Nada más puede pasar
Aileen Diolch
El timbre de la puerta resonaba por el interior de la casa, en un vano intento por competir con los truenos que estallaban por encima de la cabeza de la mujer, pero esta no cesaba en su empeño. Su dedo insistía, una y otra vez, reclamando la atención de los ocupantes de la vivienda sin obtener ningún resultado, mientras el agua caía sobre su largo cabello moreno y se deslizaba por sus ropas que, empapadas, se le adherían al cuerpo como una segunda piel. Estaba ya lejos el exclusivo abrigo de Armani, de tono blanco crema, que se había puesto esa mañana y que a pesar de ser uno de los últimos diseños del modista, nada había podido hacer contra la tempestad que se había levantado en el mismo instante en el que pisó la ciudad de Madrid y que ahora, después de llevar más de diez minutos aporreando la entrada de la casa de su hermana, a lo único que se asemejaba era a un trapo húmedo, que había perdido el brillo, el color y la calidez de origen.
—No puede ser —susurró—. ¡No puede ser! —Dejó que su frente se posara sin fuerzas sobre la madera verde y la golpeó con el puño—. ¡El taxi! —Se giró con rapidez, buscando el vehículo que le había traído desde el aeropuerto, pero lo único que pudo vislumbrar fueron las luces rojas que se alejaban tras el cruce—. No… —Con resignación, apoyó su espalda en la puerta y se deslizó por la misma, buscando el refugio del húmedo suelo adoquinado, donde se abrazó a sus piernas empapadas y dejó que su cabeza se asentara entre ellas, al mismo tiempo que la tormenta descargaba con fuerza.
—No está.
Aturdida, se giró hacia el lugar de donde provenía esa afirmación, sorprendiéndose ante lo que vio.
En el chalet de al lado, debajo de un endeble porche, se dibujaba la silueta de un hombre que la miraba fijamente mientras dejaba escapar el humo del cigarrillo que sostenía entre sus dedos.
—Se fue hace una hora —le insistió.
La joven negó con la cabeza al mismo tiempo que se incorporaba del improvisado asiento y buscaba adecentar su imagen.
—¿Julia? —Señaló la puerta de la casa de su hermana con la vana esperanza de que el desconocido estuviera confundido, pero un movimiento afirmativo de la cabeza del recién llegado dio al traste con sus deseos.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó él, al mismo tiempo que avanzaba un par de pasos, alejándose de la oscuridad.
La mujer lo miró embelesada, asombrada de lo que sus ojos le estaban transmitiendo. Ante ella se encontraba el hombre más perfecto que jamás había visto, bueno… con excepción de Hugh Jackman. Rubio, con unos rizos dorados que los mismísimos querubines envidiarían, enmarcando su rostro angelical, con un toque travieso en el que la sombra de una pequeña cicatriz, en una de sus mejillas, era una prueba clara de que en su niñez había protagonizado más de una trastada. Con los ojos azules, barba de unos días y unos labios gruesos que rogaban por ser besados, conformaban un cuadro que el propio Miguel Ángel habría luchado por retratar.
A pesar de la distancia que los separaba, pudo observar que era alto, muy alto; de hombros anchos y cintura estrecha. Iba enfundado en unos viejos vaqueros grises y una camiseta de manga corta azul, en una clara competición con los elementos naturales que les rodeaban: el frío, el viento y la lluvia.
El desconocido se llevó el cigarrillo a los labios y volvió a exhalar para, a continuación, soltar el humo al mismo tiempo que mostraba un principio de sonrisa, evidenciando que era muy consciente del escrutinio del que era objeto.
Al observar esos signos de reconocimiento, la mujer negó con la cabeza, en un intento de alejar los pensamientos que la invadían y apartó el empapado cabello de su rostro.
—¿Perdón? —Había estado tan ensimismada que no sabía lo que le había preguntado.
Una ronca carcajada compitió con el estallido de un trueno que resonó por encima de ellos.
—¿Necesitas ayuda? —repitió.
Ella elevó sus brazos con impotencia para dejarlos caer inertes a cada lado del cuerpo, al mismo tiempo que asentía muda.
—Ven. —Apagó el cigarrillo y recogió la colilla—. Entra, estás helada —le dijo y desapareció por la puerta de su propia vivienda.
Ella soltó un bufido y se encogió de hombros mientras descendía los peldaños de la casa.
—¿Qué más puede pasar hoy, Eve? —se preguntó a sí misma.
La respuesta le llegó en cuanto traspasó el umbral de la casa del vecino de su hermana.
No podía creer lo que veían sus ojos. Las paredes de la vivienda estaban adornadas con multitud de corazones de todos los tamaños y, aunque abundaban los de color rojo, también observó algunos morados, rosas, violetas e incluso amarillos. —¡¿Corazones amarillos?!—. Del techo, diseminados por todo el espacio por el que iba adentrándose, colgaban pequeños Cupidos, con sus alitas blancas y sus mini-arcos o arpas doradas, que tuvo que ir sorteando para evitar chocarse.
—Estoy en la cocina. —La voz grave del vecino resonó en el salón, lugar en el que se encontraba ella.
—Eve, ¿dónde te has metido? —dijo para sí, mientras no quitaba ojo a uno de los angelitos que, sentado sobre una mesa camilla, le miraba fijamente.
—¿Estás bien? —le preguntó de pronto el hombre, próximo a ella.
No le había oído llegar.
Anonadada, Eve movió la cabeza afirmativamente como respuesta, al mismo tiempo que él tiraba de su mano y la llevaba hasta las escaleras que conducían al piso superior.
—Sube a la habitación de arriba. En el primer cuarto hacia la derecha —asintió muda ante las explicaciones—, hay un armario con ropa que te puede valer. —Eve volvió a afirmar callada—. Luego baja a la cocina, estoy preparando algo caliente.
—De acuer… —Pero ya estaba sola.
La vivienda tenía una distribución espacial similar a la de su hermana por lo que no tuvo problemas para localizar la habitación.
En cuanto traspasó la puerta del dormitorio, volvió a sorprenderse.
Ese dormitorio se diferenciaba bastante de la casa. En las paredes, pintadas de color azul, sólo había colgadas fotos de grupos de amigos en los que había un protagonista fijo: su anfitrión. La cama, de gran tamaño y con una colcha del mismo tono que la habitación, estaba pegada a la pared, y frente a ella había un escritorio con un ordenador portátil y un armario, donde encontró ropa de hombre.
Sin ningún Cupido a la vista pudo respirar con tranquilidad.
Se quitó el abrigo que tanto adoraba, pantalón y blusa mojada, que tendría que llevar al cuarto de baño, y se puso una enorme camiseta negra que le llegaba hasta los muslos. Dejó las botas pegadas a la calefacción de la habitación y se sentó sobre la cama.
—Hay que tener en cuenta tus opciones, Eve —se dijo—. Puede ser un amante del día de San Valentín o un loco obsesionado con el día de hoy, por lo que no sabes lo que puedes esperar, o… —Posó las manos sobre sus ojos cerrados mientras soltaba el aire que retenía—. ¡Mira que está bueno! —Tomó impulso y se levantó—. Ya nada más puede pasar.
—Huele bien —dijo en cuanto entró en una cocina acorde a la decoración del resto de la casa. Los muebles eran de un color rojo chillón y tenían grabados un sinfín de corazones blancos de diferentes tamaños.
—Gracias —le contestó el hombre, mientras removía el contenido de una cazuela—. Siéntate. La sopa estará en unos segundos.
Eve se acercó hasta la pequeña mesa, situada en uno de los lados de la habitación, y se sentó en un taburete alto.
—Por cierto, mi nombre es Eva pero mis amigos me llaman…
—Eve —la interrumpió—. Lo sé, tu hermana me lo dijo.
—Ahh… —La dejó sin palabras.
Julia había hablado de ella con su vecino… con él.
La joven le miró con disimulo y observó cómo la camiseta azul delineaba cada férreo músculo de su espalda, cómo el vaquero se acoplaba con perfección a su trasero. Una imagen que conseguía que su temperatura ascendiera unos cuantos grados y que hacía que su mente entrara en ebullición sólo de pensar en si su parte delantera iría tan acorde al cuerpo que analizaba.
—Ya está —sentenció el hombre, al mismo tiempo que dejaba el cucharón de madera sobre la encimera y se volvía hacia su invitada, pillándola in fraganti una vez más. Y como la vez anterior, una endiablada sonrisa apareció en su rostro—. Toma, te sentará bien. —Dejó un cuenco sobre la mesa, enfrente de ella, y se sentó a su lado.
—Gracias —le dijo mientras que cogía la cuchara y probaba el caldo—. Está muy bueno. —Solo recibió como respuesta un bufido de agradecimiento—. Después del día que llevo…
—¿Un mal día? —le preguntó al tiempo que sus dedos le apartaban algunos de los mechones morenos de su rostro, provocando que Eve detuviera la cuchara a escasos centímetros de su boca.
Cuando pudo reaccionar, la mujer dejó la cuchara sobre la mesa y soltó el aire que retenía sin darse cuenta.
—Perdón, ha sido un impulso —le dijo su anfitrión, al darse cuenta de su reacción. Se levantó de su asiento y se acercó hasta el fregadero, para servirse un vaso de agua.
—Sí, un mal día —dijo Eve, intentando retomar una situación de normalidad, si podía llamarse así a lo que estaba experimentando—. Primero mi vuelo se retrasó, perdieron todo mi equipaje —se calló por unos segundos—, el teléfono móvil lo extravié en algún lugar entre el avión y el taxi. El tiempo —señaló hacia la ventana por la que se observaba cómo llovía— no ayudó demasiado y acabé empapada, con mi ropa maltrecha y, por último…
—Tu hermana no estaba en casa —sentenció el hombre.
—Mi hermana no estaba en casa —repitió con desgana ella.
—Y por si fuera poco —la miró mientras se apoyaba en la nevera roja con corazones dibujados—, te encuentras en una casa extraña, el día de los Enamorados, donde se idolatra a San Valentín. —Movió su mano señalando toda la decoración que les rodeaba al mismo tiempo que le mostraba una sonrisa amigable.
Eve no pudo más que regalarle una tímida sonrisa ante esa afirmación.
—No me había dado cuenta —le dijo con picardía.
Su anfitrión emitió una carcajada sexy, contagiándola sin mucho esfuerzo.
—O eres demasiado educada —la miró fijamente— o necesitas gafas.
Ella le regaló una gran sonrisa y le guiñó un ojo cómplice.
—Es que…
Él volvió a reírse.
—No quisiste decir nada por si estaba… —Llevó su dedo índice hacia la sien y lo giró dándole vueltas, en un claro gesto de locura.
—Ajá —afirmó, soltando una nueva carcajada—. Tranquila —le dijo mientras se acercaba hasta ella—. Es la casa de mi abuela. —Movió sus brazos abarcando todo lo que les rodeaba—. Y ella adora todo esto, no como yo. —Pasó una de sus manos por los rizos dorados, que a ella tanto le recordaban al cabello de un querubín—. En realidad, a mí me llega a levantar dolor de cabeza tanto corazoncito y los Cupidos… —Soltó un bufido—. Me pego con ellos cada vez que entro o salgo de la casa.
Ella le miró y asintió de forma comprensiva.
—El día de San Valentín está sobrevalorado —le dijo—. No entiendo cómo se celebra un día específico, donde se vanagloria el amor, cuando vivimos en una sociedad tan egoísta. Además, todo bajo un santo con un nombre ridículo —sentenció.
La sonrisa del hombre desapareció de pronto, atrayendo la atención de Eve de inmediato, quien temió haber metido la pata en algo.
—Perdona, yo… —tartamudeó inconscientemente—. Siento si he dicho algo que… Esta maldita boca mía me mete en cada lío… —Se levantó de su taburete y buscó alejarse de su compañero.
—No. —Él atrapó una de sus manos y tiró de ella para acercarla a su cuerpo—. No pasa nada.
—¿Seguro? —le preguntó con voz débil.
—Seguro —le dijo mientras la acercaba aún más—. Solo que me acabo de dar cuenta que no me he presentado todavía.
Eve negó con la cabeza, a poca distancia de él.
—No… no sé cómo te llamas —le susurró, compartiendo el aire que respiraban ambos, de lo cerca que se encontraban.
La tensión era palpable en el ambiente. La atracción fluía entre los dos y el espacio que los separaba era la prueba de ello.
—Valentín —espetó, al mismo tiempo que depositaba un suave beso sobre su nariz respingona.
—Ohh… yo… no sabía…
El hombre atrapó las manos de ella y las llevó hasta su espalda, pegándola más a él.
—Shsh… —siseó—. No pasa nada —dijo—. Mis amigos me llaman Valen. —Volvió a rozarla con sus labios sobre la nariz y luego en su delicada mejilla.
—Valen… —repitió con dulzura.
—Sí. —Un nuevo beso fue a parar en los párpados de la joven.
—Me gusta —dijo sin fuerzas, mientras disfrutaba de la atención que la prodigaba.
—Me gusta que te guste —le susurró, al mismo tiempo que abandonaba una de las manos de ella, para dejar que sus dedos dibujaran cada una de las delicadas líneas de ese rostro que tanto le había llamado la atención, desde que lo había visto en mitad de la lluvia.
Un gemido de satisfacción nació del interior de Eve ante las caricias de las que era presa.
—¿Valen?
—¿Sí? —preguntó.
—Casi no te conozco y…
—Shsh… —siseó acallando sus protestas—. No me negarás que te atraigo.
Ella negó con la cabeza.
—¡¿No?! —preguntó elevando una de sus rubias cejas con incredulidad, deteniendo sus caricias.
Eve abrió los ojos de repente, al percatarse de que el tono de voz del hombre había cambiado, junto a sus movimientos.
—Digo sí… —anunció con rudeza.
—Sí, ¿qué? —le preguntó, mostrando esa sonrisa pícara que tanto le había llamado la atención, y que provocaba que la pequeña cicatriz de la mejilla le otorgara un aire más peligroso.
Ella lo miró fijamente. Observó esos ojos celestes que hablaban de grandes promesas y tomó una importante decisión, de la que no esperaba arrepentirse.
Se deshizo del abrazo. Elevó una de las manos y la posó en la nuca de Valen, acercándole un poco más hasta su rostro. Se puso de puntillas y le dijo:
—Me atraes mucho —sentenció, antes de atrapar su labio inferior consiguiendo arrancarle un gutural jadeo.
Aunque en un principio Valen se sorprendió ante la reacción de su invitada, tan lejana a las descripciones de Julia, quien calificaba a su hermana de sosa, tranquila y nada espontánea, la dulzura del beso y el requerimiento de la tímida lengua buscando provocarle para que saliera a jugar con ella, consiguió, sin demasiadas reticencias, que se abalanzara sobre la boca femenina, arrancándole un fugaz gemido que acalló cuando su propia lengua salió a recibir a la de ella, comenzando una danza ancestral.
Las manos del hombre se enredaron entre los mechones, aún húmedos, de Eve. Tiró de ellos, alejándose de la tentación unos centímetros. Centró su mirada celeste en los iris negros de ella y le dio un breve beso.
—¿Estás segura? —le preguntó con un suave susurro.
No quería que luego esa mujer… que Eve, de quien se había enamorado poco a poco, con cada descripción, con cada nimio detalle que su vecina le había contado en cada una de sus visitas, en las tardes de reuniones de coleccionistas acérrimos —Julia era fan de todo lo relacionado con la trilogía de Tolkien, El señor de los anillos, y hacía muy buenas migas con su abuela, forofa del día de San Valentín— donde él escuchaba, sin mostrar demasiado interés, pero recopilando cada dato que ofrecía de la mujer que tenía entre sus brazos en esos instantes.
Eve lo miró y asintió, un movimiento que provocó una reacción en cadena.
Valen necesitaba embriagarse de su sabor, por lo que atrapó de nuevo los labios femeninos; primero el de abajo, suave y delicado, para pasar posteriormente al de arriba, sexy y voluptuoso. Introdujo su lengua buscando la de ella y volvieron a danzar, arrancando cada poco suaves gemidos que iban alcanzando un mayor volumen según se reclamaban una mayor atención.
Entre tanto, sus manos descendieron por la sinuosa espalda de ella, hasta asentarse sobre el culot morado, única prenda que se había salvado de la lluvia. Tomó impulso y la elevó unos centímetros, hasta dejar sus rostros a la misma altura, arrancando a Eve una dulce carcajada.
Con rapidez, la joven enrolló las piernas alrededor de su cintura, lo que provocó que fuera más consciente del estado en el que se encontraba su amante.
Sus miradas se enfrentaron.
En los negros ojos de ella brillaban estrellas, en los azules de su pareja ardía la pasión.
Valen avanzó unos pocos pasos y apoyó la espalda de su amante en la pared de la cocina.
—No creo que llegue hasta la habitación —anunció.
—No creo que pueda esperar —sentenció Eve, mostrando una traviesa sonrisa que desapareció detrás de un nuevo beso.
Las manos de ella se aventuraron por debajo de la camiseta azul, hasta alcanzar el liso estómago donde el contacto entre sus dedos y los firmes músculos aumentó la temperatura de ambos. Avanzó a ciegas por cada una de las líneas definidas de su cuerpo, jugó con el vello que desaparecía por debajo del pantalón y se perdió por la espalda, hasta posarse en sus anchos hombros.
En un arranque de emergencia, Valen se deshizo de su camiseta para, a continuación, hacer desaparecer la de Eve, dejándola expuesta ante sus ojos con una única prenda: el culot morado.
—Necesitaba sentirte más cerca —le susurró al oído, mientras posaba su boca sobre la carótida arrancándole un nuevo gemido de satisfacción.
La joven dejó caer sus manos hasta el cinturón de él y buscó a tientas la hebilla.
—También necesito sentirte cerca —le suplicó, al mismo tiempo que se peleaba con el cierre de metal.
Ante esa petición, se apartó unos pocos centímetros de ella no sin antes posarla en el suelo con delicadeza, disfrutando de las sensaciones que el tacto de su suave piel le producía.
Sin demora, se deshizo del vaquero, junto a los bóxers, para devolver la atención con rapidez hacia su amante, que ante su sorpresa mostraba en su rostro una divertida sonrisa.
—¿Corazones? —le preguntó, señalando la prenda interior de la que acababa de deshacerse.
Valen emitió una sonora carcajada. Acortó la distancia que los separaba y tiró del culot de ella para acercarla aún más.
—Regalo de mi abuela —dijo—. Esto —movió el dedo a lo largo del encaje morado— ¿es regalo de alguien? —Ella negó con la cabeza—. Bien. —Tiró con más fuerza de las braguitas, rompiéndolas sin demasiada delicadeza.
—Pero…
—Shsh… —Llevó su dedo índice hasta los labios de ella, acallándola—. Ahora, ya no se interpone nada más entre nosotros. —Dejó que ese mismo dedo descendiera con lentitud por su rostro, por el níveo cuello hasta sus senos, donde se detuvo por unos segundos, dibujando cada forma sinuosa mientras Eve le observaba con la respiración acelerada. Cuando su curiosidad se hubo saciado, continuó descendiendo por el plano vientre hasta el pubis y se adentró en ella, arrancando un suave jadeo a su propietaria.
Eve, expectante, anhelante por seguir disfrutando de los placeres que había catado con brevedad, no pudo reaccionar mientras Valen inspeccionaba con lentitud cada parte de su cuerpo. Miró al hombre que tenía enfrente, de figura perfecta, con firmes músculos, un claro síntoma de que se ejercitaba. Era tan bello que había conseguido dejarla sin respiración cuando su mirada se había centrado en aquella parte que podría saciar los deseos de cualquier mujer y esa noche iba a ser todo suyo. Ni en sus mejores sueños lo hubiera imaginado.
Cuando su anfitrión se adentró en su parte más íntima creyó que sus piernas ya no podrían sostenerla más y que se iba a derrumbar sobre el suelo de la cocina.
Valen, al percibir lo que podría suceder, la cogió en brazos de nuevo, apoyó su espalda sobre la pared y de una única estocada la penetró, arrancándole un fuerte gemido.
—¿Estás bien? —preguntó, deteniendo sus movimientos por unos segundos.
Ella le miró. Levantó su mano hasta la mejilla sin rasurar y acercó sus labios hasta los de él.
—Sí —susurró, depositando un hambriento beso sobre la boca masculina.
No necesitó más. Su miembro empezó a moverse con rapidez al principio, para ir descendiendo de velocidad mientras era consciente de lo que estaban haciendo.
—Cuántas veces he soñado con tenerte…
Eve, al escuchar esas palabras, se separó de él y le miró asombrada.
Valen, al percibir su rigidez, detuvo sus movimientos.
—¿Cómo…? —le preguntó con temor, ante la respuesta.
El hombre enfrentó los negros ojos.
—Tu hermana habla de ti a todas horas y en cada conversación, en cada palabra que mencionaba, en la que tú eras la protagonista, mis sueños me llevaban a esta misma situación una y otra vez.
—Pero… y si… —Eve no sabía qué decir.
Valen dejó una de las manos apoyada en su cintura y la otra la trasladó hasta su mejilla.
—Eve, no pienses —ordenó—. Lo importante es que estás aquí, entre mis brazos…
Ella asintió y le sonrió.
—Nada más puede pasar —dijo.
Una profunda carcajada retumbó en la habitación.
—Oh sí, mi niña —le dijo Valen—. Mucho más puede pasar y te lo voy a demostrar.
Comenzó a mover sus caderas, buscando retomar la excitación que los había envuelto hacía unos segundos y que no tardó en volver a aparecer. Dejó que su mano descendiera hasta adentrarse entre los negros rizos, intentando estimular el clítoris, acariciándolo, arrancándole fuertes gemidos que adquirían un mayor volumen a la par que las embestidas se adentraban aún más en su interior.
El roce del pene contra las paredes vaginales estaba consiguiendo su objetivo, acrecentando la tensión que los rodeaba y que parecía que iba a alcanzar su máxima expresión en cualquier momento.
Las manos de ella, aferradas a sus hombros, buscaron una mayor estabilidad. Sus piernas, enrolladas alrededor de la cintura de Valen, los acercó aún más, eliminando el espacio que pudiera separarles. Sus labios, ansiosos por sentir el néctar de la boca de él, se sumergieron en un nuevo beso que acalló el último gemido de ambos cuando alcanzaron el orgasmo.
La cabeza de Eve cayó sin fuerzas sobre el hombro desnudo de Valen, quien abrazó la cintura de ella mientras dejaba que su cuerpo se recuperara.
—Creo que ya puedo subir a mi cuarto —le anunció quedamente.
Una dulce carcajada emergió del interior de la joven.
Unos pocos rayos solares pugnaban por atravesar las pequeñas rendijas de la persiana, del dormitorio de Valen. Estaba sola, en esa enorme cama, donde el vecino de su hermana había conseguido que gritara más de una vez.
Todavía recordaba cuando en mitad de la noche la despertó una vibrante sensación. Valen estaba entre sus piernas, lamiendo sus labios vaginales, saboreándola, queriendo, como él le había dicho posteriormente, saciarse de su sabor. Ella había llevado su mano hasta enredarse entre sus rizos dorados atrayendo la atención de su compañero.
—¿Estás despierta? —le preguntó, mostrándole una endiablada sonrisa.
Eve no pudo más que sonreír para, a continuación, dejar caer la cabeza inerte, entre las almohadas cuando le succionó la vulva, arrancándole un profundo gemido.
Al observar su reacción, la lengua juguetona de su amante empezó a chupar, a lamer su pubis al tiempo que uno de sus dedos empezó a acariciarla intensificando las sensaciones de las que era presa.
Sus manos volvieron a posarse sobre el cabello de Valen, animándole a que aumentara su contacto.
El dedo del hombre profundizó un poco más, adentrándose en su vagina, arrancándole un hondo jadeo, mientras la lengua seguía succionando buscando satisfacer sus necesidades. Un nuevo dedo acompañó a su gemelo, friccionando las paredes internas de su cuerpo, penetrando un poco más, escoltando a los besos húmedos.
De pronto, la tensión se adueñó de ella. Sus uñas atraparon el cabello del hombre, instándole a que imprimiera su sello y una oleada, en la que Eve podría haber jurado ver fuegos artificiales, le recorrió de arriba abajo hasta que emitió un suspiro de satisfacción.
Y ahora, sola en la cama, acompañada del calor de las sábanas, en su mente sólo rondaba una idea.
—Eve, te has enamorado —se dijo en voz alta—. La persona más reacia a creer en el amor… Te has enamorado, a primera vista, y de un extraño. Vale, sí, está de muerte pero…
Cogió la almohada, se tapó la cara con ella y gritó.
—Tranquila, tranquila —se repitió una y otra vez—. No pasa nada… —dudó—. Solo que él no te quiera. —Se quedó absorta mirando el techo—. Eve, tu no crees en el amor. Es una ilusión —sentenció en voz alta mientras se levantaba de la cama. Cogió una camiseta que había encima de la silla y descendió las escaleras.
Necesitaba un café. Necesitaba pensar en todo lo que le estaba pasando.
Nada más pisar el salón, escuchó una conversación que provenía de la cocina.
—¿La has encontrado? —preguntó una mujer con voz ronca, que recibió como respuesta un silencio incómodo—. ¡Valentín!
—¿Qué, abuela?
—¿La has encontrado? —repitió.
Un fuerte bufido resonó en la cocina.
—Sí —dijo escuetamente.
—¿Tu alma gemela? —insistió la anciana.
—Sí —repitió el hombre.
—¿Y por qué tienes esa cara?
Un nuevo silencio llenó el vacío de las palabras.
—No sé… —comenzó dubitativo.
—Dime, hijo —le animó la mujer.
—Y si… ¿si ella no siente lo mismo por mí? —anunció Valen.
Una dulce carcajada estalló en la habitación.
—Hijo, Eve no te conoce.
Un jadeo de sorpresa se le escapó a la joven que, apoyada en la pared del salón, escuchaba la conversación de la pareja a escondidas.
—¿Lo sabías? —preguntó incrédulo el hombre.
—Claro… —una sonrisa se impregnó en su voz—, te era difícil esconder los sentimientos que aparecían en tus ojos cada vez que Julia hablaba de su hermana.
—Pero abuela…
—Shsh… —siseó la mujer—. Todo saldrá bien, ya lo verás. ¿Quieres otra tostada? —le preguntó cambiando de tema.
Valen estaba enamorado de ella. La quería… a ella… El corazón de Eve comenzó a latir con rapidez. Su temperatura empezó a ascender provocándole calores. Estaba sudando.
Necesitaba respirar, necesitaba… Miró la casa, los corazones, los Cupidos… Necesitaba salir y tomar el aire.
Un fuerte golpe de la puerta de entrada alertó a la pareja de la cocina.
—Ve tras ella —le dijo la mujer a su nieto.
Eve se encontraba en mitad del porche, mirando la casa de su hermana, con una vieja camiseta suya como única vestimenta. Los pies descalzos dejaban visibles las uñas rosas que había besado con delicadeza la pasada noche y su largo cabello desaliñado le atraía sin remediarlo.
Acercó sus dedos hasta uno de los mechones negros para tocar su suavidad y rememorar lo que habían vivido juntos.
—¿Qué haces aquí fuera? —le susurró en el oído.
La joven, sorprendida ante la cercanía de Valen, no pudo evitar estremecerse.
—Vas a coger frío —pasó sus brazos alrededor del cuerpo de ella, quien lejos de sentirse cómoda se quedó rígida. El hombre, al notar el estado en el que se encontraba, dio un par de pasos hacia atrás alejándose.
—Parece que Julia ya ha vuelto —dijo Eve señalando la casa contigua.
—Eso parece —repitió él.
El silencio los rodeó, sólo roto por el sonido de unas pocas gotas solitarias que caían del cielo al chocar contra el suelo.
Valen observó detenidamente a la mujer intentando averiguar qué era lo que le sucedía, pero su aspecto de desamparada, con los brazos cruzados, la mirada perdida y un breve temblor que le recorría el cuerpo, sólo podía indicarle dos cosas: o tenía frío o tenía miedo de sus sentimientos.
—Eve… —la llamó con un simple susurro consiguiendo una inmediata reacción por parte de ella.
La joven le miró.
Dejó que esos ojos negros se centraran en su cara, que le observaran con lentitud hasta que vio asomar una lágrima en ellos, provocando que se aproximara a ella y atrapara su rostro con las dos manos para enfrentar sus miradas.
—¿Qué te pasa? —preguntó preocupado—. ¿Estás bien? —Sus dedos limpiaron el rastro húmedo de su mejilla y depositó seguidamente un breve beso en ella.
—No puedo… —Negó con la cabeza, alejándose de su agarre.
—¿No puedes qué? —le increpó.
Eve, que se había dado la vuelta al alejarse de él, se giró con rapidez.
—No lo entiendes…
—Si no me lo explicas, no lo voy a entender nunca —anunció Valen.
Ella le miró. Observó su rostro, su recia mandíbula y sus labios atractivos. Dejó escapar un bufido de frustración y elevó sus brazos para dejarlos caer sin fuerza a continuación.
—Yo no soy esa. No puedo ser esa —dijo.
—¿Esa? —le preguntó.
—Tu alma gemela —espetó con tristeza.
Un tenso silencio los rodeó. Valen la observó detenidamente, dejando que sus ojos se posaran sobre cada uno de los rasgos de ella, apreciando el estado en el que se encontraba.
Eve esperó unos segundos que le parecieron horas, esperando alguna reacción por parte del hombre que se encontraba junto a ella, pero no llegó.
—Será mejor que me vaya a casa de mi hermana —anunció, girando sobre sus propios pies, alejándose de él, pero no llegó muy lejos.
Valen la sujetó con rapidez de la muñeca y tiró de ella acercándola a su cuerpo. Observó sus ojos, en los que todavía se apreciaba cierta humedad, y depositó un suave beso en su nariz respingona.
—Eres tú —le dijo.
—No…
—Shsh… —siseó—. Llevo esperándote toda la vida y ahora que has llegado no voy a dejarte escapar —espetó con voz firme.
Eve negó con la cabeza sin demasiada convicción.
—No lo entiendes —repitió de nuevo.
—Explícamelo —susurró.
Al estar tan cerca del hombre, tenía la garganta seca y le costaba respirar.
—No creo en el amor…
—Eso es mentira —le interrumpió.
—Valen…
El mencionado la soltó molesto y se alejó de ella unos pocos pasos, hasta apoyar las manos en la barandilla de la vivienda.
—Si eso fuera cierto no harías lo que haces —le anunció.
—¿Yo? —preguntó incrédula. No entendía a qué se refería.
—No ayudarías a toda la gente que lo necesita —dijo—. No ofrecerías tu apoyo, desinteresadamente, a todas las personas que llegan hasta tu nave buscando algo de alimento.
Un nuevo silencio los rodeó.
Eve acababa de ser consciente de que su hermana les había contado a sus vecinos mucho más que su descripción o a qué se dedicaba.
—Sólo hago lo que haría cualquiera —explicó.
Valen se volvió y la miró.
—Eso es mentira y tú misma lo dijiste anoche —dijo—. Este mundo es demasiado egoísta y no todo el mundo cedería parte de su mercancía… —la señaló—, ¡tu mercancía! Para ofrecérsela a tanta gente necesitada como hay hoy en día, perdiendo los beneficios que podrían acarrear unas pocas ventas más.
—Pero eso no significa que crea en el amor —indicó con crudeza al mismo tiempo que se cruzaba de brazos y enfrentaba su mirada.
Valen le regaló una sonrisa y avanzó hacia ella, hasta que atrapó sus manos deshaciendo su postura.
—Quien da sin pedir nada a cambio guarda en su interior mucho amor —anunció con voz queda.
—Pero yo…
—Eve, ¿tienes miedo? —preguntó con dulzura.
La joven se separó de él y trastabilló un par de pasos hacia atrás, mientras negaba con la cabeza.
—Eve…
—No, Valen —negó—. No te acerques. —Elevó las palmas hacia arriba en un vano intento de alejarse de él, pero viendo que no iba a poder conseguirlo, se dio media vuelta para salir corriendo hacia el interior de la casa.
—Puedes intentar huir pero no lo conseguirás —sentenció el hombre yendo tras ella.
La encontró en su habitación.
Estaba de espaldas a la puerta y luchaba con sus pantalones de pinzas grises que, ya secos, se rebelaban contra ella.
—¿Qué haces? —le preguntó.
Eve le contestó sin mirarle.
—Vestirme.
—¿Por qué?
La joven, viendo que era imposible conseguir su objetivo, dejó los pantalones sobre la silla y se volvió hacia él.
—Tengo que ir a casa de mi hermana —explicó.
—¿Por qué? —repitió la pregunta.
—Valen…
El interpelado no esperó a que terminara lo que fuera a decir. Se acercó con rapidez hasta ella y depositó un voraz beso en su boca, acallando sus palabras. Tiró de su cabello, buscando obtener una mejor posición, y enfrentó su mirada.
—Tú no vas a ningún sitio —le dijo con voz grave. Acarició su nívea mejilla y depositó suaves besos en la nariz, párpados y labios, arrancándole quedos gemidos que iban adquiriendo un mayor volumen—. Debes entender una cosa. —La miró—. Te he esperado toda mi vida y ahora…
—Pero Valen, yo…
—No. Nada de peros —dijo—. Eve, lo creas o no, eres mi alma gemela y ahora, cuando te he encontrado, no te voy a dejar escapar.
Se acercó a ella, a sus labios y sentenció sus palabras con un nuevo beso que fue correspondido con la misma fuerza que él.
Su hambre era palpable. El hambre por volver a sentirse, por volver a reencontrarse y por volver a saborearse.
La lengua de Valen delineó los delicados labios de ella, buscando un permiso que fue concedido en el mismo instante en el que Eve los abrió y salió su pareja a recibirla. La boca de ambos emprendió una lucha sin cuartel donde no había ni vencedores ni vencidos.
Las manos de ambos buscaron alejar las barreras que los separaban, deshaciéndose de la ropa que les impedía amarse.
Los besos, las caricias, la pasión se fueron incrementando del mismo modo que la tensión sexual crecía entre ambos.
Valen necesitaba estar dentro de Eve y ella añoraba volver a ser poseída por él.
Tumbados en la cama, desnudos, saciándose el uno del otro se miraron. Valen se irguió sobre una de sus manos y ayudó a su pene a introducirse en el interior de la mujer que amaba.
Un gutural gemido nació de Eve. Un sonido que se repitió con cada embestida, con cada caricia de la que era presa y que fue aumentando en volumen según las acometidas iban adquiriendo una mayor fuerza.
—No te voy a dejar escapar —sentenció el hombre.
Ella le miró, dejó que sus manos se posaran en el trasero de Valen, instándole a que acelerara el ritmo, mientras dejaba que los sentimientos fueran creciendo.
Un nuevo beso siguió a otro. Una nueva caricia fue acompañada de otra hasta que la pareja de amantes llegó al éxtasis y las sensaciones que compartieron se desbordaron.
Eve le miró, dejó que sus ojos analizaran cada rasgo del hombre con el que había vuelto a hacer el amor.
—Nada más puede pasar —susurró.
Valen la miró asombrado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con curiosidad.
Ella le sonrió y le dio un dulce beso.
—Mi vuelo se retrasó, perdí mi equipaje, mi teléfono —enumeró todo lo acontecido la pasada noche—. Acabé en casa de un extraño…
—Mi casa —le interrumpió, ofreciéndole una traviesa sonrisa.
Ella le miró y le correspondió con un tímido gesto cómplice.
—Tu casa —corrigió—. Una casa en la que se podría construir un parque temático basado en el día de San Valentín. —Su amante estalló en carcajadas—. Me acosté con el vecino de mi hermana.
Valen la besó intensamente mostrándole de ese modo lo que pensaba de esas últimas palabras.
—¿Y? —preguntó.
Ella le observó, elevó sus dedos hasta enredarse entre los rizos dorados y le regaló un nuevo beso.
—Creo que me he enamorado del vecino —anunció con timidez.
La ceja dorada del hombre se levantó junto a la comisura de sus labios.
—¿Crees? —preguntó curioso.
Eve soltó el aire que retenía y le regaló una sonrisa.
—De acuerdo, lo reconozco, me he enamorado del vecino —sentenció—. Pero —levantó su dedo índice en gesto amenazador— como le digas a alguien que fue amor a primera vista y que tuvo lugar el día de San Valentín, te juro que no te lo perdonaré.
Una fuerte carcajada emergió del interior de Valen que fue interrumpida por unos sordos golpes en la puerta.
—Chicos —la voz de la anciana resonó desde el otro lado—, bajad a la cocina. Ha venido Julia y dice que quiere conocer todos los detalles sobre vuestro romance de San Valentín.
La pareja se miró y no pudieron evitar estallar en carcajadas.