Los viejos ritos

Ava Campbell

Independence, Missouri

14 de febrero de 1851

Vera Cooper acababa de comenzar a cepillar su cabello cuando la vista de un extraño objeto enredado en él hizo que su mano se detuviera bruscamente en el aire. Sorprendida, depositó el cepillo sobre el mueble y se inclinó hacia el espejo para observarlo mejor. ¿Cómo había llegado hasta allí?

Con la perplejidad dibujada en el rostro, lo desenredó de su cabello. Luego, se giró para ver el lecho que acababa de abandonar. A pesar de la exigua luz del amanecer, pudo distinguir varias sombras idénticas moteando la almohada.

Y entonces recordó qué día era.

—¡Glynis!

Más allá de la puerta se escuchaban con claridad los pesados pasos de su vieja aya, pero Vera tuvo que repetir la llamada varias veces hasta que la puerta por fin se abrió, y una cofia blanca asomó por el hueco.

—Buenos días nos dé Dios, mi niña. ¿Me has llamado?

—Buenos días, Glynis. Claro que te he llamado. —Vera tendió la mano hacia delante, donde reposaban los pequeños objetos que había recogido de la almohada—. ¿Cómo han llegado estas hojas de laurel a mi cama?

A pesar del tono imperativo de la joven, la anciana no pareció impresionada. Entrecerró los ojillos para mirarla especulativamente.

—¿Has soñado?

—¿Qué? —La pregunta tomó a Vera por sorpresa—. ¿Qué quieres decir?

—Pues eso, ¿has soñado con algo? ¿O con alguien?

—¿Por qué preguntas si he soñado? ¿Qué tiene eso que ver con las hojas?

—Es importante.

La joven miró a la mujer con suspicacia.

—No tendrá algo que ver con el día que es hoy, ¿verdad?

—Hoy es lunes —replicó su aya, encogiéndose de hombros.

—Y San Valentín. Hoy es San Valentín. Y desde que cumplí dieciséis años, no ha transcurrido un solo San Valentín en el que no hayas intentado alguna superchería para que encuentre marido. Así que, ¿de qué se trata esta vez?

El rostro de la anciana se contrajo en un mohín herido.

—No son supercherías, y no hay nada malo en cumplir con las tradiciones. Hay una vieja leyenda galesa según la cual, si una joven duerme la madrugada del catorce de febrero con la cabeza sobre hojas de laurel, se casará en pocos meses con el hombre que aparezca en sus sueños. Y no pasa nada por intentar que funcione.

La risa incrédula de la joven reverberó entre las paredes de madera.

—¡En mi vida he escuchado semejante tontería!

La mujer la miró con ofendida dignidad, y se dirigió al armario.

—Tú puedes burlarte cuanto quieras, pero ya tienes veintitrés años, y pronto se te pasará la edad de casarte, si no se te ha pasado ya. No hay manera de que acudas a un baile, ni de que permitas a un joven acompañarte a casa, ni siquiera te detienes con ellos después de misa. Ya he intentado todas las cosas lógicas del mundo para que te cases, así que ya solo me queda intentar las cosas, según tú, ilógicas. O sea que, ¿has soñado o no?

Vera miró a su aya con ternura, mientras la anciana sacaba un elegante vestido de lana recorrido por finas líneas moradas y lilas.

—Sabes perfectamente que, en estas condiciones, no tengo ninguna intención de dejar a papá, así que buscar marido sería inútil —dijo con dulzura, quitándole el vestido de las manos—. Pero sabes también que no me importa en absoluto, y que ninguna de las cosas que intentas va a funcionar.

—Claro que te casarás, digas lo que digas —replicó la mujer con sequedad—. Lo único que quiero saber es si has soñado con él, en cuyo caso estarás casada en pocos meses, o no lo has hecho, en cuyo caso habrá que continuar esperando. Así que, ¿piensas decírmelo, o no?

Mitad divertida, mitad exasperada, Vera sostuvo la mirada de su aya.

—Sueño a menudo —replicó—. Pero, Glynis, no puedes creer en serio…

—¿Y en el sueño aparecía algún hombre?

A punto de rendirse a la terquedad de la mujer, Vera suspiró. Por supuesto, no creía en bobas supersticiones. Pero en cuanto a si había soñado con un hombre… no sabría cómo contestar a eso.

Porque era evidente que, a aquellas alturas, el muchacho que siempre había ocupado sus sueños sería ya un hombre.

Pero los sueños eran sólo sueños. Y ninguna hoja de laurel iba a cambiar eso.

—No —manifestó al fin con calma, deslizando el vestido sobre su cuerpo para vestirse—. Te puedo asegurar que no he soñado con ningún hombre.

—Querida, ¿no podrías bajar ese otro rollo?

Vera miró sobre su hombro en la dirección que apuntaba el huesudo dedo de la mujer al otro lado del mostrador.

—Claro que sí, señora Clark. Pero sería mejor esperar a Joe. Ese rollo es muy pesado…

—Lo siento, Vera, pero no tengo tanto tiempo. El señor Clark me está aguardando para tomar su jarabe, y no soporta tener que esperar.

La mirada de Vera se deslizó desde el mostrador, rebosante de rollos que ya había mostrado a la señora Clark, hasta la estantería. Suspiró. Si al menos hubiera conseguido que su ayudante siguiera sus instrucciones al ordenarla… Pero con Joe no siempre se conseguía lo pretendido, y ahora los rollos de lana que debían estar más accesibles, se encontraban en la parte superior de las estanterías.

Con resignación, abandonó el mostrador para tomar la escalera de mano.

—Tiene buen ojo, señora Clark —explicó mientras ascendía los travesaños—. Esta lana es muy cálida. No pesa apenas, pero está tejida con mucha densidad. —Con una mano en la escalera, alcanzó el extremo del rollo y tiró hacia sí, pero, como si estuviera enganchado, apenas se movió. Lo intentó de nuevo, y tampoco fue capaz. Frunció los labios con decisión; tendría que emplear ambas manos para sacar aquel rollo.

Estiró sus brazos todo lo que pudo para abarcar ambos extremos, alzándose sobre las puntas de los pies. Pero las enaguas y la abultada falda del vestido dificultaban su labor. Probó de nuevo con todas sus fuerzas, y justo en el momento en que la campanilla de la puerta sonó, el rollo se soltó de golpe y la inercia estuvo a punto de hacerla caer.

Soltó la tela para agarrar el larguero de la escalera, pero a buen seguro habría caído de no ser por las manos que sujetaron sus caderas desde atrás.

Agitada, se giró para agradecer su ayuda a quien fuera que se la hubiera prestado.

Pero no pudo hacerlo.

Porque la sorpresa la dejó sin palabras.

El hombre que la había ayudado, vestido con chaqueta de ante, pantalones tejanos y botas de montar, como cualquier otro de los forasteros que llegaban a su almacén en busca de los pertrechos necesarios para su largo viaje hacia Oregón o California, era alto y fuerte, pero el sombrero y la barba de varios días apenas permitían distinguir su rostro.

Y sin embargo, toda la sangre de Vera se había encendido al verlo.

La voz chillona de la señora Clark junto a su oído la sacó de su estupor.

—¿Estás bien, querida?

La mujer había avanzado hasta situarse a su lado, y su tono desaprobador desconcertó a Vera, hasta que vio las manos del hombre aún sujetando sus caderas.

—Estoy bien, señora Clark. —Colocó las manos sobre los hombros del recién llegado para apartarlo. Pero este no se movió. Al contrario, sus manos aumentaron la presión sobre las caderas y Vera tuvo que aferrarse con fuerza a él cuando la trasladó desde el escalón donde se hallaba hasta el suelo.

Antes de poder siquiera pensar en algo que decir, el hombre había alzado el rollo con una mano, descendido la escalera y depositado la tela sobre el mostrador.

Vera se sintió desconcertada. ¿Realmente era él o su imaginación la traicionaba?

El hombre se giró, pero su rostro permaneció oculto en el contraluz de la ventana. Vera no sabía qué decir pero el carraspeo a sus espaldas le hizo comprender que, si continuaba así, su extraña reacción ante aquel hombre estaría en boca de todo el pueblo antes de que acabara el día.

Rezando por encontrar la voz, se volvió hacia la señora Clark tratando de simular normalidad.

—Como puede ver, señora Clark, la densidad del tejido es de primera calidad.

Pero la atención de la mujer estaba más centrada en el recién llegado que en la tela que tantos esfuerzos le había costado bajar.

—Señora Clark, ¿cuántos metros ha dicho que quería?

Pese a su esfuerzo, la mujer no pareció escucharla.

—¡Joven! Psst… ¡Joven! —El hombre, que había comenzado a deambular por el local, se detuvo—. Su nombre… no lo he entendido. ¿Ha dicho que era…?

Con lentitud, se giró hacia ellas. El corazón de Vera comenzó a latir tan fuerte que creyó que la señora Clark podría escucharlo.

—No lo he dicho, señora. Mi nombre es Hart. Clay Hart.

El gemido ahogado de Vera hizo que la señora Clark se volviera. Azorada, bajó la mirada hacia la tela, pues estaba segura de que en aquellos momentos sería transparente para la entrometida mujer.

—Señora Clark, yo creo que con cuatro metros será suficiente.

Tomó las tijeras, aun sabiendo que la señora Clark se había olvidado ya de la tela, del jarabe y hasta de su marido, y la mujer continuó su charla.

—¿No será usted de los Hart de San Luis?

—Sí, señora.

—¿De los Hart de Easton & Hart? ¿El hijo de Kendall Hart?

—Sí.

Con disimulo, Vera levantó la cabeza para contemplarlo, sintiéndose tonta. ¿Cómo podía haber dudado que era él? ¿Cómo podía no haberlo reconocido al momento?

Pero es que el muchacho al que ella había visto por última vez a los quince años era un chico delgado, poco más alto que la propia Vera, hosco y silencioso. Y en cambio, el hombre que tenía ante sí…

Se estremeció involuntariamente. Clay la miraba con aquellos ojos suyos tan oscuros e inquietantes, pero la señora Clark, inmersa en sus propios pensamientos, ni se dio cuenta.

—Pues hace poco he escuchado hablar de usted, joven… ¿Dónde ha sido? Mmm, tal vez en casa de los Johnson… O puede que en la granja de McKey. El caso es que sé que lo he escuchado en algún sitio… Bueno, no lo recuerdo, me doy por vencida. ¿Y qué le trae por Independence, joven? ¿Negocios, tal vez?

—En parte.

—¿En parte? ¿Qué más puede traerle por aquí? ¿Tiene amistades en nuestra ciudad?

Antes de que el hombre pudiera contestar, un muchacho pelirrojo entró como una exhalación en el almacén.

—¡Señorita Cooper! ¡Señorita Cooper! ¡Mire lo que tengo para usted!

La mano del joven agitaba algo en el aire y Vera no necesitó ni un segundo para comprender de qué se trataba.

—Gracias, Joe. —Rezando por no ruborizarse, salió precipitadamente del mostrador para alcanzar las tarjetas que el joven alzaba como si fueran un trofeo.

—¡Oh, tarjetas de San Valentín! —exclamó la señora Clark, alborozada—. ¡Oh, Vera, tienes un pretendiente! ¿Quién te las dio, Joe?

—¡Señora Clark! —protestó Vera ante aquella invasión de su intimidad, mientras deslizaba las misivas en un cajón. Pero para su fastidio, el muchacho unió su entusiasmo al de la mujer.

—Una es del hijo del herrero, otra del practicante y otra del señor Hill.

—¡¡Joe!!

—¡Pero Vera, querida, eso es estupendo! —Palmoteó la señora Clark sin hacer caso a su indignación—. Esta noche cualquiera de ellos puede elegir tu nombre en el baile del hotel y…

Con un bufido de disgusto, Vera comenzó a ordenar el desaguisado del mostrador.

—No voy a ir al baile, señora Clark.

—¡Cómo que no! Pero Vera, cariño, tienes que ir. Qué mejor ocasión para encontrar marido…

—No voy a ir. Sabe que nunca dejo a mi padre solo por la noche.

—¡Pero hoy es el baile de San Valentín! Glynis puede cuidar de él y tú no puedes perdértelo. ¡Ya tienes veintitrés años, Vera! ¡Prácticamente una solterona!

—¡Señora Clark! —exclamó Vera, indignada—. No voy a ir a ese baile y no deseo discutir mi vida privada.

—¡Oh! —La señora Clark calló, sorprendida. Pero al cabo de unos instantes, señaló con un gesto de cabeza hacia el hombre y murmuró—: Por supuesto, querida, no debemos hablar de ello aquí.

Tragándose la réplica que habría querido dar, Vera se dedicó a cortar la tela. Las manos le temblaban pero no quería que Clay se percatara de cuán nerviosa estaba. La última vez que lo había visto, hacía ocho años, había tenido que tirar de él para que no matara a su propio hermano. Después de eso, lo habían enviado a un internado y habían perdido todo contacto. Y ahora aparecía de la nada en su almacén y no tenía ni idea de qué decir.

—¿Así que tienes pretendientes, mitawin?

Aunque fue casi un susurro, la voz masculina sonó tan cerca de su oído que Vera dio un salto. Clay se había acercado con el mismo sigilo con el que se movía cuando eran niños.

—¿Qué ha dicho, joven? —La señora Clark se acercó más.

Vera lo miró suplicante. Clay ni siquiera parpadeó, pero dio un paso hacia atrás.

—Preguntaba si es costumbre recibir tarjetas de San Valentín aquí, en Independence.

La voz de la señora Clark se tiñó de enojo.

—Es tan costumbre aquí como en San Luis, en Boston o en Nueva York, joven. Tal vez seamos la última frontera del mundo civilizado, pero le aseguro que pertenecemos a él.

—No pretendía ofenderla, señora. Tal vez sea yo quien desconozca costumbres tan civilizadas. Pero siendo así, compraré una.

Sorprendida, Vera estuvo a punto de decirle que no. Que ni lo soñara. Que no le vendería ninguna tarjeta de San Valentín hasta que le explicara qué hacía allí, después de ocho años sin dar señales de vida. Pero ella mejor que nadie sabía que aquel no era el momento ni el lugar, así que tomó el cajón que contenía las tarjetas.

—Aquí tienes.

Mientras él lo revisaba, Vera se dedicó a anotar en la cuenta de la señora Clark el importe de la tela.

—Curiosa elección, joven. No es lo que yo habría escogido…

—Pero es la que ella esperaría que yo eligiera.

Su voz había sonado tan cálida que Vera se sintió estremecida. Antes de poder ver la tarjeta, Clay la introdujo en el bolsillo de su chaqueta y dejó una moneda en el mostrador.

—Una última cosa, ¿podrían indicarme el camino hacia la casa de los Ellis?

—Por supuesto, joven. —La señora Clark lo acompañó a la puerta—. Es la casa con las contraventanas verdes que está en la plaza, frente a la iglesia. Cruce frente a la barbería y gire a la derecha. No tiene pérdida.

Con una breve inclinación de cabeza, Clay salió del almacén.

Vera inspiró hondo al verlo marchar, demasiado confusa para reaccionar de ninguna manera. Se habían conocido con diez años en San Luis, en el muelle donde atracaban los barcos de la «Easton & Hart Mississippi Line», y desde entonces habían sido inseparables. Una amistad extraña entre una niña rubia y tranquila, y un mestizo sioux silencioso y desconfiado. Pero una amistad que se había demostrado inquebrantable.

—¡Claro! —La señora Clark, que había seguido pensativa la marcha de Clay, se dio un golpecito en la frente con la mano—. ¡Ya sé quién es! ¡Marcia me lo dijo!

Vera la miró sorprendida, ¿Marcia Ellis conocía a Clay? Pero las siguientes palabras de la mujer trocaron su sorpresa en desolación.

—¡Es su prometido! Marcia está prometida al hijo de Kendall Hart. —Y con una elocuente mirada, añadió—: Y eso que Marcia sólo tiene dieciocho años…

Cuando Vera pudo despedir a la señora Clark, ordenar el mostrador y dejar a Joe a cargo del almacén durante el almuerzo, se encaminó a su casa con el ánimo por los suelos. En la plaza, los empleados del hotel engalanaban la fachada para el prometido baile, pero Vera no les prestó atención. El baile no le importaba. No le había importado ni siquiera antes de volver a ver a Clay.

Porque desde que, hacía dos años, su padre sufriera el ataque que había dejado la mitad de su cuerpo prácticamente paralizado, Vera había tenido que dedicarse a atenderlo y sacar adelante el almacén. No había quedado tiempo para distracciones ni coqueteos.

Y aunque no hubiera mediado el ataque, tampoco habría acudido. No soportaba las afables intromisiones de quienes trataban de que encontrara marido. Ella no quería un marido. No había conocido a ningún hombre con quien deseara compartir su vida.

Solo a un muchacho, hacía muchos años. Un muchacho silencioso, reservado, mestizo y bastardo.

Un muchacho que ahora estaba prometido a otra.

Estuvo a punto de dar una patada de frustración a un guijarro, tal como habría hecho ocho años atrás mientras caminaba hasta su casa acompañada por Clay, pero se contuvo; ya no era una niña y Clay no la acompañaba. Había aparecido de la nada, después de ocho años, para comprar una tarjeta de San Valentín para Marcia Ellis y desaparecer sin más. ¿Cómo era posible?

Saludó al reverendo Jones y enfiló hacia la calle que conducía a su casa. Tras ocho años, todavía se resistía a llamarla su hogar. Su hogar había estado en Baltimore, la ciudad donde sus padres se habían conocido y ella había nacido, y sobre todo en San Luis.

El matrimonio de sus padres no había sido bien recibido por la poderosa familia de su madre y tras meses de desplantes y miradas despectivas, su padre, cansado, había decidido partir hacia el Oeste en busca de un futuro. Y lo habían encontrado en la grande, ruidosa y emergente San Luis, donde habían vivido felices hasta la discusión con Kendall Hart, tras la que se habían trasladado de nuevo hacia el Oeste, hacia lo que entonces era la última frontera del mundo civilizado.

Atravesó la pequeña verja de madera pintada de verde y ascendió los escalones del porche. Y, al abrir la puerta, un sonido inesperado y largamente añorado, la detuvo en seco: su padre reía.

Su sorpresa fue en aumento al entrar y ver a Clay de espaldas, sentado en una butaca frente a su padre, riendo con él.

—¡Ah, Vera, ya has llegado! —La saludó su padre—. Te esperábamos impacientes para sentarnos a comer. Mira quién ha venido a vernos. Es Clay.

Ignorando a su invitado, Vera se arrodilló junto a su padre.

—¿Tienes hambre? —inquirió con ternura, tomando su mano.

Tenemos hambre —la corrigió él, dando unos golpecitos afectuosos en la mano y después apartándola—. Glynis ha preparado sopa de guisantes, ternera y pudding de crema. Y café fuerte, como a mí me gusta. Vamos, almorcemos cuanto antes. Clay tiene que irse a las tres para hablar con Michael Ellis, ¿no es así, muchacho?

Aquel recordatorio de por qué estaba Clay en Independence cayó sobre Vera como un jarro de agua fría. Tratando de no mostrar cuánto le molestaba, se giró hacia él, pero por segunda vez en el día se encontró sin palabras.

—La mujer del almacén mencionó una barbería —explicó él.

—Estoy seguro de que debías parecer un verdadero sioux, Clay —contestó su padre, y ambos rieron.

Poca gente en el mundo podía bromear sobre la sangre india de Clay sin enfurecerlo, pero Vera estaba demasiado sorprendida para decir nada. Además de haberse afeitado, había reemplazado su chaqueta de ante y sus tejanos por una elegante chaqueta oscura, pantalones a juego y chaleco de brocado gris. No sólo era el hombre más atractivo que había visto en muchos años, sino que podría pasar por miembro de la alta sociedad de San Luis… si no fuera por aquellos ojos oscuros y salvajes que proclamaban a gritos su ascendencia sioux.

Era el único rasgo de su aspecto que reflejaba su sangre mestiza. ¿Buena o mala suerte para un niño bastardo del que su padre, en un arranque de tardía preocupación filial, había decidido hacerse cargo? Porque Vera siempre había creído que, de no haber podido pasar por blanco la mayoría del tiempo, Kendall Hart no habría movido un dedo por él al saber que la madre del muchacho había muerto.

Sn embargo, lo había hecho. Para sorpresa de todos —y más que nadie, de la señora Hart—, lo había arrancado del entorno en que se había criado, alojado en una habitación en la planta baja de su propia casa y encomendado al tutor de sus hermanos para que tratara de hacer algo con él.

La voz de su padre sacó a Vera de sus recuerdos. Antes de poder reaccionar, Clay había tomado su brazo para ayudarlo a levantarse y lo conducía camino de la mesa del comedor.

Una punzada agridulce conmovió el interior de la joven. Clay siempre había mostrado tal respeto hacia su padre, y este tanta simpatía y afecto hacia el muchacho, que aún menos comprendía que no les hubiera visitado en ocho años.

Los siguió hasta el comedor, impregnado por el sabroso aroma de la sopera colocada sobre la mesa.

—¿Glynis no come con nosotros? —se extrañó, al ver sólo tres servicios sobre la mesa.

—Ha dicho que comería en la cocina —contestó su padre—. Parecía molesta. ¿Habéis discutido?

Vera lo miró con resignación y comenzó a servir la humeante sopa.

—Yo no lo llamaría discusión.

—Ella tampoco. Lo llama ser desagradecida.

—Papá, Glynis es muy terca. Sabe que hay cosas que me molestan y aun así…

El padre de Vera se echó a reír y se volvió hacia su invitado.

—Eso es que ha vuelto a intentar alguna historia para que encuentre marido. Siempre discuten por eso. Vera no cree en ninguna de esas cosas, pero Glynis insiste en intentarlo.

Vera enrojeció. De reojo, le pareció que Clay sonreía.

—Son bobadas de ignorantes que no tienen ningún sentido —repuso con brusquedad.

El resto de la comida trascurrió en silencio, como Vera recordaba que le gustaba hacer a Clay. El silencio era la manera en que los sioux demostraban su hospitalidad hacia sus invitados, le había explicado la primera vez que ella le había preguntado por qué era siempre tan silencioso. A Vera, que en aquellos momentos tenía diez años, le había parecido una extraña razón, pero la había respetado. En realidad, había respetado todo lo que tuviera que ver con él desde que se habían conocido.

Había sido una espléndida tarde de primavera, mientras la dorada luz del sol se reflejaba en las aguas del Mississippi. Vera había ido a llevar el almuerzo a su padre, que trabajaba como encargado para Hart en su negocio de transporte de mercaderías hasta Nueva Orleans, y después se había detenido a observar la frenética actividad de aquellos muelles repletos de barcos de vapor.

Había visto ya varias veces a aquel muchacho flaco, silencioso y esquivo que, desde su llegada hacía un par de meses, se había convertido en el blanco de la ira de la señora Hart, para quien su presencia era una prueba constante de la infidelidad de su esposo, especialmente humillante porque se hubiera producido con una «salvaje». Incapaz de seguir al ritmo de sus hermanos las lecciones del tutor, pues apenas sabía leer, era objeto de las burlas de Richard, Daniel y Louisa. Su padre, tal vez pensando que dedicar esfuerzos a la formación de aquel muchacho ignorante era una completa pérdida de tiempo, tal vez pensando que cuanto más tiempo estuviera alejado de su mujer mejor para todos, decidió llevárselo a trabajar a los muelles.

Aquella tarde Vera contemplaba las bulliciosas aguas del río cuando un maullido desgarrado a sus espaldas le puso los pelos de punta. Se asomó a una de las ventanas del almacén tras ella, donde vio a Richard Hart y otro muchacho martirizando a un pobre gato, de cuyas patas tiraban con crueldad, mientras el pobre animal se revolvía para liberarse y maullaba de dolor y miedo.

No pensó en que eran dos chicos, mucho más fuertes que ella, cuando entró en tromba en el almacén. Su orden para que lo soltaran provocó las risas de los muchachos, que redoblaron su tortura, pero los maullidos tocaron el corazón de Vera de tal modo que, sin pensar, se lanzó contra ambos.

Lo cierto era que los muchachos se libraron de ella con tan solo un manotazo, pero entonces entró aquel muchacho taciturno a quien la señora Hart llamaba salvaje, bastardo y otras cosas que ella no comprendía, y todo cambió. No tocó a su hermanastro, pero la ferocidad con que se lanzó contra el otro chico, que le sacaba una buena cabeza, acabó con el muchacho casi inconsciente, estrellado contra una pila de cajones de madera. Frente a frente con aquel salvaje al que despreciaba, Richard soltó al gato, pero su mirada de odio, que presagiaba futuros problemas, estremeció a Vera.

Clay la ayudó a poner al animal a salvo y luego la acompañó a su casa. Desde ese día, cada vez que se encontraban en los muelles él la acompañaba a casa, en silencio, como si sólo pretendiera asegurarse de que llegaba bien. Aquello dio ocasión a que el padre de Vera comprobara que el muchacho era leal, inteligente y dispuesto, y sintiendo lástima de su soledad y aislamiento, lo tomó como aprendiz. Más adelante, incluso, obtuvo permiso del señor Hart para formarlo en su casa, y desde entonces la presencia de Clay en las cenas de los Cooper se convirtió en habitual.

Vera suspiró y acabó su pudding. Solo cuando se levantó para servir el café, su padre rompió el silencio.

—¿Qué tal por el almacén hoy, cariño?

—Bien, bastante tranquilo. —Colocó ante su padre un vaso de aquel café fuerte y aromático—. He vendido dos equipamientos completos, doce libras de harina, otras tantas de azúcar y cuatro metros de lana a la señora Clark.

—Dos equipamientos completos… no está mal. Nada mal, teniendo en cuenta cómo están los tiempos. Sabes, Clay —se dirigió a su invitado—, las cosas ya no son lo que eran por aquí. Los hombres que van hacia California en busca de oro prefieren comprar sus equipamientos en Kansas City o en Westport. Claro que tal vez sea mejor, ahora que es Vera quien debe ocuparse de la tienda…

El pesar contenido en la voz de su padre nubló el semblante de la joven. Antes del ataque, Vera apenas acudía al almacén. Sin embargo, una tarde, cuando su padre aún estaba postrado en cama, Michael Ellis se presentó para recordarle que aún debían la mitad del dinero que les había prestado durante la larga enfermedad de su madre. Vera no sabía nada de aquel préstamo, pero sí sabía que el señor Ellis no era un hombre paciente con la demora de los pagos. Así que había hecho de tripas corazón para abrir de nuevo la tienda, y desde entonces lo había compaginado con el cuidado de su padre.

—Sabes que me gusta ocuparme del almacén, papá.

—Sí, eso dices. En fin. —Su padre ahogó un bostezo—. A estas horas suelo retirarme a descansar un ratito, Clay, pero espero que esta tarde vuelvas a hablar conmigo.

—Si las cosas salen como espero, sabe que vendré.

—De acuerdo, muchacho, te esperaré con impaciencia. ¿Te alojas en el hotel?

—Sí, señor.

—Bien… —Trató de ponerse en pie. Vera se levantó para ayudarlo, pero su padre rechazó su ayuda—. No, cariño, quédate ahí. Clay me ayudará. Aún tiene tiempo, ¿verdad, Clay?

Vera miró a su padre con pesar. El afecto que sentía por Clay era innegable. Pero él se iba a casar con Marcia Ellis. Y después de eso, no iban a verse a menudo.

No tenía sentido admitirlo de nuevo en sus vidas.

—Clay ha venido para casarse, papá —explicó, tratando de borrar de su voz todo rastro de despecho.

—Sí…

La tranquila respuesta de su padre la dejó atónita.

—¿Ya lo sabías?

—Lo sospechaba.

Vera frunció los labios. ¿Acaso era la única que ignoraba el compromiso de Clay con Marcia Ellis? Prefirió no decir nada mientras los hombres abandonaban la sala.

Al cabo de un rato, Clay volvió de nuevo.

—No sabía que estuviera tan afectado —dijo con pesar, dirigiéndose hacia ella.

—Estuvo peor. Ahora al menos puede levantarse y comer.

—Lo siento mucho, Vera. De haberlo sabido…

«¿De haberlo sabido, qué? ¿No te habrías prometido?», hubiera querido gritar ella. Pero no deseaba su compasión.

Sirvió dos nuevos vasos de café.

—Creí que ya habías ido a hablar con el señor Ellis esta mañana.

—Fui. Pero su mayordomo me dijo que no me esperaba hasta las tres. Así que vine a saludar a tu padre.

—¿Y Marcia? ¿Ella tampoco estaba?

—Sí estaba. Pero primero deseo hablar con su padre.

La sola mención de Marcia encogía el corazón de Vera. No quiso mirarlo. Se sentó con su vaso de café junto al fuego. Clay la siguió y se apoyó en la pared.

—¿Así que no crees, Vera?

La pregunta desconcertó a la joven.

—¿Qué?

—Tu padre dijo que ya no crees. ¿Es por eso por lo que estás tan diferente?

—No estoy diferente. Pero hace años que no nos vemos. Y ¿qué tiene eso que ver…?

—¿Ya no crees en los viejos ritos?

Vera se impacientó. Él había venido para casarse con Marcia, ¿qué importancia tenían sus creencias?

—¡Ritos, leyendas, supersticiones, qué más da…! —espetó—. No creo en tonterías que supongan dormir sobre hojas de laurel, frotarse el cuerpo con flores recogidas en la noche de San Juan o dar tres vueltas a la luz de la luna con una camisa puesta del revés. ¿Satisfecho?

—Pero ¿en los viejos ritos, Vera? Antes creías.

Su insistencia exasperó a Vera. Se puso en pie.

—Clay, ¿a qué viene esto? Antes éramos niños y los niños creen en muchas cosas. Luego pasan los años y crecen, y comprueban que los sueños de niñez son sólo eso, sueños. Eso es madurar ¿no, Clay? Eso es hacerse adulto.

—No lo sé, Vera. Yo sigo creyendo en muchas cosas. ¿Ha sido así para ti? ¿Es eso lo que te sucede?

Alargó la mano para tocar su brazo, pero ella se zafó.

—Lo que me sucede es que aún no entiendo por qué estás aquí. Ocho años sin verte y de repente apareces de la nada…

—De la nada no, Vera —cortó él con gesto herido—. Te he dicho muchas veces que vendría…

—¿Pero qué dices? ¡Nunca hemos hablado!

—Todas las noches.

Ella emitió una risa amarga.

—¡Por Dios, Clay, si ni siquiera has enviado una carta! Sé que te mandaron a aquel internado, que nuestros padres discutieron, tu padre despidió al mío y tuvimos que mudarnos, pero ¿era tan difícil mandar una carta? ¿Una maldita carta para saber de ti?

Esta vez Clay no permitió que lo alejara. La tomó de los brazos.

—Os fuisteis, Vera. Y nadie me dijo a dónde. No sabía si estabais en California, en Oregón o en Virginia. Pero aunque lo hubiera sabido, tenía que hacer lo que debía. Y cuando Marcia habló de Independence, de las muchachas del pueblo, del almacén de los Cooper, supe…

Vera no le dejó acabar; el nombre de Marcia le revolvía el estómago. Y justo en aquel momento, sonaron las tres en el reloj del Ayuntamiento.

—Muy bien, pues ahora ya sabes dónde estamos —cortó—. Puedes irte a ver a Ellis. Te espera un compromiso.

Clay la contempló unos segundos en silencio, con gesto inescrutable.

—Me voy solo por ahora, Vera. Volveré en cuanto acabe. Y entonces me escucharás.

Ella se soltó con furia.

—Pues disculpa si no estoy para recibirte cuando vengas, porque puede que esté en un baile. Tengo tres pretendientes, ¿sabes? Y no quiero decepcionarlos.

Y tratando de contener las lágrimas de rabia, desapareció por las escaleras.

Aquella tarde, en el almacén, Vera tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no derrumbarse. ¿Por qué Clay se casaba con otra? ¿Era por lo sucedido ocho años atrás? Pero ella no había tenido la culpa. Nunca le había gustado la manera en que Richard la miraba, ni las palabras cargadas de intención y doble sentido que le dirigía. Le rehuía y procuraba no quedarse nunca a solas con él, pero eso no evitaba que Richard la siguiera y mirara su cuerpo con descaro. Él era el hijo del dueño, le recordaba a menudo, y ella tan solo la hija de un empleado.

Solía ser cauta, pero aquella tarde en los muelles no lo había visto. De repente, una sombra se había abalanzado sobre ella para arrastrarla hacia uno de los estrechos callejones que se formaban entre los almacenes. Había tratado de gritar, pero la mano sobre su boca le impedía respirar, y durante unos segundos perdió la consciencia.

Cuando volvió en sí, Clay gritaba en una lengua desconocida y golpeaba a Richard con tanta violencia que temió que fuera a matarlo allí mismo. Mareada y asustada, corrió hacia ellos y se colgó del brazo de Clay con tanta fuerza como pudo para evitar que siguiera golpeándolo.

Y Clay paró. Ella lo miró a los ojos, tratando de comprender sus emociones, pero él no dijo nada. No dijo nada entonces ni cuando los gritos vengativos de la señora Hart llenaron el despacho de la compañía, donde condujeron al ensangrentado Richard, ni cuando el señor Hart, perplejo por lo sucedido, pues había comenzado a respetar a Clay, le amenazó con encerrarlo si no hablaba.

Sólo cuando el padre de Vera se acercó y le rogó que se explicara, Clay lo hizo. Y sus palabras causaron una súbita conmoción.

«Nadie toca a mi mujer» dijo.

«Mi mujer».

«Mitawin».

Vera suspiró, se giró una última vez para comprobar que el almacén estaba en orden, y cerró la puerta para volver a su casa. Todavía le asombraban las palabras de Clay. Su madre había llorado a mares, su padre había discutido con el señor Hart… Ella tuvo que jurar una y otra vez que Clay no la había tocado jamás, pero la señora Hart no necesitó más: aquello probaba la perversión de Clay y la inmoralidad de Vera, y el señor Hart debía despedir al señor Cooper y mandar lejos de San Luis al muchacho.

Pasó ante el hotel. Los músicos afinaban sus instrumentos. Aún faltaba media hora para el baile, pero Vera se alejó de aquel entorno de luces y sonidos con dolor. Daba igual lo que hubiera dicho a Clay, era incapaz de pisar aquella sala.

Pero cuando llegó a su casa y subió los dos escalones del porche, se detuvo en seco.

Sobre la puerta de su casa había una misiva. Una tarjeta de San Valentín.

Se acercó. Un halcón portando una tarjeta con la leyenda «Amor Eterno» sobrevolaba un prado.

Un estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. Poca gente sabía que Vera solía comparar a su amigo con aquel animal. Silencioso, preciso, certero. Y solitario.

Tomó la tarjeta con dedos temblorosos.

«Agua, aire, tierra, fuego.

Escucha el silencio.

Wakan Tanka te hablará.

Y cuando rindas tu corazón

dos espíritus se unirán

y un viejo rito será de nuevo cumplido».

Vera inspiró hondo, como si le faltara oxígeno.

Entró en la casa en tromba.

—¿Dónde ha ido? —preguntó casi sin aliento, asomándose a las habitaciones.

En la sala, Glynis y su padre intercambiaron una mirada.

—Nunca lo dudé, Glynis —dijo el señor Cooper con tranquilidad, al verla pasar sin detenerse—. Sabía que el muchacho haría lo prometido.

Cuando salió al patio trasero, Vera dudó. ¿Y si ya se había ido?

Pero entonces vio el pequeño resplandor al fondo del jardín. Y echó a correr.

Dos velas sobre la boca del pozo iluminaban el pequeño claro que se creaba más allá del viejo arce.

—Así que, después de todo, crees —la recibió Clay con una sonrisa.

Ella no hizo caso.

—¿Qué ha pasado con el compromiso?

—Ya está fijado. La boda será el quince de mayo.

Las rodillas de Vera estuvieron a punto de dejarla caer.

—¿Así que os casareis, después de todo? —inquirió a punto del llanto.

Clay la miró con cara de asombro.

—«¿Os?».

Y entonces se echó a reír.

—¡Es cierto que no crees!

Su inesperada reacción enojó a Vera. «¿Encima se burlaba?».

—¡Deja ya de decir bobadas, Clay! Ocho años sin dar señales de vida y apareces por Independence para casarte, y sólo se te ocurre hablar de creer o no creer. ¿Es que has perdido el juicio?

Pasaron unos segundos hasta que Clay pudo dejar de reír.

—¿Se puede saber cómo has llegado a la conclusión de que me voy a casar con Marcia?

—¿Que cómo? Tú mismo acabas de decirlo…

—Yo he dicho que la boda será el quince de mayo. Pero no que yo me vaya a casar.

—¿No? ¿Entonces, quién?

—Daniel.

—¿Daniel?

—Mi hermano. Seguro que lo recuerdas.

—¡Daniel! —exclamó Vera, confusa y aliviada—. Claro que lo recuerdo, pero no comprendo…

Con una suave risa, Clay alargó el brazo y la atrajo hacia sí.

—Ya lo veo. Creo que tendré que contarte algunas cosas.

Acariciando su cabello, le habló del fallecimiento de la señora Hart, dos años después de la pelea; de cómo el carácter inestable y sádico de Richard había continuado poniendo en aprietos a la familia, hasta que su padre decidió mandarlo a Nueva Orleans; de cómo había aprovechado los años de internado para formarse y el trabajo que había hecho para su padre en los muelles cuando acabó su formación. Poco a poco, había ido haciéndose imprescindible para él y ahora trabajaba como representante de la compañía.

—Aún no lo entiendo. ¿Por eso has venido tú a fijar el compromiso, porque eres su representante?

Clay sonrió.

—Bueno, podría haber venido mi padre, pero yo tenía un interés personal en hablar con el señor Ellis.

—¿Por qué?

—Porque quería comprar la deuda de tu padre.

Vera lo apartó para mirarlo a la cara.

—¿La deuda? No entiendo nada.

—Vera, mi amor —Clay la atrajo de nuevo y posó sus labios sobre la frente de la joven—, claro que lo entiendes. Dado que, con los años, me he vuelto un hombre civilizado, la deuda es mi manera de traer ante tu padre una cabellera.

—¿Una cabellera? —La joven lo miró como si definitivamente se hubiera vuelto loco.

—Está claro que necesitas recordar el rito. Ven. —La colocó frente a sí, bajo el árbol, y tomó sus manos—. Agua, aire, tierra, fuego.

—Clay, ¿qué…?

—Shhh —reprendió él—. Escucha el silencio.

Con solemnidad, Clay fue repitiendo las palabras de la tarjeta. Vera aguardó en silencio. Sus manos hormigueaban por la sensación de estar envueltas por las de Clay. ¡Oh, cuánto había añorado su figura callada, la seguridad de su presencia, su fortaleza y lealtad! ¡Cuánto había temido no volver a verlo nunca más, fuera de sus sueños!

Cuando Clay terminó de hablar, una sensación de intenso calor ascendió por el cuerpo de Vera. La sensación era tan abrumadora que quiso apartarse, pero no podía. Era como si un hilo invisible tirara de ella hacia Clay y le impidiera hacerlo.

—Este fue el rito sagrado que una vez celebramos, Vera. No puedes haberlo olvidado.

Vera trató de contener su emoción. No, no lo había olvidado. Habían repetido aquellas palabras la noche de la pelea con Richard, antes de que los separaran.

Aquella noche se habían comprometido, a la manera de la tribu donde Clay se había criado.

—Pero te ha costado ocho años venir a buscarme… —No se atrevió a soltar sus manos para apartar una lágrima, que rodó por su mejilla.

Clay bajó la cabeza y tomó la lágrima entre sus labios.

—Sabes que ningún Sioux sería aceptado como yerno si no presentara la cabellera de algún enemigo, o muchos caballos que prueben su valía —susurró junto a su boca—. Tu padre no habría hecho nada con una cabellera, así que traje lo que simbólicamente me pareció que más se aproximaba.

Vera ladeó la cabeza.

—¿Así que mi padre podría haberse encontrado esta noche con una manada de caballos ante su puerta?

—Aún podría traerlos —contestó él, riendo—. Lo cierto es que, antes de irme, le juré que sólo volvería a buscarte cuando me convirtiera en el hombre que podría merecerte. Desde aquel día, mi única motivación ha sido hacerme digno de ti. Estudié, estudié mucho más de lo que jamás me habría creído capaz de hacer y cuando salí y mi padre aceptó emplearme de nuevo en los muelles, trabajé duro, más que cualquier otro hombre en la compañía. Hace unos meses, por fin, pude montar mi propia empresa, y entonces supe que había llegado el momento de buscarte. No sé si sabes que hace poco Michael Ellis se asoció con mi padre. En la fiesta que dieron para celebrarlo, Marcia y él nos hablaron de este pueblo, y, entre otras muchas cosas, del almacén y de la mujer que lo llevaba. Y supe sin dudar que eras tú. Lo único que no entiendo es cómo pudiste creer que me iba a casar con ella.

—La señora Clark lo dijo. Sabía que Marcia se iba a casar con un Hart, y al verte, dio por supuesto que eras tú.

—¿Y diste más crédito a las palabras de esa mujer que a tu corazón? Hace ocho años, una noche como hoy, nuestros espíritus se unieron, Vera. Aceptamos el viejo rito y desde entonces hemos estado el uno junto al otro. Nada podría haber cambiado eso.

Vera dejó escapar un suspiro.

—Eso es muy poético.

Clay tomó a la joven de la barbilla e hizo que elevara la cabeza para mirarlo.

—Sigues sin creer en ello, ¿verdad? No lo estoy diciendo en sentido figurado. Aquella noche nuestros espíritus se unieron y desde entonces han volado en sueños para encontrarse. Todos estos años hemos dormido el uno al lado del otro.

—Clay, por favor, no lo puedes decir en serio.

—¿Por qué niegas una realidad que has vivido, mitawin?

—¡Clay! Si Marcia no llega a mencionar el almacén, todavía seguirías buscándome.

—Si Marcia no llega a mencionar el almacén, yo sólo habría tenido que preguntarte en sueños para encontrarte. ¿O vas a decir que nunca me has escuchado, susurrándote al oído: toksha ake wacinyuanktin ktelo?

Vera palideció por completo. Clay continuó.

—Significa «Te veré de nuevo». También decía otras cosas, ¿recuerdas? Wakan Tanka kici un.

«Que Dios te bendiga».

Ella no fue capaz de moverse.

Thečhí’hila. Te…

—… te quiero —concluyó Vera por él, con incredulidad—. Clay, no puede ser. Yo conozco esas palabras. No las he escuchado nunca, y sin embargo las conozco.

—Te las he dicho miles de veces en sueños, mitawin.

—¡Pero eso es imposible!

—¿Estás segura?

—¡Sí!

Clay se limitó a sonreír.

—Si dejaras hablar a tu corazón en vez de a tu mente, mitawin, sabrías que hoy es un día perfecto para creer en el poder del amor. Pero si tu razón se niega, tampoco importa. Estamos juntos al fin y lo estaremos por siempre, si tú quieres. Tu padre ya me ha dado su bendición, pero como mis viejos ritos no te acaban de convencer, probaremos con otro tan antiguo como estos. Así que solo me queda una última pregunta: Vera, ¿quieres casarte conmigo?

Una risa reverberó en el jardín cuando ella contestó:

—¡Han!

«Sí».

Por supuesto que sí.