Directo al corazón

Dana Jordan

Tras quitarse el casco, el sargento Daniel Miller se limpió el sudor con el dorso de la mano. Echó un vistazo a sus compañeros antes de bajar del Humvee, el jeep blindado, y descubrió que ya habían comenzado a almorzar sin esperarlo; sin pensarlo dos veces, agarró la bolsa verde que contenía la comida y se dirigió hacia la precaria alambrada que separaba el campo de refugiados del infranqueable campamento militar. Este se había erigido en una antigua base, en torno al que un día fuera el palacio presidencial de Al-Faw. A menos de cinco kilómetros podía verse el aeropuerto internacional de Bagdad, cuya estructura se recortaba contra el cielo grisáceo de un crudo invierno, similar a los que él recordaba de su tierra natal, Texas.

La guerra había terminado, o eso decían, porque todos los días desde su llegada a la ciudad comenzaba una nueva lucha. Apenas llevaba unos meses en el campo Al-Nasr o Camp Victoria, como le habían bautizado desde su llegada; en ese tiempo había adquirido ciertas costumbres que no variaban a pesar de la lluvia, el viento o el aire helado que pretendía traspasar la ropa de camuflaje que lo protegía, ya fuera de cualquier inclemencia atmosférica o de un francotirador. Sí, la hora de la comida frente al hospital de campaña de los médicos españoles que se ocupaban de los refugiados era lo mejor de la jornada. En esos treinta minutos disfrutaba de la visión de los niños correteando por el reducido vallado que habían construido para que no salieran por el resto del campo y, sobre todo, disfrutaba viéndola a ella: a Aurora. Sabía que se llamaba así porque se lo dijo el teniente primero Valiant, el capellán del campamento, el páter, como le conocían todos. Se acercó a él un día, cuando estaba ingiriendo la salada comida mientras no podía apartar los ojos de ella. Interesado en el motivo por el que había elegido ese lugar tan extraño para almorzar, le obligó a confesarle que aquella muchacha le estaba sorbiendo el seso; sin duda, en otra vida, el páter debió de ser detective especializado en interrogatorios. A cambio de su confidencia, el capellán le habló de ella, de lo que la había conducido a un lugar dejado de la mano del Creador durante un largo periodo de tiempo, según palabras textuales, y de la maravillosa labor que hacían aquellos médicos llegados de España. Daniel no estaba muy de acuerdo en lo concerniente a «un lugar dejado de la mano del Creador»; si Dios hubiera mediado en aquella guerra, las cosas no estarían como estaban: todas las ciudades acribilladas, polvorientas y marginadas.

Contrariamente a lo que debía pensar, la amenaza de que en cualquier momento estallaría una bomba bajo sus pies nunca dejaba de invadirle.

Dio otro bocado al insulso emparedado y se acomodó contra la alambrada, utilizando su macuto como almohadón. Entonces apareció ella. Al mismo tiempo, un tímido rayo de sol luchaba entre las densas nubes. Así era Aurora desde la distancia: siempre a lo lejos, como un juguetón haz de luz dorada que iluminaba su triste existencia. «Directo al corazón», pensó nostálgico.

Llevaba un año y medio con la caballería blindada de voluntarios, desde que se anunció de forma oficial la retirada de las tropas estadounidenses de Irak; circulando por ciudades más cercanas al infierno de lo que Dios hubiera imaginado. A buen seguro, eso ya lo había pensado también el páter cuando decidió quedarse con él y unos cuantos hombres más, en lugar de regresar a casa y tratar de retomar una vida normal.

Recorrió con la mirada el rostro de aquella joven rubia que correteaba con los niños para entrar en calor. No podía dejar de admirar desde sus elegantes pómulos hasta sus sensuales labios y, sobre todo, aquellos ojos negros que lo tenían embrujado. El chaquetón marrón que solía ponerse para salir al centro del campo le estaba algo grande, y las botas que llevaba se veían muy gastadas. Aunque los pantalones también le quedaban un poco holgados, podía imaginar cada curva suave de su cuerpo bajo todas las prendas de abrigo, pensó mientras un cosquilleo invadía su entrepierna, obligándolo a moverse para cambiar de postura.

Se había acostumbrado a los días marcados por las misiones fuera y dentro de la base y a los recorridos de inspección por las carreteras. Sólo conseguía relajarse cuando se fijaba en aquellos pequeños detalles que le hacían olvidar por completo que su vida estaba regida por el casco, el chaleco y el fusil: eran detalles minúsculos pero muy importantes.

A veces había llegado a pensar que se estaba obsesionando con ella. Podía castigar su cuerpo con duro entrenamiento y largas caminatas sin descanso, tenía disciplina para todo en su vida; pero no conseguía mantenerla a raya a la hora de evitar verla todos los días, aunque sólo fuera un rato. La verdad era que se había colado en sus pensamientos con tanta frecuencia que hasta el páter se había dado cuenta de que sentía algo por ella.

Según le explicó un representante de Naciones Unidas cuando llegó al campo Victoria, aquel puñado de médicos españoles era tan voluntario como ellos y se encargarían de la supervisión clínica de los refugiados mientras que funcionarios de la embajada estadounidense visitarían con regularidad las instalaciones; por lo tanto, debían colaborar por el buen funcionamiento de ambos campamentos y tratar de no interferir los unos en las misiones de los otros. Algo bastante improbable porque ya se habían visto enfrentados más de una vez en alguna carretera, con el peligro que aquello suponía para ambos grupos, cuando su escuadrón tenía que hacer algún registro por orden del alto mando y las batas blancas aparecían como gallinas protectoras, a expensas de que cayera un proyectil desde cualquier punto. De hecho, estaba prohibido salir de los campamentos incluso durante el tiempo libre, aunque esa imposición rara vez se cumplía; sobre todo por parte de Aurora, que solía caminar los kilómetros que la separaban de la capital arriesgando así su vida de forma absurda.

El claxon del jeep le indicó que la hora del almuerzo había concluido, por lo que recogió sus bártulos y aprovechó para mirarla a los ojos mientras se levantaba del suelo y se sacudía el polvo de los pantalones. Siempre que ocurría aquello, ella se quedaba observándolo con descaro desde el otro lado de la alambrada, como si supiera que se deleitaba con su presencia en la distancia, burlándose por el poco tiempo que duraba el rayo de luz que iluminaba su existencia.

Aurora llamó a los niños con unas palmadas y los condujo hacia la tienda más grande, que hacía las veces de comedor. Todos los días ocurría lo mismo desde su llegada allí, tres meses atrás: el soldado solitario se apartaba de sus compañeros y se sentaba frente a las alambradas mientras devoraba su almuerzo. Al principio llegó a molestarle que la analizara de aquella manera; estuvo a punto de cambiar la hora de salir a jugar con los niños, pero reconociendo que ese momento era cuando el sol estaba más alto y cuando los pequeños se ponían más revoltosos, justo antes de comer, siguió soportando su escrutinio. A medida que transcurrieron los días, se fue acostumbrado a aquella mirada lejana y azul como el Mediterráneo que bañaba las costas de su ciudad natal. Incluso sabía que sus ojos se tornaban algo grises cuando estaba nublado porque una mañana, mientras caminaba hacia la ciudad para visitar el hospital Al-Yarmuk donde solía echar una mano, se topó con su jeep blindado en mitad de la carretera.

Aquel día hacía mucho frío y llovía barro a causa de la arena que levantaba el fuerte viento. Por supuesto, registraron su macuto y le hicieron detenerse durante un buen rato mientras curioseaban entre sus objetos personales. Ella se limitó a aguardar pacientemente, sabía que era norma obligada si quería entrar en Bagdad, pero lo que no esperaba era que él le ofreciera llevarla en el Humvee hasta el otro extremo de la ciudad.

Sus ojos nebulosos la miraron fijamente, como si pretendiera adivinar lo que pensaba de su ofrecimiento. El casco le cubría la cabeza y apenas sí se veían sus rasgos por la fuerza del agua sucia que caía sobre ellos. Ella estudió al hombre alto y reservado que esperaba respuesta con los labios apretados. Se fijó en su mandíbula cuadrada, en la barba de varios días que la oscurecía confiriéndole cierto aire de villano, y sintió un extraño deseo de acariciársela.

Con la satisfacción de comprobar que se había manchado tanto como ella, denegó su oferta, se colgó el macuto al hombro y siguió caminando por la carretera hasta que dejó de escuchar las risotadas de sus compañeros. De todos menos de él. Él no se reía.

Y desde entonces, la castigaba a diario desde la distancia, observándola sin pestañear y vengándose por su desaire. Habría llegado a resultar divertido de no ser porque un hombre como aquel hacía que mantener la respiración relajada fuera un ejercicio muy complicado. Se sonrojaba tanto al sentir su mirada clavada en ella que él debía de creer que era su color natural.

Al entrar en la tienda, un agradable olorcillo a verduras y pescado se apoderó de sus pensamientos, obligándola a deshacerse de ellos y centrarse en los niños, que ya se habían sentado ante las mesas. Cuando dos mujeres comenzaron a repartir los platos, le advirtió al traductor que se marchaba y regresó a su tienda, dispuesta a emprender otra de sus excursiones fuera del campamento. Sabía que volvería a ser interceptada por los soldados que se ocupaban de vigilar las entradas a la ciudad, en busca de bombas o armas por parte de los insurgentes; en realidad velaban por la vida de todos pero no dejaban de resultar un incordio tanto para unos como para otros.

Ya funcionaban muchos centros de salud y hospitales, aunque todavía faltaban médicos y enfermeras especializados. Además, los que quedaban llevaban sin recibir formación desde hacía bastantes años. Por tal razón su presencia estaba más que justificada, ya que nadie se arriesgaba a salir de la ciudad por capricho, y mucho menos una mujer.

Como otras veces, se cubrió la cabeza con un pañuelo bajo la capucha del chaquetón y utilizó una vieja furgoneta para desplazarse. Dos días antes habían recibido instrumental quirúrgico y aunque no era suficiente para cubrir las necesidades del campamento, sabía que en el hospital lo recibirían con los brazos abiertos. Metió en el maletero las cajas que el coordinador había dejado dispuestas y esperó a que el motor se calentara para marcharse.

Ya iba a cruzar la alambrada que conformaba la puerta cuando vio acercarse al único militar que se había ganado la amistad de los refugiados: el páter. El teniente primero Valiant llevaba tres años en Irak y solía dar un paseo por el recinto al terminar sus faenas en el campamento. En realidad, el padre Valentín, como le llamaban unas enfermeras sevillanas, era un rabino judío que aprovechaba su tiempo libre para curar el alma de quien lo solicitase, fuera cual fuera su religión o creencia, por lo que era muy apreciado entre todos.

—¿Vas a la ciudad? —le preguntó en inglés, mientras se acercaba a la furgoneta.

—Sí, páter. ¿Necesitas que te lleve? —Asomó la cabeza por la ventanilla medio abierta.

—Me harías un gran favor, Aurora.

—¡Venga, sube! —Le indicó el asiento del copiloto y esperó a que se acomodara a su lado. Después sonrió y él frunció el ceño mientras dejaba a un lado el fusil y el casco que ningún militar abandonaba, ni siquiera de paseo.

—¿A qué viene esa sonrisa, doctora? —le comentó para matar así la curiosidad.

—Porque no me engañas: el favor me lo estás haciendo tú a mí, páter.

Traspasó la barrera y se despidió del guardia de la entrada antes de acelerar.

—¡Vale, me has pillado! Pero soy de la opinión de que ese material quirúrgico es muy necesario en el hospital y necesitas un custodio para entrar en la ciudad sin problemas.

—Sí, un verdadero ángel de la guarda. —Lo miró agradecida.

Durante un buen rato, avanzaron en silencio por la carretera solitaria. A lo lejos se divisaban entre la neblina los altos edificios que quedaban en pie. Años atrás se habrían cruzado con vendedores ambulantes y un sinfín de coches circulando por los tres carriles que ahora ocupaban ellos y el polvo que maquillaba el horizonte.

—¿Qué hace un cura en la guerra? ¿O un rabino? —Inició una conversación cualquiera.

—Ambas cosas significan lo mismo: cura, rabino, sacerdote, capellán… La verdad es que yo mismo me sorprendí cuando tomé la decisión. Toda mi vida he permanecido en Ohio, donde nací, pero una noche, mientras veía un noticiario sobre la guerra de Irak, sentí que tenía que venir a este lugar. Mi esposa puso el grito en el cielo cuando se enteró de que estaba dando los pasos pertinentes para poder viajar al frente, donde he estado tres largos años. Agilicé los trámites para servir como capellán del ejército, recibí instrucción en la escuela de oficiales, donde me hice militar, y vine con el rango de teniente.

—¿Y no regresas a casa? La guerra ya ha terminado.

—¿Marcharme? Ahora es cuando esta pobre gente más nos necesita. —Señaló con la cabeza el horizonte—. ¿Acaso no has venido tú, justamente, cuando todo el mundo se va? Además, mi vida no ha cambiado mucho, Aurora. Antes me dedicaba a los demás con idéntica actitud disciplinada, dispuesto a trabajar como miembro de una comunidad por la comunidad. Como puedes ver, son las mismas cualidades que debe tener un militar para servir a su patria. Quienes están dispuestos a dar su vida por otros sirven igual en el ejército que en el ministerio de la religión. De hecho, hay muchos soldados que, al abandonar las armas, ingresan a las órdenes del sacerdocio porque se han acostumbrado a esa disciplina rígida en la que se han formado como hombres.

Ella apartó unos segundos la mirada de la carretera para observar el rostro de un hombre que nunca dejaría de asombrarla con sus comentarios. Tendría unos cuarenta años, estaba muy delgado y la incipiente calva que se adivinaba bajo el pelo rapado le confería el aspecto de una persona tímida.

—Es la primera vez que escucho a alguien decir que hacer la guerra es una virtud.

—No confundas mis palabras, muchacha. Yo hablo de la virtud natural de los hombres que, aun estando en guerra, son valientes para ayudar a sus semejantes a costa de su propia vida. No son ellos los que hacen la guerra, sino los que le ponen fin.

—¡Vaya! Mira por dónde, ahí tenemos unos cuantos de esos hombres, páter —Indicó al frente con la cabeza e hizo un mohín—. Disciplina no les falta, desde luego. La última vez que me registraron…

—Sólo cumplen con su trabajo, no te enojes.

El capellán se colocó el casco y le aconsejó que se acercara al borde de la carretera, junto a un jeep del ejército, donde unos soldados practicaban un registro en un destartalado vehículo. Dos hombres y dos mujeres iraquíes vestidas con abbayas esperaban en el arcén a que terminaran de inspeccionar la parte trasera. Entonces descubrió que también había un chiquillo de unos cinco años que correteaba de un lado para otro hasta que uno de los militares llamó su atención. Lo vio abandonar el reconocimiento para acercarse a la furgoneta mientras acomodaba su fusil en el hombro.

—¡Vaya por Dios! —exclamó ella al reconocer al soldado solitario.

—Sí, qué casualidad, pero si es el sargento Miller. —El páter sonrió, disponiéndose a bajar de la furgoneta—. ¿Conoces al sargento Miller? —La miró antes de abrir la puerta.

—Sabes que sí. Todos los días me vigila desde el otro lado mientras come, no te hagas el tonto —repuso indignada.

—¿Adónde se dirigen? —inquirió el soldado al llegar a la altura de la ventanilla. Al verla al volante pareció sorprendido, pero su cara se convirtió en un poema cuando reconoció a su superior en el asiento del copiloto—. ¿Teniente Valiant? ¡Teniente Valiant! —Repitió a modo de saludo militar.

—Tranquilo, muchacho, deja las formalidades. —Bajó de la furgoneta y Aurora lo imitó—. La señorita y yo tenemos algo de prisa, nos gustaría regresar al campo antes de que anochezca, así que revisa pronto las cajas que trasladamos al hospital y todos contentos. ¿OK?

—Sí, señor —afirmó también con la cabeza.

Daniel supo que estaba enfadada por la forma en la que abrió con fiereza la puerta del maletero. El viento helado deslizó el pañuelo y alzó su melena rubia sobre los hombros. Ella trató de sujetarla con una mano pero varios mechones rebeldes revolotearon por su cara. Por un segundo, estuvo tentado de ser él quien los apresara, aunque para ello tuviera que abandonar el fusil en el suelo durante unos instantes. Afortunadamente, la voz de uno de sus compañeros lo puso en alerta.

—¡Aquí parece que tenemos algo! —gritó a lo lejos.

Él se acercó con cautela al maletero del coche, se asomó y les indicó a todos con un gesto que se apartaran. Ella iba incluida en aquella orden porque el páter la sujetó por un brazo y la condujo al otro extremo de la carretera, junto a las dos mujeres iraquíes y el niño. Los hombres no comprendían lo que ocurría y comenzaron a protestar en su idioma.

—¡Joder! —exclamó otro de los militares al mirar en el interior.

—¿Qué pasa? ¿Qué han encontrado en el coche? —preguntó ella, enfrentándose al rabino.

—Quédate aquí, ¿de acuerdo? Voy a ver qué ocurre y sobre todo a tranquilizar a esos hombres, que parece que van a sufrir un ataque al corazón. —Señaló a los civiles que no dejaban de gesticular mientras los empujaban hacia el otro extremo, encañonados por dos fusiles.

Al verla asentir, el páter le subió el cuello del chaquetón para que no se enfriara y caminó hacia el coche, donde permanecía el sargento Miller. Ambos hablaron sin levantar la cabeza del maletero y un escalofrío le recorrió la espalda cuando lo vio meter las manos y trastear en el interior.

Los iraquíes seguían protestando pero los soldados ignoraban sus gritos, aunque no dejaban de apuntarles con los fusiles cargados. Ella sintió que las piernas le flaqueaban cuando el páter y el soldado solitario extrajeron un artefacto de grandes dimensiones del maletero y lo depositaron con cuidado sobre el suelo. En ese momento, se hizo el silencio. Todos permanecieron callados, mirando aquel cacharro oxidado que parecía mortífero a todas luces. Transcurrido un buen rato en el que sólo se escuchó el ulular del viento helado y el susurro de la conversación de los dos militares que permanecían agachados sobre el explosivo, el sargento Miller se acercó al jeep y abrió el portón trasero.

Aurora no lo pensó dos veces: cuando vio al páter interrogando a los dos civiles en su idioma mientras estos temblaban ante la visión de los fusiles apuntándoles, se encaminó hacia ellos. Al ver que los otros militares le impedían acercarse, corrió hacia el jeep donde Miller se estaba vistiendo con un traje especial. Se había metido en una armadura rígida para soportar explosiones y estaba poniéndose unas botas enormes. Ella lo miró impresionada, por un momento creyó estar viviendo una historia irreal en la que se conjugaban bombas y astronautas de la NASA.

Él cogió un casco grande con la parte delantera de cristal y lo dejó apoyado en el suelo antes de mirarla.

—Regresa junto al páter —Fue todo lo que dijo. En realidad se trataba de una orden.

—Entonces es cierto. ¿Esos hombres llevan una bomba en el maletero?

Daniel observó sus enormes ojos negros, asustados, y comprendió el motivo de su temor.

—Me temo que sí, doctora, pero no sufras; puedo decirte casi con seguridad que ellos no tenían ni idea. Sólo son dos comerciantes a los que han utilizado de transporte.

—Entonces… ¿son inocentes? —Pareció más tranquila.

Él no pudo evitar sonreír ante su expresión de alivio, por lo que ocultó el rostro y comenzó a ponerse unos guantes descomunales.

—No hablo muy bien su idioma pero parece ser que sí. Según ha averiguado el páter, sólo son unos mercaderes que regresan a Bagdad con sus esposas y el niño. Habrá que comprobarlo, pero últimamente suele ser así. No es habitual viajar con la familia cuando transportas bombas. Ahora el marrón es cosa mía. ¿Contenta?

—Sí, claro que sí. —Se llevó una mano al pecho y sonrió.

—Bien, gracias por la parte que me toca —replicó mucho más serio.

La apartó a un lado con una mano y se agachó a coger el casco.

—¡Oh! —No supo muy bien qué había querido decir. O sí… pero cuando quiso darse cuenta, él ya se había arrodillado ante el artefacto y parecía estar pensando.

—Será mejor que nos apartemos un poco más, estamos demasiado cerca. —La sorprendió el páter por la espalda.

Los militares habían llevado a los civiles al jeep y uno de ellos estaba hablando por la radio.

—¿Es que va a desactivar ese objeto aquí mismo? ¿Sin material, ni ayuda, ni robots que se manejan a distancia? —No daba crédito a sus ojos. El sargento Miller acababa de quitarse los guantes protectores y estaba tanteando unos cables con los dedos—. ¿Está loco? ¡Volaremos todos por los aires!

—Daniel es el mejor, sabe lo que se hace —le aseguró el capellán con una palmadita en la espalda—. Como puedes ver, no todos los hombres que van a la guerra la practican. Él es un ejemplo del militar disciplinado del que hablábamos antes, dedicado a dar su vida por los demás.

—Es un loco por jugársela sin necesidad. Podría hacerla explotar en algún lugar alejado, sin arriesgar su vida de esta manera —determinó ella con voz estrangulada.

Lo miró con fijeza e intentó adivinar qué cruzaba por su cabeza en aquellos instantes en los que su vida dependía de la destreza de sus manos. Trató de obtener alguna impresión, pero estaba tan concentrado en lo que hacía como lo estaba ella en él. Cuando lo vio quitarse los guantes supuso que ya habría terminado, pero al verlo meter de nuevo las manos entre los cables comprendió que necesitaba sentirlos con los dedos, a expensas de perderlos en cualquier momento.

Aurora tragó saliva, cerró los ojos y respiró con fuerza mientras el viento levantaba oleadas de arena a ambos lados de la carretera, impidiéndole ver con claridad su ojos tras el cristal del casco. Se aferró al brazo del páter con fuerza, sin ser consciente de que él la había abrazado por los hombros.

—No puede pasarle nada —recitó a modo de plegaria.

—No le pasará nada, Aurora, no lo perderás ahora que acabas de encontrarlo.

Ella fue a decir algo, como si pudiera negar que él le importara lo suficiente como para sufrir por su pérdida, aunque acabara de descubrirlo. Pero no tuvo oportunidad.

Escuchó suspirar al capellán en el mismo instante en el que Daniel alzaba una mano y les hacía la señal de OK con el pulgar hacia arriba. En la otra llevaba una pequeña pieza metálica y dos de sus compañeros le taparon la visibilidad al rodearlo para ayudarle a quitarse el traje, que al parecer lo estaba asfixiando.

El capellán le sonrió, como diciéndole: «y ahora ¿qué? ¿Le dirás lo que sientes por él de una vez?».

—¡Es un loco temerario! No pienso hinchar más su ego —objetó ella regresando a la furgoneta, sobre todo porque necesitaba ralentizar los latidos del corazón y no sabría qué contestar si el rabino realizaba otra pregunta.

—¿No vas a decirle cuánto te alegras de que esté vivo? Casi me rompes el brazo de tanto apretarme.

—Por supuesto que no. Y tú tampoco lo harás, páter —Lo miró por encima de las cajas que se disponía a recolocar en su sitio.

—¿Estás enfadada porque he descubierto que ese hombre te importa demasiado? ¿Quieres un consejo? —Le ayudó a cargarlas.

—No, páter, no necesito consejos. Y no has descubierto nada. —La palabra «nada» sonó con tanta fuerza que los militares los miraron sorprendidos al escucharlos discutir.

—¿Sabes qué día es hoy, Aurora?

—Sí, el día en el que podría asesinar a un capellán.

Después de la airada respuesta, pero mucho más enojada por lo cierto de sus palabras que por las palabras en sí, subió al volante y esperó a que él se sentara a su lado para proseguir el recorrido. Creía que todo había terminado y que reanudarían la marcha hacia el hospital, pero se había equivocado. El páter caminó hacia el jeep y comenzó a hablar con el sargento solitario Miller mientras la miraban. Aquello la inquietó. No obstante, cuando lo vio acompañado por las dos mujeres y el niño mientras se acercaban a la furgoneta, su inquietud se transformó en preocupación.

—¿Qué haces? —Saltó del asiento al verlo abrir el portón trasero.

—Necesito que llevemos a estas mujeres a la ciudad.

—¿Por qué? ¿Vas a detener a los hombres? —Se encaró con él.

—Precisamente ese es el motivo por lo que es mejor que las mujeres se marchen a la ciudad. ¿Prefieres que la policía militar las encierre con el niño hasta que este asunto se solucione?

—¡Tú no puedes juzgarles! —Lo desafió mirándolo con fijeza.

—No, pero sí puedo evitar que ellas sean juzgadas. ¡Joder! ¿Qué tienes contra mí? —Él dio un golpe a la furgoneta y las dos mujeres se apartaron como si temieran que el próximo puñetazo fuera para ellas.

—¡Eso! —Extendió una mano y las señaló—. La represión, el terror y la impotencia de estas mujeres ante los hombres como tú.

—¿Los hombres como yo? —Tensó la mandíbula hasta que le rechinaron los dientes.

—¿Cómo te atreves? —espetó al ver que él la sujetaba por la cintura y la alzaba a un costado suyo, sin hablar, con los pies colgando mientras avanzaba a grandes pasos hacia el asiento del copiloto—. ¿Qué haces? —repitió con un chillido.

—Traicionando mis principios.

—¿Cómo?

—Nada, no lo entenderías… —repuso él dando un portazo, porque si seguía hablando era capaz de cerrarle la boca con un beso. Estaba furioso y sólo eso lo calmaría.

Indicó a las mujeres que se sentaran en la parte trasera con el niño y cuando todos se encontraron en sus sitios, puso en marcha el motor y se incorporó a la solitaria carretera. Atrás quedaron los militares y los hombres que esperaban a otra patrulla de la base.

Los siguientes kilómetros hasta la ciudad se hicieron en el más absoluto silencio. Aurora se negaba a reconocer que se había excedido en todas las acusaciones que había lanzado contra el sargento; pero si sentía la tentación de pedirle excusas, bastaba con mirar su perfil adusto para quitárselo de la cabeza. Ahora que estaba sentada a su lado, podía constatar que era muy guapo. Se había quitado el casco y aunque llevaba el pelo corto, corroboró que era tan oscuro como las cejas y las pestañas que bordeaban sus ojos. La expresión severa de su cara resultaba impresionante a causa de la piel bronceada.

Él giró la cabeza y la sorprendió mirándolo.

—¿A qué te referías cuando has hecho alusión a los hombres como yo?

Al parecer, Daniel tampoco podía olvidar que se había pasado tres pueblos al cargar contra él.

—Sé que estás enfadado… y tienes toda la razón.

—¡Claro que lo estoy! —Ratificó, altanero—. Tú siempre disparas directo al corazón.

—Debes reconocer que, antes de la guerra, las mujeres iraquíes eran libres de ir donde quisieran sin ser sospechosas de ocultar bombas bajo esas túnicas negras que llevan hasta los pies.

—Se llaman abbayas.

—Vale, pero estudiaban, trabajaban y vivían con libertad.

—Te advierto que «los hombres como yo» tratamos de que esas mujeres recuperen su autonomía, lo digo por si no te has dado cuenta.

—Lo siento, ¿vale? —Se giró hacia él—. Sé que te juegas la vida cada vez que te metes en ese traje especial para desactivar explosivos, pero se me rompe el corazón al ver los registros, al escuchar el toque de queda cuando anochece, al saber que toda esta gente ha perdido a seres queridos por el camino y…

—Todos queremos una vida mejor, Aurora. Eres una idealista.

—Yo no quiero una vida mejor, soldado, sólo una que pueda vivir. Como ellas y sus hijos. —Señaló los asientos traseros donde las dos mujeres los miraban sin parpadear—. Para el pueblo iraquí es una tradición disparar rifles al aire cuando alguien contrae matrimonio, es una costumbre desde hace muchísimos años. Y, de repente, alguien te cuenta en el hospital del campamento que una fuerza de reacción rápida del ejército ha asaltado una casa, incluso ha registrado el traje de la novia, ante el espanto de su familia que sólo quería desear buena suerte a la pareja.

—Tienes un talento único para hacer sentir culpables a las personas. —Chasqueó la lengua y redujo la marcha a la entrada de la ciudad—. Reconozco que es muy traumático ver cómo dinamitan la puerta de tu casa con cargas de C-4 en mitad de la noche. Sin embargo, si estamos aquí nosotros, los indeseables, es precisamente para evitarlo. ¿Qué crees que hubiera ocurrido si no llegamos a interceptar el explosivo que transportaban esos hombres? Con toda posibilidad, hubiera detonado antes de llegar a su destino, segando la vida de cinco inocentes incautos que sólo tratan de mejorar sus vidas. No estoy orgulloso de lo que ha ocurrido en este lugar, ni de lo que he tenido que ver en los años que llevo operando en la zona; eso es algo que me acompañará el resto de mi vida. Pero te diré algo, señorita ilusa: cuando sabes que acabas de evitar una masacre en mitad de la calle o cuando consigues sacar ilesa a una familia entera de una casa a punto de derrumbarse, entonces sí encuentras sentido a lo que has venido a hacer aquí.

Ella se mordió los labios y fijó la vista al otro lado de la ventanilla. No tenía réplica para todo cuanto él había expresado. Sí, estaba enfadada con el mundo, pero el sargento Miller no tenía por qué cargar con su ira; aunque verlo sentado junto a ella, conduciendo su furgoneta con aire altivo y con aquel rictus en el rostro que indicaba que seguía ofendido, le incitara a tocarlo.

Imaginó que acariciaba su pelo corto, deslizando los dedos por el contorno de la mandíbula hasta suavizar sus facciones. Deseó verlo sonreír, como tantas veces lo había visto hacerlo en la distancia cuando charlaba con el páter o cuando hacía deporte en la parte trasera de la base y bromeaba con sus compañeros. Seguro que debía de besar de maravilla. Deslizaría la lengua entre sus labios con infinita suavidad, un hombre como él estaría acostumbrado a la delicadeza que exigía su trabajo a la hora de manipular explosivos. Miró las manos que sujetaban con firmeza el volante. Morenas, grandes y de largos dedos. Finalmente, las imaginó bajo su ropa, moviéndose entre sus piernas y buscando el calor de su sexo.

Con una exclamación sofocada, cruzó los brazos sobre el pecho y procuró prestar atención a la vista que ofrecía el Tigris a su derecha. Había muy pocos coches circulando por las avenidas y las fachadas de los edificios mostraban su rango y edad por las distintas capas de pintura desgastada, ya que no tenían adornos ni vallas publicitarias que promocionaran anuncios. Cuando un vendedor de naranjas se cruzó por delante de la furgoneta, obligando a Daniel a frenar con brusquedad, ella aprovechó para intentar averiguar dónde vivían las mujeres. Al girarse, algo en los ojos llorosos de una de ellas la alertó. Se abrazaba a sí misma mientras se encogía en el asiento, al mismo tiempo que la otra trataba de tranquilizarla con ininteligibles susurros.

Estiró una mano y palpó el abultado vientre de la joven, que la miró buscando comprensión.

—Acelera, Daniel, esta mujer tiene contracciones —le urgió saltando al asiento trasero.

—¿Contracciones? ¿Acaso está embarazada?

—Muy embarazada —certificó ya a su lado—. La ropa oculta su barriga y no nos hemos dado cuenta. ¿No puedes ir más rápido?

—Hay un control más adelante, no creo que nos dejen pasar a toda velocidad y el hospital queda al otro lado del puente.

Ella trató de pensar con rapidez. Miró a ambos lados y las calles desiertas de lo que un día fuera el bullicioso barrio Qasimiya le dieron la respuesta.

—Gira a la derecha, no tenemos tiempo de cruzar la ciudad pero sé quién podrá ayudarnos.

Daniel obedeció y siguió sus instrucciones. Pocos minutos después, comprobó que ella llevaba razón. Nada más parar frente a una pequeña casa de dos plantas, un hombre y dos ancianas que iban hablando en inglés salieron a su encuentro. Aurora explicó el problema al cabeza de familia y la embarazada fue llevada al interior en volandas.

Sabía que estaba siendo vigilado por todos los miembros de la familia. Miraban con desconfianza su uniforme y el fusil, del que no podía separarse en ningún momento; pero después de un buen rato en el que sólo se escuchaban los gritos de la parturienta en el piso de arriba, optaron por ignorarlo.

Cuando se vio rodeado por un tropel de niños y una de las ancianas le sirvió té dulce y pastelillos, él también comenzó a relajarse. Por la ventana descubrió que el sol caía con la misma violencia con la que lo habían hecho algunos de los edificios que se divisaban. El toque de queda estaba a punto de sonar.

Aurora entregó el bebé a su madre y se lavó las manos en el reducido cuarto de baño. No era la primera vez que traía un niño al mundo, pero hacerlo en una habitación pequeña y desprovista de toda asepsia sí era novedad. Echó un último vistazo a la mujer, que le sonrió agradecida, y una vez que guardó el instrumental en su maletín, bajó a la pequeña sala donde la esperaba la numerosa familia. Y él.

—Ha sido providencial que transportáramos ese material quirúrgico con nosotros —le dijo sentándose a su lado.

—¿Todo ha salido bien? —La miró con intensidad. Ella se atrevió a acariciar aquella cara que tanto le atraía y afirmó con una sonrisa. Enseguida retiró la mano y aprovechó para servirse una taza de té.

—Sí, pero no podremos trasladarla al hospital hasta mañana.

—Yo también he escuchado el toque de queda. Tendremos que quedarnos aquí, Aurora, es arriesgado salir de noche por la ciudad.

—Mis compañeros se alarmarán si no vuelvo al campo —negó con energía—. Debo regresar. Esta familia ya ha hecho suficiente acogiéndonos durante el parto, pero no podemos comprometerla al quedarnos aquí toda la noche. Jamil, el más anciano, está agradecido porque atendimos a su hijo en el hospital del campo, pero una cosa es que nos devuelvan un favor y otra diferente…

—El páter ha avisado a tus compañeros, ya saben que nos quedaremos aquí. Además, según me ha contado por radio, no es la primera vez que te atreves a desafiar el toque de queda para permanecer en la ciudad, vistiendo una abbaya. Te crees muy lista haciéndote la tonta, ¿verdad?

—Muchas veces se sacan más beneficios. ¡Sólo soy sincera! —añadió al ver su mirada incrédula.

Con un ademán brusco, la sujetó por la nuca, la atrajo hacia él y la sostuvo mientras la besaba en la boca. Llevaba semanas imaginando cómo sería tenerla entre sus brazos. Ella se pegó a su pecho buscando su cercanía, alentándole a que hiciera realidad su sueño. No fue un contacto casto, ni suave; al contrario, usó la lengua de un modo posesivo, como si fuera el último y único beso que podría conseguir de ella.

—Yo también estoy siendo sincero, Aurora. Llevo demasiado tiempo deseando tenerte tan cerca. En realidad, llevo demasiado tiempo deseándote.

—Yo… siento lo mismo por ti. —Encerró su atractivo rostro entre las manos.

—Podríamos dejarnos de rodeos. Sólo tú y yo, en mitad de la nada. Como si fuéramos uno solo y la noche se abriera para nosotros. ¿Sabes qué día es hoy?

Ella tragó saliva y afirmó en silencio mientras se apartaba de él. Para entretener las manos, comenzó a desenvolver una galletita.

—Ha sido el páter, ¿verdad? Él sabía que estarías haciendo un control en la carretera, por eso insistió en acompañarme. Y por eso desapareció cuando tuvo oportunidad, porque quien realmente debería haber regresado a la base eras tú. Él estaba de descanso y se hubiera ocupado de traer a las mujeres a la ciudad.

—El páter… Cada vez estoy más seguro de que hace honor a su nombre.

—Unas enfermeras sevillanas le apodan el padre Valentín.

—Podría ser nuestro San Valentín.

El tono de broma había desaparecido de su voz. En verdad, hablaba muy en serio. Y ella lo sabía.

Cuando la familia se retiró a descansar, Aurora se aseó en el pequeño cuarto de baño y pasó a ver cómo evolucionaban la madre y el bebé. Al llegar a la habitación que les habían adjudicado en la buhardilla, comprobó que él la esperaba desde hacía rato. Estaba descalzo y vestido sólo con una camiseta y los pantalones de camuflaje. Al parecer, se había duchado porque tenía los cabellos húmedos. Procuró disimular el nerviosismo que se había apoderado de ella desde el mismo instante en el que supo que aquella noche iba a estar entre sus brazos, por lo que se acercó a la pequeña ventana que mostraba la silenciosa calle y alzó la cara al cielo estrellado. La ausencia de coches y de luces le daba un encanto especial a las callejuelas empinadas.

Sintió sus manos sobre sus hombros y acto seguido la besó con delicadeza en la coronilla.

El resto sucedió muy rápido, como si el tiempo se les escapara entre las manos. En realidad era así, no sabían cuándo podrían tener una nueva oportunidad de estar tan juntos como en ese momento. Ella se quitó la ropa apresuradamente y la dejó caer al suelo. Quería disfrutar de la visión completa de su cuerpo desnudo; al igual que él, que se sacó la camiseta por la cabeza con celeridad. Luego apartó las mantas y se giró para abrazarla. Después, ya no pudo hablar ni pensar. La tumbó de espaldas y su pecho duro y musculoso la apresó contra la cama. Ella alzó las caderas y gimió al sentir su boca apoderándose de la suya con necesidad. Ambos sabían que sería breve y fulminante.

Llevaban mucho tiempo deseando aquella unión y el deseo precipitaba sus actos.

—¡Dios, qué suave eres! —susurró él, cerrando los ojos para intensificar la sensación de tenerla bajo su cuerpo—. Quiero llevarte al cielo, pero no sé si podré aguantar… Te has metido muy dentro de mí, Aurora. Directo al corazón.

Ella sonrió de pura felicidad. Ya estaba en el cielo desde que había sentido sus labios recorriendo su piel dejando un rastro ardiente de besos. Trató de acariciarlo, de darle el mismo placer que él le proporcionaba con sus caricias, pero sus manos fuertes sujetaron las suyas a los lados, hasta que comprendió que lo que deseaba era que se estuviera quieta. A su merced.

Todo su cuerpo se estremeció de gozo cuando la morena cabeza se internó entre sus muslos, donde los besos y mordiscos se sucedieron como una cadena de sensaciones que la hicieron gritar. Daniel le cubrió la boca con una mano, como si temiera que los anfitriones abandonaran su actitud agradable por otra más hostil al creer que la estaba atacando. En aquella posición tan erótica, con las piernas sobre sus hombros, se sentía expuesta y vulnerable, mientras él lamía y besaba su sexo.

No tardó mucho en alcanzar el cielo, como le había prometido. De hecho, creyó tocarlo con las puntas de los dedos porque llegó a ver miles de estrellitas a pesar de tener los ojos cerrados. Supo que él no podía aguantar más cuando se incorporó sobre un brazo para buscar algo en los pantalones. Lo vio ponerse un preservativo y tembló de anticipación. Al regresar a su lado, la besó dulcemente antes de entrar en ella con la fuerza de un ciclón.

Aurora abrió la boca en un mudo lamento al sentirlo grande, duro y caliente, formando parte de su propio cuerpo. Él apretó los dientes para poder controlarse.

—Mírame —le exigió con voz ronca—. Quiero que este momento quede grabado en tu mente para siempre. Quiero que no olvides que un hombre como yo puede perder la razón junto a un rayo de luz como tú.

Salió de ella poco a poco para volver a entrar con ímpetu.

—¡Por favor! —gimió ella.

—¿Soy demasiado brusco? —murmuró contra su boca, antes de besarla con fiereza.

—Eres todo lo que necesito. —No apartó la vista de él, como le había pedido.

Daniel sonrió al tener la certeza de que también sentía algo por él, que se había enamorado como un muchacho. No podía creer que un día tan señalado como aquel, San Valentín, quedaría grabado en su mente para siempre de igual forma que para ella.

Sus movimientos cobraron intensidad. Aurora pensó que era un amante experto que sabía con exactitud cómo llevarla al borde del éxtasis y mantenerla allí hasta que le suplicara que aliviara su deseo.

—Daniel…

Una nueva oleada de placer se apoderó de ella al alcanzar el clímax. Hundió las uñas en sus hombros y se sintió triunfadora cuando él dejó escapar un fuerte gemido que lo dejó temblando durante unos instantes. Después emitió un nuevo jadeo al alcanzarla en el orgasmo y le alzó las caderas con las manos para vaciarse en su interior con profundos espasmos.

Cuando se dejó caer sobre ella, Aurora sintió los latidos del corazón de Daniel contra su propio pecho. Pensó que era ridículo creer que sus almas se habían unido, al igual que lo habían hecho sus cuerpos. La visión del páter alzando una mano con el pulgar levantado la hizo sonreír.

—Te quiero, Daniel. Recuérdame que le dé las gracias al teniente Valiant por abrirme los ojos —le advirtió, abrazándolo.

—Feliz San Valentín, mi amor —le deseó él, buscando de nuevo sus labios para sellar su declaración.