Eres mi destino
Ana Iturgaiz
—Que el viaje os sea propicio. Hermana Rosario, os confío estos documentos para que los entreguéis a vuestra llegada a Sevilla.
Aquellas, junto con un movimiento de cabeza, fueron las únicas palabras que les dirigió la superiora del convento de Santa María de los Ángeles, a pesar de que estaban a punto abandonar la que había sido su casa durante los últimos diez años.
«Ni una mirada de aceptación, ni una sonrisa de aprecio. ¿Qué esperaba después de todos nuestros desencuentros? Si no por mí, al menos podía haberlo hecho por la hermana Rosario».
La indignación de María aumentó en la misma proporción que sus ganas por marcharse de allí.
Sobre los hombros de la anciana, ajustó la única manta que llevaban. Unió su brazo con el de la religiosa y comenzó a caminar.
—Venga, hermana, ya es hora de que partamos. Aún tenemos que llegar a la salida hacia Toledo. No podemos retrasarnos o se irán sin nosotras.
La cálida mirada que le dirigió compensó la rabia acumulada por la fría despedida de la abadesa del convento. Pero si eso no fuera suficiente, la monja le regaló una caricia en la mejilla.
—No sabéis cómo os agradezco que hayáis aceptado —dijo con lágrimas en los ojos.
María le cortó para que no continuara, unas cuantas palabras amables más y la acompañaría en sus llantos.
—Soy yo la que tengo que agradeceros que me hayáis escogido para ser vuestra compañera después de lo que sucedió el otro día con la sopa de pan —contestó con alegría.
Y es que la semana anterior había sido la primera vez en sus años de dedicación a Dios que ayudaba en la cocina, y también la primera que confundía el pimentón dulce con el picante.
La hermana Rosario dejó escapar una risita y María —hacía tiempo, ni siquiera recordaba cuánto, que usaba su nombre real cuando pensaba en ella misma, puesto que ya no se reconocía por el que, por propia decisión y como rechazo a sus progenitores, había adoptado el día que estos la obligaron a entrar en el convento— aprovechó para llevarla hasta el exterior.
Las calles de la Villa y Corte de Madrid eran muy bulliciosas y estaban profundamente sucias. María ya lo sabía, pero aún así le sorprendió la cantidad de gente que iba de uno a otro lado, la cantidad de mendigos y la de niños que deambulaban por las calles, la cantidad de aguadores y la de mercaderes que ofrecían sus servicios y la de alguaciles que vigilaban que todo siguiera como estaba.
Fue atravesar la muralla de la ciudad y cambiar el paisaje. Los hombres fueron sustituidos por reatas de mulas, y las mujeres de las mancebías, por lavanderas que subían la cuesta con sus grandes canastos llenos de ropa blanqueada al sol.
—¿Es aquí?
—Tenemos que bajar la colina.
—¿Estáis segura? —preguntó la anciana.
Tuvieron que pasar al otro lado del río para encontrarse con los que serían su compañía durante las siguientes semanas.
María nunca imaginó que un alto cargo de la corte moviera a tanta gente. Lo que tenía que hacer aquel hombre en Sevilla ninguna de las dos religiosas lo sabía. Lo único de lo que la superiora les había informado era de que doña Leonor de Mascareñas, aya de los infantes reales y fundadora del convento, se había desvivido hasta dar con el acompañamiento adecuado.
Y por la profusión de criados, ayudas de cámara, secretarios, cocineros, ayudantes del cocinero, soldados a pie, a caballo, mulas y burros de carga, el hombre motivo de tanto trabajo era la mejor compañía.
—A punto estábamos de partir —gruñó uno de los secretarios cuando las condujeron dentro de un pequeño pabellón—. Viajaréis en una de las carretas, entre los enseres. El cocinero os indicará en cuál de ellas. Olvidaos de pasar las noches bajo techo. Solo si el fin de la jornada coincide con la llegada a una población, buscaremos alojamiento; si no, dormiremos en el campo, allá donde se decida.
Aquellas habían sido las últimas palabras que habían cruzado con alguien del cortejo y ya llevaban semana y media de camino.
María dirigió la mirada a la carreta en la que viajaba la religiosa. En silencio, le dio las gracias por haberle dado la oportunidad de disfrutar otra vez del mundo. Porque, a pesar de todas las incomodidades, era eso lo que estaba haciendo: gozar de la caricia del tibio sol de enero, divertirse con los trinos de los pájaros que aún quedaban, deleitarse con el sonido del viento al pasar entre las hojas de los árboles y sentir la tierra bajo los pies. Disfrutar, eso era lo único que buscaba en aquel viaje. Ya llegaría la hora de encerrarse entre las cuatro paredes de otro convento. Tiempo era lo único que le sobraba. En realidad, toda la vida.
De la cabeza de la comitiva llegó un rumor. Al principio, fue solo un leve sonido, pero pronto se fue duplicando según pasaba de un hombre a otro.
—¡Paramos! —gritó alguien delante de ella.
La voz continuó hacia atrás y solo calló cuando el soldado que cerraba la escolta se dio por enterado. Todos los vehículos se detuvieron y ella se bajó de la cabalgadura que le habían prestado.
Se acercó con rapidez hasta la carreta de la hermana Rosario y la ayudó a descender. Según pasaban los días, la religiosa estaba más débil; lo notaba en la forma en la que se apoyaba en ella. Y hacer el viaje en pleno invierno no mejoraba su delicada salud.
—Tendréis todos los huesos molidos. Nos acercaremos a ese árbol hasta que levanten la tienda y podáis echaros un rato antes de la cena.
La religiosa le permitió que la llevara a donde sugería y dejó que la acomodara sobre un lecho de hojas secas.
María se sentó a su lado sobre la hojarasca.
—No voy a permitir que os quedéis aquí. Aprovechad e id a deleitaros con esos atardeceres que tanto admiráis.
—No creo que… —dudó ella, sin dejar de mirar a los hombres que iban de un lugar a otro del campamento preparándolo todo para que su señor pasara una noche cómoda a pesar de estar al raso.
—Idos cuanto antes, ahora que están ocupados y no saben hacia dónde os marcháis —le sugirió, haciéndole un gesto de premura para que se diera prisa. Toda precaución era poca. Al fin y al cabo, a pesar de ser monjas, eran las únicas mujeres entre decenas de hombres.
María echó otro vistazo rápido. La hermana Rosario tenía razón, nadie estaba pendiente de ellas.
—No tardaré —susurró mientras se ponía en pie con lentitud para no llamar la atención.
—Sed cautelosa.
María encontró en su mirada el cariño que había buscado toda la vida y que nadie le había ofrecido hasta entonces.
Depositó un beso en la mejilla de la anciana antes de desaparecer entre los árboles.
El bosque era un lugar mágico. Lo que comenzó siendo una masa arbolada de encinas salpicadas de claros llenos de jaras, al subir por la montaña se había convertido en una cerrada espesura de robles.
Aquella tarde cambiaría las lejanas nubes de colores anaranjados por la sombra y el frescor de las ramas de los árboles.
Paseaba entre los troncos, acercándose lo suficiente para rozarlos y notar la rugosidad de su corteza en la yema de los dedos. Se estremeció al sentir en su interior una impresión cercana al deleite. Y es que la calidez de aquella sensación en nada se parecía a la frialdad de las paredes del convento en la que había estado confinada los últimos años.
Fue un impulso irrefrenable. De un tirón se soltó la toca y agitó el cabello al viento. La brisa del atardecer acarició su cuello y se sintió liberada. Se le escapó un suspiro de alivio al tiempo que pasaba la mano por detrás de la melena. Llevaba más de un año escabulléndose de la hermana peluquera y el pelo ya le llegaba cerca de los hombros. Se desembarazó de todo menos del hábito y lo dejó a un lado. Hasta la cruz que llevaba oculta pasó de su pecho a estar escondida entre las ropas dobladas a los pies de un viejo árbol.
Siguió caminando, disfrutando de todos y cada uno de sus pasos. Iba y venía, debatiéndose entre la precaución de no alejarse demasiado del grupo con el que viajaba y el deseo de conocer cada uno de los rincones del bosque.
Se ayudó de los árboles para subir por una pendiente y se apoyó en ellos para bajarla, emocionada por la sensación de libertad que la invadía al coger velocidad para alcanzar el siguiente tronco. Aún le quedaba salvar la mitad de la cuesta antes de dar por finalizada su escapada cuando sucedió. Apenas le quedaban varios pies para abrazarse al tronco de un gran roble y un hombre apareció de la nada.
El choque fue brutal. María sintió un fuerte golpe en el pecho y se quedó sin respiración. Después, el suelo se juntó con el cielo y las ramas de los árboles con las hojas caídas. Y rodó. Y rodó. Y rodó. Hasta que algo la detuvo.
Gimió tumbada en el suelo. Imposible saber si tenía algún hueso roto. Tal y como le dolía el cuerpo debía de tenerlos todos. Aún así, consiguió abrir los ojos. Un viejo tronco vacío y hueco era el obstáculo que había evitado que llegara al tramo final y cayera sobre el campamento como un fardo.
Pero no tuvo tiempo de pensar en más. Alguien la cogió por un brazo y tiró de ella con tal fuerza que la hizo incorporarse en parte.
—Como no hagas lo que te digo, lo lamentarás —le amenazaron en voz baja al tiempo que le tapaban la boca con rudeza—. Quiero que te quedes muy callada.
La arrastró detrás del tronco muerto. Se escondieron entre las raíces medio desenterradas. Él la aplastó contra el árbol sin dejar de apretar la mano contra su boca. María tenía el rostro a la altura de su pecho, apenas podía respirar. En algún momento, él debió de darse cuenta de sus esfuerzos para que entrara en sus pulmones un poco de aire y separó los dedos. María tragó la primera bocanada con ansia y después comenzó a relajarse poco a poco.
—Tiene que estar por aquí —dijo una voz.
Ella abrió mucho los ojos e intentó desasirse. Su captor la apretó con tan fuerza que la inmovilizó por completo y de nuevo le faltó el aire.
Dejó de luchar. Había entendido la amenaza.
—Si yo fuera él, ya estaría al otro lado del monte. ¿O te crees que un prisionero de la corona va a quedarse a esperar a que le den caza?
—Llevamos tres horas buscándole. ¿Tú tienes ganas de subir hasta allí?
—Tanto como tú.
—¿Y si decimos que lo hemos seguido hasta arriba y que el muy cretino se ha despeñado al verse acorralado?
—¿Crees que nos creerán?
—No tengo ninguna duda. Si el capitán hubiera tenido interés por capturarlo, habría enviado a toda la compañía y no solo a nosotros.
—¿Y en Cádiz? Alguien se dará cuenta de que llegamos con uno de menos.
—Las galeras del imperio tienen brazos suficientes para luchar contra los otomanos. Nadie lo echará de menos.
Los hombres se marcharon tan silenciosos como habían llegado. Sin embargo, el que tenía encima aún tardó un buen rato en relajarse.
Poco a poco, el peso de su cuerpo y su mano fueron aflojándose y María volvió a respirar con cierta comodidad.
—No os mováis todavía —susurró él—. Aún esperaremos un rato por si vuelven.
Aquella fue la primera vez que le miró a los ojos. Eran oscuros como una noche sin luna, como el fondo de un lago. Eran oscuros y peligrosos. Ella se quedó prendada de ellos. Y él lo notó. ¿A qué si no venía aquella sonrisa socarrona?
—Me habíais parecido más joven cuando os vi saltando como las cabras en el monte.
María sintió una caricia detrás de la oreja y, a continuación, un tirón en el pelo. Jugaba a enroscar sus dedos en su incipiente melena. Y de repente, María retrocedió a su juventud. Era otro lugar, otro hombre, pero la misma sensación de felicidad.
Cerró los ojos en un loco intento de retener el tiempo. Pero solo fue eso, locura. Nada podría hacerlo regresar, por mucho que pensara en ello. Ese hombre no era él, por más que le ofreciera las mismas caricias que el otro. Ese hombre que la retenía la deseaba. Lo supo cuando abrió los ojos de nuevo y vio cómo la miraba.
Se sintió amenazada por aquella mirada y el pánico, que comenzó a calarle los huesos, la obligó a actuar. Pensó en la hermana Rosario y en que no podía dejarla sola. Además, no pensaba ser víctima de nadie y menos de un preso fugado. Prefirió no plantearse el tipo de delito que aquel hombre habría podido perpetrar. «Muchos padres de familia son apresados solo por intentar dar de comer a su familia», se dijo con intención de tranquilizarse.
—¿Qué vais a hacer ahora?
De nuevo aquella sonrisa amenazadora.
—¿Con vos, queréis decir?
—No estoy sola. Ahí abajo hay un ejército entero dispuesto a salir a buscarme en cuanto me echen de menos.
El gesto de su boca cambió. Del todo.
—¿Ese ejército que se afana en ordenar pollinos, colocar cazuelas, montar tiendas y barrer el campo para acomodar al señor al que acompaña? Sí, parece peligroso y muy preocupado por vos —se burló.
No la soltó. En vez de ello, volvió a apretarla con más fuerza contra el suelo sin apartar la mirada de su rostro. Durante un buen rato. María intuyó que estaba decidiendo qué hacer con ella. Al final, con gesto de estar actuando en contra de su voluntad, se hizo a un lado y la libró del peso de su cuerpo.
María pudo al fin sentarse, pero no pudo escapar. Él continuaba apretándola por la muñeca.
La mano que la sujetaba era grande, áspera, llena de durezas. No cabía duda de que había hecho muchas cosas para ganarse el pan.
Tiró en un absurdo intento por soltarse de él.
—¿Qué pretendéis hacer conmigo? —le preguntó cuando se enfrentó de nuevo con aquella mirada inquisitiva.
—Eso depende.
La respuesta la dejó confundida.
—No puedo ofreceros nada —dijo mientras se alegraba en silencio de haberse quitado la cruz. De haberla tenido, habría cambiado de manos en ese mismo instante. No era por su valor, sino porque era lo único que le unía a la María Cornejo que un día fue, a la María Cornejo que se había quedado doce años antes en un bosque cercano a la ciudad de Arévalo, mientras veía cómo los perros guardianes, que su padre había mandado tras ella, hacían añicos su futuro y sus esperanzas.
—Tenéis cara de ser hija de algún alto cargo local.
El estómago de María dio un brinco.
—Os aseguro que nada poseo.
—Y yo os aseguro, a tenor de lo que intuyo que hay debajo de esos ropajes, que podríais ofrecerme algunas cosas que yo aceptaría de buena gana —comentó con una sonrisa ladina y los ojos fijos más abajo de su cuello.
Le entró el pánico, de nuevo. Aquel hombre estaba dispuesto a… Se arrastró hacia atrás para alejarse de él, pero lo único que consiguió fue hacerle enfadar. Un tirón, y la distancia que los separaba desapareció.
Y la dignidad de María, también. Tan fuerte había sido la sacudida, que había terminado recostada sobre él. Recostada y con su brazo alrededor de su cintura.
Una vez había ofrecido su virginidad y el azar había querido que su unión no se realizara. Y lo que no había entregado a la persona amada, no pensaba dárselo a aquel recluso. Al menos no de buena gana.
—¿No os atreveréis a… a… a…? —Ni las palabras le salían de tan asustada como estaba.
Él no contestó. En vez de ello, la atrajo hacia él todavía más y apoyó la mejilla sobre su cabeza. Con delicadeza.
María no podía estar más desconcertada.
—Oléis a flores del campo —murmuró él al tiempo que lo oyó aspirar su aroma—. Me encanta ese olor, siempre me gustó.
A María se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Por qué era precisamente en ese momento cuando los únicos recuerdos hermosos que atesoraba en su interior se le presentaban con tal fuerza?
—Me… —tartamudeó, asustada entre el temor a lo que sucedería un instante después y sus propias evocaciones—… me lo han dicho antes.
—Estoy seguro.
Nada dijo en los minutos siguientes, y nada dijo ella. Al principio, su respiración era profunda, y eso, no sabía muy bien por qué, la alarmaba, pero, poco a poco, se fue normalizando. Y María con él.
—Apuesto a que os llamáis María —dijo la siguiente vez que habló.
De nuevo la acobardó aquella mezcla de intuición y recuerdos.
—¿Cómo… cómo lo sabéis? —preguntó en un murmullo apenas audible.
Sintió que sonreía.
—No hay familia de bien que se precie que no ponga a una de sus hijas el nombre de Nuestra Señora —comentó sarcástico al tiempo que la acomodaba aún más sobre él.
María procuraba no apoyarse, sin embargo, era perfectamente consciente del tamaño de los músculos de su pecho. Sin duda, el de aquel hombre era un cuerpo hecho a base de duro trabajo.
—¿Estáis casada? —Casarse con Dios. Eso era lo que hacían las monjas.
María le sintió retener el aire en sus pulmones.
—Aún no.
El pecho masculino volvió a descender. ¿Era aquello un suspiro de alivio?
Tantos años en el convento y no había profesado, a pesar de las reprimendas de la madre superiora y de sus propias reflexiones. Muchas veces había decidido hacerlo, alguna hasta había llegado a la puerta de la alcoba de la priora del convento, pero siempre había algo que la detenía.
Él no se movió, ella, tampoco. Durante mucho tiempo. De nuevo, silencio, solo silencio, silencio nada más. Los gorjeos de los pájaros, los cantos de los grillos, el ulular de las lechuzas, el roce de los insectos contra su piel, el movimiento de las hojas de los árboles, todo quedó encubierto tras aquel oprimente silencio.
De repente, hizo algo que María no se esperaba: la acarició. Le pasaba la mano con suavidad sobre su cintura, una y otra vez. Apenas fue un ligero roce, pero estaba segura de que le había besado el cabello. Los nervios estaban a punto de estallarle. Se encontraba completamente confundida.
—Mis compañeros de viaje se preguntarán dónde me he metido. Antes de que llegue la noche vendrán por mí —repitió, más por obligarle a él a dar el siguiente paso que otra cosa.
—En ese caso, igual hay que pensar en alejarse. —Pero su voz decía que no era temor precisamente lo que le corría por las venas—. Aunque pensándolo bien, igual puedo sacar partido. ¿Creéis que ese ejército que está a punto de acudir a rescataros está dispuesto a pagar una buena suma por vos? Tal vez con ella conseguiría pagar lo que vale mi libertad.
Debió ser el tono de su voz y el dolor que este reflejaba lo que la convenció de que aquel hombre no era una amenaza para ella.
—¿Qué cantidad pediréis por mí?
María no estaba preparada para la carcajada que salió de su garganta. Ni los pájaros que salieron volando de sus nidos, tampoco. El susto la hizo erguirse y quedarse sentada. Y sorprendentemente, él no se lo impidió.
—Solo lo que el amanuense estime que vale mi libertad —contestó él con sinceridad.
—¿Queréis decir que con que un secretario escriba vuestro nombre en un documento es suficiente para que seáis un hombre libre?
—Así es como funciona nuestro gran imperio. Una bolsa de reales de oro y todo se soluciona.
—¿Cuál es vuestra falta?
La delicadeza de la pregunta lo hizo sonreír.
—¿Mi delito? —Ella asintió—. No soy de esos que abusan de las mujeres si eso es lo que os preocupa.
—Contestadme.
—Ladrón, ratero, bandido, maleante, estafador, salteador o descuidero me llaman unos. Rata, escoria, deshecho humano, ruin y basura, otros. Escoged el que mejor os parezca.
—Robáis para comer —constató ella al tiempo que notaba cómo se deshacía el peso que le oprimía el pecho—. Aguardad aquí.
Y sin esperar más, se levantó de un salto y salió corriendo.
—Pero ¿qué…?
Él se lanzó hacia ella e intentó agarrarla por el tobillo, pero solo pudo verla desaparecer por detrás del viejo tronco que les servía de refugio.
«Es mejor así. No está hecha la miel para la boca del asno», se dijo al recordar el viejo refrán que murmuraba su madre cuando intuyó que el corazón de su hijo mayor latía más fuerte cuando ella aparecía.
Y estaba claro quién era el asno. Siempre lo había sido. Así se lo había hecho saber don Melchor Cornejo y Briñas, hijo del insigne señor don Melchor Cornejo y Valdés, alcalde de corte de la ciudad en la que había nacido, el día en que se truncó su porvenir.
A María le costó dar con el roble a los pies del cuál había dejado la toca, parte del hábito y la cruz. Le había parecido un árbol especial, pero ahora que buscaba, todos se parecían, o todos eran diferentes, según como los mirara.
No supo cuántos troncos recorrió. Miró detrás de varias docenas de árboles, sin ningún resultado. Fue un conejo —esperaba que ese ruido apresurado que llegó hasta ella fuera un conejo— el que le indicó dónde se encontraban sus posesiones.
Estaban tal y como las había dejado. Una sobre la otra y cuidadosamente plegadas. Levantó a todo correr la tela de la toca, todo fuera que los soldados hubieran dado con la única cosa de valor que tenía y se la hubieran llevado. Pero no. Allí estaba la cruz. La que él le había dado como regalo, y de la que ella nunca se había separado. Allí seguía, unida al cordón marrón en el que la había colgado el día que su padre la dejó en la puerta del convento.
Prefirió no pensar en lo que aquella joya significaba para ella. Había tomado una decisión: después de tantos años, al menos serviría para comprar la libertad de aquel hombre.
Apretó el puño sobre la joya, asió las telas del suelo y salió corriendo.
Pero cuando regresó, él ya no estaba. Miró a uno y otro lado y no lo vio; las sombras que se cernían sobre el bosque lo hicieron imposible.
Contuvo el sinsabor que le producía no haberlo encontrado y permaneció allí, de pie, sin saber muy bien qué hacer. Se obligó a ordenar sus atribulados pensamientos. Aún no entendía qué fuerza desconocida le había impulsado a ayudarlo. ¿Quién era ese hombre al que, en vez de cómo a una amenaza, veía ahora como a un amigo?
Fueron las luces de las antorchas del campamento las que le obligaron a reconocer que se había portado como una insensata. Apenas se veía, pero, a pesar de ello, volvió a mirar lo que aún sostenía en la mano.
Después, se resignó, se lo colgó de nuevo y lo escondió bajo la ropa, donde siempre había estado. Al colgante le siguieron el resto de las prendas. La toca primero, la capa después.
Uno tras otro, recorrió los pasos que la habían llevado hasta allí y descendió la ladera.
Volvía a ser la de siempre, volvía a ser la hermana Consuelo.
—Perdonad por la tardanza —dijo a la hermana Rosario en cuanto entró en la tienda de lona en la que dormían.
La anciana dio un suspiro y sus dedos se detuvieron sobre el rosario que colgaba de su mano.
—Habéis tardado más que otras veces. ¿Habéis disfrutado del paseo?
—Completamente —le aseguró.
Y según lo dijo, se dio cuenta de que lo decía de verdad. Y es que el corazón le palpitaba ahora más deprisa que antes, más alegre, más vivo. Y es que ahora su boca esbozaba una sonrisa soñadora que antes no tenía. Y es que el encuentro con aquel hombre la había sacado de su encierro.
Hacía rato que la hermana Rosario y ella habían comido a solas la ración que todas las noches les entregaban y había ayudado a la anciana a acostarse. Los últimos días la notaba más cansada que a su salida de Madrid. Pasaba el día sumida en una somnolencia extraña.
Cuando su respiración se hizo regular y estuvo segura de que dormía, se había despojado de la toca y había salido al exterior.
Le sería imposible dormir aquella noche. Bien lo sabía. Y puesto que el descanso no llegaba, no encontraba mejor manera de pasar aquellas horas que contemplando las estrellas.
Pero ni disfrutar de ellas iban a dejarle.
—No os mováis —farfulló una voz detrás de ella.
María lo reconoció. Era él.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó mientras se volvía hacia los matorrales.
—No os giréis. Seguid mirando al frente, como si yo no estuviera.
«Un condenado, María, estás hablando con un fugitivo». Al que no tenía intención de delatar.
—¿Por qué os habéis marchado sin esperarme? Había una cosa que quería entregaros.
—¿Aparte de a mí mismo a los soldados?
—¿Cómo imagináis que iba…?
—¡No os volváis!
—¿Sucede algo? ¿No descansáis? —Habían despertado a la hermana Rosario. Era patente la somnolencia en su voz.
—Ahora mismo entro, hermana. No os preocupéis, nada ocurre.
Él tardó en volver a hablar. No se había ido. Lo sentía a su lado. Y aquel pensamiento, no supo por qué, la hizo relajarse como si su sola presencia fuera un bálsamo para su tranquilidad.
—¿Viajáis con una monja?
—Acompaño a la hermana Rosario hasta Sevilla.
—¿Vos la acompañáis a ella?
—¿Tan extraño os parece?
—Pensé que tal vez… acudíais a casa de vuestro… —A María le pareció que mascullaba algo así como «futuro marido», pero no lo dijo y ella no se atrevió a preguntar.
—¿Por qué os exponéis de esta manera? ¿No habéis visto los soldados que guardan el campamento?
—Lo que he visto es que ningún cuidado tienen por vos y vuestra monjita. Bien se ve que vuestras personas no son ninguna prioridad para ellos.
—Aun así, no entiendo por qué os habéis acercado tanto. ¿Qué pensáis hacer?
—Asaltar la cocina y marcharme lo más rápido que pueda.
—¿Desde cuándo no coméis nada?
—Si llamáis comer a tragar un trozo de pan y a beber un cuartillo de agua, desde esta mañana bien temprano.
—Escondeos detrás de la tienda. Esperad aquí.
Y sin demorarse más, se levantó de un salto y salió corriendo.
—Pero ¿qué…?
Y de nuevo fue su tobillo lo último que vio desaparecer ante sus ojos. Aunque aquella vez no tardó tanto como la anterior, y aquella vez él tampoco se marchó.
María rodeó la lona y se lo encontró. La esperaba. Y por alguna absurda razón el corazón comenzó a latirle más deprisa. La simple idea de encontrárselo de nuevo, el mero pensamiento de conversar con él, la consolaba más que los miles de rezos de los últimos años.
—El ayudante del cocinero me ha dado esto —dijo al tiempo que le tendía un jarro y unos dulces.
—¿No le habréis dicho…?
—¿Cómo pensáis que os delataría? Le he asegurado que la hermana Rosario no podía dormir y ha distraído un cuartillo de leche de la que se guarda para el desayuno del conde. No es carne, pero al menos conseguirá aplacar vuestro estómago durante unas horas.
No pudo seguir hablando. En la oscuridad, sintió sus manos rodeando sus dedos, sus dedos acariciando su piel, mientras se internaban por el borde de sus mangas y le cosquilleaban las muñecas.
El problema era que para María, sentir y recordar eran la misma cosa.
No pudo seguir hablando. Respirar ya era bastante costoso. Cerró los ojos y se forzó a meter aire en sus pulmones. Y de pronto estaba en otro lugar, en otro bosque, en otro año, en otra vida.
Y de pronto estaba con él. Con aquel chico al que había encandilado, con aquel muchacho al que había convencido para huir de la casa de su padre, con el que se había escapado, al que había besado, al que se había entregado.
—Estáis temblando —le oyó decir.
Abrió los ojos de nuevo y, aunque continuó sin verlo, se hizo real. Con su voz conseguía que sus recuerdos se desvanecieran y regresara junto a él.
Las viandas cambiaron de mano y María notó que se sentaba en el suelo. Ella hizo lo mismo.
—¿Cómo os llamáis? —le preguntó. Necesitaba entablar una conversación; que hablaran de banalidades o de cuestiones trascendentales, lo mismo daba. Lo que fuera con tal de mantener la mente lejos de sus propios pensamientos, lejos de sus cansados sentimientos.
—¿Por qué lo queréis saber?
—Vos sabéis mi nombre. Me gustaría saber el vuestro.
—Un nombre vulgar, como otro cualquiera —comentó después de apurar la leche.
—Decídmelo —le rogó ella—. Os lo pido por favor.
—Lucas.
—Como el evangelista que relató el nacimiento de Nuestro Señor —susurró ella.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquella era una broma particular entre ambos, siempre que él se quejaba de su nombre, ella decía aquella frase para animarlo.
Él no contestó.
María hizo un esfuerzo sobrehumano para reponerse.
—¿Habéis terminado ya? —Su voz sonó alegre, a pesar de cómo sangraba su corazón. Él siguió sin hablar—. Porque aún tengo una cosa más que daros —dijo rebuscando por dentro de su cuello.
—Demasiado habéis hecho ya —contestó él, sin embargo, alargó la mano. Era codicia, sí, codicia por volver a tocarla.
Pero no lo consiguió. Un roce apenas y algo apareció en medio de su palma. Recorrió el perfil de lo que ella le había entregado. Un roce apenas, y renovó las esperanzas perdidas, un roce apenas y la ilusión volvió a él, apenas un roce y supo lo que tenía que hacer a partir de entonces.
Ella se levantó y él con ella.
—Es una cruz —le aclaró. Pero a Lucas no le hacían falta las explicaciones. Sabía perfectamente lo que era. Lo que sostenía en su mano era ni más ni menos que su esperanza renovada—. Es de bastante valor. No sé si podréis pagar vuestra libertad, si no es así, al menos servirá para que podáis comer durante una temporada.
Pero Lucas no la escuchaba. ¿Recobrar la libertad? Imposible ya, terminaba de perderla. Ella lo había convertido en esclavo.
María sintió cómo se internaba en su melena, cómo enredaba un mechón de su pelo y le daba vueltas con delicadeza. Como había hecho él, como había hecho el otro, como había hecho Lucas hacía tanto tiempo.
En su estómago comenzó a girar una espiral de algo a lo que no sabía ni poner nombre ¿inquietud, nerviosismo, excitación?
—María —susurró, y su nombre sonó a ternura, sonó a cariño. Y su nombre sonó a amor.
—Es muy tarde, no quiero que la hermana Rosario se despierte y no me encuentre. Y vos tenéis que iros.
Pero la que se marchó fue ella. Él no, no se fue. Esperó a que desapareciera dentro de la tienda, esperó a que se acostara, esperó a que se durmiera y solo entonces, solamente entonces, se colgó la cruz en el cuello, se tumbó en la tierra, se arrimó a la parte trasera de la lona, y cerró los ojos sin despegar los dedos de la joya que ella le había dado.
«Tenéis que iros», le había dicho, pero ahora que la había encontrado no pensaba marcharse a ningún sitio. No sin ella.
No se había ido. Ni el día siguiente, ni el otro, ni el siguiente. Más de una semana había pasado y aún seguía allí.
Durante el día, nadie lo veía, ni siquiera ella. Por más que pasaba el día atisbando a su alrededor para encontrarlo, no era hasta el anochecer cuando aparecía. María acostaba a la hermana Rosario y esperaba hasta estar segura de que el descanso le llegaba. Entonces, colgaba el candil en el exterior de la puerta de tela, rodeaba la tienda, se sentaba en el suelo y esperaba ansiosa su llegada en medio de las sombras. A veces el afán por verlo era tan intenso que hasta se asustaba.
Él siempre aparecía.
—¿Estáis seguro de que coméis algo más que lo que yo os traigo?
Lucas terminó el pestiño que María había conseguido junto con la jarra de leche de todos los días.
—Apenas había cumplido quince años y ya vagaba por el mundo. Sé bien cómo lograr comida. No debéis preocuparos por mí.
Desde que lo conoció, María se había preguntado muchas veces cómo había llegado a aquella situación, cuáles habrían sido las desdichas por las que habría pasado, pero nunca se había atrevido a preguntarlo. Aquella era su ocasión.
—Es cierto, nada sé de vos. Y me gustaría —insinuó.
Estaba segura de que si hubiera llevado el farol con ella, encontraría su intensa mirada clavada en sus ojos.
—No es bueno remover el pasado. Hay cosas que es mejor no volver a vivirlas.
—Yo moriría por volver a vivir alguna de ellas.
Aquella en la que otro hombre como él, igual, pero mucho más joven, la tomaba en sus brazos y le ofrecía su amor eterno. Y ella lo aceptaba.
—Contádmela —se arriesgó Lucas.
—Vos primero. Decís que a los quince años os fuisteis de vuestra casa.
—Tuve que irme.
—Vuestros padres no tenían con qué alimentaros —aventuró.
En los años que había permanecido en el convento de Madrid, María lo había visto cientos, miles de veces. Cada día llamaban a la puerta de Santa María de los Ángeles decenas de personas con la mano extendida, muchos de ellos niños abandonados por sus padres por falta de recursos.
—Yo trabajaba en la casa de un noble. Era su mozo de cámara. —María sintió un pinchazo en el centro del pecho, pero se obligó a seguir escuchando, se obligó a seguir respirando—. Le despertaba, le preparaba el atuendo del día y le ayudaba a vestirse. Conmigo bajaba a desayunar y, junto a mí, comía. Le acompañaba el resto del día, a la espera de lo que gustara disponer en cada momento. Yo era el primero al que veía por la mañana y el último por la noche. Gozaba de su confianza. Mis padres, que no eran sino unos arrendatarios suyos más, no podían estar más orgullosos.
—¿Qué sucedió? —balbuceó María, con miedo a lo que viniera a continuación.
—Me enamoré. Simple y llanamente. Me enamoré de la hija de mi señor.
María se levantó de un salto y volvió hasta la puerta de la tienda. «No puede ser, no puede ser, no puede ser», rezaba en su mente la letanía. Cogió el candil y regresó con él en alto.
La luz iluminó aquel rostro que hasta entonces ella no había querido reconocer. Era él. Aquel muchacho valiente, aquel muchacho adorado, aquel con el que decidió un día compartir besos y abrazos. Aquel al que un día amó y que ni rezos ni penitencias habían conseguido arrancar de sus pensamientos.
Un temblor incontrolable la sacudió por completo. Él le tomó el farol y lo colgó de una rama cercana.
—Dios mío —musitó ella casi sin habla y comenzó a caminar hacia la oscuridad sin dejar de frotarse las manos.
—María… —le llamó Lucas, pero una niebla espesa había bloqueado sus sentidos.
Y en verdad que no sabía si llorar o reír; si llorar por los años perdidos o reír por los encontrados.
Lucas salió detrás de ella. Cuando la alcanzó, la sujetó por los hombros. Y esperó a que se serenara. Muchas cosas tenían que decirse, pero ya habría tiempo para ello.
—¿Qué pasó después? —María tenía que saberlo, tenía que confirmarlo.
—Nos fugamos. —Ella cerró los ojos y tragó aire—. No había amanecido y nosotros ya corríamos campo a través con las manos unidas.
—Pero la alegría duró poco —apuntó ella con tristeza.
Lucas la abrazó desde atrás y la apoyó contra su pecho. La sintió relajarse en sus brazos. La apretó más fuerte. Para que no se escapara, para que no lo dejara, para que se quedara junto a él el resto de la vida. La había encontrado y no iba a perderla de nuevo.
—Lo suficiente para que tu recuerdo me haya acompañado hasta ahora —dijo al tiempo que aspiraba su aroma.
Ella puso sus manos sobre los brazos que la rodeaban. Lo abrazó a su vez y a Lucas se le escapó una sonrisa. La primera desde hacía doce años.
—Nos encontraron en el claro de aquel bosque, uno en los brazos del otro —recordó ella—. Demasiado pronto. Si hubieran llegado más tarde, ya nada nos habría separado.
—Si hubieran llegado más tarde, a ti te habrían hecho ingresar en un convento y a mí me habrían ajusticiado.
—Tienes razón, mi padre te habría matado.
—De esta manera, tú has vivido en la capital en casa de esa tía y yo… te he encontrado de nuevo.
Imaginar las penalidades que Lucas había tenido que sufrir durante todos aquellos años por su causa hizo brotar las lágrimas a María.
—¿Qué fue de ti? Mi padre no consintió darme noticias.
Lucas dudó. Nada de lo sucedido importaba ya, ahora que la tenía entre los brazos. Sin embargo, sabía que pronto o tarde acabaría enterándose.
—Me expulsó de vuestra casa, del pueblo y de la región. Amenazó a mis padres con echarlos a ellos también si volvían a tener contacto conmigo; arrasaría su cosecha y les quitaría las tierras que «con tanta generosidad les permitía cultivar», les dijo.
—Fue culpa mía. Tú no querías que huyéramos. Fui yo la que te convencí.
Él la besó detrás de la oreja, en el nacimiento del pelo. María cerró los ojos de nuevo y contuvo la respiración.
—Yo conocía a tu padre mejor que tú. Lo veía todos los días despachar los negocios de la propiedad. Sabía lo que ocurriría y, aún así, me arriesgué porque lo deseaba con todas mis fuerzas.
—¿Cuándo supiste que era yo?
—Después de que los soldados se marcharan, cuando te miré a los ojos y me vi reflejado en aquella muchacha que un día conocí. Pero cuando me entregaste la cruz… —dijo con la voz rota por la emoción. Respiró profundamente para controlar el momento—. La has tenido contigo todo este tiempo —murmuró antes de besarla en el cuello.
—Era lo único que me unía a ti. Mi padre nunca supo que la tenía, la llevaba escondida entre las ropas. Y las… —De repente se dio cuenta de que él no había reparado en su condición de religiosa—. Y la tía dio por sentado que se trataba de un recuerdo familiar.
Había sucedido así. Esa era la razón por la que la superiora le había permitido que la guardara el día que la descubrió con aquella joya en su poder. María no estaba allí dentro para profesar, sino que había sido confinada. «El convento nada hará para que la entregues como sería obligación», le había dicho. Sabía que cumpliría, que no se lo arrebataría. Al fin y al cabo, su familia pagaba para que la mantuvieran dentro y no le interesaba enemistarse con ella.
—La has tenido contigo todo este tiempo —repitió él, como si no pudiera creer que los sentimientos que un día los unieron se mantuvieran vivos todavía.
—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer con esto que nos ha sucedido?
Él la obligó a darse la vuelta y la acercó a la luz.
—Vente conmigo.
—No puedo, yo…
Los ojos de Lucas se ensombrecieron de repente. María los pudo ver apagarse.
—Vente, María —insistió—. Escápate de aquí, huye conmigo, como hicimos aquella vez.
«Aquella vez». Aquella vez apenas tenían quince años y la cabeza llena de sueños, pero ahora… ahora había otras cosas, otras personas en las que pensar. Y él era un proscrito, un perseguido por la justicia.
Al contrario de lo que había sucedido la otra vez, cuando nada ni nadie le hubiera hecho ceder en su determinación de buscar la felicidad a su lado, ahora, dudó. El miedo a no saber qué ocurriría a partir de ese momento, le oprimió el corazón y se lo estrujó hasta aplastarlo.
Se oyó un ruido dentro de la tienda y María recordó la obligación que había contraído con la hermana Rosario.
—Tengo que acompañar a la hermana hasta Sevilla.
Y como si sus palabras hubiera sido un presentimiento de lo que vendría a continuación, a sus oídos llegó un gemido ahogado.
—¿Hermana Consuelo?
Se volvió hacia la tienda.
—Estoy aquí fuera —contestó.
—¿Hermana Consuelo? No… no me siento bien… hermana Consuelo, venid, por favor… hermana Consuelo… hermana Consuelo…
María se soltó de Lucas e intentó acudir en auxilio de la religiosa. Pero algo se lo impidió.
Él la sujetaba fuertemente por la muñeca. Tenía los ojos muy abiertos y el rostro desencajado.
—¿Eres monja?
Se escuchó un fuerte golpe, algo había caído al suelo.
—¡Hermana Rosario! —gritó María al tiempo que se soltaba de Lucas y se precipitaba al interior de la tienda.
No había vuelto a verlo desde entonces.
El resto del viaje fue penoso. Las lluvias los alcanzaron a cuatro leguas de Córdoba y no cesaron hasta su llegada a Sevilla. La hermana Rosario y ella habían tenido que vivir acurrucadas y cobijadas bajo una lona encerada en una esquina de una carreta. Allí habían viajado y allí habían dormido. El conde había decidido dar por terminado su viaje y la caravana solo se detenía para pasar la noche.
La llegada al convento de las franciscanas en Sevilla resultó un auténtico descanso para María. La hermana Rosario no estaba nada bien; cada vez más apagada, cada vez más silenciosa, cada vez más anciana. Su desasosiego no había dejado de crecer día a día. Por eso, en cuanto cruzaron el umbral del convento y el resto de las religiosas se hicieron cargo de ella, María respiró aliviada.
Aquello fue lo peor que le podía haber pasado.
La angustia por la salud de la religiosa había disminuido solo para ser sustituida por otro malestar, otra pesadumbre, otro desconsuelo, otra pena, otro tormento. Otro, mayor y más profundo. La seguridad de que había dejado escapar el camino hacia la felicidad la partía en dos.
Por eso estaba en la capilla, por eso se había quedado rezando después de que el resto de las hermanas se hubieran retirado ya a sus celdas; por eso llevaba más de una hora de rodillas en el suelo y con las manos unidas. Para herirse, para flagelarse, para castigarse a sí misma. Por cobarde.
Los días posteriores a su llegada había tenido mucho tiempo para pensar. Cuando Lucas le había pedido que se fuera con él, ella no se había atrevido. La vida con un hombre pobre y perseguido por la justicia le había parecido demasiado difícil. Al fin y al cabo, ella no sabía cómo enfrentarse a los problemas mundanos, nunca había tenido que buscarse su propia comida, ni siquiera en el convento había tenido que hacerlo. La única penitencia que se le había pedido era apretarse las tripas en época de vigilia; todo lo demás se le había dado.
Y ahora que había salido del convento, que había respirado más allá de sus muros, que conocía a qué sabían los rayos del sol, lo que se sentía al notar el agua correr por la cara, que había visto las hojas de los árboles mecerse al viento, que había descubierto los primeros copos de nieve cubrir los campos… Ahora que había aprendido de nuevo cómo latía su corazón y cómo fluía la sangre por su cuerpo cuando tenía a Lucas cerca, ahora, ahora lo había perdido.
Y ella era la única culpable.
Retuvo las lágrimas, justo a tiempo de advertir que una persona entraba en la capilla. Era la hermana Rosario.
Se levantó a todo correr cuando la anciana avanzó hacia ella con paso tambaleante.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué os habéis levantado del lecho? —la riñó mientras le cogía del brazo y la acercaba hasta el único reclinatorio que había en el templo.
—Sabía que estaríais aquí. No, no quiero sentarme. Llevadme hasta allí.
La anciana señaló una figura de madera que parecía olvidada a un lado de la iglesia.
—¿Quién es? —preguntó cuando llegaron a la pequeña talla.
—San Valentín. ¿Conocéis su historia? —María negó—. Es un mártir romano. Era médico y se hizo sacerdote. Él casaba a los jóvenes contraviniendo una orden del emperador. Parece que este quería que los hombres jóvenes siguieran solteros para que participaran en las campañas de conquista. Lo capturaron y lo decapitaron en el año doscientos setenta. Mañana, catorce de febrero, hace más de trece siglos de ello y aún lo seguimos venerando.
—¿Por qué me contáis esta historia?
La religiosa se volvió hacia María y esta le sonrió con los ojos.
—Para que sepáis que Dios no traza un solo camino para sus hijos. Hay muchas sendas por las que honrar sus mandamientos. Pasar en una comunidad toda la vida puede ser muy duro, pero hacerlo sin vocación, mucho peor. Y peor aún cuando se sabe que en algún lugar hay una persona esperándote. —María se quedó lívida. La hermana le dio unas palmaditas en la mano para hacerla reaccionar—. Me sabéis anciana, y por ello pensáis que mis ojos y mis oídos no funcionan ya. Os vi, os escuché. Vi cómo os deshacías de la toca cada vez que la noche caía y cómo lo esperabais impaciente. Pero sobre todo, os vi el color del rostro por la mañana, el brillo de los ojos y la sonrisa de los labios. Por unos días, en aquel camino os supe feliz.
El llanto de María rompió la quietud del lugar.
—Hermana —murmuró con las lágrimas corriendo por las mejillas—, ¿qué voy a hacer?
«Salir a buscarlo» había sido su respuesta.
Y al día siguiente, la puerta del convento se cerraba tras de sí.
María se miró el vestido. Parecía una aldeana más. Se sentía extraña después de tantos años de llevar hábito y toca. La ropa había pertenecido a la última muchacha que había entrado en el convento. Le quedaba un poco larga, pero unas puntadas en la cintura, y la falda había dejado de arrastrar por el suelo. Junto a ella estaba la muchacha que le hacía los mandados a las religiosas.
Además de a la plaza, tenían que acercarse hasta una de las casas principales de la ciudad para ver si tenían alguna labor que María pudiera realizar. Llevaba dos notas. Una, que había escrito la superiora como recomendación para aquella casa, y la otra, que le había entregado la hermana Rosario. Era de la priora del convento de Madrid y estaba dirigida a la del de Sevilla. En ella se explicaba sus circunstancias y la orden, en función de la obligación contraída con el padre de María, de retenerla dentro de los muros de la institución.
—Haced con ella lo que más os plazca. La decisión de consagrar la vida a Dios deber surgir solo de dentro de uno mismo —le había dicho la hermana Rosario cuando se la tendió.
Y ella ya había decidido.
—Esta es la primera vez que me acompaña alguien al mercado —le dijo su compañera a la vez que echaba a andar por la estrecha callejuela—. ¡Vamos, antes de que nos quiten el mejor género! —gritó cuando vio que María no se movía.
El mercado era bullicio y diversión. Eran gritos y cantos, era colores, era movimiento, era gente diversa, era risas y gritos.
María se sentía embrujada. Caminaba entre los puestos borracha de excitación, con el corazón acelerado y la cabeza llena de sonidos y sensaciones. Se paraba ante la fruta, ante los pucheros repletos de olivas y las orzas de tocino. Miraba a las clientas discutir con los vendedores, a las mujeres murmurar de las demás, a los niños correr entre las piernas de sus madres y las cestas de verduras, sin poder hacer otra cosa más que sonreír.
El mercado era vida. Y la ciudad, luz.
Se perdió. La chica a la que acompañaba pronto desapareció y por más que atisbó a uno y otro lugar no consiguió dar con ella de nuevo. No le importó. Sabía, más o menos, el camino que habían recorrido para llegar hasta allí y estaba segura de encontrar el camino de vuelta.
Se aventuró por las calles. Entró y salió por las callejas, observó a los pillos, a las mujeres, a los clérigos, a los músicos, los coches de las nobles, a los mercaderes, a los artesanos, a las mancebas. Todo lo vio y todo lo disfrutó. Caminaba sin rumbo detrás de cuatro señoras que, por la conversación que llevaban, supo que se dirigían a la catedral. Allí iban aquellas mujeres y allí decidió ir ella.
Pero todo quedó atrás en cuanto la calle se abrió y se encontró delante de la Cárcel Real, en medio de una multitud de hombres, ancianos, jóvenes y niños, que salían, entraban o, simplemente, paraban. Ni pensar pudo en los pobres cautivos que terminarían sus días entre aquellas paredes, ni pensar pudo en Lucas, en dónde se encontraría, en…
Un grupo de muchachos de no más de doce años, la rodeó por completo y, entre empujones, juegos y risas, la obligaron a entrar en una calleja. Una vez allí, a un grito de uno de ellos, todos sin excepción salieron corriendo, como si al fondo de la calle hubiera visto a los alguaciles. María se quedó sola en la costanilla, sorprendida aún por aquel asalto sin sentido.
Palpó por debajo de la falda por si alguno de aquellos pillastres le había despojado del papel que le garantizaba su libertad, pero no, seguía con ella.
Se dio la vuelta para salir de nuevo a la calle principal, pero no pudo moverse.
Allí estaba. El hombre al que amaba, parado en medio de la rúa, impidiéndole el paso. Y le sonreía.
De repente, Lucas abrió los brazos y ella se arrojó a ellos.
—Pensé que te había perdido —confesó, hundiéndose en su abrazo.
—Intenté marcharme, huir hacia Portugal, pero no pude. Apenas me separé unas leguas de vosotros y ya estaba de regreso. Te seguí hasta aquí.
María separó la cabeza de su pecho y lo miró a los ojos, a aquellos ojos oscuros, profundos y brillantes, que hacían que se le nublara la mente y le temblaran las rodillas.
—¿Cómo has entrado en la ciudad?
Él sonrió y la besó con ternura. Su primer beso después de doce años. Y María olvidó lo que había preguntado.
—Vendí la cruz por el camino, la mujer de un mercader de telas se encaprichó de ella y yo se la cedí a buen precio. —Pero como aquello no explicaba lo que ella le había preguntado, continuó—: A las puertas de Sevilla hay montones de hombres dispuestos a hacer un favor por unas pocas monedas. Al día siguiente a mi llegada tenía esto en mi poder. Y desde entonces no he dejado de vigilar el convento.
Esto era un documento encabezado por las palabras «Carta de libertad».
María, a su vez, hizo lo mismo; sacó la carta que le había regalado la hermana Rosario y se la mostró.
No tuvieron que decir nada más, todo quedaba claro; él estaba libre, ella no era monja y nadie los esperaba en ningún sitio.
Lucas buscó su boca y la llenó de besos. De besos y de esperanza. La llenó de promesas, de «mañanas», de años compartidos. De sueños, de días y de noches. La llenó de amor.
—Solo una cosa —añadió ella mientras respondía a sus labios, a su cuerpo, a sus caricias—: Viviremos en esta ciudad.
Lucas no pudo negarse.
Aquel catorce de febrero de mil quinientos ochenta, Sevilla ganó dos vidas, llenas de gozo, llenas de amor.