Cuando sale el Sol

Ariadna McCallen

Dentro de un día, veinticuatro horas, mil cuatrocientos cuarenta minutos, Mary Luce estaría sumida en un pozo de tristeza, volvería a ser esclava de unos sueños jamás cumplidos, de unas promesas que se esfumaron con la brisa del mar. Llegaría el momento de recordar la cobarde huida del hombre al que amaba, o tal vez un adiós sin palabras, y lo peor de todo… seguía sin saber nada de él, nada.

Desde que se levantó por la mañana y puso los pies en el frío suelo de su dormitorio, sus pensamientos se dirigían solo hacia unos recuerdos inolvidables, unos dulces pero amargos recuerdos que pronto ahondarían más en la herida para seguir torturando su vida.

Aunque ese espejismo de amor perfecto con fecha de caducidad le seguía dando ilusiones y esperanzas para salir de aquel pozo de aplastantes sentimientos. Buscaba en ello un resorte que le diera fuerzas para enfrentarse al pasado, a unos momentos, tan bellos y a la vez tan dolorosos, que oprimían su pecho. La congoja de querer y no poder la atrapaba en una espiral de desconsuelo. Bastian, cada vez que pensaba su nombre su corazón rebosaba amor y sentía la punzada de la traición.

—Buenos días, princesa —la voz de su hermana la despertó por completo.

—Hola, Glen, buenos días.

—¿Aún no has desayunado? —le preguntó esta mirando la bandeja que había sobre el tocador, la misma que Mary había recogido hacía tan solo una hora—. No me lo puedo creer, ¿todavía sigues pensando en ello? —Glen se acercó a su hermana, que se hallaba sentada en el colchón y con la mirada perdida; le acarició el cabello con dulzura—. Mi amor, no te martirices más, piensa que solo fue un mal sueño.

Mary giró la cabeza y contempló el despejado rostro de Glen; aquella piel, tan blanca como el alabastro, que poseía la joven de Dumbarton, y los almendrados ojos que parecían dos piedras de ónix pulidas brillando con intensidad. Glen tenía una belleza antinatural; era hermosa, alta, esbelta, con su cabello largo y oscuro, un cuerpo para el pecado. Y ella… más bajita, con el pelo rojizo, con anchas caderas y pechos turgentes que siempre sobresalían de su escote, y los ojos tan grises como los días nublados de su tierra.

—¡Mary! Ya basta, me enfadaré contigo. —Glen se enojó—. Vas a caer enferma. Vístete y sal a pasear. Llama a Clau e iros a desayunar, el día ha amanecido despejado, el sol está bañando toda la costa. ¡Levántate!

Mary respiró hondo, a su pesar, y se obligó a levantarse de la cama; se dirigió al tocador y cogió un vaso con zumo de naranja. Se lo tomó rápidamente, sin objetar nada más.

—¿Contenta? —le dijo a su hermana enseñándole el vaso vacío. Sonrió levemente.

—Sí, pero aún te quedan las tostadas.

—No, Glen, no puedo comer. He perdido el apetito —caminó descalza hasta el baño y abrió la puerta—. No te preocupes más, llamaré a Clau para dar un paseo —y lentamente cerró la puerta del baño.

Glen se quedó sentada unos instantes en la cama, pensando en su querida Mary y en ese estúpido de Bastian. Dentro de un día se cumpliría un año de la desaparición del sinvergüenza que lastimó sentimentalmente a su hermana. El 14 de febrero, una fecha hermosa para los enamorados, y maldita para Mary. Un año atrás, Bastian había amado a su hermana, le había prometido ser su esposo, unos hechos tan cruciales y un día tan señalado que seguramente Mary nunca olvidaría; le juró que jamás la dejaría sola, le dio su palabra de amor eterno… Glen suspiró y rió amargamente. «Amor eterno». ¡Y un cuerno! Esa frase valía menos que un chelín. Los sentimientos de su hermana valían más que todo el oro del mundo, nadie era más humilde, bondadosa y apasionada que su hermana. Glen tenía una personalidad muy distinta, siendo una chica con un fuerte carácter y difícil de amedrentarse por un desamor. Mary no se merecía aquello, no se merecía haber tenido a un hombre tan vil como Bastian. Todo fue como un cuento de hadas con final triste. Él había entrado en el corazón de Mary como una flecha de Cupido. Sus gestos, sus palabras, su verborrea… Todo era demasiado enigmático y atractivo para un ser como él y eso le extrañaba. Los hombres de verdad no suelen tener tantos adjetivos que lo sobrevaloren. Los príncipes azules no traspasan el papel de un cuento, se quedan ahí luchando letra tras letra, renglón tras reglón, para rematar la faena y, antes de que llegue el punto final, liberar, abrazar y besar a su princesa. Glen podría ser estúpida, podría estar equivocada en todo lo que pensaba sobre el tipejo, pero lo que sí tenía claro es que un hombre no desaparecía de la noche a la mañana sin dejar rastro alguno, ni siquiera una carta explicando los motivos de su «huida». Bastian era un cobarde, un embaucador, un fantasma.

Glen se levantó y salió de la habitación escupiendo lindezas sobre el tunante. No quería seguir allí por más tiempo, pensando en él. Prefería salir de compras y llamar a Stephan, un amigo que últimamente no dejaba de insistirle para que salieran y tomaran una copa. Sí, Stephan es un hombre con los pies en la tierra, un tío con dos buenas razones para estar a su lado. A Glen se le dibujó una gran sonrisa en la cara, olvidando por unos instantes al estúpido del exnovio de su hermana. Su mente recordó el semblante de Stephan y sus piernas le temblaron ¿Qué le había pasado? ¿Por qué se había puesto así de repente? Salió disparada hacia el teléfono y tecleó el número de su amigo. La conversación sería muy interesante.

*****

Mary abrió el grifo del agua caliente y se introdujo en la bañera. Necesitaba relajarse y despejar su cerebro de tantos problemas. Graduó el termostato y giró el mando de la ducha más a la izquierda, para que el chorro de agua saliera con presión.

—Oh, sí, es reconfortante —murmuró cuando el agua chocó con su piel a gran presión. El calor inundó su cuerpo y la dejó en un mar de gratificantes sensaciones. Por un momento dejó que su mente vagara libremente, que recordara el pasado, los días que vivió tan feliz al lado de Bastian y que casi le hacen perder la cordura. Disminuyó la presión del agua, el cálido líquido caía delicadamente por su cuerpo y el vapor inundó el baño como la persistente bruma que a veces se apoderaba de su pueblo.

—Bastian —susurró acariciándose el cuello, se acercó más al chorro y dejó que el agua le acariciara su rostro—. Te echo tanto de menos… ¿por qué te fuiste? —sus manos se entrelazaron en el cabello y empezó a removerlo; se vertió un poco de champú y comenzó a masajearlo. Las imágenes comenzaron a llegar a su cabeza como un relámpago.

—Déjame que te ame, Mary, eres la mujer más hermosa del mundo.

—Oh, Bastian… —Mary se estremecía ante aquellas palabras.

—Ven, acércate más —le ordenó.

Mary dudó por unos instantes, no sabía qué hacer. Bastian se encontraba en el umbral del cuarto de baño exigiendo su presencia, tan solo con unos bóxers de color blanco y una perversa sonrisa. Su cuerpo atlético decía por sí solo «cómeme»; su abdomen, tan liso y musculoso, era demasiado tentador. Podría mordisquear sus bíceps hasta que su boca se rindiera. Pero había algo en la mirada de Bastian que no podía descifrar, sin embargo, cada vez que posaba sus ojos en ella, temblaba de deseo.

—¿Quieres que te lo repita o voy en tu busca? —su sonrisa se ensanchó y por un momento Mary creyó que no era un ser de este mundo.

—No hace falta que vengas, iré a buscarte… —no le dio tiempo de acabar la frase cuando Bastian ya la tenía en brazos y caminando con ella hacia el baño.

—Oh, preciosa, ¿sabes el poder que ejerces sobre mí? No puedo seguir aguantando esta tortura —la besó ardientemente mientras la acunaba entre sus brazos.

Mary se sentía la mujer más dichosa del planeta. Aquel hombre, tan espléndido, estaba martirizándola deliciosamente con su boca, de pie y con ella en brazos. Era imposible que Bastian pudiera aguantar mucho tiempo en aquel estado. Ella no era una simple flor a la que coger y oler, su peso decía por sí solo que no estaba delgada. Y, sin embargo, él la cogía como si fuera una delicada pluma.

—Quiero hacerte el amor en la ducha, quiero acariciar tu cuerpo y saborearlo, necesito sentir tu piel pegada a la mía. ¡Lo quiero todo de ti!

¿Y cómo no iba a tenerlo? ¿Acaso ella le negaría tal hazaña? No, jamás. Bastian era así, un hombre que tomaba lo que quería y cuando quería. Y ella se lo daba con todo el amor que le profesaba.

Mary no podía dejar de recordar el día en el que hicieron el amor, por primera vez; la ducha fue el lugar idóneo. Sí, el 13 de Febrero ocurrió aquel hermoso acontecimiento, un día antes del «famoso» día de los enamorados. Respiró profundamente y se vertió gel en sus manos para jabonarse; cerró los ojos y dejó que sus manos comenzaran a resbalarse por su piel, con delicadeza.

—¿Te gusta?

—Sí, me encanta.

—¿Y esto?

—Oh, sí, Bastian.

—Cierra los ojos para mí. Quiero que expreses tus sensaciones, tus emociones, el efecto que mis manos crean en tu cuerpo. —Bastian se vertió un poco de gel espumoso en sus manos y empezó a masajearle la nuca, con lentitud y con una suavidad extrema.

—Ummm…

—Sé que te gusta, mi pequeña princesa, pero aún no he empezado —rió para sus adentros.

Sus dedos trazaban círculos con los nudillos y descendían poco a poco hasta sus hombros. Bastian tenía una necesidad imperiosa de abrazarla, de percibir sus emociones, de rozar su piel, de conocer sus más íntimas añoranzas, de entrar en su mente y saber si solo tenía ojos para él. Y ella, embelesada y embriagada, se sentía como una reina, la mujer más querida y amada de un reino de ensueño.

—Ummm, delicioso… —gimió excitada.

Por unos momentos, Bastian dejó de acariciarla. Mary abrió los ojos y lo observó con detenimiento. Se encontró con una mirada lasciva, penetrante, intimidatoria. Unos momentos que atesoraría en su memoria. Este se mordió el labio, ansioso por saborearla; soltó una maldición en voz baja y Mary la oyó.

—¿Qué te ocurre, Bastian? —Mary entrecerró los ojos dada la expresión lastimera de aquel hombre.

—¿De verdad quieres saberlo? —su rostro cambió por completo. Ahora, sus labios, tan carnosos y gruesos, dibujaron una sonrisa difícil de ignorar.

—Sí —dijo mientras él volvía a la carga con más gel espumoso—, creo que has maldecido cuando…

—Shshsh… calla, princesa. Solo lo he hecho por no haberte encontrado antes —la pasión de sus palabras aclararon el malentendido.

«Dindindon, dindindon, dindindon…».

Mary abrió los ojos de golpe y sus pensamientos cayeron por el desagüe.

—¡Maldito teléfono! —apostilló enojada. Cerró el grifo de la ducha y cogió una toalla.

«Dindindon, dindindon, dindindon…».

«Dindindon, dindindon, dindindon…».

—¡Joder! —casi se cae al salir del baño y buscar el móvil por el tocador. Lo cogió enseguida y miró la pantalla: Claudia—. ¿Sí?

—Mary, cariño, te he llamado tres veces y no has respondido, ¿estás bien? —la preocupación de Claudia era notable.

—Sí, estoy bien, estaba duchándome y no pude coger el móvil.

—Ah, oye, por cierto… ¿salimos para que nos dé el aire? Hoy hace un sol inusual, ¿sabes? Nos vendría bien despejarnos. Es domingo y tenemos todo el día para disfrutar.

Mary quedó pensativa ante aquella pregunta. Sonrió al darse cuenta de que Glen, seguramente, había llamado a su amiga para que consiguiera sacarla a dar un paseo. ¡Vamos, como si fuera un chucho!

—No sé, no sé… —quiso hacerla dudar unos segundos a ver qué decía.

—Vamos, nena, solo iremos a tomar un café y a comprar unos trapitos en el mercadillo, no puedes renunciar a este sol —«Venga, venga, Mary, no te quedes en casa, caerás enferma», insistía Claudia para sus adentros.

—Solo saldré si me respondes a una pregunta.

—¿Cuál, cielo? —ya sabía cuál era. Mary era muy astuta.

—¿Te ha llamado mi hermana? No me mientas, ¿ok?

Unos segundos a la espera.

—Sí, nena, tu hermana me llamó porque está muy preocupada por ti, pero eso no tiene nada que ver para que salgamos. Mary, últimamente no dejas de pensar en quien no debes. ¡Oye! Lo comprendo. Yo estaría igual, ¿eh? Pero piensa que el mundo no se acaba por un hombre, cariño. Debes seguir adelante, recapacitar ante la situación. Te aconsejo que realices un sueño de los cientos que tienes pendientes, como por ejemplo… viajar al sur, a España, y saborear el exquisito gazpacho, esa sopa fría de la que hablan todos nuestros amigos.

—No tengo ganas de viajar, Clau.

—Pues si no quieres viajar, podríamos ir al cine esta noche.

—Mañana hay que madrugar, tengo trabajo, ¿recuerdas?

—Bueno, pues entonces saldremos a comprar…

—¡No lo digas! —Mary la cortó rápidamente y sonrió. Sabía lo que diría Claudia a continuación. La boca se le hacía agua solo de pensarlo.

—Sí, sí que lo voy a decir.

—¡No!, por favor, es mi debilidad —la ilusión por saborearlos la mataba. Estaban tan ricos…

—Oh, sí señor, iremos a degustar… ¡Los higos bañados con chocolate blanco! —su amiga soltó una carcajada. Conocía la debilidad de Mary.

—Noooo, me comí una caja hace dos semanas y engordé un kilo. No me hagas esta tortura. Últimamente me estoy pasando con los dulces.

—¿Pasando? ¡Sí tienes la talla cuarenta! La ideal, cielo.

—Sí, pero si continuo sin controlarme me pasaré a la cincuenta.

Mary se sentía serena cada vez que hablaba con Clau. Ella hacía todo lo posible por quitarle los malos pensamientos de encima, sabotearla con lo que más le gustaba, la mimaba de vez en cuando con algunas de sus debilidades. Era una amiga adorable y con un corazón que no le cabía en el pecho. Aunque a veces se enojaba con ella por su mal carácter cuando discutía con alguna de sus amigas. Pero lo mejor que tenía Claudia era que le hacía olvidar, por unos momentos, a Bastian.

—Está bien, está bien, iré contigo.

—¡Lo sabía!

—¿Me recogerás?

—Sí, dentro de media hora.

—¿Media hora? Mejor que sea una hora, ¿no crees?, tengo que recoger la ropa y terminar de colocar…

—¡Media hora! —y colgó el teléfono.

Mary lanzó el teléfono a la cama. Se volvió a meter en el baño y acabó de ducharse. El recuerdo de Bastian pasó a un plano de inactividad mental que, seguramente, volvería a reaparecer más tarde. Se vistió deprisa, con unos vaqueros de pitillo, unas botas altas de medio tacón y un suéter de cuello vuelto, violeta. Abrió el armario y sacó un abrigo de lana de color marfil, caminó hasta el tocador y abrió una caja de madera donde guardaba su maquillaje; hurgó entre sus pertenencias y entonces rozó, con los dedos, un broche circular con incrustaciones de piedras de cuarzo rosa. En ese momento volvieron a reaparecer las escenas del pasado.

—Ábrela.

—¿Qué es, Bastian?

—No te lo voy a decir, es una sorpresa para ti. ¡Vamos! ¿A qué esperas?

—Oh, Bastian me tiemblan las manos.

—Pues déjalas que tiemblen, eso significa que estás nerviosa y con la ilusión de saber qué será…

Mary abrió una cajita azul de terciopelo, envuelta con varias cintas de colores; su cara dibujó una sonrisa que casi desarma a Bastian. Dentro había un precioso broche redondo con incrustaciones de piedras preciosas de cuarzo rosa. Una lágrima cayó rodando por la mejilla de Mary, dada la emoción del momento.

—¡Bastian! ¡Es precioso! El cuarzo rosa es por excelencia la piedra del amor. —Mary saltó y lo abrazó con fuerza; chocó su boca con la de él fundiéndose en un beso tan apasionado que cayeron a la cama.

—Mary, Mary, ¿estás ahí? ¿Puedo pasar?

Mary salió de su ensimismamiento ante el reclamo de Clau, que estaba tras la puerta de su dormitorio; cerró la caja de madera.

—Pasa —le contestó molesta.

Claudia abrió lentamente la puerta y vio a una Mary ojerosa.

—¿Pero aún no has acabado? ¿Y esa cara? Maquíllate un poco, nena, pareces un fantasma —le amonestó para quitarle fuelle al asunto. Claudia no era tonta, sabía perfectamente que cada minuto que su amiga pasara en soledad, estaría dándole vueltas a la cabeza sobre Bastian.

—Sí, he acabado. No tengo ganas de maquillarme. Vámonos —le dijo abrochándose el abrigo y cogiendo el bolso.

—Está bien, como quieras, cielo.

De repente, el móvil comenzó a sonar:

—Espera, espera. —Mary caminó hasta la cama y buscó el teléfono entre las sábanas. Al momento el sonido cesó; lo encontró y le dio a la tecla de llamadas perdidas—. Qué extraño, solo ha sonado tres veces —buscó entre los números para ver quién demonios era la persona que la llamaba y no insistía—. No me gusta que me hagan llamadas perdidas, ¡lo odio! De hecho yo no… —a Mary se le cortó la respiración, el habla y hasta el cuerpo al mirar el número que le había llamado.

—Nena, ¿qué ocurre? —Clau salió en su busca; el rostro de su amiga se había descompuesto.

Sin respuesta.

—¡Mary! —le quitó el móvil y miró el número—. No puede ser, esto es una mala broma.

—Es él… es él… —solo le salían esas palabras.

—No, nena, no es él, es un sinvergüenza que quiere hundirte —la ira recorrió el cuerpo de Claudia. Por un momento pensó en sus puños de boxeo y la bolsa. Si ahora mismo se encontrara allí, le habría dado una paliza a la bolsa y la hubiera descolgado del techo.

—Pero, ¿cómo es esto? ¿Qué querrá ahora después de todo lo que me hizo? —las lágrimas amenazaron con salir de sus ojos; se tragó el nudo de emoción que apretaba su garganta. Mary sintió que se desmigajaba por dentro, que su corazón no podía aguantar más tristeza.

—Mira, ¿sabes lo que te digo? Que nos vamos ahora mismo —le contestó su amiga tirando el móvil de nuevo a la cama y cogiéndola por el brazo. Mary salió en busca del teléfono como si se le fuera la vida en ello; Claudia respiró frustrada, la cogió por el codo y la sacó del dormitorio. Mary se dejó llevar por su amiga, puesto que se le habían ido todas las fuerzas al ver el nombre en la pantalla: Bastian.

*****

Salieron de la casa y cogieron el coche. Condujeron en silencio rumbo hacia la cafetería del centro del pueblo, donde Lisa, su otra amiga, trabajaba.

Mary se sentía invadida por una extraña sensación de alivio y a la vez de resarcimiento. Estaba dolida, muy dolida, y no quería volverse a encontrar con él. Después de todo un año, después de casi doce meses sin saber ni siquiera dónde se encontraba, si había rehecho su vida con otra mujer, si por motivos de trabajo lo habían trasladado a otro país… nada, como si la bruma del mar lo hubiera disuelto. Y ahora le hacía una llamada, en vísperas del día en el que despareció, como un recordatorio de que se juraron amarse para siempre, de que la hizo suya durante toda una noche y le prometió ser su esposo.

—Nena, ¿eres adulta, verdad? Puedes con esto y con más —la voz de Claudia sonó más calmada.

—Sí, no te preocupes, puedo sobrellevarlo.

—Simplemente quiero advertirte algo —la miró unos segundos mientras se detenía el vehículo en un semáforo en rojo—. Si él aparece, no se te ocurra mirarlo a la cara, «no lo merece», ¿ok?

—No tengo nada que ocultar, Claudia. Además, no creo que aparezca… —pero en el fondo de su alma estaba deseando volver a verlo y preguntarle por qué huyó de ella, así descansaría y dormiría todas las noches sabiendo el motivo. Sin embargo, por mucho que ella quisiera olvidarlo, esa llamita de amor seguía aún iluminando un rincón de su corazón.

Reinició la marcha y llegaron a la cafetería. Mary se bajó del coche y miró, por pura intuición a su derecha, concretamente a una joyería muy lujosa del pueblo. De repente, su corazón casi le da un vuelco y el pulso se le aceleró tanto que hasta lo sentía en su propia garganta; la cabeza le dio vueltas, la emoción casi la derrite y todo por contemplar, tras el escaparate del comercio, la espalda ancha de un hombre que jamás podría olvidar. Tragó saliva, parpadeó varias veces y se frotó los ojos para ver si era un espejismo suyo o una imagen mal enfocada. No, no puede ser. Volvió a mirar para corroborarlo y en ese instante el hombre que había de espaldas ya no estaba. Dios mío, ¿qué me estás haciendo? ¿Quieres volverme loca? ¿O quizás el destino viene a por mí y ansía que él vuelva? ¿Ha escuchado mis plegarias las noches que me pasé en vela orando para que volviera? No quiero sufrir más, no quiero. Aún lo amo.

—¡Nena! Vamos —la voz de su amiga disolvió parte de sus pensamientos.

Entró en la cafería en silencio y con su cabeza a punto de ebullición, se le habían quitado las ganas de todo, y lo que menos quería era charlar y hablar banalidades con los demás. Ojeó el entorno del bar, le gustó lo que vio; el interior se hallaba abarrotado de gente joven: riendo, conversando, disfrutando del domingo despejado y agradable que había amanecido. Febrero era un mes frío por naturaleza en las Highlands, el sol rara vez aparecía y cuando lo hacía la gente salía de sus hogares como las abejas acudiendo al panal. El espíritu entrañable que reinaba en la cafetería la contagió, un hecho que le costó asimilar, pero le hizo recapacitar sobre su salud y futuro. Mary no podía seguir así, tenía que valorar su propia vida y buscar nuevamente la felicidad. Su sonrisa se acentuó cuando vio a dos amigos sentados en la barra, esperándola. Claudia se le adelantó acercándose a ellos, les hizo señas y les guiñó un ojo, indicándoles que Mary no lo estaba pasando bien. Alexis fue el primero en hablar.

—Oh, Mary, te estábamos esperando para tomar chocolate caliente —se levantó del sillón y le dio un beso en la mejilla—. ¿Cómo estás?

—Bien, Alexis —contestó más animada.

—Claro que está bien, ¿no la ves? Está para chuparla de arriba abajo —le respondió Duncan, el más pícaro y ligón del grupo. Soltó una carcajada y todos rompieron a reír.

—¡Duncan! —Mary lo amonestó con una sonrisa, ocultando su pésimo estado—. Nunca desistes, ¿verdad? Calla y pídenos ese chocolate —le dijo saludando a Lisa, que estaba tras la barra—. Hola, nena, ¿cómo lo llevas? —miró el interior del lugar y le dijo—: Me parece que muy bien, ¿no?

—Sí, Mary, hoy está siendo un día estupendo. La juventud se ha echado a la calle y está disfrutando de la mañana. Le rogaré a los santos para que hagan un pacto con el dios del Sol y me regale más días así —le sonrió y siguió atendiendo a la gente.

Claudia no le quitaba la vista de encima, veía a su amiga peor que antes, con una sonrisa forzada y una tristeza en los ojos que le era imposible disimular. Estaba harta de la situación.

—Lisa, ven —llamó a su amiga.

—Dime, Claudia, ¿quieres algo para acompañar al chocolate? Magdalenas, cupcakes, bizcocho…

—De comer no, de beber. Échale un chorrito de whisky a mi chocolate y al de Mary —dijo tajantemente.

—¡Clau! ¿Estás loca? —le dijo Mary exasperada cuando se enteró.

—Sí, loca de remate, pero hoy vas a reírte con ganas, cielo —le comunicó haciéndole burla.

—¡Pero qué dices! Se me subirá a la cabeza. No suelo beber…

—¡Calla, Mary! No discutas conmigo. Hace falta animarte y como no me dejas de otra manera, pues con esto seguro que consigo que bailes un reageton.

—¿¡Qué!?

Alexis y Duncan se apartaron un poco y dejaron a las chicas discutiendo. No querían entrometerse entre dos mujeres. Y menos sabiendo que Mary estaba con los sentimientos a flor de piel. Duncan quiso acercarse para poner final a la tonta discusión, pero su amigo lo retuvo.

—No te metas en cosas de chicas.

—¿Pero no la ves? Claudia está intentando que mejore su estado, tiene que sacar a Mary a la fuerza de su casa, la llama todos los días más de tres veces para saber cómo diantres está, le habla y le da consejos. Y ella, sin embargo, sigue en sus mismos líos mentales, sin escuchar a nadie.

—Lo sé.

—Solo me gustaría hacer una cosa, y de verdad, cuanto me gustaría hacerlo…

—¿El qué, Duncan?

—Golpearle la cara al sinvergüenza que robó el corazón de nuestra Mary y hacerle perder la conciencia.

—Guau, yo me apunto.

—Pues me temo que como no entre por esas puertas, no lo tendremos fácil.

*****

«Dindindon, dindindon, dindindon».

Mary cogió el teléfono y miró la pantalla, su cuerpo reaccionó nuevamente sin pensar. Se le cayó el móvil al suelo y se abrazó con sus propios brazos. No, no, no puede ser. Sé que estás aquí. Lo presiento.

—¡Cielo! —Clau recogió el cacharro y ojeó a su amiga. Estaba temblando y con los brazos cruzados, abrazándose a sí misma. ¿Pero qué coño es esto?, se preguntó.

Duncan se acercó a Mary y le elevó el rostro con un dedo. Dos lágrimas cayeron de sus ojos con una tristeza que animó a Duncan a saldar la cuenta con ese granuja. La hermosa cara de su amiga estaba ojerosa, su mirada y el color de sus ojos gris oscuro, indicando la pesadumbre de un corazón roto. Mary solía tener sus preciosos ojos con una tonalidad gris clara como el nácar de las caracolas que encontraban en la costa de Dumbarton, y ahora se habían oscurecido como el humo que desprende una vela al apagarse.

—Esto se va a acabar. —Claudia cogió el teléfono y remarcó el último número que había sonado: el del miserable.

Primera llamada…

Segunda llamada…

Tercera llamada…

—Mary, Mary, no me cuelgues el teléfono, por favor. Tesoro, quiero hablar contigo…

—¡Y una mierda! Yo no soy Mary, y ella no es tu tesoro, ¿te enteras? Pero tío, ¿tú de qué vas? No pienso dejarte hablar. Mi amiga está sufriendo, está dolorosamente sufriendo por ¡tu culpa!, ¿me oyes? ¡TU CULPA! Eres un irresponsable, un caradura, un sinvergüenza que no ha tenido la desfachatez de escribir, aunque sea mentira, una carta o un email explicando tu maldita huida. ¡Ni una llamada cuando te fuiste! ¡Fantasma! Eres y serás un fantasma a los ojos de todos. Mary jamás se mereció tu amor, jamás debería haberte conocido, jamás debería…

—¡Espera, espera! Déjame hablar, tengo una razón por la que… —reclamaba Bastian abatido.

—¡No, no!, ya está bien. Mary caerá enferma —y colgó enfurecida.

—No… no… —susurró Mary casi sin voz—. Claudia, deberías haber dejado que hablase —se enjugó las lágrimas y cerró los ojos. Se fue hacia una esquina, detrás de un pilar de la cafetería y soltó lo que tenía que soltar.

*****

Bastian maldijo en voz alta cuando la protectora amiga de Mary le colgó. Pero, ¿Qué pensabas? ¿Que iba a escucharte? ¿Que después de tanto tiempo volvería a hablar contigo sin más? La conciencia no le dejaba en paz, se lo repetía día tras día, hora tras hora. Sin embargo tenía que admitir que tenía razón. Él se merecía todo el odio de aquellas personas, todo el rencor de Mary. Había logrado que el corazón de la mujer a la que amaba se cerrara a él para que nunca volviera a abrirse. Pero Bastian debía seguir luchando por ella, necesitaba encontrarse a solas con Mary y explicarle los motivos de su huida y las consecuencias que se produjeron a posteriori.

Él era el líder del clan, el señor de las tierras y como tal tuvo que marcharse a la guerra que estalló a las puertas de su reinado. Bastian aspiró una bocanada de aire y la soltó apesadumbrado. ¿Cómo le diría a la mujer más hermosa del mundo que él pertenecía a otra época? ¿Cómo se lo tomaría? ¿A risa o a llanto? ¿Lo creería? ¿Entendería que él había viajado a través del tiempo, gracias a una druida, para buscarla y llevarla con él a su condado? ¿Entendería que la había estado buscando durante años hasta dar con ella? Millones de preguntas sin coherencia en la época de Mary. Estaba hundido y perdido. Sentía que todo el esfuerzo para alcanzar a su amada fue en vano. Bastó un hechizo junto con un brebaje para que Bastian pudiera pasar desapercibido, en aspecto y modales, en el siglo donde se hallaba su amor. Sin embargo, parecía que había cavado su propia tumba.

Tuvo que regresar al pasado y, en medio de la cruenta batalla contra el enemigo, resultó herido en una pierna. No obstante, el espíritu de guerrero que llevaba consigo siguió suministrándole fuerza. Gracias a su tesón y al valor de su clan lograron la victoria. Pero la lucha con su pierna fue infernal; se la amputaron para que pudiera seguir viviendo. Durante meses estuvo en la cama, luchando contra el dolor y los sentimientos que lo destrozaban por dentro. Pero Bastian jamás pudo olvidar aquel rostro arrebolado que le besaba con una pasión arrolladora, aquel cuerpo rozándose contra el suyo y deseando fundirse con él, aquellos turgentes pechos, suaves y delicados como las sedas de oriente. Unos recuerdos que atesoraba en su corazón, día tras día dentro de los muros de su fortaleza.

—Mary, debo insistir. Ahora que estoy recuperado no pienso volver sin ti —se dijo en voz baja observando la cafetería donde se encontraba ella.

Bastian se quedó de pie, junto a una farola, sin dejar de mirar el doloroso rostro de Mary. Ella tenía la cabeza gacha y se frotaba los ojos de vez en cuando. Su amiga le hablaba y le tocaba el cabello. Los otros dos hombres se miraban uno a otro expresando odio interno, a ambos les estaba costando mantener la compostura; a ciencia a cierta sería por él. Su amiga lo estaba pasando fatal. Y era normal. Sin embargo, él no iba a quedarse de brazos cruzados, esperando perder la oportunidad de su vida. Iría a por ella contra todas las reglas, costara lo que le costara. La citaría a solas, le pediría perdón, le diría la verdad y luego… Mary tendría que decidir.

*****

Sufría porque lo seguía amando, sufría porque no quería volver a verlo, sufría porque lo necesitaba hasta la saciedad, sufría porque sus amigos la vieran de aquella manera, sufría porque su madre no estaba a su lado para poder contarle sus problemas, sufría porque Glen la quería mucho y pretendía hacerla feliz. Pero había un hecho aún mayor: estaba cayendo enferma.

Desde que regresó de la cafetería le dijo a sus amigos que se sentía bien, que no se preocuparan más por ella, que tenía que preparar un pequeño inventario de su comercio y no podía quedarse más tiempo a su lado. Los tres no se lo creyeron pero aceptaron su decisión. Le dolían el pecho y las costillas y tenía un tremendo dolor de cabeza que no la dejaba vivir. Cuando entró en su casa, se tomó un analgésico y se recostó en la cama; cogió el almohadón y se lo presionó contra el pecho, cerró los ojos y evocó un recuerdo inolvidable.

—Mírame, mírame de nuevo.

—Sí.

—Tienes la mirada de una diosa, ¿lo sabías?

Mary soltó una carcajada.

—¿Y qué diosa, Bastian?

—Brigid, la diosa del fuego y la poesía —le susurró mientras le hacía cosquillas.

—¡Detente!

—¿Seguro?

—¡Sí!, te lo ordena la diosa Brigid —y se retorció de risa. Él se detuvo un momento.

—Oh, diosa Brigid, ¿podría serviros otra vez? —la socarrona voz de Bastian consiguió que ella se apartara un poco para respirar.

—Oh, no, no… —le contestó ella queriendo saltar de la cama—. Lo siento, pero me tendrás que coger —pero antes de que pudiera salir de ella, él la atrapó por la pierna y la colocó bajo su cuerpo.

—Querida diosa, me parece que no has cumplido con el trato, te ordeno que digas mi nombre en voz alta, mientras te hago el amor de nuevo. Es una delicia verte así —le murmuró con el rostro encendido por la pasión.

—Eres incorregible, serás mi sirviente —le dijo ella usando los mismos adjetivos que él estaba utilizando. Bastian bajó la cabeza y comenzó a lamer uno de los pezones, lo chupó y tironeó con suavidad. Luego, pasó al otro y se recreó igualmente, haciéndole lo mismo—. Oh, sirviente, sois muy apasionado…

—Por supuesto, Brigid, seguiré hasta que la pasión se convierta en fuego.

Mary respiró agitada y abrió los ojos; necesitaba abandonar el dulce recuerdo si no caería en la locura. Soltó el almohadón que tenía apretando su pecho y se irguió en la cama. Se masajeó la nuca para que el malestar de su cabeza se mitigara. Consiguió debilitarlo o quizás fuera el analgésico que estuviera haciendo efecto, pensó enseguida. Miró el reloj digital de su mesita de noche: la una y cuarto.

—¡Dios mío!, llevo una hora y media recostada —se dijo sorprendida. No se había dado cuenta que el tiempo había pasado en un santiamén.

Su hermana le dijo que se ausentaría todo el día, que no se preocupara por ella si llegaba de noche. Mary sabía que Glen era muy responsable en sus salidas, nunca bebía ni se volvía loca en sus aventureros viajes dada la preciosidad que llevaba con ella: una motocicleta de 500 centímetros cúbicos. La debilidad de su hermana tenía dos ruedas y un motor que rugía como un león. Mary sonrió al evocar el rostro de Glen cuando se compró la moto, fue inolvidable. La bautizó con el nombre de «Devora-hombres» y desde entonces todos los fines de semana que el tiempo lo permitía, disfrutaba con ella a tope.

Salió de la cama y se introdujo en el baño. Se lavó la cara y manos y se encaminó rumbo a la cocina. Se prepararía algo para comer, pensó en una ensalada de pollo con salsa rosa y unas alcachofas en su jugo. Entró en la cocina con paso decidido y miró el gran ventanal que iluminaba toda la estancia. La luz entraba a raudales, era una bendición en pleno invierno. Aquella claridad le dio un poco de calor y serenidad interior, la medicina que le faltaba.

El timbre de la casa sonó. Mary anduvo hasta la puerta de entrada, extrañada por saber quién sería. Su hermana seguramente que no, puesto que era una hora muy temprana, Claudia le dijo que iría a jugar al parque con sus sobrinos, Alex y Duncan tenían que ayudar a reparar el coche de un amigo. El timbre volvió a sonar, pero ahora insistentemente.

—¿Quién es? —preguntó esta levantando la tapa de la mirilla de la puerta y ojeando la entrada.

De repente sus ojos se abrieron como platos, el dolor en su pecho se acrecentó, el cuerpo empezó a temblarle y su cabeza le dio vueltas y vueltas hasta que tuvo que agarrarse a una silla para no caer de bruces al suelo.

—¡Mary! ¡Mary Luce!, sé que estás ahí, ábreme por favor. Solo quiero hablar, nada más —la voz grave de Bastian se podía oír hasta dos calles más allá—. Por favor, escucha lo que tengo que decirte.

Ella se quedó unos segundos sin pensar, sin reaccionar. No sabía qué hacer. Y lo peor de todo, estaba a punto de sufrir un colapso.

—Mary, no sabes nada de mi desaparición, no quiero que hagas un juicio de mí sin antes haber oído la verdad —le dijo este con el rostro tenso y apretando la mandíbula; sus manos se cerraron en puños. Se estaba jugando su futuro. Bastian era un líder, un hombre curtido en batallas y luchador nato por naturaleza. Él blandía la espada y cortaba cabezas, montaba a caballo y recorría su territorio en busca de algún enemigo día tras día, pero enfrentarse a una situación sentimental era peor que una guerra, peor que una lucha contra el mejor adversario que deambulaba por el condado.

—¿Qué haces aquí, en la puerta de mi casa? —fue lo primero que le dijo ella—. No quiero verte. —Mary sabía que su voz empezaría a quebrarse de un momento a otro. Lo estaba viendo venir.

—Lo sé, y lo comprendo, pero debes escucharme.

A Mary la embargó una extraña sensación; el dolor que sentía en su pecho pasó a un plano secundario, sustituyéndose por frustración y resentimiento.

—Márchate, vete de mi vida, ¡no la destroces más! ¿Acaso no sabes qué día es hoy? ¿Y mañana? ¿Quieres que te lo recuerde? —las palabras salían de su boca sin pensar. Estaba decidida a hacerle daño, que él sintiera una parte de la tortura que había pasado durante todo un año.

Bastian permaneció callado. No podía decir nada ahora, ella estaba hablando y exponiendo su tristeza.

—Has venido para humillarme, el día previo a los enamorados, el día en el que te fuiste, me abandonaste, ¿verdad? Eres despreciable, Bastian —a Mary se le quebró la voz. Sabía que todo lo que estaba saliendo de su boca, era mentira. Sin embargo, lo hacía para herirle, para suministrarle el dolor y la tristeza que pasó durante tanto tiempo. Sus ojos se enturbiaron de lágrimas, los párpados le pesaban, la intensa emoción se descontroló en ella… entonces no pudo retener más lo que había en su corazón. Los sollozos fueron desgarradores.

Bastian la escuchó llorar como una niña pequeña, desmoralizándolo por completo. Aquel acontecimiento le proporcionó un dolor tan grande que se arrodilló delante de la puerta. Apretó fuertemente los puños como si quisiera aplastar a algún enemigo; estaba fracasando en su propósito. Él era un miserable, después de todo. Bastian debería de haber regresado cuando acabó la batalla, con la pierna herida y sangrando, arrastrándose como una serpiente, porque ella merecía haber tenido una explicación y entonces haberle contado de dónde provenía. Sin embargo, los sanadores de su clan no se lo recomendaron si quería seguir viviendo.

Mary rompió a lágrima viva y se sentó en la silla que había en la entrada. Se caería de un momento a otro.

—Márchate, vete… —decía una y otra vez con tono lastimero.

—Nunca me iré sin ti, nunca más —le habló con suavidad, con tacto, mientras averiguaba cómo diablos se abría la puerta. Rabiaba por abrazarla, por sentirla, por olerla, por besarla. Se levantó y tocó el marco buscando alguna grieta por la que meter la mano y abrirla; tanteó el pomo y la aldaba con la esperanza de poder quitarlos y encontrar algún agujero para poderla ver.

Mary se levantó, se secó las lágrimas con el dorso de su jersey y se dirigió a la puerta. Ahora que había soltado su agonía interior podría enfrentarse a la verdad, a él; verlo cara a cara, percibir las emociones en su rostro, oír la mentira que traía preparada. Sí, una mentira que había tenido todo un año para tramarse. Mary respiró profundamente y abrió su hogar.

Ambos se contemplaron, en silencio, evaluándose. Ella, demacrada y con los párpados hinchados por el llanto, lo miraba con dureza, con odio, sin demostrar lo que en realidad sentía por dentro; estaba costándole demonios. No pretendía exponer el amor que aún le profesaba, la pasión que todavía seguía encendida en su corazón. Pero por mucho que se esforzara en aparentar todo lo contrario, era imposible. Nada más posó la mirada en él, se despojó su coraza invisible. Aquel cuerpo tan perfecto seguía siendo para el pecado, su torso, su piel olivácea y tersa como la de un bebé, el oscuro y varonil rostro que la sedujo hasta la locura…, todo lo que vio la obnubiló hasta la saciedad. Bastian llevaba el cabello suelto, cayéndole por los hombros, revuelto y sin peinar; vestido con tejanos azules y con una chaqueta del mismo color que sus ojos. Oh, Dios mío, sigue siendo el hombre más maravilloso del mundo.

—Mary —farfulló este a media voz cuando se encontró frente a ella. Quiso dar un paso y acercarse, pero lo detuvo.

—No, Bastian, desde ahí podemos hablar —le dijo temblando nuevamente. Deseaba tanto abrazarlo y sentirlo, oler su cuello, besar su boca, poder enredar los dedos en sus cabellos. Mary estaba luchando contra su voluntad.

¡Por las barbas de Dagda! ¡Estaba decidido a entrar! Bastian maldijo en su interior por el mero hecho de no poder cogerla en brazos y besarla apasionadamente. Ella le había prohibido entrar en la casa, acercarse a su persona. A un guerrero y líder de un clan nunca se le podía impedir nada. Él siempre conseguía su objetivo; había gobernado y protegido las tierras de sus antepasados, luchado y ganado batallas contra enemigos acérrimos, pero aquello, aquello era demasiado para él. ¿Aún lo amaba? ¿O quizás ese amor se había transformado en odio? Ni siquiera lo pensó. Dio varios pasos decididos hasta ella y la alzó entre sus brazos. Le dio igual lo que ella hiciera, su ímpetu pudo más que su respeto.

—No, no, Bastian, no entres… —A Mary le embargó la ansiedad.

—Lo siento, princesa, pero necesito explicarte mi desaparición, y no será aquí fuera —los brazos de él la aprisionaron contra su torso y ella casi desfallece.

Un sinfín de emociones la asaltaron de repente, abrumándola. Su tacto, su olor, su masculinidad, la arrollaron hasta la locura. Bastian la alzó y la posicionó a la altura de su cara.

—¿Sabes el tiempo que he pasado pensando en volver a ver esos ojos tan hermosos? —su voz estaba cargada de deseo.

—Eres un miserable, ¡bájame! —le gritó contra su voluntad. Mary se quedó sin fuerzas, sin espíritu para luchar contra el hombre que amaba. Lo miró con desprecio, pero de nada sirvió. Se quedó nuevamente prendida de él. Bastian era demasiado perfecto, bien podría parecerse a un Dios, a un ser distinto a cualquier otro.

Bastian estaba perdiendo la cordura mientras sujetaba a Mary, sujetaba aquellos prietos glúteos con sus manos mientras la alzaba; el olor que desprendía su piel, a jazmín y cereza, estaba destruyendo su autocontrol; el rostro arrebolado y triste por el llanto lo demolió por completo, y lo peor de todo, sentía los fuertes latidos de ella sobre su pecho. Bastian llegó a una conclusión que le animó a seguir: Mary sentía lo mismo que él.

—Escúchame, solo quiero hablar, nada más —ahora su mirada se oscureció y dejó de mostrar deseo. Ahora era cuestión de honor.

Mary ya no se resistió más, dejó que él la bajara con lentitud, para no hacerse daño. Ella se apartó, como si él quemara; Bastian se quedó helado ante la reacción.

—Sígueme —le dijo ella a media voz.

Mary luchaba continuamente contra sus deseos, frustraciones, anhelos, frente a todo lo que Bastian había dejado en su interior. Ese mismo día, trece de Febrero, el día en el que él reapareció para torturarla, jamás lo olvidaría. Otro momento tortuoso en el calendario de su ardua existencia.

Bastian la siguió hasta la cocina. Ojeó la estancia y le asaltaron miles de recuerdos del pasado año. Aquel lugar había sido arrollado por ellos dos jugando y riendo; la cocina había sido testigo de un apasionado acontecimiento amatorio que tuvo lugar sobre la encimera, la mesa y sillas.

—Te puedes sentar, pero sé breve. Tus mentiras no cambiarán mi postura. —¿Qué había dicho? ¿Podía hablar coherentemente? ¿Su voz se estaba equilibrando? Mary se sentó frente a él con las manos cruzadas y aguantando no saltar sobre su regazo. Sus temblores cesaron. La calma hizo su aparición y por unos instantes se sintió serena.

Bastian no quiso hablar, pasó a la acción de inmediato. Esa sería la mejor manera de que Mary comprendiera parte de su desaparición. Se agachó y empezó a enrollar la tela del vaquero, concretamente la de la pierna derecha.

—¿Pero qué haces? ¡Estás loco! —A ella se le abrieron los ojos como platos.

—No estoy loco, solo quiero que observes esto y luego entenderás los motivos —le contestó subiendo hasta la rodilla la tela. Se quitó las deportivas y entonces dejó a la vista su problema.

A Mary se le cayó el mundo a los pies; se tapó la boca para no gritar cuando observó que Bastian había perdido su pierna y que en su lugar llevaba una prótesis de madera.

—¡Oh, Dios mío! —se arrodilló ante él y empezó a sollozar—. Bastian, ¿qué te ha sucedido? —Ahora sí que estaba perdida y sumida en un pozo de amargura.

—Por eso no pude venir, preciosa, ni siquiera conseguí reunir fuerzas para plantarme frente a ti y pedirte que te esposaras con un mutilado —su voz se había apagado.

—Solo una llamada, una llamada y hubiera ido corriendo en tu busca —sus lágrimas se habían desbordado de nuevo, el nudo en la garganta le impidió hablar con claridad—. ¿Acaso creías que ya no te amaría por esto? No me hubiera importado, Bastian… Oh, tantos días, tantas horas pensando en este error… —empezó a decir en voz baja y enjugándose las lágrimas.

—Levántate Mary. Te daré un motivo para que vuelvas a amarme. —Ella asintió como una niña pequeña y se apoyó sobre la encimera.

Bastian la evaluó unos instantes antes de soltarle su providencia.

—No llores más, ahora escucha lo que tengo que decirte —se irguió de la silla y caminó hasta ella. Su altura la intimidó por unos instantes. Sin embargo, dentro del corazón de Mary había renacido la ilusión, la esperanza.

Ella lo miró y asintió, esperando su respuesta.

—Llevo años buscándote, años de luchas y viajes por toda Escocia indagando, preguntando si habían visto a una pelirroja, de piel tan blanca como la Luna y con unos ojos grises igual que la plata recién pulida y la turmalina en todo su esplendor; con el cuerpo de una diosa celta y el carácter de una princesa gala —la miró con adoración—. Nadie respondía a tal descripción. Yo sabría de ella con solo mirada. —Ella lo miró entrecerrando los ojos—. Mary, he viajado durante muchas millas cruzando valles, montañas y… siglos. No provengo de esta época, soy laird de un antiguo clan antepasado —le soltó de repente—. Sé que esto parecerá el más burdo de los cuentos pero créeme que estoy en lo cierto. Antes de que abras la boca para echarme, déjame seguir.

Ella guardó la artillería que le vino de repente; asintió para que siguiera su explicación. Él se acercó más y cogió su mano, llevándosela al corazón. Y ella cerró los ojos ante el contacto, ante el calor que emanaba aquel cuerpo a pesar de la tela que protegía su piel.

—Lidero el clan de los McTills, desde hace años. Mis antepasados fueron descendientes de los llamados Hijos del Sol, una de las primeras tribus que fundaron los Pictos. Provengo de varios siglos atrás, de una época donde no existe un teléfono, un microondas, un grifo, ni siquiera un coche. —Bastian recordó la primera vez que ella le calentó la leche en aquel aparato blanco que pitaba. Y él le preguntó que de dónde había salido. Mary le sonrió y dejó pasar su comentario, creyendo que estaba bromeando. Sin embargo, él ocultó su asombro y su sorpresa ante el mundo de artefactos que lo rodeaba, para que ella no se percatara de quién era y de dónde provenía.

—Bastian, no quiero que me mientas, simplemente dime que has tenido un accidente de coche y que te amputaron la pierna, nada más. No me mientas… —aclamó acariciando sus manos.

—No, preciosa, no te miento. ¿Acaso no recuerdas que me tuviste que enseñar a manejar ese cacharro por el que hablamos a distancia?

—El móvil —expuso ella recordando que cuando le conoció, él le indicó que procedía de una aldea que no tenía siquiera luz eléctrica.

—Te estoy contando la verdad, ¿quieres seguir oyéndola? —le preguntó acariciando la palma de su mano; no se atrevía a darle un beso, aunque rabiaba por hacerlo y chuparle esos labios que lo estaban volviendo loco.

—Si… gue —comenzó a temblarle la voz y otra vez el cuerpo. La conversación estaba tornándose paranormal. Oh, Virgen Santa, ¿será verdad que este hombre no es de aquí? ¿Debo creerle?

—Gracias a la hechicera, te encontré. Sus rezos, magia y brebajes consiguieron trasladarme a esta época, y llegué hasta ti. Mary, eres la mujer señalada por los dioses, la reina de mi clan, la única señora que debe tener mi castillo. El día que desaparecí, el día tan señalado por ti, el catorce de febrero, se desató una guerra en una de las fronteras de mi condado. No pude quedarme, mis hombres me necesitaban, y entonces abandoné tu vida sin darte explicaciones, pensando que volvería pronto. Pero no pretendía hacerte daño. Finalmente, los dioses me castigaron —suspiró abatido mirando la pierna de madera; levantó una mano y le acarició la mejilla con suavidad; la tenía mojada de sus dulces lágrimas—. Cuando me hirieron quise volver a encontrarme contigo y contártelo todo, pero los sanadores del clan no me lo aconsejaron, puesto que mi vida estaba en juego —retiró la mano y rezó para que ella le creyera.

—¿Te das cuenta lo que estás diciendo, Bastian? Esta historia es incomprensible —expuso ella alterada.

—Lo sé, Mary, pero no existe otro motivo —manifestó—. Solo quiero que sepas una cosa y eso te puedo asegurar que es verdad. Mi amor por ti estaba grabado antes de que tú nacieras y antes de que el dios celta me diera la vida. Durante años mi corazón te ha pertenecido, te ha buscado por tierra y mar, sabía que estabas esperándome en algún sitio, lo presentía, hasta que al final te encontré. Princesa… —le levantó el rostro y le dijo—: No puedo regresar a mi época sin la mujer que ha nacido para estar al lado de Bastian McTills, Laird del clan McTills. Mary, eres la reina de mi vida, de mi alma y de mi corazón. Perdóname por haber sido tan vil, por no haber regresado cuando tuve la oportunidad, por no estar completo —bajó la cabeza y miró su pierna con dolor en su mirada—, para vivir a tu lado.

Mary se apartó de él y salió en busca de un vaso con agua. Si no bebía en ese instante caería al suelo de bruces. Bastian la miraba temeroso de su respuesta. Ella vertió el agua en el vaso y se la bebió con lentitud, saboreándola y dejando que su estómago se llenara del líquido. Colocó el vaso en el fregadero y se giró para enfrentarse a Bastian. Pero antes cerró los ojos y dejó que su mente hablara por ella. Una vez hecha una pausa, volvió a abrir los ojos.

Mañana, catorce de febrero, será el día de los enamorados, el día en el que San Valentín, el famoso sacerdote recordado por todo el mundo como el cura que desposaba a los jóvenes romanos sin el consentimiento del emperador, será conmemorado gracias a parejas, novios, matrimonios, aventuras… que dejarían sus huellas amándose. Una fecha que Mary nunca olvidará, un momento en el tiempo en el que decidirá su futura vida. Ahora, una dura decisión se abría camino en su cabeza, intentaría ser racional con su respuesta, y sobre todo pretendería encontrar la felicidad decidiera lo que decidiera.

—Mary, Mary, ¿qué piensas? —Él se movió y caminó hasta ella, rodeando la mesa. Mary le sonrió y se acercó a él con el rostro ahora sereno y una paz interior que jamás había sentido; se puso de puntillas y acercó su boca a la de él, besándolo ligeramente, sintiendo el calor de sus labios sobre los suyos. Luego, apartó su boca y él protestó.

—Bastian, no creo en los sueños, no creo en cuentos ni fantasías, no puedo admitir mentiras y engaños, sin embargo, quiero que sepas una cosa. Creo en el destino y sé que desde el día que apareciste en mi vida supe que serías para mí, más tarde o más temprano. Mi mente jamás renunció a recordarte; mi corazón, a amarte; mi alma, a perderte. Ahora, Bastian, si quieres una respuesta, la tienes ya. Mi corazón es tuyo, mi vida está en tus manos y mi espíritu contigo.

Bastian no podía creerlo, estaba aturdido y sus pupilas comenzaron a brillar por la emoción. No pudo contener una lágrima que recorrió su rostro hasta posarse sobre su boca. Ella le limpió la lágrima con el pulgar y le dio un intenso beso. Ambos cerraron los ojos y sintieron cómo se despejaba tanto dolor acumulado. Sus corazones se llenaron de amor y una sonrisa se dibujó en ambos rostros. Él se separó solo unos centímetros, la sujetó por ambas manos y le dijo:

—Entonces, princesa, amémonos durante toda la noche. Mañana, catorce de febrero, recordémoslo como el día en el que unos enamorados sellaron sus destinos para siempre.