8

MERRICK y Anne acamparon a menos de un día de distancia de Gretna Green. Anne se había puesto la ropa del mozo de los establos antes de partir. Merrick había demostrado ser útil durante el viaje. Sabía cuándo debían ir por el bosque y cuándo por la carretera. Dónde encontrar caza. Sabía demasiadas cosas para ser un simple mortal. Esa noche dijo que podían encender un fuego.

En esos momentos se encontraban sentados alrededor del fuego y estaban comiendo un conejo asado que él había cazado y cocinado. Merrick estaba sentado enfrente de ella. Los ojos le brillaban en la oscuridad… pero ella ya había visto ese brillo antes, cuando no había ningún fuego encendido.

Ella no le había hablado de las sospechas que tenía con respecto su verdadero padre. La huida de Blackthorn Manor no le había dado tiempo de pensar en otra cosa que en escapar. Pero ahora tenía que decírselo. Él merecía saberlo.

—Hace tiempo que quiero decirte una cosa —le dijo.

—¿Qué es?

Por un momento, Anne se sintió fascinada viendo a Merrick que se chupaba la grasa de los largos y esbeltos dedos. Comer esa carne era un poco difícil y no disponían de las comodidades y el lujo de la casa.

—¿Anne? —preguntó él.

Ella intentó ordenar las ideas.

—Creo que sé quién era tu padre.

Los extraños ojos de él se le clavaron en medio de la oscuridad.

—¿Cómo es posible que sepas eso? Ni siquiera yo lo sé.

Anne usó el basto pantalón de montar que llevaba puesto para limpiarse las manos de grasa.

—Cuando te vi por primera vez, quiero decir, a la luz del día, tuve la extraña sensación de que te había visto antes. El día de la carrera me di cuenta de que eso era porque tú eres la viva imagen de lord Jackson Lupus. El motivo por el cual eso no se me hizo evidente de inmediato es porque tú tienes el cabello oscuro y los ojos claros, y él es todo lo contrario.

Merrick frunció el ceño.

—¿Lupus? He oído hablar de ellos. Cualquier hombre que sepa alguna cosa de caballos ha oído hablar de ellos. No les he visto nunca. No pasan mucho tiempo en Londres, que yo sepa.

—No —asintió ella—. Prefieren la casa de campo la mayor parte del tiempo. Ellos…, bueno, corren rumores acerca de ellos.

Él volvió a mirarla a los ojos.

—Tienen una maldición —dijo él en voz baja—. Se dice que tienen la maldición de la locura.

Anne hizo un gesto negativo con la mano.

—No creo que tengan ninguna maldición. Lord Jackson es bastante agradable, en realidad, si uno se toma el tiempo de conocerle lo bastante, y está tan cuerdo como cualquiera. No estoy familiarizada con los otros hermanos, pero supongo que también son igual de amables cuando tienen el humor para ello. Lord Jackson y yo somos amigos.

Merrick arqueó una ceja.

—¿Amigos?

Quizá ella se estuviera engañando otra vez, pero Anne pensó que había percibido una nota de posesividad en su voz.

—Está casado —interrumpió él—. Quiero decir, no lo estaba cuando le conocí en el extranjero, pero lo está ahora.

Merrick continuó observándola, como sí intentara decidir si su amistad con lord Jackson había sido más que inocente. Finalmente, preguntó:

—¿Y me parezco a él?

Ella asintió con la cabeza.

—Más que un poco. Demasiado para que sea una coincidencia.

Merrick tomó un vaso de agua.

—El padre está muerto, que yo recuerde.

—Sí —respondió Anne—. Hace poco más de diez años. Él… él se suicidó. Dicen que estaba loco cuando lo hizo, y su mujer loca, también, cuando se fue poco tiempo después. Fue un escándalo.

Él estaba callado, como si pensara en todo lo que ella acababa de decirle.

—Quizá lo que dices sea cierto, Anne, pero no creo que tenga ninguna importancia ahora.

Esa respuesta la sorprendió. Anne se levantó del tronco sobre el que se había sentado.

—¿No tiene importancia? ¿Saber que eres un Lupus? ¿Saber que tienes hermanastros? ¿Eso no tiene ninguna importancia para ti?

Merrick se encogió de hombros.

—Eso no cambia nada para mí, Anne. —Él también se puso en pie—. Sigo siendo un bastardo. Sigo siendo un secreto que mi familia quiso mantener oculto ante el resto del mundo. Un acto sucio. Dudo que los hermanos me dieran la bienvenida en la familia con los brazos abiertos, que quisieran compartir su vida y su riqueza conmigo. Sigo sin tener nada. Sin tener un nombre, ni siquiera una posición.

Anne dio la vuelta al fuego para ponerse a su lado.

—Mañana, eso va a cambiar —le recordó—. Mañana vas a tener todo lo que yo tengo. Y lo que es más importante, vas a realizar tu venganza.

Él la miró con ojos brillantes.

—Y tú vas a realizar la tuya. ¿No es cierto, Anne?

Ella tuvo que apartar la mirada de él. Para ella, el matrimonio no era solamente una cuestión de venganza. Pero Merrick no necesitaba saberlo.

—Sí —respondió ella—. Conseguiré mi venganza.

El contacto de los dedos de él en la barbilla era amable. Él la obligó a mirarle otra vez.

—Deberías querer más que eso, Anne. Yo necesito venganza. Pero tú no eres como yo. Tú eres distinta.

A Anne las lágrimas le quemaban en los ojos. Anne se esforzó en combatirlas. Estaba equivocado. Ella tenía un sentimiento amargo.

—He pasado la vida queriendo ser la persona que creí que mi tía y mi tío deseaban que fuera. He pasado la vida intentando hacer que me quisieran. Eso es lo único que he querido, que me quisieran otra vez.

Él le secó una lágrima con los dedos. La miró con ojos tiernos.

—Y tú mereces ser… amada. Yo creo que no puedo hacer esto, Anne. Casarme contigo. Ni siquiera por venganza.

¿Merrick iba a rechazarla también? Esta posibilidad no se le había ocurrido a Anne cuando se había escapado con él por la noche.

—Tú tampoco me quieres —susurró.

Él cerró los ojos un momento, como si esa acusación le hubiera herido.

—Te quise desde el primer momento en que te vi. Hay cosas que ni siquiera yo comprendo, Anne. Tú eres buena, y amable, e inocente, y te mereces algo mejor que esto, algo mejor que un acuerdo.

Ella creía que sí conseguía endurecer el corazón contra el mundo, quizá pudiera evitar volver a sentir dolor. Pero ahora Anne comprendía que ella era todo lo que había aspirado en convertirse cuando creciera. Su corazón era blando, y se le ablandaba por ese hombre. Alargó la mano y le tocó la mejilla.

—Eres un hombre mejor de lo que crees ser. Ningún hombre me ha hecho sentir nunca lo que tú me has hecho sentir.

Merrick la apartó de repente y le dio la espalda.

—Yo hago que todas las mujeres sientan algo —dijo, en tono seco—. Es uno de mis dones.

Anne no estaba segura de qué significaba eso. Suponía que la forma que él tenía de mirar era un don. Su voz, grave y fascinante, que fluía a su alrededor como la miel, imaginaba que también podía considerarse un don. Pero Anne sabía que la atracción que sentía por él estaba más allá de la belleza. Su olor, incluso aunque la atraía, no podía hacerle sentir nada que ella no sintiera honestamente en su interior.

Quisiera o no quisiera, Merrick tenía ética. Ella tenía la fuerte sospecha de que él no tomaría su inocencia esa noche sin haberse casado con ella antes. Lo cual no dejaba a Anne otra opción que seducirle. No podía echarse atrás ahora. No quería echarse atrás.

Anne recorrió la distancia que les separaba y le tocó un hombro. Él se volvió y la miró. Ella se puso de puntillas y apretó su boca contra la de él. Aunque no tenía experiencia en el arte de la seducción, Anne se dio cuenta de que debía librarse de todas las inhibiciones: simplemente actuar según sus emociones y dejar que la llevaran, y a él con ella, esperaba.

Los labios de Merrick eran cálidos, firmes y, por desgracia, no respondieron. Ella le miró desde detrás de las pestañas. Él tenía los ojos abiertos. Ella terminó el contacto.

—Dime que me quieres, Anne.

Seguro que él sabía qué le quería. Seguro que tenía la experiencia suficiente para saberlo.

—Ya sabes que te quiero.

Merrick negó con la cabeza.

—No, no lo sé. ¿Es mi olor lo que hace que me desees? ¿Tiene la razón algo que ver con esto, de alguna forma? Dime que me quieres a mí, Anne. Sólo a mí.

Él alargó los brazos y la atrajo hacia él. Su olor estaba en el aire, ahora, y Anne tuvo que admitir que era un fuerte afrodisíaco. Pero era el hombre a quien ella quería. Al hombre que le había enseñado a cabalgar a pelo, que la había llevado a través de los páramos bajo la luz de la luna. El hombre que la había salvado de los lobos. El hombre que se preocupaba lo bastante de ella para pensar que merecía algo más que cargar con un peso en aras de la venganza.

Toda su vida Anne había estado esperando ser amada de nuevo. Había deseado que volvieran a amarla. En ese momento se dio cuenta de que Merrick la amaba. Quizá él ni siquiera lo sabía, pero ella lo supo y, por el momento, eso era lo único que importaba.

—Es al hombre que tú eres lo que quiero, Merrick —respondió ella—. Eres el hombre al que amo.

Los ojos de él se encendieron en la oscuridad.

—¿Me amas? ¿A un bastardo? ¿A un hombre con extraños dones que no puede comprender y un corazón amargado por un mundo que no le ofrece un lugar adecuado?

Ella le pasó los brazos por el cuello.

—Tu sitio está conmigo. El destino nos ha unido. Necesito tu fuerza y tú necesitas mi suavidad.

Despacio, él bajó la cabeza. Los labios de él le rozaron con suavidad los suyos.

—Tú tienes fuerza suficiente por ti misma, Anne —dijo él.

—Hazme el amor —susurró ella—. Comparte conmigo todo lo que eres. Y yo compartiré lo que soy, y lo que tengo, contigo.

Merrick emitió un sonido suave con la garganta que fue casi un gruñido. Los ojos brillaron con un fuego azul en la oscuridad.

—No me tientes, Anne. Tú sabes que te deseo.

Ella levantó la barbilla.

—Entonces, tómame, Merrick.

Él le sonrió con cariño.

—Quieres atraparme para que te robe la inocencia y que me vea atado en mi honor para decir los juramentos mañana. Muy lista, Anne.

Aunque lo que él decía era cierto, no hacía falta que lo dijera como si fuera la única razón por la que ella le deseaba. ¿Quién mejor que él? ¿Un hombre que comprendía su amor por los caballos y por montarlos? ¿Un hombre que le permitiría tener su independencia y que no le importaría que ella fuera mala de vez en cuando, quizá siempre y cuando lo fuera con él? No había nada malo en inducirle a que hiciera el amor con ella. Anne le amaba. O creía que le amaba. ¿Se estaba engañando otra vez?

—¿Me amas, Merrick?

Él le apartó un mechón de la cara.

—Es difícil no querer a una mujer como tú.

Eso no era una respuesta. No, realmente.

—Pero ¿tú me amas? —repitió.

Él apartó la vista de ella. Ella creyó que no iba a responder, pero él volvió a mirarla inmediatamente a los ojos.

—Sabes que te amo.

Ella sintió que el corazón le latía con más fuerza en el pecho. La alegría la inundó porque sabía que él no estaba mintiendo, que no estaba intentando engañarla. Al final tenía lo que deseaba. En un gesto valiente, Anne se quitó la camisa y la camisola por la cabeza. Se quedó delante de él desnuda hasta la cintura.

—Demuéstrame que me amas —le dijo.

A él se le encendió un fuego en los ojos y su mirada se paseó por la piel desnuda de ella. Por todo su cuerpo, la piel parecía quemar. Sus pezones se habían endurecido bajo el frío aire de la noche.

—Dios, Anne —susurró él, en un tono bajo y gutural—. Eres tan hermosa. Tu piel parece de porcelana, tan pálida y suave que me da miedo que te rompas si te toco.

—No me voy a romper —le aseguró ella, casi sin aliento—. Tócame y compruébalo.

Merrick clavó los ojos en los de ella. Alargó la mano y le acarició la mejilla con suavidad. Luego bajó la mano hasta uno de sus pechos, que encajó en su mano como si hubiera sido hecho solamente para él.

Ella aguantó la respiración mientras él le acariciaba el pezón con el pulgar, suavemente. Luego Merrick se inclinó hacia delante, le besó el cuello y fue bajando hasta que su lengua realizó las mismas caricias que habían hecho con el pulgar unos momentos antes. Anne enredó los dedos entre sus cabellos, fuertes, y sintió que le fallaban las piernas cuando él tomó el pezón erecto entre sus labios cálidos y empezó a lamerlos. Luego él se enderezó, la miró a los ojos y la tomó en brazos como si no pesara nada.

Las sábanas estaban preparadas para pasar la noche y él la llevó hasta ellas, la dejó encima con suavidad y se arrodilló a su lado.

—¿Qué sabes de los asuntos entre un hombre y una mujer, Anne?

—No mucho —repuso ella—. Mi tía no me hablaba de ese tipo de cosas. Mi sirvienta me dijo que sentiría dolor la primera vez que estuviera con un hombre.

Merrick le pasó un dedo por el brazo.

—Yo no sé nada acerca de estar con una mujer para quien es la primera vez. Pero sí sé que puede haber placer entre nosotros. ¿Estás preparada para sentir ese primer dolor?

Él le permitió un momento más para que ella recuperara el sentido común, pero Anne no quería recuperarlo. Ella confiaba en él, tenía que confiar en él. No podía haber amor sin confianza.

—Sí —contestó ella—. Confío en ti, Merrick.

Despacio, él se quitó la camisa por la cabeza. Anne nunca le había visto sin camisa, y pronto se dio cuenta de que era algo que querría hacer muy a menudo en el futuro. La piel de él brillaba bajo la luz de la luna.

Tenía el pecho cubierto por un fino vello oscuro que se convertía en una fina línea que bajaba por encima del musculoso estómago y desaparecía debajo de los pantalones. Ella deseó tocarle, lo deseó tanto que alargó la mano y le pasó los dedos por el pecho. Su piel era cálida al tacto, tal y como sabía que sería. Ella no sabía que un hombre podía parecer tan suave y ser tan fuerte. No había nada excesivo en todo su cuerpo. Solamente músculos de acero y una gloriosa piel bronceada.

—Eres hermoso —susurró ella.

—Ven a mis brazos —ordenó él—. Siente mi piel contra la tuya. Siente la diferencia entre nosotros.

Ella fue a él, con ganas. El contacto de su piel con la de él no se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Él enredó los dedos entre el cabello de ella y tiró un poco, echándole la cabeza hacia atrás. Luego llevó sus labios hasta los de ella y la besó.

Se fundieron en un beso en que sus bocas parecieron soldarse, las lenguas batallar y toda suavidad desapareció con la brisa de la noche. El vello suave del pecho de él le acariciaba los pezones y le despertó una corriente entre los muslos. Él la tumbó sobre la sábana sin que se separaran las bocas, piel contra piel. Cuando la cabeza de ella, acompañada por la mano de él, tocó el suelo, él terminó de besarla. Merrick la miró, hipnotizándola con sus extraños ojos nocturnos; luego se inclinó para besarle el cuello.

Luego fue bajando hasta que encontró un pezón y se lo introdujo en la boca con tanta profundidad que ella le clavó las uñas en los hombros. Ella levantó las caderas, como si fuera presa de una fuerza incontrolable. Empezó a sentir una pulsación cosquilleante entre las piernas. Despacio, la mano de él empezó a recorrer su cuerpo hacia abajo. Llegó hasta el lazo del pantalón y lo soltó, luego se lo bajó por encima de las caderas y de las piernas.

Anne era una persona recatada por naturaleza, y no era tan sencillo dejar el pasado atrás en una noche. Pero cuando Merrick volvió a besarla de nuevo, empezó a relajarse. Mientras la distraía con la habilidad de su boca, empezó a demostrarle la habilidad que tenía con los dedos.

El primer contacto la sobresaltó; notar su mano allí, en un punto que ningún hombre le había tocado antes. Él no la tranquilizó con palabras suaves, sino que continuó besándola mientras le acariciaba los rizos que le cubrían la vulva. No era tan raro, decidió Anne, más distraída por su lengua dentro de su boca que por el objetivo que esa mano pudiera tener.

Al ver que ella no se resistía, él empezó a ser más insistente. Con suavidad, le introdujo un dedo entre los labios y empezó a acariciarle el punto que, seguramente, concentraba todo el placer de ella. Anne se quedó sin respiración e intentó cerrar las piernas.

—No lo hagas —le dijo él con suavidad—. No me cierres el paso. Déjame que te dé placer antes de hacerte daño.

Ella se ruborizó de incomodidad.

—Yo… yo estoy húmeda aquí, por algún motivo.

Él sonrió y le dio un suave y rápido beso.

—Si no lo estuvieras, yo no estaría haciendo bien mi trabajo. Estás húmeda ahí para que nuestros cuerpos se puedan unir. Eso me da la bienvenida dentro de ti, así que no me cierres el paso.

Anne intentó relajarse. Nunca se había imaginado lo que era tener intimidad con un hombre, pero había creído que sería un asunto rápido en el cual ambos dejarían al descubierto las partes necesarias para completar el acto y que luego se recompondrían la ropa y se irían a dormir.

—¿Puedo tocarte yo a ti también? —le preguntó—. Quiero decir, ¿donde yo quiera?

Él arqueó una ceja.

—¿Tienes curiosidad?

—Sí —respondió ella.

Él se inclinó y la besó de nuevo.

—Mi cuerpo es tuyo esta noche. —Él se detuvo de repente, se quitó las botas y luego se llevó las manos para desabrocharse el pantalón. Anne se puso de costado, se colocó una mano debajo de la cabeza y lo observó. Pensó que él se tomaba un lapso de tiempo anormalmente largo para desabrocharse los pantalones. Ella pensó que él se demoraba adrede, que debería ser más modesto de lo que fingía ser, pero entonces se dio cuenta de que se había quedado sin aliento y que había clavado los ojos en los dedos de él mientras desataba el cordón: él hacía lo que hacía para darle placer.

Finalmente, el cordón quedó desatado y él se bajó el pantalón por las caderas, por las piernas y se lo quitó por los pies. Se enderezó y se quedó de pie delante de ella, desnudo. Ella supuso que había abierto mucho los ojos: como dos lunas gemelas. Le vinieron a la mente la palabra que esas señoritas de la feria habían pronunciado: semental; con razón.

—¿Te gusta lo que ves, Anne?

Ella le miró a la cara. Las sombras ocultaban sus facciones, pero los ojos todavía mostraban un brillo azul. Despacio, le recorrió el cuerpo con la mirada, descendió por debajo de los hombros anchos, el pecho musculoso y el abdomen plano, hasta el miembro que se erguía, orgulloso y bastante impresionante, desde su cuerpo. Tenía las caderas delgadas, los flancos suaves; las piernas musculosas eran largas y estaban cubiertas por un vello oscuro.

—Sí —susurró ella—. Sea cual sea tu linaje, eres un buen espécimen de hombre.

Él se acercó a ella y se agachó a su lado. Aunque tenía los ojos encendidos, su tacto era suave. La besó con suavidad; jugó con sus labios hasta que ella llevó los brazos alrededor de su cuello y enredó los dedos entre su cabello. Él se tumbó al lado de ella y la tomó entre los brazos. El contacto de piel contra piel, de macho contra hembra, le calentó el cuerpo y acabó con todas las defensas que pudieran quedarle. Lentamente, él le pasó un dedo desde el cuello hasta el ombligo, y luego hasta más abajo.

—Quiero tocarte, saborearte, y hacerte mía… para siempre.

Ella lo quería, también. Ser reclamada por él, reclamarle a él a su vez. Con valentía, alargó una mano y le tocó, le pasó el dedo índice por el pecho amplio, por el estómago plano, y lo llevó hasta su sexo. Él hizo un gesto raro y Anne apartó la mano rápidamente de él.

—¿Te he hecho daño? —le susurró.

—No —le aseguró él—. Sólo es que me ha pillado un poco por sorpresa.

Ella volvió a alargar la mano y a tocarle.

—¿Está siempre tan., tan…?

—No —le dijo—. Aunque cuando estoy a tu lado, sí, casi siempre.

Ella quiso preguntarle más cosas, pero él se inclinó hacia ella y volvió a besarla. Anne era inocente, pero no tanto como para no comprender que la charla había terminado. Él bajó un poco y le besó el cuello; luego bajó un poco más. Mientras jugueteaba con sus pezones entre sus dientes y con la lengua, le bajó la mano hasta la vulva y ella no le cerró el paso. La acarició en el mismo punto que le había acariciado antes, la acarició hasta que ella empezó a morderse el labio y a moverse acompasando la presión que ejercían sus dedos. Sintió que dentro de ella se creaba una fuerza, una necesidad desesperada, un hambre que no había sentido nunca antes.

Ahora su respiración se volvía agitada. Le clavó las uñas en la espalda y empezó a moverse como si no tuviera ningún control de su propio cuerpo. Él aumentó la presión y luego le deslizó un dedo dentro de la vagina. Inmediatamente, ella casi se levantó de la sábana.

—Con suavidad —le dijo él, sus labios contra los de ella, y Anne pensó que ése era el mismo tono que empleaba para tranquilizar a los caballos nerviosos. La presión de sus dedos cesó y ella deseó lloriquear, suplicar, pero no estaba segura del motivo. Con suavidad él le hizo abrir las piernas con sus rodillas y luego se instaló entre sus muslos. Instintivamente, Anne se tensó debajo de él, pero él la besó, distrayéndola, y ella, al ver que él no hacía ningún movimiento, empezó a relajarse, a saborear la sensación de los labios de él sobre los suyos, de su lengua dentro de su boca moviéndose a un ritmo que ella quiso imitar con los labios por alguna extraña razón.

Él deslizó la mano entre ambos y reanudó la tortura. Él le había dicho que se suponía que debía estar húmeda en ese punto, y Anne se alegraba de ello, porque si no, se hubiera sentido terriblemente avergonzada. Él utilizó esa humedad para acariciar su botón sensible hasta que ella sintió que algo iba a romperse en su interior. Entonces le sintió colocarse en la entrada de su pasaje femenino.

Él le resultaba grande allí, igual que grande era el resto de su cuerpo, y ella notó que la empujaba con la punta del miembro. Él se fue moviendo poco a poco dentro de ella y ella se quedó sin respiración, notando la presión. Él también aguantó la respiración, pero se trataba de una inquietud distinta a la de ella, pensó.

—Mierda —susurró él—. No debería ser tan agradable. Estoy intentando ir despacio contigo, Anne. Es realmente difícil hacerlo cuando es tan agradable.

Y después de haber dicho esto, se clavó dentro de ella. El dolor fue agudo y penetrante, y la pilló por sorpresa. No chilló, aunque la exclamación que logró contener era fuerte. Se le llenaron los ojos de lágrimas y, por un momento, se preguntó cómo había conseguido él seducirla y llevarla hasta ese estado. Él la penetró con profundidad y ella se preparó a sentir más dolor, pero éste no llegó. No era que no le notara dentro de su cuerpo; sí, notaba toda su envergadura que la llenaba, la apretaba, pero ahora no había dolor, solamente había presión.

—Ahora que el dolor ha pasado, puedo darte placer —dijo él—. ¿Estás bien?

Ella asintió con la cabeza. Él le dio un profundo beso, mientras continuaba invadiendo su cuerpo con fuerza y constancia. Se movía de una forma que la estimulaba, igual que había hecho antes con los dedos. No era desagradable.

Ella levantó las caderas hacia él. Merrick contuvo el aliento y embistió con fuerza. Ella contuvo el aliento también y entonces su cuerpo tomó las riendas y su instinto, la pasión que sentía por él. El olor de él le invadió los sentidos y algo muy primitivo se despertó dentro de ella. Le clavó las uñas en la espalda, le clavó los dientes en el cuello y él se clavó más, con mayor fuerza, provocándole un gemido de placer. Ella empezó a sentir un cosquilleo y luego una vibración en el punto en que ambos estaban unidos. La desesperación la empujó a moverse, enloquecida, debajo de él. Él se apartó, la agarró por el cabello y la miró, los ojos brillantes de pasión.

Entonces fue cuando ella se rompió, cuando la presión que había aumentado hasta esos momentos no pudo ser contenida por más tiempo. Sintió que el calor invadía todo su cuerpo, y continuó moviéndose contra él, y él también continuó moviéndose, embistiéndola, alargando el placer hasta que ella creyó que iba a morir a causa de él. Cuando ella ya creía que no podría aguantar más, él se clavó con fuerza, pronunció su nombre con un gruñido y se quedó allí, quieto, como si estuviera a punto de morir. Entonces ella le sintió estremecerse. Se sujetó a él, y notó que ambos corazones latían enloquecidos el uno contra el otro, los cuerpos de ambos cubiertos de sudor, los dos respirando rápida y descompasadamente.

Ella creyó que todo había terminado, que la tormenta que les había azotado, que les había vencido y que les había echado a la orilla, dejándoles incapaces de hacer otra cosa que quedarse tumbados y exhaustos, había pasado. Pero entonces Merrick soltó un gruñido y se apartó de ella. Se dobló en dos, sujetándose el estómago.

Anne se recostó de lado, inquieta. Se sentía como si no tuviera ni un hueso en todo el cuerpo.

—¿Qué sucede, Merrick?

Él no respondió, pero su cuerpo hacía unos extraños movimientos. Anne no tenía experiencia en hacer el amor, pero no le pareció que eso formara parte de ello.

—Merrick —insistió otra vez—. Mírame. ¿Dime qué va mal?

Él echó la cabeza hacia atrás. Sus ojos tenían un brillo azul, y eso no era algo que ella no hubiera visto antes, pero en el momento en que él abrió la boca para respirar, la luz de la luna se reflejó en sus dientes y no eran los mismos de antes. Sus colmillos se habían hecho más grandes. Ella le tocó el rostro y él la sujetó por la cintura. Anne casi gritó. Él tenía los dedos torcidos, y las uñas sobresalían de ellos, como garras.

Merrick bajó la vista hasta sus manos, de la misma forma que había hecho ella, y la soltó inmediatamente.

—¿Qué es lo que soy? —susurró, confuso—. ¿Qué es lo que soy? —gritó, en un tono de agonía mientras su cuerpo empezaba a convulsionarse y a contorsionarse.

Anne se apartó de él. Tomó la sábana del suelo y se cubrió con ella. Temblando, le observó. Ambos se sentían indefensos y aterrorizados. Lo que ella estaba presenciando allí no podía ser real. Esas cosas solamente ocurrían en las pesadillas. Merrick todavía estaba tumbado en el suelo, desnudo, contorsionándose, pero mientras ella le observaba, su cuerpo empezó a verse cubierto por una capa de vello. Sus piernas se encogieron, le cambiaron los rasgos de la cara, y ese hombre que había estado tumbado encima de una sábana, se transformó en un animal que con gran agilidad se puso en pie sobre sus cuatro patas y se quedó mirándola en la oscuridad.

—¿Merrick? —susurró ella.

La bestia no respondió. En lugar de eso, miró hacia el cielo, a la luna llena. El lobo aulló, y en ese sonido desgarrado Anne percibió todo el dolor y la rabia de un hombre que había sido traicionado.

El animal bajó la cabeza y miró a Anne. Arrugó el hocico, mostrando unos colmillos impresionantes. «Amada por él, en forma de hombre; asesinada por él, en forma de bestia.» Esa idea apareció en la mente de Anne antes de que empezara a verlo todo negro, como si la oscuridad la rodeara por los cuatro costados y la engullera por entero.