Amor enmascarado

Ruth M. Lerga

Londres, durante la primera semana de febrero de 1805.

—¡Genoveva, Genoveva! ¡Al fin has llegado! He estado esperándote desde que el reloj diera las doce, y en breve sonará el gong de la cena. —El tono lastimero de Helena encerraba una ilusión creciente al recibir a la mujer con la que había pasado los últimos cinco veranos de su vida, y que la conocía desde que naciera.

El conde de Hentley se asomó apenas por la balaustrada de la primera planta, lo suficiente para mirar sin ser visto y observar a su hermana pequeña abrazar y besar con cariño la mejilla de la recién llegada, una amiga íntima de la familia. Esta le permitió el gesto pero no lo correspondió. Se mantuvo estoica y esperó a que finalizaran las muestras de afecto para reprender a la joven anfitriona por la evidente impaciencia.

—Debutas este año, Helena, y se espera de ti sofisticación, no prisas y mimos.

Una única mirada de Genoveva bastó no solo para que la otra dama recuperara la compostura, sino también para que su doncella personal se plegara a la autoridad del ama de llaves y se hiciera cargo de la criada y del equipaje. Solucionada la cuestión de su aposento para los próximos seis meses, tomó a la joven del brazo y la condujo por la casa que tan bien conocía, hacia una de las salitas con el enhiesto porte digno de la mismísima realeza, donde continuaría aleccionándola sobre las formas adecuadas.

Una sensación desagradable se revolvió dentro del espectador oculto mientras las perdía de vista. Hubo de recordarse que era precisamente por esa probidad, por ese saber estar, por los que Sebastian había pedido a Genoveva que acompañara a Helena en su debut social. Pero su antigua pupila, hija de su padrino y de una noble española que fallecieron en el mismo accidente en que perdieron la vida sus propios padres, no siempre había sido así. Conocida ahora como madame Genoveva Rachôme, viuda de un duque francés, Veva era un ejemplo de comportamiento para cualquier dama de Londres. Sus maneras eran intachables; sus formas, medidas; su belleza, exquisita pero discreta. Nada en ella destacaba en exceso, y era ese equilibrio el que la convertía en el parangón de la elegancia, que tan en boga estaba y cuyo estilo emulaban en todas las mansiones de Mayfair.

Y a pesar de que era la influencia perfecta para Helena, Sebastian odiaba a aquella madame Rachôme, pues él había conocido a lady Genoveva Sinclair: una joven independiente con ideas propias que ni siquiera un progenitor dominante había podido refrenar. Incluso durante la tristeza del luto había vislumbrado en Veva, como solo él y su madre la llamaban, la esencia de una mujer testaruda que, cercano su debut pero segura de sí misma, había afirmado que no se dejaría modelar para ser convertida en nada que no quisiera ser. Su espontaneidad, su risa franca y su afilada ironía le habían cautivado durante los dos años que la tuvo bajo su tutoría hasta enamorarlo irremisiblemente, hasta hacerle casi perder la razón. Casi, mas no del todo. Un noble de veinticuatro años salido de Oxford para tomar el mando de su título y mayorazgos no podía pedir en matrimonio a su propia pupila, apenas cinco años menor que él; no si era huérfana y no tenía nadie más que la custodiase.

Pero lo cierto es que no había esperado que la pequeña Veva se convirtiera en la hermosa lady Genoveva mientras él estudiaba en la universidad.

Así que hizo lo único que podía hacer para no cometer una locura de consecuencias que temía descubrir: la casó con el mejor caballero que pidió su mano aquel año, un duque francés, y la alejó de él para siempre. A ella, a sus cabellos de color miel, a sus ojos pardos, a su espontaneidad, su risa franca y su afilada ironía.

Pero el destino, disfrazado de revolución social, turba campesina y cruel guillotina, la había devuelto a Inglaterra cuatro años después, manteniéndola siempre cerca de él, pero nunca a su lado.

Apenas la había reconocido la primera vez que la vio, cuando regresara. Era la misma mujer, más hermosa tal vez que cuando la dejó marchar si es que era posible, pero el brillo de sus ojos, no obstante, había desaparecido, se había ido a algún lugar para no retornar acompañado, como comprobaría poco después, de la sonrisa torcida, de sus carnosos labios y del gesto desafiante de su barbilla. Era una mujer hermosa, elegante, mesurada… pero también fría, distante. No había rastro de la Veva que amó una vez.

«Es lo que ocurre» se hubiera reído de él mientras se lo explicaba, si hubiera sido capaz de hallar la burla en una situación absurda como hizo antaño con naturalidad, cuando Sebastian le confesó en un baile, dos años después de que enviudara, que añoraba su ironía, «cuando casas a una niña impetuosa, que no sabe nada de la vida, con un hombre dieciséis años mayor que ella y la envías a un país completamente distinto donde ni siquiera hablan su mismo idioma. La melancolía le consume el alma».

El conde de Hentley, para pasmo de los presentes y de la propia Genoveva, había dejado de bailar en cuanto oyó sus palabras. No había resentimiento en ellas. Y era precisamente la oquedad que ocultaban lo que había provocado que su corazón le cayera del pecho para yacer en la tierra, yermo. No había recriminación porque ella se había resignado, se había conformado. Genoveva, su rebelde Veva, se había rendido. Aquel matrimonio, del que él era en gran parte responsable, destruyó a la única mujer a la que había podido amar.

—Jerez, gracias.

Genoveva lo observó servir el líquido amarillento, y un generoso whisky en un vaso. Tras la cena, la había invitado a mantener una charla en la biblioteca para planificar, suponía, los dos siguientes meses, antes de que se iniciara la temporada. Tomó la copa que le tendía sin mirarle apenas.

—¿Te importa si me pongo cómodo, Veva?

¿Le importaba? Se dijo ella. No, suponía que no. Se conocían desde siempre. Se encogió de hombros con estudiada indiferencia. Iba a vivir en la mansión de los Hentley durante seis meses, pero no sería su casa, y la biblioteca era, además, el dominio privado de Sebastian. Que hiciera lo que le viniera en gana.

Y eso hizo este precisamente. Se quitó la chaqueta y se deshizo el lazo, dejándolo con descuido en una mesilla auxiliar. Si no desabotonó el chaleco, ni subió las mangas de su camisa, fue por respeto. Pero a fin de cuentas el cuello de la camisa, diligentemente almidonado por su valet, no mostraba más piel que segundos antes, cuando el pañuelo se hallaba allí, del mismo modo que las mangas blancas cubrían sus brazos tanto como lo hiciera antes su chaqueta. Y, se dijo, después de todo Veva era una mujer viuda, y él estaba en su casa. ¡Qué demonios!, no rompía ninguna norma moral insalvable. Y si lo hacía, que fuera madame Rachôme, parangón del decoro y la decencia, quien se lo dijera.

Sebastian tenía razón en todos y cada uno de sus argumentos, analizaba en aquel instante Genoveva para sí, aun sin conocer las razones de su anfitrión. El cuello almidonado, alzado, cubría su nuca; la camisa blanca, sus brazos y ella no era una mujer inocente. Y aun así, había algo escandaloso en aquella situación. No obstante, sabía que la falta no se hallaba en la actitud del conde, sino en la suya propia. Al quitarse la chaqueta, Genoveva había apreciado mucho mejor la potente musculatura de los brazos y la espalda de Sebastian en sus movimientos; al retirarse el pañuelo había dado mayor acceso a su cuello, que su boca deseaba explorar con gula; como vaticinara el conde, era una mujer de mundo y como tal, sentía el deseo cuando estaba a solas con un hombre atractivo. Y su antiguo tutor, más que atractivo, para Genoveva era el pecado personificado.

—¿Podemos hablar sin rodeos?

Algo en su tono la puso alerta. Supo por instinto que no le iba a gustar lo que le tenía que decir. Pero nunca se permitía alterarse. Asintió, de nuevo sin pronunciar palabra, tomando la copa de jerez y llevándosela a los labios, para que ningún sentimiento se reflejara en su rostro ni se precipitara en ninguna respuesta.

—Sé que desde que regresaste de Francia, durante el tiempo que pasas en la campiña… sé que has tenido compañía… —lo vio titubear— compañía masculina… amantes. ¡No te lo reprocho! —no quería mirarla a la cara, pero sí se lo reprochaba; que otro hombre la tocara le hacía sentirse enfermo— y te felicito por la discreción con la que te has conducido. Pero te agradecería que durante estos meses te abstuvieras de ellos. No sería bueno para Helena.

Tardó unos segundos en asimilar sus palabras, y otros tantos en decidir qué hacer a continuación. Durante ese tiempo, mantuvo la copa de jerez en sus labios, la dejó en la mesa para tomar una servilleta con la que se limpió con delicadeza las comisuras de la boca, y plegó antes de colocar nuevamente en su sitio.

Sí, era cierto que había mantenido relaciones discretas con un par caballeros durante los cinco años de viudedad, pero no esperaba que nadie hubiera sabido de sus devaneos, ni desde luego que salieran a colación en una sobremesa. Recordó con fastidio que el servicio de ambas casas era tan íntimo como lo eran las familias.

Alzó sus ojos pardos y miró fijamente a Sebastian, sosteniéndole la mirada con frialdad, sin decir nada. Los ojos grises de este se fijaron en ella durante unos segundos antes de bajar la vista, consciente, esperó Genoveva, de que había superado los límites de su amistad.

Pero si había apartado su mirada había sido por la displicencia de ella. No soportaba su falta de calor. Donde siempre hubo sentimiento, ya fuera afecto o desafío, ahora parecía no haber nada. Y aquel vacío se había llevado un pedazo de él también.

Sin embargo, algo ocurrió durante aquellos segundos, algo que cambiaría el devenir de Genoveva, y como consecuencia también el del conde, unido al de ella de manera intrínseca. La realidad de sus palabras, la certeza que había en ellas, encendieron una pequeña chispa, un destello sobre una parte de su alma que hacía tiempo que creía extinguida. Supo que era Sebastian quien la prendía, pero no quiso deliberar si era el amor que sintió una vez por él y que le fue arrebatado una noche, con el anuncio de un compromiso concertado, o por el odio que sintió los cuatro años siguientes, durante un matrimonio infeliz del que siempre le culpó, quien la había hecho arder. Aun así, parte de la Genoveva que creía arrasada resurgió aquella noche. La antigua rebeldía, que su esposo le había robado, regresó por un instante.

—También yo he oído hablar de tu compañía femenina. Y me temo que no podré felicitarte por tu discreción, Sebastian. Ni por tu buen gusto en algunas de tus elecciones. —Le satisfizo verlo perturbado por su respuesta y no quiso, sin embargo, profundizar en su azoramiento, pues era otro su objetivo—. En todo caso, entiendo por la petición que me haces que también tú vivirás en castidad durante los próximos meses. Tampoco sería bueno para tu hermana que hablaran de ti.

Afortunadamente los vasos de whisky eran de cristal macizo, ya que de otro modo el de Sebastian se hubiera hecho añicos. No porque lo dejara caer con fuerza en la mesa fruto del enfado, no. Le cayó de las manos como consecuencia de la sorpresa.

—Debes estar bromeando, Veva.

—Curiosamente, yo he pensado lo mismo al principio, cuando tú me lo has pedido a mí. Pero lo cierto es que tienes razón: no sería conveniente para Helena que su hermano o su acompañante fueran foco de interés por temas indiscretos. Me temo que estás en lo cierto y que deberemos sufrir unos meses la ausencia de la carne.

—Veva —le habló como si fuera boba— yo soy un hombre.

Aquellas palabras, tan obvias para ella como molestas, la inflamaron en más de un sentido, y la tornaron provocadora. A fin de cuentas aquel era Sebastian, un hombre que sabía que había tenido amantes, un hombre que la había conocido antes de tornarse en la mujer más moderada de la sociedad inglesa, el hombre que la había convertido en lo que hoy era al entregarla con apenas diecinueve años. Con él no necesitaba mesurarse. Si quería enfadarse, podía hacerlo. Y ¡maldito fuera!, quería enfadarse con él.

—Y yo una mujer, Sebastian, por si no te has percatado. Con los mismo deseos y sanos apetitos que cualquier hombre. Y que no disfrutará de la soledad, de la ausencia de compañía durante seis meses.

Y tras sus acaloradas palabras, dichas con resentimiento, algo inesperado ocurrió. Miraba fijamente al conde, midiendo su enfado, el efecto de sus palabras, contabilizando su victoria, y pudo así ver cómo sus pupilas se dilataron y el gris de sus ojos se oscureció, cómo tragó saliva, cómo su respiración se aceleró y las aberturas de su nariz se ensancharon para tomar más aire. Vio, en fin, cómo sus palabras le excitaron.

Y se sintió poderosa. Y presionó únicamente por el placer de verle agitado, sin saber hasta qué punto estaba él inflamado de deseo.

—Añoraré tanto como tú los besos profundos de un hombre, mientras su barba, crecida tras el día, me araña suavemente la mejilla. Añoraré el contacto de su piel, más áspera, sobre la mía, desnuda. —Su voz se iba agravando, sin querer. El deseo era un juego de doble filo, como estaba descubriendo—. Las caricias, suaves al principio, más exigentes después.

No se atrevió a continuar, temerosa de rebajarse a la vulgaridad en sus palabras, a incitarle en exceso, o a su propia reacción. Tomó su copa de jerez, casi vacía, y la agotó en su boca, en un gesto que no pretendía ser tentador, pero que para Sebastian fue la última provocación soportable. Estaba excitado, sí, pero también enfadado. Sabía que Veva estaba jugando con él, conocedora de su deseo, y detestaba que se divirtiera a costa de lo que consideraba su mayor debilidad.

—Si tanta necesidad sientes, siempre podría yo apagar esos ardores durante los próximos meses. Cualquier sacrificio sería insuficiente si con él el nombre de mi hermana no se ve arrastrado por el fango esta temporada.

Genoveva se levantó de un brinco, como si la hubieran abofeteado. Y se dirigió hacia la puerta, iracunda con su respuesta, y abochornada por merecerla. Pero apenas había tomado el pomo cuando una sombra se cernió sobre ella y sintió la portentosa figura masculina a su espalda. No osó volverse, pero aun así respondió, furiosa.

—Dudo mucho que lograras darme lo que necesito, Sebastian. Te recuerdo que me casé con un francés, que a diferencia de los ingleses, tienen sangre en las venas.

No pudo decir más. Fuera de sí, insultado más allá de lo que creía posible, la giró, la aplastó contra la puerta, se pegó a ella y arrasó su boca sin clemencia.

Pero Genoveva no la pidió. Toda su furia se transformó en deseo y se aferró a su cuello, abrió los labios y se entregó al beso, pegando sus pechos al duro torso, gimiendo con suavidad cuando los dientes se unieron a la lengua en el festín.

La puerta se abrió y se vio impulsada hacia el cuerpo del conde mientras este, desorientado, caía con estrépito rodeándola con sus brazos.

—Disculpe, milord. Me dijo que le avisara cuando… cuando…

La zozobra del mayordomo al percatarse de la situación interrumpida solo era comparable a la de ambos nobles.

Genoveva se levantó del suelo, recuperada toda compostura y apagada cualquier pasión. Hizo una reverencia, como si se hallara en el palacio de Saint James y el mayordomo fuera el mismísimo rey Jorge, y salió de la estancia con un dignísimo «buenas noches».

—¡Un baile de máscaras por San Valentín! —Helena estaba extasiada, y suspiraba sonoramente cada vez que repetía la noticia—. ¿No es romántico?

—Es inusual.

Respondió Genoveva mientras untaba su tostada con mantequilla y mermelada, restando importancia a la invitación. A pesar de haber regresado hacía casi un lustro, seguía tomando el desayuno a la manera continental.

—¿Crees que Sebastian me permitirá acudir?

Desde que se besaran, una semana antes, únicamente habían coincidido en las cenas. Se evitaban deliberadamente, ambos lo sabían, y durante estas permitían que la joven parloteara entusiasmada de las compras del día, de sus avances con el piano, de su destreza en las figuras a ejecutar en los distintos bailes de salón… Todo era nuevo para la joven, y compartía sus excesos con dos personas que consentían su exuberante conversación para evitar hablarse. Ni siquiera sus ojos se cruzaban, aunque no por ello dejaban de mirarse a hurtadillas, cuando el otro no se percataba, haciendo así las delicias de los criados.

Genoveva no quería profundizar en sus sentimientos, no quería volver a sentirse atrapada por el amor que la arrastró durante su juventud y que se truncó una noche con el anuncio de un matrimonio con otro hombre. Saberse regalada por Sebastian había sido el peor de los desprecios.

Él, en cambio, no tenía dudas ni temores. Sabía que la devoción que sintió una vez no había mermado ni un ápice con los años, y que la joven de la que se había enamorado seguía latente debajo de aquella mujer de hielo, esperando que algún hombre, valiente o loco, la devolviera a la vida. Y sabía que quería ser ese hombre.

—¿Genoveva? —la exhortó con impaciencia Helena, que en su inocencia era la única que no percibía la tensión entre el conde de Hentley y su invitada—. ¿Crees que Sebastian me permitirá acudir?

Salió de su ensimismamiento y sopesó su respuesta.

—Por un lado será apenas algo más que una reunión. En este momento no somos más de treinta familias en Londres, así que tal vez sea posible que puedas acudir a pesar de no haber debutado formalmente en sociedad. Pero por otro lado —le recordó al punto, para evitar esperanzarla sin necesidad— es un baile de máscaras, y no estoy segura de que sea una buena idea que acudas a uno sin haber cumplido siquiera los dieciocho.

—Los cumpliré en apenas cinco días, Genoveva. El quince de febrero tendré…

—Lo sé, Helena, lo sé. Lo que significa que la víspera de San Valentín, el día en que se celebra la fiesta, todavía tendrás diecisiete. Habrás de preguntarle a tu hermano.

—¿Qué cuestión de estado he de decidir antes del desayuno, si puede saberse?

Sobresaltadas, pues ninguna de las damas le había oído entrar, se giraron para recibirle.

—Sebastian —Helena lanzó un gritito de sorpresa cargado de alegría— estás guapísimo esta mañana.

En silencio, Genoveva tuvo que darle la razón. Con una chaqueta verde oliva de gamuza y unos pantalones negros, tanto como su cabello, estaba arrebatador. Se dedicó con mayor ahínco a su tostada, esperando que su sonrojo no fuera perceptible desde la distancia que los separaba.

—¿Me adulas? Debe de ser grave, entonces.

Tomó una taza de té del aparador, esperó a que el lacayo le sirviera y se sentó en la mesa al tiempo que su hermana le contaba exaltada los detalles de la invitación. Cuando finalizó el soliloquio, este lo pensó concienzudamente, pero no sopesaba si era conveniente o no para su hermana, sino si lo era para él. Desde que besara a Veva había estado planeando una estrategia de seducción y sí, decidió, un baile de máscaras bien podía ser una buena estratagema.

—De acuerdo, siempre y cuando te comportes como corresponde y no te alejes de Veva o de mí.

Lo que, se dio cuenta demasiado tarde, sería imposible si lograba su propósito. Pediría a la esposa de algún amigo que la vigilara, por si acaso. Tomó la humeante taza y un croissant del plato de Veva, únicamente para obligarla a que alzara la vista, y guiñándole un ojo con picardía salió silbando de la estancia, camino de su biblioteca.

Helena no fue, desde luego, consciente del gesto. Desde que escuchara la respuesta afirmativa había comenzado a aplaudir, se había puesto en pie e, incluso, iniciado unos pasos de baile. Pero Genoveva había visto el guiño y su estómago se había encogido ante la intimidad de este. Malhumorada por la facilidad con la que le afectaba, riñó a la joven.

—Si esa es la actitud que vas a mostrar en tu primer baile, tal vez será mejor que hable con tu hermano y le pida que cambie de idea.

El silencio se hizo en la sala. Había sido cruel con Helena. Pero la vida lo era para una dama joven. Y ella lo sabía mejor que nadie, se justificó.

No podía dormir. El reloj de la primera planta sonó tres veces. Se giró bruscamente, moviendo las sábanas y la colcha con tal fuerza que cayeron a un lado. Enfurruñada, estiró de un extremo, deshaciendo la cama por completo. Se puso en pie y miró ceñuda el enorme colchón, como si por amedrentarlo con la frialdad de sus ojos fueran las mantas a regresar a su lugar por arte de magia. Una vez que la maraña de telas estuvo en orden, se dispuso a cobijarse entre ellas sin esperanzas de hallar el sueño.

Aunque ya que estoy levantada —se dijo, al tiempo que se golpeaba la barbilla con el dedo índice— bien puedo ir a la biblioteca y buscar el libro más aburrido que encuentre. No hay mejor remedio para dormir que Aristóteles.

Tomó una vela y bajó las escaleras sin hacer ruido. Entró en la biblioteca donde había compartido veladas de lectura con Sebastian, y se dirigió a las estanterías del fondo, en busca de los gruesos volúmenes de los pensadores griegos. Dejó la vela a un lado, en el suelo, y se puso de puntillas, estirando ambos brazos, para bajar el Librillo sobre las virtudes y los vicios.

—Permíteme.

Le murmuró una voz profunda cerca de su oído, al tiempo que un pecho sólido se pegaba a su espalda y traspasaba el calor de su cuerpo tras la fina batista del camisón. Con las prisas ni siquiera se había puesto una bata. Probablemente su silueta se vislumbraría a través de la tela. En su sobresalto se dio la vuelta y se llevó la mano al pecho. Quedó atrapada entre los fuertes brazos de Sebastian que tomaban el libro y leían el título, y la madera de la estantería. Alzó perezoso la mirada y sonrió, sin separar sus cuerpos. Tampoco Genoveva se movió.

—Extraña elección. ¿Qué mitad piensas leer primero, la de las virtudes o la de los vicios?

Ella tomó de un tirón el volumen y lo estrechó contra su pecho, en parte para protegerlo de la luz indiscreta, en parte para ocupar sus manos en cualquier cosa que no fuera el cuerpo que tenía delante, cubierto por una camisa blanca y un chaleco desabrochado, y que tanto le atraía.

—Las virtudes, desde luego —respondió envarada.

—Lástima —chasqueó la lengua—. Si hubieras elegido los vicios podría haberte mostrado unos cuantos.

—No me cabe ninguna duda de que eres un experto en pecados, Sebastian.

Y este, recordando la provocación de ella siete días antes en aquella misma habitación, decidió pagarle con la misma moneda.

—Tal vez este hombre que, supones, no tiene sangre en las venas, podría enseñarte alguno, Veva. No, no me mires así, no sufrirías. Podría ser ahora mismo, aquí mismo, ni siquiera tendrías que guiarme o ayudarme. Valoraría especialmente que apartaras el libro —bajó la voz y acercó su boca a la delicada oreja, provocándole un escalofrío al continuar, susurrante— para poder acceder al tesoro que oculta, pero si no quisieras, tampoco sería necesario. Podría enseñarte a pecar sin que hicieras nada. Podría hacerlo yo todo. Podría alzar tu camisón, dado que tu tratado sobre los vicios no me permitiría desabrocharlo, alzarte a ti después sobre uno de los estantes, colocarme entre tus piernas, besarte para disfrutar del sabor de tu boca y acallar cualquier protesta primero, y suspiro y jadeo después, y llevarte al Edén sin que te movieras siquiera. —Sintió cómo la respiración femenina se volvía más pesada, vislumbró entre las sombras el deseo en sus ojos pardos, y se sintió tan seducido como seductor era—. ¿No es curioso cómo el pecado podría llevarte al paraíso, Veva?

Si no lo apartaba en aquel momento y se marchaba, permitiría que le hiciera todo lo que le había dicho. Tal vez, incluso, le suplicaría que comenzara con sus lecciones cuanto antes. Con el último hálito de voluntad que le restaba, lo empujó y huyó de la biblioteca, camino de una cama a la que Morfeo no acudió aquella noche.

Sebastian se quedó donde estaba durante más de cinco minutos. A pesar de la comezón de sus pantalones, el sabor de la victoria superaba con creces las molestias.

A la mañana siguiente no acudió al desayuno, ni tampoco lo hizo a la cena, dicho fuera de paso. Genoveva no lo vio, por tanto, en todo el día. Sí lo haría, en cambio, a la mañana siguiente, la víspera de la fiesta de máscaras, durante el almuerzo, momento en que recibió una carta de manos del mayordomo, junto con una caja de chocolates.

Sorprendida, la tomó, y ante la insistencia de Helena que no dejaba de repetir que se había granjeado un enamorado en San Valentín, la abrió, rompiendo el sello anónimo, pues no portaba lacre alguno.

Estimada lady Genoveva:

Son tantos los años que deseo hablarle, que al fin las palabras han vencido a mis miedos y han liberado los sentimientos que durante tanto tiempo mi pecho ha portado en secreto.

Y ahora que me enfrento a ellos, ahora que oso contarle lo que durante más de una década he callado, solo atino a decirle que la amo; que la amo profundamente, como toda mujer debiera ser amada, al menos, una vez en la vida.

Comprenda mi cobardía, no me atrevo a desvelar mi nombre, tan seguro estoy de su desprecio.

Solo me queda, por tanto, disculparme por mi atrevimiento y desearle lo mejor: espero que encuentre un hombre que la merezca más que yo, uno que le haga sonreír como antaño, cuando aquel pequeño gesto de espontánea alegría iluminaba su mirada, y dicha luz mi alma.

Suyo,

El hombre que la ama.

Un nudo le atenazó la garganta y una sensación de tibieza, el interior de su pecho. Un sentimiento completamente nuevo la inundó: por primera vez se sentía amada. Hubo de controlarse para no llorar.

Afortunadamente para ella, Helena rompió el momento.

—¿De quién es Genoveva, de quién es? —preguntó al tiempo que intentaba arrancarle el papel de las manos.

—¡Helena!

Fue Sebastian quien la amonestó. No hizo falta decir más. Era una carta privada, y su hermana estaba rebasando no solo los límites del decoro, sino también los de la discreción, incluso en una amistad tan consolidada como la que las unía.

—Pero Sebastian —insistió, justificándose y suspirando al tiempo, soñadora—, tiene un enamorado. Tal vez sea ella quien se case esta temporada, y no yo.

Aquellas palabras molestaron a Genoveva de una forma absurda e irracional. Pidió al lacayo que llamara a su doncella en tono seco. Mientras la esperaba, dobló la carta y abrió la caja de bombones, ofreciendo a los presentes pero sin mirar su contenido, ignorándolo deliberadamente. Nada más llegar, la joven le entregó ambas cosas con indiferencia.

—Lleva los chocolates a la cocina y disfrutadlos. Y por favor —su voz sonó hueca, fría, al tiempo que le entregaba el papel— haz desaparecer esto.

Pronunció la última palabra con desprecio, pero mientras lo hacía miró a la doncella que tan bien la conocía, suplicante. Esta entendió. Bajaría los bombones para los criados, sí, pero guardaría la carta en el cofre de su señora, envuelta con sumo cuidado para evitar que se estropeara, o que fuera descubierta por nadie.

Haciendo una reverencia, se despidió.

—Pero Genoveva… —comenzó a protestar Helena, haciendo pucheros.

—Helena, no es mi culpa si un insolente descerebrado ha decidido cortejarme. En todo caso no estoy interesada, ni en él, ni en ningún otro hombre. Ya estuve casada una vez y no volveré pisar un altar nupcial si no es para acompañar a alguna amiga. No, Helena, no seguiremos hablando de esto, ni le comentarás a nadie que he recibido una carta por San Valentín. No. Y en este punto se termina la discusión.

—Pero Genoveva… —repitió, dolida.

—Helena.

El tono de Sebastian fue bajo, pero podría haber congelado el averno.

El resto de la comida se desarrolló en tenso silencio. En cuanto el postre hubo finalizado, la muchacha pidió permiso para retirarse, y una vez le fue concedido, salió casi corriendo por la puerta. Genoveva iba a hacer lo mismo cuando Sebastian la tomó del brazo con fuerza. No le hacía daño, pero la atenazaba, impidiéndole moverse.

—Tenemos que hablar. En mi biblioteca. Ahora.

Genoveva no tuvo más remedio que seguirle; él no le cedió el paso. A cada zancada su enfado crecía y decidía cada una de las palabras que pronunciaría en el momento en el que la puerta se cerrara. No pensaba amedrentarse. Se negaba a callar. Estaban en su casa, sí, pero ella había sido invitada a petición del conde y era ella, Genoveva, quien le hacía el favor a Sebastian al presentar a Helena. Si no le gustaba lo que iba a escuchar, que la echara de allí.

Por un momento se entristeció ante la idea de no verle, de no volver a coincidir con él en aquella sala, de no volver a robar pequeños pedazos a la cruda pasión que extrañamente les unía. Pero desechó la angustia. El enfado era más seguro, especialmente cuando iban a recluirse en una estancia con la certeza de que no serían molestados, no después de cómo le había exigido que le siguiera delante del servicio. Esta vez el mayordomo se aseguraría de que no hubiera más interrupciones, tras el bochorno de la última vez.

En cuanto se encerraron, le encaró.

—No te atrevas a reñirme como si fuera una cría por haber recibido una dichosa carta de San Valentín. No es mi culpa si algún lechuguino ha decidido que quiere enamorarse de una viuda caduca. A fin de cuentas —dijo ahora más para sí que para él— no entiendo a qué viene tanta molestia, cuando es obvio que no es amor lo que busca. Un hombre jura amor eterno a su futura esposa. A una viuda que roza la treintena le promete otras cosas que poco tienen que ver con la ternura y mucho con la lujuria…

—¡Veva!

Atronó la voz de Sebastian, iracundo por sus palabras. Pero esta malinterpretó el sentido de su enfado.

Ni se te ocurra insinuar que es algún hombre con el que he estado coqueteando mientras acompañaba a tu hermana por Bond Street… o algún antiguo amante. Ya te dije que estaba de acuerdo contigo en que era preferible no llamar la atención durante la temporada en que Helena va a ser presentada. Así que no me culpes a mí si algún estúpido se ha creído alcanzado por Cupido.

Se sintió herido. Le había enviado aquella carta por dos razones. Una era la más sencilla de reconocer: quería ver su reacción, quería saber qué sentía ella al saberse cortejada, amada. Deseaba volverla a ver ilusionada. Su renuencia, en cambio, así como sus palabras, le estaban matando poco a poco.

La otra razón era más difícil de aceptar, pero quizá más cierta que la primera: tenía que confesarle sus sentimientos. Aunque fuera desde el anonimato, necesitaba descargar de su alma el peso de su desdicha, de su amor no correspondido.

Si hubo alguna esperanza de tenerla, por la facilidad con la que se derretía entre sus brazos, se había desvanecido al oírle referirse a él, aun sin saberlo, como un estúpido lechuguino descerebrado.

Dolía, por Dios que dolía.

—¿Sebastian?

Algo en su gesto le preocupó. Parecía perdido. Parecía desorientado, incluso desolado.

Ante el tono compasivo de su voz, se recompuso y volcó su frustración en ella.

—¿Te importaría decirme a qué ha venido el monólogo sobre el matrimonio?

Genoveva alzó las cejas, sin saber qué responder. Sebastian se explicó.

—La parte en la que afirmabas que, tras un primer matrimonio, jamás volverías a casarte.

—Es completamente cierto, Sebastian, no lo haré.

Otra puñalada atravesó su pecho. Pero no se dejó vencer. No en aquel momento. Ya se lamentaría después, en la intimidad que la soledad ofrecía.

—Me importa bien poco lo que decidas hacer con tu vida. Ya te dije que no te reprochaba tus amantes, y tampoco te reprocharé tu eterna viudez. Si deseas hacer ver que lloras a tu esposo durante el resto de tu vida…

—Ambos sabemos que aborrecía a mi esposo.

—Y hacer creer al resto de la sociedad —prosiguió, como si no hubiera sido interrumpido— que eres una mujer sin sentimientos cálidos, un escalón por encima del resto, adelante. No seré yo quien te lo impida.

Se sintió ultrajada. ¿Así la veía él, como una princesa de hielo? Una vez, antes de casarse, había aplaudido su genio y su ingenio. Y ahora la tachaba de fría. Precisamente él, y a ella, que le había demostrado en esa misma biblioteca, aun sin quererlo, que era una mujer apasionada en los brazos adecuados. Y si Sebastian no era un necio, debía haber notado que sus brazos eran muy, muy adecuados. Ofendida, declaró con altivez:

—Y si no me reprochas mis decisiones ¿podrías explicarme a qué viene esta reunión, exigida frente al servicio? Me has dado una orden como si fuera tu maldita esposa, Sebastian.

¿Orden? ¿Maldita esposa? Se sulfuró. Tuvo que contar hasta diez antes de contestar para no tomar el testigo a la provocación.

—Estaré encantado de explicártelo, Veva. Se debe a que te agradecería que no predispongas a mi hermana, que debuta este año y apenas ha alternado en sociedad, en contra del matrimonio.

Se dio cuenta de su equivocación. Respiró profundamente. Había cometido un error, uno gravísimo. Bajó los hombros y trató de serenarse.

Pero no podía. No con Sebastian allí. Se sentía insultada y expuesta. Después buscaría a Helena y le hablaría del matrimonio, le daría las explicaciones que fueran necesarias; o más bien se las inventaría. No podía contarle a una niña que debutaba la realidad de su vida conyugal, aun sabiendo que existía otro tipo de matrimonios. Pero no pensaba darle la razón. A él menos que a nadie, que la había prometido con un francés que… Prefirió no recordar.

—Bueno, después de todo, tal vez sea mejor que no acuda ciega al altar. Quizá las jóvenes debieran saber a qué se enfrentan cuando se casan. Podría escribir una nota al respecto y entregarla a todas las muchachas que vayan a pisar los salones de Londres esta temporada. Me convertiría en una especie de heroína anónima. Lo llamaría… —se sentía estúpidamente inspirada, sin saber si se burlaba de él o de sí misma—. Decálogo de una buena esposa, o diez maneras de evitar que tu esposo te someta por tratar de ser tú. ¿Qué te parece, Sebastian? ¿Permitirías que Helena lo leyera?

Se acercó a ella hasta que apenas los separaron unos centímetros. No se atrevió a tocarla. La sentía tensa como la cuerda de un violín, y temía una mala reacción si la rozaba. Le susurró, temeroso de conocer tanto como de no saber.

—¿Pero qué clase de matrimonio tuviste, Veva?

No hubo de meditar la respuesta.

—El que tú escogiste para mí.

Sus palabras llegaron en voz tan suave que hubo de esforzarse para oírla. Pero escuchó cada palabra, y con cada una su corazón se agrietó un poco más.

Se despreció a sí misma por mostrar su debilidad, por su injusticia. Genoveva pretendía castigarle por haber hecho lo que cualquier tutor hubiera hecho: buscarle un buen partido por esposo. Por haberla dejado marchar, en lugar de esperar un poco más.

—¿Esperar a qué? Se rió su conciencia de ella. Él nunca le hubiera pedido matrimonio por más que Genoveva lo hubiera deseado, por más que le hubiera amado. Pero no era el despecho, sino la razón, los hechos de aquellos días ahora lejanos en el tiempo, los que le decían que Sebastian la había regalado al primer hombre con título y riqueza suficiente que había pedido su mano; que había estado deseoso de apartarla de su lado.

—¿Veva?

Le insistió en un susurro, cerrando la escasa distancia que los separaba. Se hizo atrás. No quería que la tocara, no quería que la consolara, no quería que la viera derrotada.

—La única clase de matrimonio posible entre una joven testaruda que estaba descubriendo todavía quién era y un esposo dieciséis años mayor y con poca paciencia. Un marido que creyó que era su derecho legítimo domar a su esposa. A veces con cariños no deseados, otras con azotes tampoco bien recibidos. Y con insultos, de esos hubo muchos. —La cara de horror de él la hizo sentirse triunfal, como si cuatro años de infierno, y haber sido doblegada hasta hacer desaparecer a la verdadera Genoveva, fuera algo de lo que enorgullecerse—. Oh, pero ninguna afrenta fue demasiado grave, no te alteres, no después de tanto tiempo. Los maridos franceses consideran a sus esposas su mayor tesoro, así que nada fue excesivo o insoportable. Domarme significaba crear una dependencia para con él, no un odio acérrimo. —Le miró con sorna antes de proseguir—. Digamos que hubo una profusión de atenciones. Todo lo contrario, ahora que lo pienso, a un típico matrimonio inglés. Vaya, me temo que no podré escribir ese decálogo, después de todo. Tendré que conformarme entonces con anhelar que la diosa Fortuna sea más amable con Helena de lo que lo fue conmigo. Confío en que también tú seas más considerado con tu hermana de lo que lo fuiste con tu pupila.

Sebastian se sentó en el sillón, incapaz de sostenerse. Su cara reflejaba el horror que le invadía. Genoveva, lejos de sentirse mejor tras culparle por sus desgracias, se supo una miserable. ¿Qué sentido tenía hacerle saber de sus desdichas?

Sin más que decir, se marchó, con la sensación de que había roto de forma irreparable algo que nunca había tenido del todo.

No volvió a verle hasta la noche del baile de máscaras, pero eso no significaba que no hubiera pensado en él a cada momento, deseando hacer el tiempo atrás y silenciar cada palabra pronunciada, anhelando haber aprovechado aquellos instantes de intimidad de otro modo. Tras inventar una excusa convincente para Helena, en la que le hablaba de un amor de juventud no superado que le impedía casarse con ningún hombre, lo que no era del todo falso, se había encerrado en su habitación, alegando jaqueca, hasta esa noche.

Había repasado la escena de la biblioteca tanto como había leído la hermosa carta de San Valentín, que le daba esperanzas e ilusiones de volver a empezar.

«Espero que encuentre un hombre que la merezca más que yo, uno que le haga sonreír como antaño, cuando aquel pequeño gesto de espontánea alegría iluminaba su mirada, y dicha luz mi alma».

«… Y hacer creer al resto de la sociedad que eres una mujer sin sentimientos cálidos, un escalón por encima del resto, adelante. No seré yo quien te lo impida».

Aquellas dos frases martilleaban su mente sin descanso. Finalmente su esposo había ganado la batalla, incluso después de fallecer, advirtió. Genoveva, la Genoveva que siempre quiso ser, había desaparecido para siempre. Una sociedad rígida, en la que se esperaba que las mujeres fueran la sombra de sus esposos y no tuvieran carácter ni ideas propias más allá de los límites que suponían los muros de sus mansiones, que constituían en la mayoría de los casos prisiones doradas, había hecho que muchas jóvenes como ella se desvanecieran por temor a ser rechazadas.

Pero podía volver a ser ella misma, se reconfortó, apretando el papel contra su pecho, cerca de su corazón, que latía con ánimos renovados. Podía hallar la forma de reencontrarse con la mujer que quiso ser de joven. Aquella esencia que juró que nadie le robaría debía de estar dentro de ella, en algún lugar, escondida, esperándole. Sebastian le dijo una vez que añoraba a aquella Genoveva. Para ser honesta, también ella la echaba de menos, a pesar de no haberla conocido del todo.

Cinco años de respeto social no le habían otorgado felicidad alguna. Tal vez algo de personalidad sí se la diera.

Sebastian, por su parte, había huido de su propia casa, temeroso de sí mismo y de lo que pudiera hacer, y había acudido a una de sus fincas más cercanas hasta la mascarada de San Valentín, a la que acudiría sin pasar por su casa, evitando así encontrarla. Moriría por encerrarse con Veva en una habitación y obligarla a confesar los detalles más escabrosos de su matrimonio, suplicarle el perdón por cada uno de ellos, y rogarle que volviera a ser feliz, que lo superara y lograra sonreír como antes, aunque lo hiciera con otro hombre, tal y como le decía en su carta. Sabía de su desprecio, no había mentido al escribirle, pero nunca pensó que fuera tan profundo, ni tan justificado.

Jamás iba a perdonarle, lo sabía ahora y lo aceptaba con tanta resignación como culpabilidad, por más que le doliera, y ese dolor le arrebatara el aliento. La pasión que compartían era todo a lo que podía aspirar, y no obstante la idea de poseer su cuerpo sin más se le antojaba un triste sucedáneo para lo que sentía.

Helena estaba embriagada. Genoveva estaba orgullosa de la joven, pues a pesar de la emoción de su primer baile, se estaba comportando con una delicadeza exquisita. Sería una debutante extraordinaria, se dijo con presunción.

También ella se sentía así. Tras su máscara no había dejado de sonreír. A pesar de que no existía un anonimato real, y que todos los presentes sabían quién se ocultaba tras cada disfraz y solo simulaban no conocerse, estaba convencida de que ninguno de ellos sabía quién era; no realmente. Ni siquiera ella misma estaba segura de conocer sus propios límites. Pero iba a averiguarlos. No se alejaría de la moralidad socialmente aceptada, pero sí de su rigidez, para poder ser la Genoveva Sinclair que fue un día.

Olvidaría rencores pasados y miraría hacia el futuro. Y ¿quién sabía?, tal vez Sebastian quisiera un espacio en aquel porvenir, a tenor de la pasión que rugía entre ellos. Culparle por los delitos de su marido había sido excesivo, e injusto. Si el conde hubiera sabido qué clase de hombre iba a resultar su esposo, no hubiera consentido aquel matrimonio, estaba tan convencida de ello como deseosa de perdonarle.

Seguía sonriendo cuando una figura envuelta en un dominó verde y con un antifaz negro que apenas le cubría los ojos se le acercó. Hubiera reconocido aquella mirada gris aún con el resto de la cara cubierta.

—No estoy seguro de merecerlo, pero ¿bailarías conmigo, Veva?

Esperaba un rechazo plano, y aun así se lo pedía igualmente. Cualquier humillación era poca ante la lejana probabilidad de tenerla en sus brazos durante unos minutos, de poder explicarse, de disculparse.

—Tampoco yo estoy segura de que merecieras el rencor de la otra tarde, y sin embargo lo soportaste estoicamente. Bien puedo hacer yo lo mismo durante un baile ¿no te parece?

Y tomándole la mano, en lugar de apoyarse en el brazo preceptivamente ofrecido, se dirigió a la pista de baile.

Atónito ante sus palabras y su contacto, convencido de estar soñando despierto como tantas otras veces, se dejó llevar hasta el centro del salón. Solo en un sueño podría ella sonreírle como lo estaba haciendo.

Comenzaron a sonar los acordes de un vals. Bendita fuera su suerte, pensó Genoveva, pues en pocos salones se aceptaba el vals. Tal vez fuera una concesión por ser la víspera de San Valentín. En apenas quince minutos serían las doce y los rostros quedarían al descubierto. Y ella comenzaría el día de los enamorados en los brazos de Sebastian. Tal vez fuera una señal, se permitió fantasear.

—Espero que los asuntos que te han retenido en la finca de Chelsea se hayan solucionado satisfactoriamente.

El tono destilaba incredulidad, pero también diversión. Sebastian estaba sorprendido por su actitud, pero no pensaba desaprovechar la tregua que parecía ofrecerle.

—Me temo que, como sospechas, no había ningún asunto que atender en Chelsea, y sí uno que desatender en casa. O diré mejor del que huir. Pero también me temo que es demasiado tarde para soluciones satisfactorias. Una década tarde.

Por un momento permanecieron callados, sumidos en sus propios pensamientos, en sus recuerdos. Genoveva apretó ligeramente su mano.

—Así que tomaste el camino de los cobardes… Interesante. Tal vez debiera hacer correr la voz de que el conde de Hentley se asusta con facilidad. ¿Crees que alguien me creería? —no respondió. Bajó la vista ante su escrutinio, sintiéndose indigno—. Lo dudo, lo dudo mucho. Tienes buena reputación. A veces me pregunto por qué…

Sin estar seguro de si bromeaba o no, pero sintiéndose torturado, se detuvo en seco y la miró, suplicante.

—Veva, lo lamento. Lo lamento tanto. Ojalá pudiera hacer volver el tiempo atrás.

Genoveva tiró de él con todas sus fuerzas, obligándolo a moverse.

—Sebastian, no puedes dejarme plantada en una pista de baile cada vez que no te guste lo que digo. Ya lo hiciste hace tres años, cuando me dijiste que añorabas mi ironía. —Al ver la mirada gris posarse sobre sus ojos con esperanzas, sonrió con disimulo, y habló con el descaro de antaño—. Ya te adelanto que te arrepentirás de haberme conjurado, aunque haya pasado tanto tiempo desde que lo hicieras.

Reaccionando, la tomó por la cintura y siguieron bailando. Sin saber qué pensar, solo pudo llamarla por su nombre.

—Veva…

—Eso era lo que hacía mi marido ¿te lo había dicho? No, supongo que no. Hay tantas cosas que nunca te dije. Me dejaba en ridículo cada vez que decía algo que no quería oír. Era uno de sus castigos. —Y aligerando el tono, le espetó, absurdamente divertida—. Esperaba menos de ti, la verdad.

Se burlaba de él, definitivamente lo hacía. De él y al parecer de sí misma. No sabía por qué, pero aquella noche Veva se parecía más a la joven que conoció una vez, y menos a la que regresó de Francia. Y en nada a la que le había acusado, con toda razón, de sus desgracias. Le siguió el juego, sin saber dónde les llevaría, pero seguro de querer arriesgarse. Cualquier cosa era mejor que una discusión como la de la otra tarde, o su ausencia como en las últimas horas.

—¿Esperabas menos de mí?

—Desde luego —asintió—, ya te dije que siempre espero menos de un hombre inglés, pues tiene menos sangre en las venas.

La acercó a su cuerpo más allá de lo que estaba permitido, despreocupándose de la compañía que les rodeaba.

—Pues este hombre con poca sangre en las venas ha sido capaz de hacer arder la tuya estos días, Veva.

No supo si fue la cercanía de su cuerpo la que le hizo bajar la guardia, pero contestó sin pensar, y antes de que se diera cuenta de su indiscreción le había confesado más de lo que debiera.

—No solo estos días, Sebastian, no solo estos días.

Él perdió el pie, afortunadamente para Genoveva, que ante su error recuperó la compostura, y algo de su dignidad.

—Tampoco pienses que bebo los vientos por ti, conde. No debieras ser tan engreído.

Confesión por confesión, fue él quien se dejó llevar por la emoción del momento.

—No sería engreimiento, sino la expresión de mi más ferviente deseo.

Le costó comprenderle, y creer lo que estaba escuchando. Se detuvo cuando lo entendió. Fue turno de él de mecerla al son de la música.

—¿Me castigas ahora, deteniéndote? ¿Tal vez he sido demasiado sincero? ¿Preferirías que callara, que me mantuviera en el anonimato, escondido tras la carta de San Valentín?

Se quedó quieta como instantes antes, sorprendida, deseosa de creerle. ¿Sería cierto lo que le decía? ¿Sería posible? Una vez más él la acunó entre sus brazos.

—Perderás en una noche la reputación de cinco años, Veva, si vuelves a detenerte. Muchos comienzan a señalarnos.

—Sebastian…

No se atrevía a preguntar, pero necesitaba oírselo decir, necesitaba que le confirmara que era él el autor de aquella carta. El hombre que la amaba, como había firmado.

La entendió, y no necesitó más palabras. Sobraban entre ellos.

—Sí, fui yo.

—Sebastian.

Y oírle de nuevo pronunciar su nombre, con temblorosa pasión, fue su perdición. Olvidando donde se encontraban, se arrancó el antifaz e hizo lo mismo con la máscara de su amada, sin percatarse que en aquel preciso instante el reloj marcaba las doce, la hora pactada por los invitados para descubrirse, el momento exacto en que se iniciaba el día de San Valentín. La tomó entre sus brazos y la besó con avidez sin importarle lo que pudieran pensar los presentes.

Poco después se obligó a recordar el baile, a sentir el silencio que les rodeaba, a atender a las miradas pasmadas de los asistentes, y poco a poco fue rebajando la presión del beso hasta separarse de ella. No pudo resistirse a acariciarle la mejilla, a pesar del público.

—Te amo, Veva.

—Sebastian —repitió esta, al borde de las lágrimas.

Ya llegarían más tarde las explicaciones, las caricias y los besos más íntimos, las disculpas y los consuelos. Pero el amor, que tanto tiempo hacía que esperaba, al fin había sido ofrecido y aceptado.