CAPÍTULO 4
¿Qué presagia? ¿Qué traerá el futuro? No sé, no tengo premonición. Cuando una araña se arroja hacia abajo desde algún punto fijo, consecuentemente con su naturaleza, sólo ve ante ella un espacio vacío en donde no puede encontrar puntos de apoyo por más que se extienda. Y así es conmigo: Siempre ante mí un espacio vacío; lo que me conduce adelante es una seguridad que yace detrás de mí. Esta vida es desquiciada y terrible, no ser soportaba.
SOREN KIERKEGAARD, O bien… o bien
Jijibhoi dijo:
—En todo este asunto de la muerte, ¿quién puede decir qué es lo correcto, querido amigo? Cuando yo era un niño, en Bombay no era insólito entre nuestros vecinos hindúes practicar el rito del suttee, esto es, la cremación de la viuda en la pira fúnebre de su marido; y ¿bajo qué pretensión les podemos llamar bárbaros? Por supuesto —sus ojos morenos relampaguearon traviesamente— que les llamamos bárbaros, aunque nunca cuando nos podrían oír. ¿Quieres más curry?
Klein reprimió un suspiro. Estaba lleno, y el curry era una sustancia llameante, de una incandescencia mucho más allá de su grado habitual de tolerancia; pero la hospitalidad de Jijibhoi, discretamente insistente, tenía una cierta calidad hierática que hacía que Klein se sintiera como un blasfemo cada vez que rehusaba algo en su casa. Sonrió y asintió con la cabeza, y Jijibhoi, levantándose, puso un montículo de arroz en el plato de Klein, y luego lo enterró bajo carne de cordero con curry, aliñado con salsas chutney y sambal. Silenciosamente, sin dilación, la esposa de Jijibhoi fue a la cocina y regresó con una botella fría de Heineken. Le concedió a Klein una sonrisa tímida mientras la ponía delante de él. Trabajaban bien juntos, estos dos Parsis, sus anfitriones.
Eran una elegante pareja; notable, incluso. Jijibhoi era un hombre alto y erguido, con una enérgica nariz aguileña, morena piel levantina, pelo como el azabache, un bigote imponente. Sus manos y sus pies eran extraordinariamente pequeños; su talante era educado y reservado; se movía con una rapidez rayana en el nerviosismo. Klein conjeturó que andaría en los inicios de los cuarenta, aunque sospechaba que su estimación fácilmente podría estar fuera de sitio por diez años en cualquier dirección. Su esposa —extrañamente, Klein nunca había oído su nombre— era menor que su marido, casi tan alta, hermosa de tez —el color radiante de la aceituna— y sensual de figura. Se enfundaba invariablemente en fluidos saris de seda; Jijibhoi llevaba ropas occidentales de ejecutivo, trajes y corbatas veinte años pasados de moda. Klein nunca había visto a ninguno de ellos con la cabeza descubierta: ella llevaba puesto un pañuelo de lino blanco, él un casquete brocado que podría llevar a la gente a confundirle con un judío oriental. Vivían sin hijos y eran autosuficientes, formando una pareja concluida, una unidad perfecta, dos segmentos de la misma entidad, unida e indivisible, como Klein y Sybille lo fueran una vez. Su armoniosa interacción de pensamientos y gestos los hacía un poquito desconcertantes, incluso intimidadores, para los demás. Como Klein y Sybille lo hicieran una vez.
Klein dijo:
—Entre tu gente…
—Oh, muy diferente, muy diferente, realmente único. ¿Tú conoces nuestra costumbre funeraria?
—La exposición de los muertos, ¿no?
La esposa de Jijibhoi soltó una risita.
—¡Un esquema muy antiguo de reciclaje!
—Las Torres de Silencio —respondió Jijibhoi. Se dirigió a la enorme ventana del comedor y permaneció en pie, de espaldas a Klein, fijando la mirada en las luces deslumbrantes de Los Angeles. La casa de Jijibhoi, toda ella pino rojo y cristal, se encaramaba precariamente sobre pilotes cerca de la cima de Benedict Canyon, justo debajo de Mulholland: la vista se apropiaba de todo desde Hollywood a Santa Monica—. Hay cinco de ellas en Bombay, en Malabar Hill, un cerro rocoso dominando el Mar de Arabia. Tienen siglos de edad; cada una circular, varios centenares de pies de circunferencia, rodeadas por un muro de piedra de veinte o treinta pies altos. Cuando un Parsi muere… ¿sabes algo de esto?
—No tanto como me gustaría saber.
—Cuando un Parsi muere, es trasladado en un ataúd de hierro hasta las Torres por portadores de cadáveres profesionales; los asistentes al funeral van detrás en procesión, de dos en dos, unidos de las manos y sujetando un pañuelo blanco entre ellos. Una escena hermosa, querido Jorge… Hay una entrada en el muro de piedra a través de la cual pasan los portadores del cadáver, transportando su carga. Nadie más puede entrar en la Torre. Dentro hay una plataforma circular pavimentada con losas grandes y dividida en tres filas de receptáculos poco profundos, abiertos. La fila exterior se usa para los cuerpos de varones, la siguiente para los de mujeres y la más interior para los niños. El muerto es dejado en un lugar de descanso; los buitres se elevan desde las palmeras altas en los jardines contiguos a las Torres; en un plazo de una hora o dos, sólo permanecen los huesos. Más tarde, el esqueleto desnudo, secado al sol, es lanzado en un hoyo en el centro de la Torre. Los ricos y los pobres se desmenuzan juntos allí en el polvo.
—¿Y todos los Parsis son… ah… enterrados así?
—Oh, no, no, de ningún manera —respondió Jijibhoi cordialmente—. Todas las tradiciones antiguas están en retroceso hoy día, ¿sabes? Nuestra gente más joven aboga por la cremación o incluso el entierro convencional. No obstante, muchos de nosotros continuamos contemplando la belleza de nuestro método.
—¿Belleza?
La esposa de Jijibhoi respondió en una voz queda:
—Enterrar a los muertos en el suelo, en una tierra tropical húmeda donde las enfermedades son altamente contagiosas, no nos parece higiénico. Y quemar un cuerpo es desaprovechar su materia. Pero dar los cuerpos de los muertos a las eficientes aves hambrientas —rápidamente, limpiamente, sin remilgos— es para nosotros una forma de celebrar la economía de la naturaleza. Hacer los huesos de uno mezclarse en el hoyo con los huesos de la comunidad entera es, para nosotros, la democracia final.
—¿Y los mismos buitres no esparcen contagios, alimentándose como lo hacen con los cuerpos de…
—Nunca —respondió Jijibhoi firmemente—. Ni contraen nuestras enfermedades.
—Y deduzco que ambos tenéis la intención de hacer que vuestros cuerpos regresen a Bombay cuando… —sobrecogido, Klein hizo una pausa, meneó la cabeza, carraspeó con turbación, y forzó una débil sonrisa—. ¿Ves lo que este curry radiactivo vuestro ha hecho con mis modales? Discúlpame. ¡Aquí sentado, un invitado a tu mesa, interrogándote acerca de tus planes funerarios!
Jijibhoi rió entre dientes.
—La muerte no es terrible para nosotros, estimado amigo. Es… casi no merece la pena decirlo, ¿no? Es un suceso natural. Durante un tiempo estamos aquí, y luego nos vamos. Cuando nuestro tiempo acabe, sí, ella y yo nos entregaremos a las Torres del Silencio.
Su esposa agregó bruscamente:
—¡Mejor allí que en los Pueblos Fríos! ¡Mucho mejor!
Klein nunca había observado tal vehemencia en ella antes.
Jijibhoi se giró de la ventana y la miró furiosamente. Klein tampoco había visto eso antes. Parecía como si la frágil red de elaborada cortesía que habían estado hilando toda la tarde se desenredara repentinamente, y que hasta los lazos entre Jijibhoi y su esposa experimentaran tensión. Alterado ahora, agitadamente, Jijibhoi comenzó a recoger los platos vacíos, y tras un momento embarazosamente largo dijo:
—Ella no pretendía ofenderte.
—¿Por qué debería ofenderme?
—Una persona que amas escogió ir a los Pueblos Fríos. Podrías pensar que había una crítica implícita de ella en la expresión de disgusto de mi esposa.
Klein se encogió de hombros.
—Ella tiene derecho a sus propios sentimientos sobre el reavivado. Me pregunto, sin embargo…
Se detuvo, inquieto, temiendo indagar demasiado profundamente.
—¿Sí…?
—No tiene importancia.
—Por favor —dijo Jijibhoi—. Somos viejos amigos.
—Me preguntaba —respondió Klein lentamente— si no resulta duro para ti pasar todo el tiempo entre muertos, estudiándolos, estudiando sus métodos, dedicándoles tu carrera entera, cuando tu esposa evidentemente aborrece los Pueblos Fríos y todo lo que procede de ellos. Si el tema de tu trabajo la repele, no debes poder compartirlo con ella.
—Oh —respondió Jijibhoi, relajándose visiblemente—, así que es eso… pues yo tengo incluso menos simpatía por todo el fenómeno del reavivado que ella.
—¿Tú tienes…? —éste era un aspecto de Jijibhoi que Klein nunca había sospechado— ¿Te repele? ¿Entonces por qué escogiste hacer un sondeo tan intensivo de ello?
Jijibhoi pareció auténticamente sorprendido.
—¿Qué? ¿Estás diciendo que uno debe tener lealtad personal por el tema de un área de estudio? —soltó una carcajada—. Tú eres de origen judío, creo, y a pesar de eso tu tesis doctoral concernía, creo recordar, con las fases tempranas del Tercer Reich.
—¡Touché! —Klein se estremeció.
—Como sociólogo, encuentro la subcultura de los muertos irresistible —prosiguió Jijibhoi—. Tener un aspecto tan radicalmente nuevo de la existencia humana haciendo erupción durante la carrera de uno es un regalo increíble. No hay ningún campo más fecundo que yo pueda investigar. Pero no tengo aspiración, ninguna en absoluto, de entregarme nunca para reavivar. Para mí, para mi esposa, estarán las Torres del Silencio, el sol caliente, los buitres complacientes. Allí estará nuestro fin. Terminus.
—No tenía idea de que te sintieses así. Supongo que si hubiera sabido más sobre la teología Parsi, podría haberme percatado…
—No comprendes. Nuestras objeciones no son religiosas. Es que nosotros compartimos un anhelo, una manía idiosincrásica, por no continuar más allá del tiempo asignado. Pero además tengo serias reservas acerca del impacto del reavivado en nuestra sociedad. Siento un profundo desasosiego por la presencia de esos muertos entre nosotros, siento un miedo puramente personal de esta gente y la cultura que están creando, siento incluso un aborrecimiento por —Jijibhoi se cortó de repente— …su indulto. Ésa es quizá una palabra demasiado fuerte. ¿Ves qué compleja es mi postura hacia este tema, mi mezcla de fascinación y repulsión? Vivo en tensión constante entre esos polos. Pero ¿por qué te digo todo esto, que si no te molesta seguramente debe aburrirte? Oigamos hablar de tu viaje a Zanzíbar.
—¿Qué puedo decir? Fui, esperé un par de semanas para que ella se presentase, no pude estar cerca de ella en modo alguno, y volví a casa. Todo un viaje hasta África y no conseguí ni un atisbo suyo.
—¡Qué frustración, querido Jorge!
—Se quedó en su habitación del hotel. No me dejaron subir.
—¿Ellos…?
—Su séquito —respondió Klein—. Ella viajaba con otros cuatro muertos, una mujer y tres hombres. Compartiendo su habitación con el arqueólogo, Zacharias. Él fue el que la ocultó de mí, y lo hizo muy hábilmente, por cierto. Actúa como si la poseyera. Tal vez lo haga. ¿Qué me puedes contar tú, Framji? ¿Se casan los muertos? ¿Es Zacharias su nuevo marido?
—Es muy improbable. Los términos «esposa» y «marido» no se usan entre los muertos. Establecen relaciones, sí, pero los lazos de pareja parecen raros entre ellos, posiblemente desconocidos por completo. En lugar de eso tienden a crear agrupamientos seudo-familiares de apoyo con tres o cuatro, o incluso más individuos, los cuales…
—¿Quieres decir que sus cuatro acompañantes en Zanzíbar son sus amantes?
Jijibhoi gesticuló elocuentemente.
—¿Quién puede decirlo? Si tratas de decir en un sentido físico, entonces lo dudo, pero uno nunca puede estar seguro. Zacharias parece ser su compañero especial, en todo caso. Varios de los demás puede ser parte de su seudo-familia también; o todos, o ninguno. Tengo motivos para creer que en ciertos momentos cada muerto puede aducir una relación familiar con cualquier otro de su clase. ¿Quién sabe? Percibimos las actividades de esta gente, como dijo alguien, a través del espejo, misteriosamente…
—No veo a Sybille emparejada tan fácilmente. Ni siquiera sé qué aspecto tiene ahora.
—No ha perdido nada de su belleza.
—Eso me has dicho antes. Pero quiero verla yo mismo. Tú no puedes comprender realmente, Framji, cómo ansío verla. El dolor que siento, no soy capaz de…
—¿Te gustaría verla ahora mismo?
Klein se estremeció en un espasmo de asombro.
—¿Qué? ¿Qué dices? ¿Está…?
—¿Escondida en la habitación de al lado? No, no, nada de eso. Pero tengo una pequeña sorpresa para ti. Ven a la biblioteca.
Sonriendo cálidamente, Jijibhoi dirigió el camino desde el comedor hasta el pequeño estudio contiguo, un cuarto completamente abarrotado desde el suelo hasta el techo con libros en una variedad asombrosa de lenguajes: no simplemente inglés, francés y alemán, sino también sánscrito, hindi, Gujerati, Farsi, las lenguas propias de la formación políglota de Jijibhoi en la diminuta colonia Parsi de Bombay, una comunidad en la cual ningún lenguaje, una vez valorado, era jamás descartado. Apartando una pila de publicaciones profesionales muy usadas, sacó un cubo de película brillante, activando su luz interior con un toque del pulgar, y se lo dio a Klein.
La imagen holográfica, bien definida y brillante, mostró tres formas en una ancha llanura herbosa que parecía no tener límites; libre de árboles, piedras grandes, o cualquier otra interrupción visual, se desenrollaba una interminable alfombra verde bajo un liso cielo azul mortecino. Zacharias estaba de pie a la izquierda, su cara desviada de la cámara; miraba hacia abajo, mientras montaba un rifle formidable. En el extremo derecho estaba un hombre moreno y rechoncho, de aspecto robusto, cuya cara pálida, brutalmente destacada, parecía toda barba y fosas nasales. Klein le reconoció: Anthony Gracchus, uno de los muertos que habían acompañado a Sybille hasta Zanzíbar. Sybille permanecía en pie al lado de él, vestida con unos amplios pantalones caquis y una crujiente blusa blanca. El brazo de Gracchus estaba extendido; evidentemente señalando un objetivo, y ella apuntaba atentamente una escopeta casi tan grande como la de Zacharias.
Klein giró el cubo, estudiando la cara de ella desde varios ángulos, y la visión hizo que sus dedos se tornaran espesos y torpes, que sus párpados temblaran. Jijibhoi había hablado correctamente: ella no había perdido nada de su belleza. Pero no era totalmente la Sybille que él había conocido. Cuando la vio por última vez, yaciendo en su ataúd, ella había parecido ser una perfecta imagen de mármol de sí misma, y ahora tenía esa misma apariencia estatuaria irreal. Su cara era una máscara inexpresiva, calma, remota, lejana; sus ojos eran misterios relucientes; sus labios registraban una sonrisa débil, enigmática, apenas perceptible. Le asustó contemplarla así, tan ajena, tan poco familiar. Quizás era la intensidad de su concentración, que le confería esa apariencia marmórea imponente que ella parecía derramar por todo su ser durante el acto de apuntar. Inclinando más el cubo, Klein pudo ver a lo que apuntaba: Un raro pájaro desmañado avanzando a través de la hierba en la zona izquierda inferior del cubo, un pájaro más grande que un pavo, redondo como un saco, con plumaje gris ceniza, pecho y cola blanquecinos, alas de un blanco amarillento, y unas cortas, cómicas patas amarillas. Su cabeza era inmensa y su pico negro terminaba bruscamente en un gran gancho. La criatura parecía solemne, bastante digna, y débilmente ridícula; no parecía consciente de que su destino estaba frente a ella. Qué extraño ver a Sybille a punto de matarlo, ella que siempre había detestado el acto de quitar la vida: ¡Sybille la cazadora ahora, Sybille la diosa lunar, Diana Sybille!
Klein, estremecido, miró a Jijibhoi y dijo:
—¿Dónde ha sido tomado esto? En ese safari en Tanzania, supongo.
—Sí. En febrero. Este hombre es el guía, el cazador blanco.
—Le vi en Zanzíbar. Se llama Gracchus; era uno de los muertos que viajaban con Sybille.
—Dirige una reserva de caza no muy lejos del Kilimanjaro, preparada exclusivamente para el uso de los muertos —respondió Jijibhoi—. Una de las manifestaciones más extravagantes de su subcultura, de hecho. Cazan sólo a aquellos animales que…
Klein preguntó expectante:
—¿Cómo obtuviste tú esta foto?
—Fue tomada por Nerita Tracy, otro de los acompañantes de tu esposa.
—La encontré en Zanzíbar, también. Pero cómo…
—Un amigo de ella es conocido mío, uno de mis informantes, de hecho; una valiosa conexión en mis investigaciones. Varios meses atrás le pregunté si podría obtener algo como esto para mí. No le dije, claro está, que lo quisiese para ti —Jijibhoi le miró fijamente—. Pareces preocupado, querido amigo.
Klein cabeceó. Cerró los ojos como para protegerlos de los planos deslumbrantes de la foto de Sybille. Finalmente respondió en una voz lacónica, carente de matices:
—Debo llegar a verla.
—Quizá sería mejor para ti si abandonaras.
—No.
—No existe ninguna forma de que pueda convencerte de que es peligroso para ti perseguir tu fantasía de…
—No —respondió Klein—. Ni lo intentes. Es necesario para mí alcanzarla. Necesario.
—¿Cómo lo llevarás a cabo, entonces?
Klein respondió mecánicamente:
—Yendo al Pueblo Frío de Sión.
—Ya has hecho eso. No te dejarán entrar.
—Esta vez lo harán. No rechazan a los muertos.
Los ojos del Parsi se dilataron.
—¿Renunciarás a tu vida? ¿Es éste tu plan? ¿Qué estás diciendo, Jorge?
Klein, risueño, respondió:
—Eso no es lo que quise decir en absoluto.
—Estoy asombrado.
—Tengo la intención de infiltrarme. Me disfrazaré como uno de ellos. Me meteré calladamente en el Pueblo Frío del mismo modo en que un infiel se desliza en La Meca —aferró la muñeca de Jijibhoi—. ¿Me puedes ayudar? ¿Entrenarme en sus maneras, enseñarme su jerga?
—Te descubrirán al minuto.
—Puede que no. Tal vez llegaré a Sybille antes de que lo hagan.
—Es una locura —respondió Jijibhoi calmadamente.
—Así y todo. Tú tienes el conocimiento. ¿Me ayudarás?
Suavemente, Jijibhoi retiró su brazo del control de Klein. Atravesó el cuarto y se ocupó durante algunos momentos de un estante de libros descuidado, ordenando y reacomodando puntillosamente. Finalmente, respondió:
—Allí es poco lo que yo puedo hacer por ti. Mi conocimiento es amplio pero no profundo, no suficientemente profundo. Pero si insistes en ir hasta el final con esto, Jorge, te puedo presentar a alguien que puede estar capacitado para ayudarte. Es uno de mis informantes, un muerto, un hombre que ha rechazado la autoridad de los Padres Guía, una persona que anda entre los muertos pero no con ellos. Tal vez él puede instruirte en lo que necesitarías saber.
—Llámale —dijo Klein.
—Debo advertirte de que es imprevisible, turbulento, quizá incluso traicionero. Los valores humanos comunes no tienen significado para él en su estado actual.
—Llámale.
—Si pudiera disuadirte de…
—Llámale.