Baila conmigo
Anna Casanovas
1
14 de febrero de 2013
No iba a quedarse plantada toda la noche frente a la puerta del gimnasio de su antiguo instituto. Ni hablar. Habían pasado diez años y lo había superado. Era de lo más surrealista que el Instituto Valentine (sí, ese era su verdadero nombre) hubiese tenido la genial idea de celebrar el décimo aniversario de la graduación de la clase del 2003, pero todavía lo era más que ella hubiese confirmado su asistencia.
Julia Costas respiró hondo por enésima vez y volvió a acercar la mano hacia la barra de metal que abriría la puerta. Por suerte para ella, casi todo el mundo estaba dentro; podía oír las notas de Unwell de Matchbox Twenty —¡cómo se había torturado con esa canción!— y veía las siluetas de sus ex compañeros de clase reflejadas en el cristal translúcido de las ventanas del gimnasio. Si hubiese llegado alguien, no habría tenido más remedio que entrar, o justificar por qué estaba allí inmóvil como un pasmarote, pero el destino le había hecho el favor de dejarla sola. Tenía gracia que precisamente ahora que no quería pensar, tuviese tiempo de hacerlo. La noche de San Valentín de diez años atrás había sido una de las peores de su vida, probablemente la peor, si era sincera consigo misma. Fue la noche en la que Spencer la dejó. En esa época no sabía que aquel iba a ser el momento más definitivo de su vida, el que la marcaría más profundamente, porque de haberlo sabido habría reaccionado de un modo completamente distinto. No habría permitido que su orgullo herido se interpusiese entre ella y el chico que amaba. No se habría pasado el resto del curso evitando a Spencer y sin hablar con él. No se habría liado con Michael en la playa ese verano. Y tampoco se habría ido a la universidad sin intentar hacer entrar en razón a Spens.
Julia suspiró resignada y rodeó la barra de metal con los dedos. Lo peor de todo no eran los remordimientos que tenía por lo que no había hecho diez años atrás, sino los que tenía por lo que había hecho los últimos meses…
Unos meses atrás, finales de octubre, para ser más exactos.
Siempre había sabido que llegaría aquel día. Era inevitable, Claudia y Robert se casarían y Julia tendría que asistir a la boda de su mejor amiga. El único problema era que el hermano mayor de la amiga en cuestión era el único hombre del que Julia se había enamorado de verdad. Y el único que le había roto el corazón. No sería la primera vez que veía a Spencer desde aquel horrible invierno; habían coincidido varias veces desde entonces, básicamente en las bodas de los distintos miembros de su grupo de amigos del instituto.
Al parecer, no importa lo lejos que te mudes de tu ciudad natal, siempre hay ciertas personas que se empeñan en seguir en tu vida, pensó Julia mientras se decía a sí misma que podría haber encontrado una excusa para no asistir al ensayo de la boda. ¿Qué tenían que ensayar? Habían asistido a tantas en los últimos años que todos sabían dónde ponerse, qué hacía el novio o la novia y dónde se colocaban el padrino y la dama de honor. Y Julia no tenía ningunas ganas de estar de pie al lado de Spencer durante más de media hora. Sí, casualidades de la vida, Robert había hecho padrino a Spencer, su mejor amigo, y Claudia, la había elegido a ella como dama de honor. El día que se lo pidió, Claudia estaba muy nerviosa; quedaron para almorzar y Claudia casi se derrama encima la copa de vino un par de veces. Cuando por fin le dijo a Julia que Robert y ella iban a casarse y que quería que fuese su dama de honor, tardó menos de dos segundos en añadir que no hacía falta que aceptase, que podía pedírselo a su prima de Kansas.
—Entendería perfectamente que no quisieras —le dijo Claudia mirándola con cierta lástima—. Después de lo que sucedió entre mi hermano y tú, es más que comprensible.
—No digas bobadas —se obligó a reesponder Julia con un sonrisa de mujer de mundo—. De eso hace ya mucho tiempo. Éramos unos críos —añadió bebiendo un poco de vino para dar más efecto a su postura—. Y ni loca dejo que tu prima sea tu dama de honor, ¿acaso no intentó ahogarte cuando eráis pequeñas?
—Ella afirma que quería enseñarme a nadar, dice que los perros aprenden así —la corrigió Claudia con una sonrisa—. Gracias, Julia. Significa mucho para mí.
De esa conversación hacía ya varias semanas, las mismas que llevaba Julia preparándose mentalmente para ver a Spencer. Aunque a decir verdad, verlo no era lo que le daba tanto miedo; llevaban años «viéndose» e ignorándose con suma educación. Cada año coincidían en un par de celebraciones de sus antiguos amigos de Carmel —antiguos para Julia porque Spencer se había quedado a vivir allí— y siempre conseguían abandonar la celebración en cuestión sin dirigirse la palabra exceptuando un «hola» y un «adiós». Lo que a Julia le daba miedo era hablar con él porque por mucho que se lo negase, a sí misma o a los demás, cada vez que oía la voz de Spencer notaba búfalos en el estómago y perdía la capacidad de llevar a cabo las funciones más básicas, como por ejemplo hablar o mantenerse en pie.
Al parecer, el destino se había apiadado de ella y Spencer no había podido asistir al par de reuniones que habían organizado Claudia y Robert para hablar de la boda, pero era imposible que Spencer no estuviese en el ensayo. Además, Julia se lo había preguntado sin demasiado disimulo a Robert y este le había respondido que si Spencer no aparecía, él personalmente le arrancaría la piel a tiras por dejarlo en la estacada.
Por su parte, Julia sí que había asistido a esas reuniones, así que podría haber encontrado cualquier excusa para no ir al ensayo. Ella vivía en San Francisco, a dos horas en coche de su pueblo natal, y acababan de hacerla socia en el bufete donde trabajaba; lo que significaba que necesitaba los fines de semana para recuperar las horas de sueño que perdía de lunes a viernes. Y lo que era más importante, a ella le encantaba pasarse el sábado tumbada en el sofá mirando la tele, vestida con unos sencillos pantalones de algodón y una camiseta de la universidad en vez de los trajes de chaqueta que utilizaba a diario. Los sábados eran para ella y los domingos para salir a pasear, ir al cine y poner un poco de orden en su diminuto pero estupendísimo apartamento. Se lo había comprado un par de años atrás en el barrio que había alrededor de la bahía y todavía no podía creerse que hubiese tenido tanta suerte.
Julia ya tenía el discurso preparado, se sabía de memoria las palabras que iba a decirle a Claudia para justificar su ausencia en el ensayo, pero cuando su amiga la llamó medio histérica contándole las perrerías que le había hecho su futura suegra, no tuvo valor de decírselo.
Y por eso preparó una bolsa para el fin de semana, resignada a pasar esos días en casa de sus padres y a enfrentarse a su único exnovio.
Genial. Casi preferiría que le arrancasen todas y cada una de las muelas con una cuchara.
2
Spencer Coburn jamás había estado tan nervioso como ahora. Tenía la espalda completamente empapada de sudor, aunque juraría ante cualquiera que era culpa de esa maldita americana que se había puesto y no de su estado de ánimo. Él era un hombre hecho y derecho. Acababa de cumplir los treintaiún años y hacía casi diez que estaba al frente de su propio negocio: una de las ebanisterías con más prestigio de la costa este de los Estados Unidos. Coburn & Son jamás cotizaría en bolsa ni daría beneficios millonarios, pero sus cunas y sus mecedoras podían pasarse de generación en generación y siempre seguían intactas. Spencer había heredado el oficio de su padre, igual que este lo había hecho del suyo, pero él había conseguido que la ebanistería diese un importante salto hacia delante. En Coburn & Son seguían produciendo muebles de calidad a mano, pero gracias a Spencer ahora también disponían de un par de líneas de muebles más sencillos y que podían fabricar en mayores cantidades, y vender a precios más asequibles. Y así disponían de unos ingresos más constantes y también más estables. Spencer tenía más de cuarenta trabajadores a su cargo y a más de la mitad los consideraba familia. Su padre seguía vivo y discutían a diario por alguna tontería, pero cada noche Spencer pasaba por casa de sus padres para tomarse una cerveza y charlar con ambos. Él se había independizando tiempo atrás; se había construido su propia casa cerca del mar y no se imaginaba viviendo otra vida que no fuese esa.
Aunque nunca se había imaginado viviéndola solo. Desde muy pequeño había sabido a quién quería viviendo con él en esa casa de madera: Julia Costas. Pero Julia quería ser abogada y hacer grandes cosas, y salir de ese pueblo para no volver nunca más.
Sus sueños habían sido incompatibles desde el principio pero durante un año los dos soñaron lo mismo y estuvieron juntos. Hasta que a ella la aceptaron en esa prestigiosa universidad y él actuó como un imbécil y la dejó.
Se suponía que iban a ir juntos al baile de San Valentín, recordó con una sonrisa de tristeza en los labios, pero esa misma mañana discutieron y se dijeron cosas horribles. Julia asistió sola al baile, Spencer cerró los puños al ver en su mente a Julia con dieciocho años con ese vestido rosa y con los ojos rojos de tanto llorar. Ella había ido a buscarlo para hacerle cambiar de opinión, para suplicarle que la escuchara, ¿y qué había hecho él? Lo que haría cualquier idiota con veintiún años; presentarse en el baile medio borracho y acompañado de una chica mayor y de lengua y manos demasiado ágiles.
Después de esa noche, Julia y él se evitaron hasta que llegó setiembre y ella se fue a la universidad. Y luego… Luego, cuando coincidían se limitaban a saludarse y a ignorarse. O al menos eso hacía ella, porque él aprovechaba cada segundo para mirarla y torturarse con ello.
Hoy iban a tener que hablarse por primera vez en casi diez años, era completamente imposible que pudiesen evitar dirigirse la palabra; él era el padrino de boda de su hermana pequeña y de su mejor amigo, y Julia era, evidentemente, la dama de honor.
El destino puede ser un verdadero hijo de puta cuando se lo propone.
Spencer había deseado más de una vez que Claudia y Julia se peleasen y dejasen de ser amigas, aunque siempre que esa idea se le cruzaba por la cabeza luego se sentía enormemente culpable. De pequeñas Julia y Claudia eran uña y carne y, a pesar de que eran tan distintas como la noche lo es del día, su amistad había resistido todos los obstáculos, incluso que Julia fuese a la universidad y que se quedase a vivir en la ciudad. Durante el año que él y Julia fueron novios, probablemente la única persona que se alegró más que ellos dos fue Claudia; la hermana pequeña de Spencer lo abrazó loca de contenta cuando él, completamente sonrojado, le confesó que le había pedido salir a su mejor amiga. Y cuando rompieron, también fue de las que más se entristeció. Claudia solo le había preguntado una vez por qué había dejado a Julia, el mismo día que le dijo que ella y Robert iban a casarse, y antes de que Spencer reuniese el valor y la calma necesarios para hablar, su hermana lo miró a los ojos y se fue de su dormitorio sin esperar la respuesta.
Fuera lo que fuese lo que había visto Claudia en los ojos de Spencer, ahora él estaba de pie frente a la puerta de la iglesia esperando a que llegase el fin del mundo y lo salvase de aquella situación.
—Buenos días, Spencer, me alegro de que hayas venido —la voz de su hermana lo sorprendió—. Mamá y yo íbamos a ir a buscarte, si intentabas escabullirte.
—Buenos días, Claudia —la saludó—. ¿Y por qué iba a escabullirme? Es el ensayo de tu boda y yo soy el padrino además de tu hermano mayor. ¿Por qué diablos no iba a venir?
—Ah, no sé —respondió Claudia mirándose las uñas—. Tal vez por el mismo motivo por el que no viniste a las dos reuniones que organicé para hablar de la boda.
—Tú sabes perfectamente que estaba ocupado —le dijo buscándole los ojos.
—Claro, por supuesto.
—¿Dónde están Robert y los demás?
—Robert vendrá con sus padres —se miró el reloj—, tendría que estar a punto de llegar. Papá y mamá ya están dentro y Julia también estará al caer.
—¿Todavía se acuerda de venir hasta aquí?
—Por supuesto —afirmó Claudia—, pero si tienes miedo de que se pierda, ¿por qué no la llamas y le preguntas si necesita ayuda? —añadió con una sonrisa.
—Será mejor que entremos —dijo Spencer abriendo la puerta de la iglesia—, antes de que te conviertas de nuevo en una adolescente.
—Ja, ja, muy gracioso.
Spencer se rió al ver que su hermana le sacaba la lengua y los dirigió a ambos hacia donde los estaban esperando sus padres y el sacerdote que iba a oficiar la boda. Tal vez no iba a ser tan malo, pensó mientras los saludaba, y después, cuando llegaron Robert y sus padres, Spencer se relajó todavía más. Sí, se había preocupado en vano. Le había dado demasiada importancia a aquel encuentro; Julia llegaría, se colocaría en su lugar sin decirle nada, y se iría del pueblo en menos de una hora.
—Lamento el retraso, no sabía que ahora no se podía aparcar en la plaza.
Mierda.
Spencer, que estaba charlando con el sacerdote, perdió por completo el hilo de la conversación y no pudo evitar girarse para observar a la propietaria de esa voz.
3
—Siento mucho llegar tarde —se disculpó Julia de nuevo porque eso fue lo único que su cerebro consiguió procesar ahora que Spencer la estaba mirando.
—No te preocupes, todavía no hemos empezado —la tranquilizó Claudia acercándose a ella para saludarla—. Robert y sus padres acaban de llegar. —Le dio un abrazo a su amiga y se giró hacia el resto del grupo—. Vamos, estoy muy nerviosa.
—¿Por qué? —le preguntó Julia; Claudia no tenía que enfrentarse a un hombre que la había abandonado delante de todo el mundo cuando iban al instituto, ella solo tenía que ensayar para casarse con uno que había reconocido públicamente que la quería.
—¡Voy a casarme! —exclamó Claudia saltando de alegría y Julia se sintió culpable por empequeñecer los nervios de su amiga.
—Lo sé —le dijo tras otro abrazo—. Me alegro mucho por ti. Todo va a salir genial, ya lo verás.
Las dos caminaron hacia el altar y Julia intentó ignorar los escalofríos que le causaban los ojos de Spencer. No se habían apartado de ella ni un segundo y, aunque durante un instante sintió que él le recorría el cuerpo con admiración, ahora la estaba mirando de un modo que no tenía nada que ver con la atracción física y mucho con el odio o el resentimiento. ¿Él la odiaba? ¿Por qué? Había sido él el que la había dejado.
—Hola, Julia —la saludó la madre de Claudia—, cuánto tiempo. Estás muy guapa. ¿Vas a quedarte todo el fin de semana?
—En principio iba a quedarme, señora Coburn, pero cuando salía de la ciudad he recibido una llamada de mis padres diciéndome que no iban a estar, así que supongo que volveré a mi apartamento —le explicó Julia en cuanto la otra mujer la soltó de un efusivo abrazo.
Cualquiera que hubiera oído a Julia creería que no le importaba lo más mínimo que sus padres no estuviesen en casa, pero en realidad era completamente lo contrario.
—No deberías conducir sola de noche —le dijo entonces el señor Coburn, un hombre robusto que a Julia siempre le había recordado a un leñador—. Si tienes miedo de dormir en tu casa, puedes quedarte con nosotros. O con Spencer, ¿no es así, hijo?
Si las miradas matasen, Jack Coburn habría muerto en aquel preciso instante.
—Por supuesto, papá —dijo Spencer entre dientes—, aunque estoy convencido de que Julia no tiene miedo de estar sola.
¿Por qué tenía Julia la sensación de que, escondido en esa frase, había un insulto?
—Le agradezco mucho el ofrecimiento, señor Coburn —Julia optó por ignorar la recalcitrante invitación de Spencer—, pero no es necesario.
—Será mejor que empecemos —los interrumpió el sacerdote—. Dentro de unas horas tengo un bautizo y me gustaría prepararme antes.
—Por supuesto —le dijo Julia—. ¿Dónde tengo que ponerme?
—Al lado de Claudia, y tú, Spencer, colócate al lado de Robert. Los padres de la novia aquí —el sacerdote siguió dando instrucciones— y los del novio aquí.
En cuanto estuvieron todos en posición, Julia se dio cuenta de que ella y Spencer estaban frente a frente a poco más de un metro de distancia. Él era tan alto que si levantaba una mano seguro que podría tocarla. Y si ella apartaba la mirada de su amiga, se topaba con los ojos de él. Para evitarlos, mantuvo la vista hacia abajo y la fijó en las manos de Spencer. Tenía la piel morena, propio de alguien que suele pasear o trabajar en el exterior, y se veían firmes y fuertes. Siempre la habían fascinado, en especial cuando él las colocaba encima de ella y parecían temblar al entrar en contacto con su piel.
Le sorprendió acordarse de eso en aquel preciso instante y se sonrojó. Ella y Spencer estuvieron juntos un año y tardaron varios meses en hacer el amor. Él había sido el primero para Julia, y Spencer fue maravilloso con ella. Fue un fin de semana de verano, los padres de Julia no estaban en casa, algo habitual, y Spencer fue a hacerle compañía. Al principio solo se besaron, pero poco a poco las manos de Julia se deslizaron bajo la camiseta de Spencer porque le gustaba mucho notar el calor que desprendía su piel. Él se apartó y la miró a los ojos, y sin decirse nada más empezaron a desnudarse.
—¿Julia? ¡Julia!
—¿Eh? —Julia levantó la cabeza y se encontró con el rostro del sacerdote—. Perdón, me he despistado. ¿Me estaba diciendo algo?
—Sí, te estaba preguntando si ya sabes qué texto vas a leer.
Julia carraspeó y zarandeó la cabeza y al hacerlo se fijó en los ojos de Spencer y se sonrojó todavía más que antes porque tuvo el presentimiento de que él sabía exactamente en qué había estado pensando.
—He decidido que voy a escribir algo.
—Perfecto, entonces recuerda que tendrás que traerlo, aunque si quieres puedes mandarme una copia antes y la guardaré aquí.
—Gracias, eso haré.
—Veamos —siguió el sacerdote—, después de tu lectura empezaremos con los votos.
Sonó un móvil.
—Disculpadme —dijo Robert sacándose el suyo del bolsillo de los pantalones—. Hoy en el hospital están desbordados y les he dicho que me llamasen si sucedía algo.
—Claro —dijo el sacerdote—, sigamos. Ven Spencer, colócate en el lugar de Robert mientras él atiende la llamada y así seguimos avanzando.
Spencer se movió y dio un paso hacia delante para quedar frente a su hermana… que se echó a reír.
—No puedo casarme contigo —dijo Claudia sin dejar de reírse—. Ponte tú, Julia —tiró de la mano de Julia tan de repente que esta ni siquiera pudo reaccionar y en cuestión de segundos se encontró plantada en el altar con la mano de Spencer bajo la de ella.
—Está bien, supongo que así puedes hacerte a la idea —aceptó el sacerdote.
A partir de aquel instante, Julia dejó de oír, o de entender, lo que sucedía a su alrededor pues lo único que podía procesar su mente era que tenía a Spencer a menos de veinte centímetros y que se estaban tocando por primera vez en casi diez años. Y aunque no tuviese ningún sentido, fue en aquel instante cuando se dio cuenta del tiempo que había pasado sin sentir la piel de Spencer. Se había hecho mayor, a ella seguía pareciéndole el hombre más atractivo que había visto jamás, pero era innegable que había cambiado. Ahora era más alto y estaba más fuerte, y podía notar las durezas que tenía en algunos dedos, probablemente de tallar y pulir la madera.
—Ya estoy aquí —la voz de Robert obligó a Julia a levantar la cabeza y lo que vio la dejó más confusa de lo que estaba. Spencer tenía la mandíbula apretada y también había dejado la mirada fija en sus manos—. ¿No me digas que has aprovechado para casarte mientras yo no estaba, Spencer? —le preguntó el novio a su mejor amigo dándole una palmada en la espalda.
Spencer soltó la mano de Julia como si fuese una serpiente envenenada y se apartó de ella de un salto, aunque intentó disimularlo.
Julia se llevó la mano despacio a un lado y fingió no darse cuenta.
—No digas tonterías, Robert —respondió Spencer.
—Spencer y Julia me han ayudado a enseñarle a Claudia dónde quiero que os pongáis el día de vuestra boda —apuntó el sacerdote ajeno a la estampida de emociones que sacudía a Julia—. Creo que por hoy ya está. Si necesitáis algo más, ya sabéis donde encontrarme. Si no, nos vemos cuando llegue el gran día.
—Gracias por todo, padre. —Claudia se despidió del sacerdote y luego volvió a dirigirse al resto del grupo—. ¿Nos vamos todos a comer? He reservado en un restaurante junto a la playa.
Los padres de los novios aceptaron encantados y Julia vio que Spencer intentaba escabullirse con Robert, pero este le dijo algo en voz baja y al final Spencer también aceptó la invitación. Julia corrió la misma suerte con Claudia.
Llegaron al restaurante y Julia y Spencer tuvieron que sentarse el uno enfrente del otro. No se dirigieron la palabra durante la comida, pero participaron en las conversaciones que iban surgiendo en la mesa. Cada vez que alguien le preguntaba a Julia por su vida en la ciudad, cuando respondía tenía la sensación de que Spencer analizaba cada palabra. Y no dejaba de mirarla. Y ella no podía dejar de mirarlo. El hueco que tenía en el cuello, justo donde se abría el primer botón de la camisa, la tenía fascinada. Los músculos de los brazos que se le marcaban cada vez que servía agua a su hermana, la hipnotizaban. Y su risa, esa risa ronca que había dejado de ser la de un chico para convertirse en la de un hombre, era el sonido más sensual que Julia había oído en toda su vida.
«¿Qué diablos me está pasando?», pensó Spencer. No era la primera vez que veía a Julia, pero era la primera que no podía dejar de mirarla. Tal vez era porque la había tocado, o tal vez porque estaban muy cerca el uno del otro cuando siempre intentaban mantenerse a varios metros de distancia, pero fuera por el motivo que fuese, ahora mismo no lograba recordar por qué llevaban tanto tiempo enfadados. Había muchas parejas de adolescentes que rompían y que de mayores eran amigos, pero ellos ni siquiera eran capaces de dirigirse la palabra. Sí, aquel era precisamente el problema: tenían que ser amigos. Seguro que entonces dejaría de tener ganas de arrancarle la ropa y de hacerle el amor encima de la mesa. Carraspeó y bebió un poco de agua. Volvió a carraspear y cuando creyó que estaba preparado para preguntarle a Julia por el trabajo o por su apartamento, la miró. Y se quedó sin habla.
4
Julia estaba decidida a volver a San Francisco, pero por culpa de lo que había sucedido en la iglesia había bebido dos copas de vino durante la comida y no tenía ganas de conducir sola durante un par de horas, así que tras despedirse con un adiós generalizado, se dirigió hacia casa de sus padres.
Nunca le había gustado esa casa, siempre se había sentido como una extraña, a pesar de que había nacido y crecido allí. Sus padres eran catedráticos y para ellos Julia era un proyecto más que, lamentablemente, no había salido como ellos querían. Cuando era pequeña odiaba sentir que no era suficiente, igual que odiaba aquella sensación de que nada de lo que ella pudiera hacer evitaría defraudarlos. Nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Spencer, pero Julia no soportaba vivir en Carmel porque sentía como si todo el mundo perteneciese a la mejor familia del mundo, excepto ella.
Abrió la puerta y dejó caer la bolsa y el abrigo al suelo. Se apoyó en la pared y respiró hondo con los ojos cerrados. Hacía más de seis meses que no veía a sus padres y ni siquiera se habían molestado en esperarla para preguntarle cómo estaba. Seguro que si se quejaba le dirían que ya sabían que estaba bien o que se habían ido a hacer algo sumamente importante; pero en realidad a Julia ya no le importaban lo suficiente como para preguntarles nada. Se apartó de la puerta y se dirigió a la cocina para servirse otra copa de vino. Lo único bueno de sus padres era lo previsibles que eran y sabía que en la primera estantería de la despensa encontraría un par de botellas.
No encendió la luz del salón y caminó a tientas hasta la cocina, allí le dio al interruptor y cogió una botella y una copa. Se sirvió y se sentó en uno de los taburetes. El único momento en que sus padres se habían sentido mínimamente orgullosos de ella fue cuando la aceptaron en Berkley. Aunque al final eso tampoco había servido de nada. Bebió un poco y se quitó los zapatos de tacón. La discusión que había tenido con sus padres cuando les dijo que no tenía intención de dejar a Spencer y que seguirían juntos mientras ella estudiaba la carrera fue épica. Si hubiera sabido que él iba a dejarla esa misma mañana, se la habría ahorrado. Y así se habría ahorrado las miradas de condescendencia de sus padres durante los seis meses siguientes. Qué estúpida había sido. Zarandeó la cabeza para quitarse de encima esos recuerdos y se terminó la copa. Subió hacia el dormitorio que había ocupado hasta los dieciocho años y se quitó el vestido para ponerse unos pantalones y una camiseta. Quizá fue culpa del alcohol, o tal vez se debía a la nostalgia que le evocaban esas paredes, pero Julia notó que se le humedecían los ojos; había dejado de pensar en la discusión con sus padres para recordar la primera vez que ella y Spencer hicieron el amor en ese dormitorio…
De repente sonó el timbre de la puerta principal y Julia agradeció la distracción. Bajó los escalones de dos en dos frotándose los ojos para que su visita no viese que había estado a punto de llorar. Probablemente sería su vecina, la señora Parks, que tras ver el coche en el camino iba a saludarla.
Abrió la puerta dispuesta a aguantar el interrogatorio de la octogenaria y se quedó petrificada.
—Hola —la voz de Spencer sonó todavía más ronca que en la iglesia.
—Hola.
—Yo… no sabía si habías decidido volver a San Francisco, pero iba de camino a casa y he visto tu coche aquí aparcado y… —se balanceó sobre sus talones y levantó la vista que hasta entonces había mantenido algo baja.
Julia dejó de respirar en cuanto los ojos de Spencer se detuvieron en su rostro. Se quedaron mirándose sin decir nada pero ninguno de los dos levantó las defensas que solían erguir delante del otro. Spencer soltó el aliento poco a poco, como si hasta entonces no se hubiese atrevido a respirar, y levantó despacio una mano. Los dedos de Spencer acariciaron la mejilla de Julia y ella cerró los ojos. Spencer estaba temblando y sus pies eliminaron la distancia que lo separaba de Julia; ella capturó la muñeca de él con una mano, temerosa de que la apartase. Algo que él no tenía intención de hacer.
Spencer se agachó y colocó los labios encima de los de Julia, sintiendo su tacto por primera vez en diez años, sorprendiéndose por las diferencias que había causado el paso del tiempo, deleitándose en las semejanzas. Los dos se quedaron sin aliento durante un instante que bien habría podido durar toda la eternidad, o tal vez solo un segundo, pero cuando la lengua de Spencer acarició el labio inferior de Julia, el mundo se desvaneció y la dulzura por aquel reencuentro se convirtió en una pasión incendiaria.
Spencer le sujetó el rostro con las manos y con la fuerza de los labios separó los de Julia para poder besarla con diez años de deseo que había guardado solo para ella. Avanzó hacia el interior de la casa y cerró la puerta de una patada. La cogió en brazos y subió sin separar sus labios de los de ella hasta el dormitorio en el que había pasado las mejores noches de toda su vida, demasiado pocas para que durasen todo lo que le quedaba por vivir. Depositó a Julia en su cama y se tumbó encima; notó que ella deslizaba las manos por su espalda y durante un segundo temió que fuera a apartarlo, pero los dedos de Julia se escurrieron por debajo de su camiseta y tiraron de la prenda hacia arriba. Él hizo lo mismo y le quitó la suya con un único movimiento. Lamentó el segundo durante el cual no la besó, pero lo recuperó besándola todavía con más intensidad. Se desnudaron sin perder el tiempo para volver a aprender sus cuerpos, aunque las yemas de sus dedos nunca se habían olvidado.
Estaban tumbados en la cama de Julia, con la ropa de ambos esparcida por el suelo a su alrededor, y ninguno de los dos parecía ser capaz de apartarse del otro ni siquiera para respirar. Spencer enredó los dedos en la melena castaña de ella y la retuvo inmóvil durante un segundo para ver si así podía calmarse un poco. Los labios de Julia le atraparon en un beso y Spencer echó la cabeza hacia atrás para mirarla a los ojos. Ella le aguantó la mirada pero se negó a mostrarle nada más excepto el deseo que amenazaba con ahogarla; Julia no podía diseccionar ahora mismo lo que estaba sintiendo más allá de una innegable atracción física y de la absoluta certeza de que si Spencer no la tocaba y le hacía el amor moriría allí mismo.
A Spencer le resultaba imposible seguir respirando porque lo único que quería era lanzarse dentro de los profundos iris verdes de Julia y no salir jamás. Los latidos de su corazón lo ensordecían y nunca había estado tan excitado. De joven siempre había sido delicado con Julia, apasionado pero tierno, intenso pero dulce. En cambio ahora, quería sujetarle las manos y poseerla con todas sus fuerzas. Quería marcarla por dentro y por fuera y asegurarse de que jamás volvía a irse de su lado. De que jamás sentiría con nadie lo que sentía estando con él. «Pero Julia volverá a irse», pensó Spencer y sintió tal opresión en el pecho que tuvo que cerrar los ojos y apoyar la frente en la de Julia para recuperar el aliento.
—No —susurró ella pegada a su oído—. No pienses en nada —añadió dándole un beso en la mejilla mientras le pasaba los dedos por el pelo—. Nada en absoluto.
Spencer respiró hondo y se apartó hasta que encontró los ojos de ella. Se quedó mirándolos y lo primero que captó su atención fue lo cansados y preocupados que parecían. Él no quería que Julia estuviese preocupada, quería cuidarla y asegurarle que todo iba a salir bien.
—No pienses en nada —repitió ella acariciándole ahora el pómulo y la ceja con los dedos—. Bésame, Spencer.
Esas palabras eliminaron cualquier duda en su mente y su cuerpo tomó las riendas e hizo exactamente lo que ella le había pedido. Y más. La besó, la acarició, la atormentó con sus manos y con su lengua hasta hacerla enloquecer de deseo y entonces la poseyó como nunca se había permitido poseerla. Y ella hizo lo mismo con él.
Cuando por fin los dos se sintieron saciados, Julia se quedó dormida encima del torso de él y Spencer pensó que nunca había sido tan feliz.
Julia respiró hondo y al inhalar el perfume de Spencer siguió durmiendo. ¿El perfume de Spencer? Abrió los ojos de golpe al recordar todo lo que había sucedido la tarde —y la noche— anterior y deseó que la tierra se la tragase. Se había acostado con Spencer. «¿Acostado?», le susurró una voz en su mente, «Habéis hecho una maratón de sexo». Julia se sonrojó a pesar de que allí no había nadie para verla excepto Spencer y él, gracias a Dios, seguía dormido. ¿Qué iba a hacer ahora? Se había convertido en un cliché, en la patética chica que cuando está triste y deprimida se acuesta con su exnovio del instituto. Cerró los ojos y los apretó con fuerza para ver si así todo se convertía en un sueño.
Los abrió. Spencer seguía allí y como si él necesitase recordárselo movió una mano y la colocó encima de su espalda. Julia sintió un cosquilleo por todo el cuerpo y suspiró. La noche anterior había sido maravillosa, pero no significaba nada. Si diez años atrás, cuando él le había dicho repetidas veces que la amaba, había sido capaz de dejarla sin pestañear, ahora también la dejaría. A su edad una noche de sexo no iba a cambiar las cosas. Seguro que Spencer se había quedado tan alterado como ella por lo de la iglesia y sus cuerpos habían reaccionado de aquel modo tan absurdo, delicioso, pero absurdo al fin y al cabo. Bueno, ahora que lo había racionalizado, podía volver a dormirse.
Spencer abrió los ojos y se descubrió solo en la cama. Sintió pánico durante unos segundos, hasta que oyó la voz de Julia en el piso inferior. No había sido un sueño. Julia y él habían hecho el amor y había sido increíble. Maravilloso. La noche más erótica y más sensual de toda su vida. Sí, él había ido allí para hablar y no podía decirse que hubiesen hablado demasiado, pero seguro que hoy lo harían y que encontrarían el modo de arreglar las cosas entre los dos. Se levantó y vio que ella le había dejado la ropa doblada encima de una silla, así que la cogió y fue al baño para darse una ducha y vestirse. Cinco minutos más tarde descendía la escalera silbando una vieja canción de la tele.
—Buenos días, Julia.
Ella estaba en los fogones preparando huevos revueltos y él no consiguió resistir la tentación de acercarse y darle un beso en la nuca. Julia se tensó de golpe y Spencer se apartó preocupado.
—¿Sucede algo? —le preguntó enarcando una ceja.
—No —mintió ella retrocediendo un paso más—. Tengo miedo de quemarme —improvisó.
Spencer aceptó la mentira y le dio espacio con la esperanza de que Julia se relajase y le contase la verdad.
—He preparado huevos, tostadas y café. —Siempre cocinaba cuando estaba nerviosa, y Spencer lo sabía pero, o se había olvidado, o tuvo la delicadeza de no comentárselo.
—Un auténtico festín. Muchas gracias, Hepburn.
Ella se sonrojó al oír el término cariñoso con el que la había bautizado Spencer.
—Sigo sin parecerme a Audrey Hepbun, ni a Katherine —le recordó igual que había hecho tantas veces—, Spencer.
—Yo creo que sí.
—No —insistió tras servir los platos mientras él servía el café—. De todos modos —siguió—, ya no tiene sentido que me llames así.
—¿Por qué? —preguntó él intrigado antes de darle un mordisco a una tostada.
—Hoy mismo vuelvo a la ciudad —respondió.
Spencer tuvo un ataque de tos y casi se atraganta con la tostada.
—Estoy bien —dijo levantando una mano—. Dame un segundo. —Bebió un poco de café y se recuperó del todo—. Creía que ibas a quedarte el fin de semana —señaló mirándola directamente a los ojos—. Había pensado que podíamos ir a pasear por la playa y por la noche podría enseñarte mi casa. La construí hace años y me gustaría…
—Estoy segura de que es preciosa —lo interrumpió ella—, pero no puedo.
—¿No puedes? —Levantó de nuevo una ceja, sabía que a Julia le ponía nerviosa y estaba dispuesto a utilizar todas las armas que tuviese a mano con tal de que ella reaccionase.
—No. Sí. —Suspiró entre dientes y tomó aire—. No quiero.
—Ah, eso es distinto. —Spencer respiró hondo y se preparó para seguir con aquella conversación. Él se había imaginado una mañana muy distinta cuando se había despertado en la cama de Julia—. ¿Por qué no quieres quedarte?
—Mira, tú mismo lo dijiste, nos sentimos muy atraídos el uno hacia el otro y funcionamos bien en la cama, pero eso no basta para tener una relación.
—¿Cuándo he dicho yo eso? —Él estaba completamente seguro de que ayer apenas podía hablar, así que era imposible que hubiese elaborado esa frase tan complicada. Y tan absurda.
—El día del baile de San Valentín.
—¿Hace diez años?
—Lo dijiste.
—¿Y vas a echármelo ahora en cara?
—Hace diez años no quisiste escucharme.
—¡Hace diez años me comporté como un completo idiota, Hepburn!
—En eso no voy a llevarte la contraria. Y llámame Julia —le dijo ella con la voz que utilizaba para dirigirse a un juez.
—¿Por eso no quieres quedarte, Julia? Después de lo que sucedió anoche ¿vas a dejarme plantado por algo que dije hace diez años y que ni siquiera pienso?
—Tú me dejaste.
—¿Y ahora te toca a ti? ¿Esta es tu manera de vengarte, darme a probar mi propia medicina?
—¿Tu propia medicina? Yo te amaba y tú decías amarme —lo miró furiosa antes de ponerse en pie—. Tú y yo habíamos quedado en vernos esa mañana, la noche anterior habíamos hecho el amor en tu casa porque tus padres no estaban y habíamos quedado en el parque que había cerca del instituto. Esa mañana, antes de salir de mi casa, recibí la carta de Berkley en la que me comunicaban que me habían aceptado. Tenía tantas ganas de contártelo —recordó para sí misma—. Cuando te vi te di un beso y empecé a contarte todos los planes que tenía y tú me miraste a los ojos y me dijiste que me dejabas. Que lo nuestro no iba a salir bien y que lo mejor sería que saliésemos con más gente. Esa mañana creí morir, Spencer. Así que no, no me estoy vengando. Hace diez años tú me rompiste el corazón. Ahora, yo solo te estoy diciendo que no puedo quedarme a pasar el fin de semana después de haber echado un polvo.
Spencer apretó los dientes. Un polvo.
—Yo tenía que quedarme aquí —dijo Spencer apartando la mirada de Julia, porque le desgarraba por dentro comprobar que él le había causado tanto dolor—. Tenía que quedarme y seguir con la ebanistería. Ahora está bien, pero en esa época mi padre estuvo a punto de perderla y yo no podía permitirme el lujo de ir y venir de la ciudad.
—¿Y por eso me dejaste? ¿Creías que si no te veía a diario me olvidaría de ti y me buscaría a otro? ¿Tan mala opinión tenías de mí?
—No, Julia. Sabía que si te contaba la verdad te quedarías, que renunciarías a Berkley y te quedarías aquí conmigo. Y no iba a permitirlo. Además, aunque no hubieses renunciado, aunque hubiésemos conseguido salir juntos durante toda tu carrera, ¿de qué habría servido? Tú estabas empeñada en vivir en la ciudad y yo —levantó las manos en señal de rendición—, yo siempre he querido estar aquí.
Julia tardó varios segundos en comprender lo que Spencer le estaba diciendo. Y cuando lo hizo se secó la única lágrima que le resbalaba por la mejilla. Estaba tan furiosa, tan enfadada con Spencer por haberse comportado como un mártir, con ella por no haberlo visto, con los dos por no haber sido sinceros el uno con el otro, que tuvo que contenerse para no gritar.
—Lo único que quería yo, Spencer, era estar contigo. No me importaba el lugar: aquí, en San Francisco o en la luna. Tú me dejaste. Me rompiste el corazón y me dijiste que lo único que habías sentido por mí era una atracción pasajera y que seguro que se te pasaría. Me dijiste que estabas convencido de que una chica de tu edad entendería mejor tus necesidades. Me dijiste…
—¡Te dije todo lo que sabía que tenía que decirte para que te fueses de aquí y me olvidases!
—¿Y qué quieres ahora, una medalla?
—¡No, joder! —Se levantó de la mesa y paseó nervioso por la cocina—. Lo único que quiero es una oportunidad de volver a conocerte, de volver a estar juntos.
—¿Por qué, Spencer? Tú sigues viviendo aquí y yo sigo siendo «una repipi universitaria». —Él también la había llamado eso esa mañana en el parque.
—¡Tenía veintiún años y dije un montón de estupideces! ¿Acaso vas a recordármelas todas? —le preguntó Spencer sarcástico—. Cometí un error. Un error gravísimo. Y nadie lo sabe mejor que yo, créeme, pero lo único que te pido es que me des la oportunidad de volver a conocernos, Julia. —Se acercó a ella y le cogió una mano—. Ni siquiera hemos bailado juntos.
Julia apartó la mano al recordar también que aquel fatídico baile de San Valentín habría sido su primer baile.
—Tengo que volver a la ciudad —le dijo ella ignorando por completo su emotiva confesión—. No tengo tiempo para una relación y la verdad es que no sé si querría tenerla contigo. Al fin y al cabo, tú estás aquí en Carmel y yo en San Francisco y seguro que llevamos vidas completamente opuestas. Iré a recoger mis cosas arriba —se acercó a la puerta y se detuvo allí—. Te agradecería que no estuvieras cuando baje. Con algo de suerte, no tendremos que volver a coincidir hasta la boda de Claudia. —Se dio media vuelta y se dirigió hacia la escalera—. Adiós, Spencer.
—Un momento —él la detuvo solo con la voz—. ¿Con cuántos hombres te sucede lo que te sucedió anoche estando conmigo?
—Eso no es de tu incumbencia.
—Cierto —reconoció él entre dientes—, pero no te lo pregunto porque sienta curiosidad —mintió—. O celos —otra mentira.
—¿Ah, no? —Julia se dio media vuelta—. Entonces, ¿por qué lo preguntas?
—Es obvio que somos muy compatibles en la cama —señaló Spencer sentándose de nuevo y golpeando la mesa con los dedos.
—¿Y?
—Tú misma has dicho que estás muy ocupada con tu trabajo y la ebanistería consume todo mi tiempo.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—A qué tal vez podría interesarte tener una relación sexual conmigo —sugirió Spencer a través del nudo que le oprimía el pecho y el estómago. Se la estaba jugando, pero no quería que Julia se fuese de allí sin haberla hecho reaccionar. Aunque esa reacción fuese una bofetada.
Sin embargo Julia le sonrió y le dijo:
—Claro, si pasas por San Francisco, ven a verme.
5
Una semana más tarde Spencer estaba de pie frente al portal del apartamento de Julia en San Francisco preguntándose qué diablos estaba haciendo allí y cómo era posible que hubiese sido capaz de aguantar siete días sin verla. Era evidente que su mente había perdido por completo la capacidad de actuar con cierta lógica. Llamó al timbre y esperó.
—¿Quién es?
—Soy yo —dijo sin más. Si Julia no le reconocía por la voz, se iría de allí de inmediato.
—Sube, Spencer.
En el ascensor repasó todo lo que le diría cuando la viese, le expondría los motivos por los que tenían que darse una oportunidad y le pondría varios ejemplos de cómo podían organizarse para verse allí o en Carmel.
En cuanto Julia le abrió, la besó y le hizo el amor contra la puerta de su apartamento. Esta vez ni siquiera consiguió desnudarla, sino que la poseyó como un loco sin apenas quitarse los pantalones, aunque a ella pareció gustarle, a juzgar por los arañazos que decoraron su espalda durante unos cuantos días. Después, fueron a la cama y volvieron a hacer el amor, con cierta ternura al principio pero enseguida se dejaron llevar por la pasión y se perdieron en ella. Julia parecía decidida a negarle acceso a su corazón, pero parecía desesperada por entregarle su cuerpo, aunque no tanto como él, pensó Spencer. A la mañana siguiente, Julia volvió a inventarse una excusa acerca de que la esperaban en el trabajo a pesar de que era domingo, y Spencer se vistió y se fue.
La visita de Spencer a San Francisco fue solo el principio. La semana siguiente, después de no intercambiar ninguna llamada ni ningún mensaje de ninguna clase, Spencer se obligó a mantenerse firme y a no ir al apartamento de Julia. Y lo consiguió, aunque para lograrlo estuvo a punto de encadenarse al mueble más pesado del taller. Pero el domingo por la mañana Julia se presentó en su casa y tras decir: «Luego me enseñas la casa», lo besó y empezó a desnudarlo en el salón. Spencer la cogió en brazos por si acaso era un sueño y se desvanecía en el aire, y al comprobar que era real la llevó hasta su dormitorio y la torturó por lo mal que se lo había hecho pasar esos días; no le hizo el amor hasta asegurarse de que le había besado y lamido hasta el último centímetro de su cuerpo. Esa vez, Spencer se aseguró de no dormirse y, cuando fue Julia la que claudicó al sueño, se levantó y puso la ropa de ella en la lavadora. A la mañana siguiente, ella no tuvo más remedio que quedarse a desayunar y Spencer consiguió sonsacarle algo de información acerca de su trabajo. Julia se fue de todos modos, evidentemente, pero al menos esa mañana Spencer pensó que su relación había avanzado un poco.
La semana siguiente, el miércoles, Spencer recibió un mensaje al móvil y cuando vio que era de Julia notó que el nudo que llevaba días oprimiéndole el pecho se aflojaba un poco.
«¿Vas a venir el viernes o el sábado? Tengo entradas para el partido, si quieres».
Spencer contestó:
«El viernes. No quiero ir al partido. Te quiero a ti».
La última parte del mensaje había estado a punto de borrarla, pero al final decidió arriesgarse.
Media hora más tarde, Julia contestó:
«OK».
No era una declaración de amor, pero iba a conformarse con eso. Y se pasó el resto del día sonriendo como un idiota.
—El próximo fin de semana es la boda de mi hermana —le dijo Spencer a Julia una mañana de domingo cuando estaban en la cama del apartamento de ella.
—Lo sé —contestó Julia acariciándole el torso.
—Había pensado que podíamos ir juntos —se atrevió a sugerir él. Llevaba tiempo dándole vueltas a la idea, desde la primera vez que se acostaron, si se atrevía a ser sincero consigo mismo, pero había decidido que no se lo comentaría a Julia hasta que fuese el momento adecuado. Y se le estaba acabando el tiempo.
—¿Por qué?
Spencer respiró un poco más aliviado. Por ahora no había dicho que no.
—No tiene sentido que vayamos separados —empezó a razonar—. La boda es el sábado y si después vienes a dormir a casa lo más lógico es que vayamos juntos de entrada.
¿A casa? A Julia le dio un vuelco el corazón al oír esa descripción, y al notar que encajaba a la perfección con lo que ella sentía.
—No sé, la gente podría llevarse una opinión equivocada.
—¿Qué gente? —le preguntó Spencer—. ¿Y qué opinión se llevarían?
—Tus padres, Robert y Claudia —enumeró Julia—, creerán que estamos juntos.
A Spencer se le aceleró el corazón pero logró contenerlo.
—¿Y no lo estamos?
Julia soltó el aliento y se incorporó.
—Tú y yo nos lo estamos pasando bien, ¿no? No lo estropees, Spencer.
—Yo no me lo estoy pasando bien, Julia —le dijo furioso al ver lo que estaba haciendo Julia. Él sabía que mentía, lo sabía perfectamente, podía sentirlo en sus huesos y en su alma, pero estaba tan asustada y confiaba tan poco en él que estaba dispuesta a engañarse incluso a sí misma—. Yo me estoy enamorando de ti. —Uno de los dos tenía que ser el primero en sincerarse, y después de lo que había sucedido diez años atrás era justo que fuese él—. De hecho, Hepburn, nunca he dejado de estarlo. Te amo.
Julia salió de la cama y empezó a vestirse.
—Será mejor que te vayas, Spencer —le dijo nerviosa—. Esta semana tengo un caso muy importante y tengo que adelantar mucho trabajo.
—No puedo creerme que vayas a fingir que no me has oído. Acabo de decirte que te amo, Julia —le repitió saliendo también de la cama.
—Te he oído, y por eso tienes que irte.
—¿No piensas decirme nada?
—¿Qué quieres que te diga? Antes también me dijiste que me amabas, y una mañana me dejaste sin más.
—¡Tenía veintiún años! —le recordó furioso mientras se ponía los calzoncillos—. Fui un estúpido, un imbécil. Pero tú corres el riesgo de cometer mis mismos errores si sigues comportándote así, Hepburn.
—¡No puedo, Spencer! Sí, el sexo es maravilloso y sí, durante la semana te echo de menos y pienso en ti. Pero no puedo tener nada más contigo. No puedo.
—¿Por qué? Podría funcionar.
—Porque no puedo. Tú estás en Carmel y yo en San Francisco. Hace diez años tenías razón; queremos cosas muy distintas en la vida, y ha sido un error que volviésemos a creer lo contrario.
—¿Y ya está?
—Es mejor así.
Spencer se puso tan furioso que se vistió en menos de un minuto.
—Tú no sabes qué quiero yo de la vida —le dijo entre dientes de camino hacia la puerta del maldito apartamento—. Estos fines de semana me has besado, me has tocado, me has enloquecido de deseo, me has desnudado y me has hecho el amor de mil modos inimaginables, pero ni una sola vez me has preguntado qué es lo que quiero. —Cogió las llaves del coche y las sujetó entre los dedos—. Supongo que eso lo dice todo. Adiós, Julia. Nos vemos en la boda.
La boda de Claudia y Robert fue todo un éxito, a pesar de que el padrino y la dama de honor apenas se miraron o se dirigieron la palabra en toda la ceremonia. Spencer había echado mucho de menos a Julia durante esos días y cuando la vio pensó que era la mujer más hermosa que había visto nunca, y deseó poder retenerla a su lado para siempre, pero entonces recordó que ella no lo amaba y se obligó a enterrar esos sentimientos en él.
Por su parte, Julia también había echado mucho de menos a Spencer, y cuando lo vio tuvo que clavar los pies en el suelo para no correr hacia él y echarse a sus brazos. Ella sabía que había cometido un error ese día en su apartamento, pero no sabía cómo contarle a Spencer que lo que de verdad le sucedía era que estaba asustada. Spencer siempre había sido el valiente de los dos, y después de lo del otro día tenía miedo de haberlo perdido para siempre. Tenía que encontrar el modo de hablar con él, de decirle que también lo amaba a pesar de que tenía miedo de que lo suyo volviese a salir mal. Pero el miedo al rechazo la enmudecía cada vez que se disponía a intentarlo. Además, a lo largo del convite Spencer fue acosado por tantas invitadas que Julia estuvo tentada de coger el cuchillo destinado a cortar la tarta y ocuparse de ellas. Y lo peor de todo era que Spencer apenas la miraba. Desanimada, optó por coger el ridículo bolso que llevaba y en el que solo había logrado meter el móvil y un pintalabios, y salir fuera a pasear.
Si volvía a mirar a Julia, pensó Spencer, terminaría por cogerla en brazos y llevársela a casa, donde la encerraría y le haría el amor hasta hacerla entrar en razón. Llevaba toda la noche queriendo hablar a solas con ella, pero cada vez que lo intentaba aparecía alguien y se lo impedía. Él comprendía perfectamente que todos quisieran saludar a Julia después de tanto tiempo, ella venía poco por Carmel y era de lo más normal, aunque él hubiese sentido la tentación de arrancarle la cabeza a más de uno por el modo en que la miraban. Estaba a punto de darse por vencido cuando, por el rabillo del ojo, vio que Julia se levantaba y salía al jardín que rodeaba el precioso restaurante en el que su hermana se había casado, así que decidió aprovechar la oportunidad e ir tras ella, pero justo cuando llegaba a la puerta su tía abuela de Wichita lo detuvo. Tardó varios minutos en poder zafarse de la entrañable anciana, y cuando llegó al jardín oyó a Julia hablando por teléfono.
—No, no se preocupe señor McKinzee, no me molesta. Le agradezco que me haya llamado. —Silencio—. Sí, sé que es una gran oportunidad. —Otro silencio—. No, le prometo que me lo pensaré. Nueva York es una gran ciudad y le agradezco que haya pensado en mí. —Un último silencio durante el cual Julia asintió con la cabeza—. No, no hay nada que me retenga en San Francisco. —Spencer cerró los puños para contener la rabia y el dolor que le recorrió el cuerpo—. Buenas noches, señor McKinzee.
Julia colgó y guardó el móvil con movimientos tensos. Ella había rechazado el ofrecimiento del señor McKinzee pero el propietario del bufete de abogados para el que trabajaba insistió en que se lo pensase y, cuando le recordó el salto cualitativo que suponía ese ascenso en su carrera y que ella no tenía ningún motivo por que quedarse en San Francisco, Julia no tuvo más remedio que darle la razón y decirle que se lo pensaría.
Spencer estaba en Carmel. Él era lo único que la retenía allí, en cualquier parte, si era sincera consigo misma. Julia le había estado dando vueltas a la idea de dejar su trabajo en San Francisco, vender su apartamento y abrir un pequeño despacho en Carmel. Pero para todo eso necesitaba a Spencer. Sin él, lo mejor sería irse a Nueva York e intentar empezar de cero de una vez por todas. Olvidarse de Spencer para siempre.
Oyó unos pasos tras ella y cuando se giró se encontró con él, mirándola de un modo que le quemó la piel y le detuvo el corazón. Tenía que decirle la verdad, contarle lo de esa llamada y lo que sentía por él, confesarle sus miedos y que lo único que quería era compartir sus sueños con él. Pero Spencer la besó y Julia se quedó sin habla. Él le sujetó el rostro entre las manos de aquel modo que a ella le gustaba tanto y deslizó la lengua entre sus labios hasta que los suspiros de los dos se fundieron bajo las estrellas.
Julia se sujetó de la solapa de la americana de Spencer y se dejó arrastrar por el deseo que solo él conseguía despertarle. Si la besaba de esa manera, seguro que encontrarían el modo de solucionar las cosas.
—Vamos a casa —dijo Spencer con la mirada firme al separarse de ella.
—¿Y Claudia?
—Ya me he despedido de ella. —Era mentira, pero ya arreglaría las cosas más tarde con su hermana. Ahora lo único que quería, lo que necesitaba, era estar con Julia. Aunque fuese por última vez en la vida.
—De acuerdo —accedió ella tras humedecerse los labios. La necesidad de él se le metió bajo la piel y rivalizó con la suya propia—. Vamos a casa.
Spencer entrelazó los dedos con los de ella y la guió hasta el coche. Una vez Julia estuvo sentada y con el cinturón de seguridad abrochado, Spencer condujo sin decir nada y con la mirada fija en la carretera. Estaba tan excitado que la ropa le molestaba y si desviaba los ojos hacia la mujer que tenía al lado cometería alguna estupidez propia de un adolescente y no de un hombre de su edad. Por fortuna a esa hora no había tráfico y Spencer no tuvo que poner a prueba su pericia como conductor bajo tanta presión y pocos minutos más tarde detuvo el coche frente a su casa. Salió para abrirle la puerta a Julia y cuando la vio allí sentada, con los labios todavía húmedos por sus besos, las pupilas dilatadas y moviendo nerviosa las manos, la cogió en brazos sin darle la oportunidad de rechazarlo. Julia no hizo nada parecido, sino que escondió el rostro en el hueco del cuello de Spencer e inhaló profundamente. Él abrió la puerta con movimientos torpes y algo bruscos, pero consiguió su propósito sin soltar a Julia y cuando estuvieron dentro, la cerró de una patada y lanzó las llaves al suelo. Acto seguido subió al piso superior donde se encontraba su dormitorio y la tumbó en la cama para desnudar a Julia entre besos y mordiscos. Spencer sabía que estaba siendo muy agresivo, pero era incapaz de contenerse, y Julia también parecía decidida a dejar la marca de sus uñas y de sus dientes en su cuerpo. Esa primera vez fue salvaje, intensa e increíblemente erótica, pero después, cuando los dos estaban ya desnudos, con las respiraciones entrecortadas y los cuerpos pegados por el sudor, Spencer y Julia se besaron. Se besaron despacio, como si esos besos fueran lo único que importaba.
Spencer le acarició el rostro y le apartó el pelo que se le había pegado en la frente. Julia deslizó las manos por los brazos de él y le rodeó las muñecas con los dedos.
—Spencer —susurró ella—… lo que me haces sentir…
Él la besó.
—Y tú a mí.
Hicieron el amor y él se entregó a ella por completo, no ocultó nada, dispuesto a dejar que Julia se llevase su amor con ella donde quiera que fuese. Julia, ajena a que Spencer se estaba despidiendo, también le dio todo su amor con sus besos y sus caricias, y pensó que por fin habían encontrado el modo de ser felices juntos.
A la mañana siguiente, cuando Julia se despertó encontró a Spencer sentado en una butaca junto a la ventana vestido con unos vaqueros y una camiseta. No tenía cara de haber dormido y se lo veía triste y preocupado. A Julia le dio un vuelco el corazón y notó una horrible presión en el pecho.
—¿Qué sucede, Spencer?
—¿Cuándo te vas a Nueva York? —Vio la confusión de ella y añadió—. Te oí hablando por teléfono.
—Y has dado por hecho que me iré sin más —sentenció ella furiosa y dolida al ver que él seguía sin confiar en ellos. O en ella, mejor dicho. Igual que diez años atrás, aunque al menos esta vez ella no le había dicho que lo amaba.
—Es una gran oportunidad —siguió él, y entonces apartó la vista de la ventana y la dirigió por primera vez hacia ella—, y tú misma dijiste que no tenías nada que te atase aquí.
—Yo… —balbuceó atónita, tenía que decirle que eso no era verdad, pero Spencer no parecía dispuesto a escucharla, ni a creerla.
—Si quieres, puedo ayudarte con la mudanza.
«¿Qué?».
—Y quién sabe —siguió Spencer antes de que Julia asimilase la frase anterior—, quizá algún día podríamos coincidir en Nueva York. O, no sé, cuando vengas a visitar a tus padres.
—Hace unos días me dijiste que me querías y que querías que nos diésemos una oportunidad —consiguió decir Julia tras tragar saliva. Estaba sentada en la cama con la sábana sujeta bajo los brazos y nunca se había sentido tan vulnerable.
—Ya, pero tú no dijiste nada y me recordaste que los dos queremos cosas distintas en la vida. —Le aguantó la mirada y añadió—: Te pido perdón por haberte confundido, supongo que me dejé llevar por la euforia de la boda de Claudia y de Robert. Lo siento.
¿Lo sentía? ¿Le pedía perdón por haberla confundido? ¿Qué se suponía que tenía que hacer ella ahora? ¿Decirle que lo amaba y que lamentaba haberse quedado con la idea equivocada? Todo aquello era un verdadero fiasco, y si no salía de esa casa cuanto antes se pondría a llorar delante de Spencer y volvería a suplicarle que no la dejase y que la escuchase… Igual que había sucedido diez años atrás.
—No te preocupes —le dijo saliendo de la cama completamente desnuda. Esa vez iba a ser radicalmente opuesta a esa mañana en el parque. Spencer la estaba dejando, pero Julia se juró a sí misma que jamás se olvidaría de ella—. No pasa nada. —Cogió el vestido que llevaba en la boda y se lo puso sin ropa interior—. Me alegro de haber aclarado las cosas, no me gustaría que después de lo que ha sucedido estos días nos separásemos enfadados el uno con el otro.
—Por supuesto que no —farfulló Spencer con los puños cerrados.
—No hace falta que me ayudes con el traslado a Nueva York. —No iba a irse, eso lo había decidido esa noche e iba a mantenerse firme, con o sin Spencer a su lado, pero no hacía falta que él lo supiese. Se puso los zapatos y lo miró—. ¿Te importaría llevarme a mi casa? Dejé allí el coche y me gustaría volver hoy mismo a San Francisco. Tengo mucho que hacer.
—Por supuesto que no. —Al parecer solo sabía decir esa estúpida frase.
—Pues cuando quieras. Yo ya estoy lista.
Spencer se puso en pie y fue a por las llaves del coche. Igual que la noche anterior, condujo en silencio. E igual que la noche anterior, la tensión entre los dos era palpable, pero esta vez por motivos completamente opuestos. El trayecto se hizo eterno y al mismo tiempo demasiado corto y cuando Spencer detuvo el coche frente al portal de la casa de Julia, siguió sin decir nada.
—Bueno —suspiró ella—, supongo que ya nos veremos. —Esperó un segundo más y al ver que él ni la miraba, abrió la puerta del coche—. Adiós, Spencer.
—Julia —dijo él al fin, y a ella le dio un vuelco el corazón; seguro que no dejaría que se fuera sin más—; felicidades por el ascenso. Te lo mereces. Estoy convencido de que en Nueva York los dejarás a todos con la boca abierta.
Incapaz de ocultar que él le había roto el corazón por segunda vez, Julia se limitó a asentir y se dirigió en silencio hacia su casa. Una vez dentro, rompió a llorar.
6
Una semana más tarde, después de derramar todas las lágrimas que llevaba años conteniendo, Julia empezó a recordar los fines de semana que había compartido con Spencer, incluido el que él le había dicho que la amaba, y llegó a la conclusión de que aquel comportamiento no encajaba con la postura estoica y distante que Spencer había mostrado la mañana después de la boda.
Spencer estaba haciendo lo mismo que había hecho cuando eran apenas unos adolescentes; la estaba dejando porque creía que ella estaría mejor sin él. Idiota. Noble.
O eso era lo que Julia quería creer con todas sus fuerzas. Con dieciocho años, Julia no se había atrevido a luchar por Spencer y había dejado que el orgullo y el paso del tiempo los separase. Esta vez no iba a ser tan estúpida.
Tardó varios días en resolver los temas del trabajo. Al principio el señor McKinzee no se tomó demasiado bien que no aceptase el ascenso y que no se fuese a Nueva York, pero al final terminó por entenderlo. Julia no le dijo que si todo salía como ella quería, lo más probable sería que en unos meses también dimitiese, pero como eso dependía de la reacción de Spencer, esperó y guardó silencio.
El sábado por la mañana, más nerviosa de lo que había estado nunca en su vida, condujo hasta la ebanistería de Spencer. De pequeña había estado allí miles de veces con Claudia, y de adolescente también había acompañado a Spencer, pero el edificio que se encontró ahora no tenía nada que ver con aquel viejo establecimiento. Spencer había trabajado muy duro y había logrado crear un negocio que probablemente sería la envidia de la mayoría de inversores del país. El orgullo que sintió por él solo era comparable al amor que ahora ya no negaba y que nunca había dejado de sentir por ese hombre.
Respiró hondo y entró. Saludó a un par de dependientes y a uno le preguntó dónde podía encontrar al señor Coburn, y este le respondió que en su despacho. Julia siguió las indicaciones y en el piso superior llamó a la puerta en cuestión y se recordó que iba a luchar por su futuro.
—Adelante.
Julia abrió y entró sin darse tiempo para dudar.
—¿Julia? —Spencer levantó la vista de los papeles que estaba leyendo y la miró atónito—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a hablar contigo. No, no te levantes —se apresuró a añadir al ver que él apartaba la silla de la mesa—. Tengo que decirte algo y no quiero que me interrumpas.
—De acuerdo —accedió él intrigado.
—Hace diez años nos comportamos como unos niños —empezó nerviosa—. Tú me dejaste porque creías que yo iba a estar mejor sin ti y yo dejé que el orgullo se interpusiese entre los dos. No te culpo por lo que hiciste —suspiró—… al fin y al cabo yo nunca tuve el valor de decirte lo que de verdad quería. Pero no estoy dispuesta a cometer el mismo error otra vez, Spencer. Te amo. —Vio que él abría los ojos y apretaba los dedos que mantenía entrelazados—. Me alegro de que me tengan en cuenta para un ascenso, pero después de lo que hemos compartido estos meses, jamás habría aceptado ese trabajo en Nueva York sin antes hablarlo contigo. Te amo, Spencer, y quiero estar contigo, aquí en Carmel o en la luna. No me importa. Lo único que me importa eres tú. Tú eres lo único que me ha importado siempre. Yo no necesito trabajar en San Francisco, puedo trabajar aquí, abrir mi propio despacho. No me importa —repitió—. No quiero ser la socia más joven del bufete, ni la abogada mejor pagada del país. Te amo, Spencer, y todo lo demás palidece a tu lado. Puedo vender el apartamento de San Francisco y mudarme aquí, buscarme una casa —no se atrevió a decirle que quería instalarse en la de él—, y podríamos salir, volver a conocernos, como tú sugeriste. Lo único que tienes que hacer es darme una oportunidad. Sé que esa noche en mi apartamento te hice daño, cuando fingí que solo nos estábamos acostando, pero me asusté. Y no sabes cuánto lo siento. La verdad es que te amo, Spencer, y tengo un miedo atroz de no sentir con nadie lo que siento estando contigo. Así que, piénsatelo, por favor —vio que él separaba los labios para hablar pero lo detuvo—. No, no digas nada. Yo voy a irme —señaló la puerta con un dedo—, piensa en todo lo que acabo de decirte y si de verdad me amas, si de verdad estás dispuesto a dejar que vuelva a tu vida para no volver a salir nunca más de ella, ve al baile del instituto.
—¿Al baile de San Valentín? —le preguntó él.
—Sí, es este jueves.
—¿Por qué?
—Tú mismo dijiste que nunca hemos bailado juntos, así que… —levantó las manos incapaz de añadir nada más—. Será mejor que me vaya, seguro que tienes mucho que hacer. —Se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta sintiendo los ojos de Spencer fijos en ella—. Una cosa más —añadió ladeando la cabeza—, quiero tener hijos y malcriarlos. Estaré en el baile. Si no vienes, lo entenderé.
Spencer tardó más de una hora en reaccionar y cuando lo hizo corrió hacia fuera y le preguntó a sus empleados si habían visto salir a una mujer de su despacho, porque estaba convencido de que se la había imaginado. A pesar de que los jóvenes miraron a su jefe como si estuviese loco, se lo confirmaron y Spencer dio un salto de alegría.
Jamás se había atrevido a soñar con que Julia le confesase así sus sentimientos, y nada le habría gustado más que ir a buscarla y besarla hasta hacerle perder el sentido, pero ella le había pedido que se lo pensase y que fuese al baile de San Valentín. Y eso sería exactamente lo que iba a hacer, porque ni loco dejaría que la mujer que amaba se le escapase una tercera vez.
14 de febrero, baile de San Valentín.
Julia entró en el gimnasio y no vio a Spencer por ningún lado. Quizá había llegado pronto. O demasiado tarde. Respiró hondo y se acercó a la mesa en la que estaban las bebidas y se sirvió un poco de agua. Tenía que confiar en él, en los dos. Ella había sido muy sincera, le había dicho que lo amaba y tenía que creer que Spencer sentía lo mismo. Ahora ya no eran unos niños y los dos sabían demasiado bien lo que se arriesgaban a perder, claro que tal vez él se lo había pensado mejor, tal como ella le había pedido, y había decidido que no merecía la pena atarse a una mujer como ella. Una lunática que tenía miedo de confiar en el amor y en…
—Atención, por favor —el pitido de un micrófono resonó por el viejo gimnasio y todos los asistentes se giraron hacia el escenario.
Spencer estaba en el centro, llevaba vaqueros negros y un jersey de cuello alto del mismo color y se lo veía firme y decidido. Imponente. Si fuese un rey, todos se habrían arrodillado ante él. Tras unos segundos de susurros y de miradas atónitas, se instauró el silencio y Spencer tomó la palabra.
—Yo no era alumno de esta clase, pero seguro que todos recordáis lo que sucedió hace diez años. —Más murmullos—. Me comporté como un imbécil. La mañana antes del baile dejé a la chica que amaba porque ella iba a irse a la universidad y tenía miedo de que allí conociese a alguien mejor que yo y me dejase. Julia no me creyó y me pidió que la escuchase, insistió en que podíamos estar juntos a pesar de que yo siguiese aquí y ella estuviese lejos. ¿Y qué hice yo? Me presenté aquí medio borracho y muy mal acompañado. Julia y yo nos peleamos y ella salió corriendo del gimnasio. Y yo lancé al suelo la mesa de las bebidas. Mi hermana Claudia fue tras Julia para consolarla, y Robert me cogió por el brazo y me dijo que me había comportado como un canalla. Os eché a perder el baile, pero yo perdí al amor de mi vida. Y si no hubiese sido por la boda de Claudia y de Robert, tal vez habría reaccionado demasiado tarde.
En aquel instante, Julia se dio cuenta de que Robert y Claudia también estaban encima del escenario pero escondidos en el lateral. Claudia le sonrió y Robert no apartó la mirada de Spencer aceptando así aquel agradecimiento tan público.
—Han pasado diez años y nunca he celebrado ningún San Valentín. Nunca he querido celebrar ninguno. Hasta hoy. No voy a robaros más tiempo, sé que todos estáis ansiosos por reíros de mí, pero después de lo que le hice a Julia delante de vosotros, he pensado que este era el mejor modo de demostrarle, a ella y al resto del mundo, que la amo y que nunca más voy a dudar de lo que sentimos el uno por el otro. —Julia notó que las miradas se dirigían hacia ella, pero sus ojos no se apartaron de los de Spencer—. ¿Quieres bailar conmigo, Hepburn?
—Claro que sí, Spens.
Sonó un aplauso ensordecedor y Spencer saltó del escenario impaciente por besarla.
Mientras Julia se perdía en los labios de Spencer, las luces del gimnasio fueron apagándose y sonaron las primeras notas de una balada.
—Dos niñas y un niño —le dijo él al interrumpir el beso pero sin dejar de abrazarla.
—¿Qué?
—Esas son mis condiciones: dos niñas y un niño. Y te vienes a vivir a mi casa. A nuestra casa. El apartamento de San Francisco podemos quedárnoslo para cuando los niños vayan a estudiar. O para ir a pasar allí un fin de semana, tengo grandes recuerdos de la cama y de la puerta de ese apartamento. —Vio que Julia se sonrojaba y siguió hablando—. Me gustaría que abrieses un despacho en Carmel, pero si eres tan buena como creo, seguro que tus jefes aceptarán que trabajes a distancia. Sea como sea, es tu decisión. Lo que tú decidas me parecerá bien. Pero quiero que nos casemos, en eso sí que no voy a ceder. Quiero que todo el mundo sepa que por fin lo he hecho bien, que no voy a dejarte escapar. ¿Qué me dices, Hepburn? Te amo, y quiero pasar todos los San Valentines y todos los días de mi vida contigo.
—Todos los días me parece bien. El apartamento nos lo quedamos y me mudo a tu casa. A nuestra casa —corrigió cuando vio cómo la miraba—. ¿Dos niñas y un niño? Empecemos por uno y a ver cómo se nos da, pero todavía no. Quiero estar contigo, Spencer. Te amo, y te he echado muchísimo de menos.
—Hecho —aceptó él con una sonrisa antes de darle un beso—. Y ahora, Hepburn, baila conmigo.