

Por supuesto. Durante diez años ella había estado trabajando en una tesis doctoral sobre el establecimiento del Sultanato árabe en Zanzíbar a principios del siglo XIX —estudios inevitablemente interrumpidos por otras labores académicas, por las aventuras amorosas, por el matrimonio, por reveses financieros, por las enfermedades, la muerte, y otras responsabilidades— y de hecho nunca había podido visitar la isla que fuera tan central para ella. Ahora estaba libre de todos los enredos. ¿Por qué no debería ir a Zanzíbar al fin? ¿Por qué no? Por supuesto: ella se dirigía hacia Zanzíbar. Y así, Klein iba a Zanzíbar también, para esperarla.

Mientras los cinco se perdían de vista en taxis, a Barwani se le ocurrió algo. Preguntó a Mponda por los pasaportes y escudriñó los nombres. Tan extraños: Kent Zacharias, Nerita Tracy, Sybille Klein, Anthony Gracchus, Laurence Mortimer. Él nunca se había acostumbrado a los nombres europeos. Sin las fotos sería incapaz de decir cuáles eran las mujeres, cuáles los hombres. Zacharias, Tracy, Klein… ah. Klein. Comprobó una nota recordatoria de hacía dos semanas, clavada con chinchetas en su escritorio. Klein, sí. Barwani telefoneó al Shirazi Hotel —empresa que le llevó varios minutos— y pidió hablar con el americano que había llegado diez días antes, ese hombre delgado cuyos labios parecían continuamente prensados por la tensión, cuyos ojos habían fulgurado con fatiga, el que había pedido un pequeño servicio de Barwani, un favor especial, y le había arrojado un muy necesitado centenar de chelines como anticipo. Hubo un retraso largo, sin duda mientras los mozos registraban el hotel, mirando en la habitación del hombre, la barra, el salón, el jardín, y luego el americano estuvo en línea.

—La persona por la que usted preguntó acaba de llegar, señor —le dijo Barwani.