7
EL aire caliente le abofeteaba la cara mientras aceleraba todo lo que podía, pero con cuidado de ir a la velocidad adecuada para que Juanita pudiera sujetarse a su cintura con una mano. Ella llevaba las bolsas. Él manejaba el manillar. José no dejaba de hablar a gritos, para ser oído por encima del rugido del motor, intentando hacer razonable lo irracional. Ella le escuchaba, considerando todo lo que él decía, con la esperanza de que él tuviera razón, que lo que había sucedido en el bar era solamente una consecuencia de la conmoción de lo que había pasado la noche anterior. Corrían con el viento en una danza improvisada por la polvorienta carretera; la casa familiar era el santuario de destino. En cuanto cruzaron la puerta de entrada, se sintieron mejor.
Ya casi era de noche, y su olfato detectaba todos los olores que había en la casa y fuera de ella, pero las hamburguesas, las patatas fritas y los refrescos le tentaban seriamente. Por qué estaba tan hambriento era un tema que no tuvo tiempo de considerar. Rompieron las bolsas, esparcieron las patatas, se llenaron las bocas, y se miraron el uno al otro con alivio mientras se dejaban caer en las sillas de la cocina y comían.
—Estoy muerta de hambre —dijo ella con la boca llena de comida—. No sé por qué, pero lo estoy. Después de todo esto, tendría que tener ganas de vomitar.
—Lo sé. Es ridículo —dijo él mientras engullía una hamburguesa y cerraba los ojos—. Me comería una vaca.
Poco a poco, la tranquilidad volvió a ellos mientras comían de cualquier manera y se chupaban los dedos, disfrutando con el olor de la comida. Él se preguntó cómo habría sido conocerla en circunstancias diferentes, y se alegró de haber compartido tantas cosas con ella mientras se recuperaban de las sesiones amorosas en la cama. Resultaba extraño que ahora estuvieran tan bien conectados, que no necesitaran decirse gran cosa, sino que fueran capaces de comprenderse mutuamente a pesar de que hacía tan poco tiempo que se conocían. Era tan fácil hablar con ella. Era como si él pudiera contarle todos sus sueños —incluso los más locos acerca de tocar con un grupo de música— y saber que ella no se reiría de él. Se preguntaba cómo era posible que sucedieran cosas así, y se alegraba de que sucedieran. Y lo que era más importante, deseaba tener razón acerca de que lo que había sucedido en el bar tuviera que ver con el pasado y no con el futuro.
—Menos mal que no estás con un grupo de música; te echarían del grupo por comerte todas las ganancias de la entrada en los conciertos —dijo ella finalmente, sonriendo y mirándole mientras él devoraba la comida en un tiempo récord.
Él levantó la vista de la bolsa de la hamburguesa y sonrió. Sabía que ella charlaba simplemente para relajarse del anterior estado de nerviosismo.
—Eh, nunca echarían a su mejor batería —dijo él, mientras aporreaba la mesa con un ritmo.
—Eres bastante bueno en eso. Mmm… quizá se lo pensarían mejor y no te echarían.
—Antes practicaba durante horas, aporreaba todo lo que encontraba por la casa para mantenerme en forma —dijo él con una amplia sonrisa y sin dejar de dar golpes en la mesa para que la conversación continuara con esa ligereza: cualquier cosa valía para mantener el miedo a raya—. Miraba todos los grupos en la televisión y conseguía imitar lo que hacían el mismo día de verlo; me encanta la batería. Me aplicaba a ello durante horas hasta que me quedaba destrozado… sudando y golpeando en la mesa del café. Te asombraría saber hasta qué punto hay que estar en forma para tocar la batería. No es tan fácil como parece.
—Entrenabas durante horas —dijo ella con una leve sonrisa—. Ahora comprendo por qué tienes el cuerpo duro como el de un soldado, y no lo tienes blando como el de un artista. —Se rió y meneó la cabeza—. He experimentado la fuerza que da pasarse horas golpeando un mueble… sudando y golpeando, como tú dices.
Ambos rieron.
—Voy a tener que practicar un poco más esta noche —repuso él mientras daba otro mordisco a la hamburguesa y le guiñaba un ojo con mirada picara—. He comprado dos cajas. —Arqueó una ceja—. Esto nos tiene que durar hasta que se haga de día.
—Tío, deja de decir tonterías y come.
Con las rodillas del uno contra las del otro, poniéndose patatas fritas el uno en la boca del otro, mirando sin cesar de una a otra bolsa de la comida, se rieron como niños pequeños que acabaran de robar unos pasteles recién hechos. Finalmente, se sintieron saciados y se recostaron en las sillas con un gruñido de satisfacción.
—Tendríamos que haber hecho esto hace horas —dijo él, pasándose una mano por encima del estómago.
—Yo no dejaba de intentar que te levantaras, pero no me hacías caso. —Ella se rió mientras sorbía con fuerza la coca-cola.
—Exactamente por eso es por lo que no podía levantarme —dijo él, guiñándole el ojo otra vez mientras se ponía en pie y recogía los papeles grasientos.
—¿Qué? —preguntó ella mientras jugueteaba con la pajita de la coca-cola y le miraba con una expresión totalmente desconcertada.
Él se encontraba de pie al lado de la papelera y sonreía mientras pensaba en una respuesta. En ese momento, vio una sombra por el rabillo del ojo. Su sonrisa desapareció. Ella depositó el vaso en la mesa y también dejó de sonreír.
—José, ¿qué sucede?
Él levantó una mano, husmeó y notó un ligero olor a sulfuro. Inmediatamente, recorrió la habitación con la mirada buscando el rifle, lo localizó, fue hasta él y le quitó el pestillo de seguridad.
—He visto algo.
Ella se puso de pie rápidamente y casi tiró la silla al suelo.
—¿Qué ha sido? —preguntó en un susurro ronco y precipitado.
—No lo sé, pero ha pasado por la ventana. —Estaba de pie mirando hacia la ventana e, inmediatamente, retrocedió para que ella quedara detrás de su cuerpo.
Oyeron un golpe en el porche y ella se llevó la mano a la boca, silenciando un grito. Él levantó la mano y meneó la cabeza, suplicándole mentalmente que no chillara. Fuera lo que fuese, olía igual que esas cosas que les habían perseguido. El rancio olor de comida podrida y de sulfuro le hizo sentir náuseas. ¿Qué había fallado? El abuelo y la abuela habían dicho que la casa era segura. Se suponía que la medicina la protegía. El sudor le empapó la camiseta, que se le pegó al cuerpo. Pero además del miedo, sentía otra cosa por todo el cuerpo: algo letal e inspirado por la adrenalina.
—Voy a salir fuera —murmuró en voz baja.
Las pequeñas manos de ella se agarraron con fuerza a su camiseta.
—¡Oh, no, no vas a salir!
—No pienso quedarme aquí esperando a que entren a por nosotros. —José la miró con dureza—. El sol acaba de ponerse; nos quedan doce horas hasta el amanecer.
—¡Entonces podemos quedarnos aquí esas doce horas con las luces encendidas y sobrevivir! —susurró ella furiosamente con los dientes apretados—. Mi mamá dice que hay que rezar para echar a los demonios.
Oyeron otro golpe en el porche, y luego otro en el techo de la casa.
—¿De verdad crees eso? —preguntó él, soltándose de las manos de ella—. Tú quédate aquí y reza mientras yo salgo al porche y les reviento de un tiro.
Una especie de locura se había apoderado de él. Se apartó de Juanita y fue hasta la puerta. La abrió despacio pero del todo y apuntó con el arma hacia fuera. Ella se agachó detrás del sofá y se cubrió la cabeza. En cuanto él sacó la cabeza hacia fuera, un rostro horroroso con colmillos apareció ante su vista. Fue un acto de puro reflejo: apuntó al centro de la cabeza de la criatura y una sustancia pegajosa y verde manchó todo el porche. El olor de la sangre del demonio le penetró en la nariz y se sumó a esa sensación salvaje que sentía en todo el cuerpo y que no había conocido hasta ese momento.
Juanita soltó un chillido que se confundió con unos silbidos y unos bufidos procedentes de todos los lados de la casa. Él corrió hacia los escalones y saltó por encima de ellos hacia el patio. En cuanto tocó el suelo, se dio la vuelta y disparó a uno de los depredadores que se precipitaba contra él volando a la altura del pecho. Dos criaturas más recorrieron el techo de la casa y saltaron hacia él, con las garras extendidas. José hincó rápidamente una rodilla en el suelo, apretó el gatillo, pero el rifle no disparó. Él mantuvo la posición y le clavó la punta del fusil en el pecho a la primera de las criaturas. Luego tiró con fuerza y golpeó a la otra con la culata del arma.
Estaba rodeado por nubes de una ceniza humeante, pero él se había convertido en puro movimiento. Esa cosa a la que había golpeado con el arma había caído pero estaba sólo inconsciente de forma temporal. ¡Necesitaba más munición!
José corrió a la puerta de entrada y la abrió de un golpe.
Oyó que esa cosa iba detrás de él y cruzaba la puerta. Con un cuchillo de cocina en cada mano, se los clavó en la piel del pecho, de un amarillo verdoso. Un hedor a humo y a sulfuro lo invadía todo. Oía que Juanita estaba gritando, pero no podía verla. Aunque sí podía olerla. Alargó la mano, la tomó del brazo y la empujó hacia la puerta trasera.
—Deja de resistirte; ¡esta casa está a punto de derrumbarse! —gritó él.
—¡No, en la oscuridad no, fuera no! —chilló ella.
Él no tenía tiempo de discutir, simplemente tiró de ella hasta que ella dejó de resistirse. Juanita miró hacia atrás y vio que a través de las ventanas todo el interior estaba negro a causa de esa invasión sobrenatural. Una sustancia negra rezumaba por las ventanas y por las rendijas de las paredes. José y Juanita atravesaron corriendo el patio hacia el viejo cuartucho. Cuando estuvieron dentro, José cerró la puerta.
—Ahora sí, empieza a rezar —dijo él mientras bajaba de la pared una de las ballestas y la cargaba con unas estacas plateadas. Inmediatamente, abrió la puerta por completo.
A la primera criatura que se materializó delante de él, le dio en el pecho. Cerró la puerta otra vez. Juanita se apretaba contra la pared del fondo y rezaba entre sollozos.
—¡Reza de verdad, amiga! —gritó José—. ¡Hazlo con autoridad, y aparta esta mierda de aquí! —Se dio la vuelta y miró a su alrededor con ojos salvajes—: ¡No en mi tierra! ¡No, en la casa de mi abuelo! ¡No, cuando estoy con mi mujer!
José se puso un cuchillo en el bolsillo trasero del pantalón y le dio una jarra con agua a Juanita, frenético.
—Apártate de las paredes; los tablones están muy sueltos. Cualquier ser que se acerque a ellos te puede arañar: ¡échale el agua y apártate de las paredes!
Ella asintió con la cabeza, el rostro surcado de lágrimas, y en cuanto uno de los demonios intentó introducir sus garras entre los tablones ella soltó un grito y tiró el agua contra la pared. Unos chillidos y unos silbidos horribles se juntaron con el olor a carne quemada y podrida.
—Continúa rezando en voz alta —le ordenó José, mientras levantaba la mirada hacia el techo: su nariz era un detector constante.
Volvió a cargar la ballesta, olió, apuntó y disparó. Atravesó el techo y un demonio cayó por el agujero del techo del cuartucho con un chillido y se incendió. La criatura, en el suelo, se volvió de repente e intentó agarrar a José por la pierna, pero el cuchillo terminó con el sufrimiento de esa criatura en cuanto José se lo clavó con fuerza.
—Empapa a este cabrón —le dijo a Juanita, que tenía la jarra con el agua contra el pecho—. ¡Hazlo ahora!
Ella echó el agua sobre esa cosa sin moverse de donde estaba y sin dejar de sollozar. La atención de José se dirigió hacia las paredes, detectando, oliendo. Entonces, una voz amenazante se rió desde el otro lado de las paredes del cuarto.
—Eres uno de nosotros —siseó—. Vampiro. Primo lejano. Uno muy joven, pero tu nariz te delata. Amas la noche, igual que nosotros. Te hace más fuerte, igual que la hembra te hace perder el miedo. Volveremos en otro momento para terminar esto. Eres medio pariente nuestro. Quizá la próxima vez recibas un arañazo o una pequeña mordedura que te hagan perder el mal olor humano.
El sonido de unos tambores y de unos cláxones de coche llenaron el patio. Los faros alumbraron el cuarto desde el exterior. Cantos y voces, antorchas.
Lo que el demonio había dicho le heló la sangre a José. Tenía que ser mentira, porque él podía tocar la plata, podía estar dentro de un círculo de oración, soportaba la artemisa y el agua sagrada.
José abrió la puerta del cuarto de las herramientas y vio que un círculo de camionetas llenas de hombres y mujeres con las manos alzadas les rodeaba. Uno a uno, descendieron de los coches, vestidos con trajes de ceremonia. Los adornos llenos de plumas de las cabezas se agitaron al viento mientras atravesaban el patio y se colocaban en círculo bajo la luz de la luna. Escupiendo fuego al suelo, caminaban con un propósito fijo y ni siquiera miraron a José y a Juanita. Las mujeres depositaron un montón de ramas y hojas secas en el montón hasta que éste se encendió y empezó a escupir chispas con furia. José sujetó a Juanita contra él, y con la otra mano sujetaba una ballesta, a punto de disparar.
Su abuelo se detuvo en medio del círculo y fue el primero en hablar. Se dirigió a los guerreros que bailaban siguiendo primero la ceremonia de los creek y luego la de los navajos. Al final, miró a José y a Juanita.
—Ha llegado el momento de que os unáis al círculo —dijo el viejo en cuanto los tambores se callaron y los cantos remitieron—. Bajo la luz plateada de la luna, aprended cuál es vuestro verdadero destino, jóvenes guerreros… El clan del antiguo pájaro del trueno, dad un paso hacia delante.
Incapaz de moverse, José atrajo a Juanita hacia sí.
—Ella pertenece al clan de la lechuza y tiene unos ojos penetrantes que comprenden la oscuridad. Pero tú tienes que dar el paso hacia delante en primer lugar.
Un tanto reticente y no sin antes dirigir la mirada hacia el techo del cuarto para asegurarse de que no quedaba ninguna criatura que pudiera hacerle daño a Juanita, José dio unos pasos hasta que se colocó delante de su abuelo.
Una mano callosa le dio unas palmaditas afectuosas en la mejilla y su abuelo empezó a dibujar un círculo a su alrededor mientras le pasaba por el cuerpo unas plumas de águila y cantaba con el tono grave que él tan bien conocía.
Los tambores callaron en el mismo momento en que su abuelo se detuvo frente a él.
—Joven guerrero, han venido a por ti temprano, porque han detectado que tenían una oportunidad en cuando dejaste la casa para ir al pueblo, hijo. —Los ojos de su abuelo brillaban, llenos de lágrimas, a la luz de la luna—. La profería empieza… será difícil, pero hemos preparado un buen antídoto para ti.
El círculo se movió y las mujeres fueron a buscar a Juanita y la llevaron al lado de José, frente al gran fuego. Las chispas se levantaban con el aire como mariposas encendidas. El silencio creó una armonía natural y la fragante madera chisporroteaba y crujía mientras los coyotes aullaban en la distancia. El abuelo de José hizo un gesto a dos mujeres para que se acercaran; una de ella era la niñera de José. Las mujeres llevaban unos cuencos con un agua aceitosa en la cual el abuelo de José introdujo las plumas. Luego les salpicó con ellas en el pecho a ambos, como si exorcizara a los malos demonios.
—La leyenda es realidad; la realidad se convierte en leyenda. Sin una, la otra no puede existir. Volveremos en su momento, muchas lunas —dijo mientras unas flautas nativas llenaban el silencio que les rodeaba—. Hace ocho generaciones, cuando el búfalo era abundante y el lobo podía tomar forma humana y correr en manada bajo la luna llena, todo empezó en estas tierras.
Hizo una pausa y volvió a salpicar a José y a Juanita con el extraño líquido. José se tocó el pecho con la punta de los dedos. La sustancia empezaba a escocerle en la piel. Miró a Juanita, y ella tenía los párpados pesados. Instintivamente, alargó la mano y la sujetó en cuanto ella de repente se tambaleó. Se había sonrojado y se la veía débil. El olor de los ungüentos era fuerte, pero no pudo identificarlo. Solamente rezó para que no fuera ningún alucinógeno importante de la tribu, pero todo a su alrededor empezaba a hacerse borroso y sentía el cuerpo demasiado caliente. José se frotó los ojos con los puños: veía doble. Veía un aura fantasmal de un color blanco azulado alrededor de los cuerpos de los hombres y las mujeres del círculo, y la visión se le hacía borrosa por momentos. Parecía que unas formas transparentes de espíritus deambularan en medio de los vivos.
—Un guerrero joven, antepasado nuestro, salió a cazar a los mutantes… y durante la batalla sufrió el ataque de otra bestia.
El hombre viejo se calló y vertió más agua sobre José.
—Una bestia con dos colmillos. La que solamente puede vivir en las sombras de la noche. Pero el guerrero era fuerte y no murió por sus heridas.
El viejo empezó a cantar otra vez y los tambores acompañaron su danza alrededor del círculo. Luego se detuvo y volvió a mirar a la joven pareja.
—Tuvo muchos hijos, pero solamente uno vivió para pasar su semilla a la siguiente generación y a la siguiente. Todos los demás murieron por enfermedades en la sangre o fueron estériles… luego, a la octava generación, naciste tú. Al igual que tu antepasado, eres en parte rastreador, pero también estás hecho de la misma noche. Un día vas a dar caza a lo que casi destruyó a las generaciones por venir. Serás único, un hermano de sangre.
José apretó la mano con la que sujetaba la ballesta. Sentía la mente encendida, como el infierno en la tierra. Unas lágrimas calientes le picaban en los ojos. ¿Qué estaba diciendo su abuelo? Él era un vampiro, o parte, un no muerto. No se dio cuenta de que estaba caminando hacia atrás mientras negaba con la cabeza hasta que tropezó con uno de los viejos. Pero su abuelo continuó mirándole con paciencia y con un amor compasivo que le hicieron detenerse y tragar saliva con dificultad.
—Es un don —susurró su abuelo, mirándole a los ojos con su vieja mirada—. Puedes quedarte con los antiguos instrumentos de purificación —le dijo, señalando la estaca de plata que llevaba en la ballesta—. Entraste en un lugar guardado por el Gran Espíritu —añadió, señalando hacia el cuarto de las herramientas con las plumas—, y la luz del sol sonríe en tu cabello. No tengas miedo. Lo que has recibido de nuestros antepasados es lo mejor de la bestia, y te convierte en un guerrero fuerte: como el cazador que caza al oso y obtiene su fuerza. Es por eso que tú solo has sido capaz de defender esta casa de la invasión. Teníamos que verlo y comprobarlo antes de que se completara la profecía.
El viejo chamán hizo un gesto con las plumas y señaló a Juanita.
—Tus ojos también le guiarán. Tú ves en tus sueños y eres su alma gemela. Tú alimentas su hambre de carne y de sangre con un ritmo vivo… él te necesita, como tú le necesitas a él. Pero tú también tendrás que encontrar a su hermano de sangre con tus ojos nocturnos y hacer que se unan en un solo ser.
—Rider está muerto —susurró José—. Nunca vino a buscar su motocicleta. Ella no sabrá dónde encontrarle.
—Rider es el hermano de tu alma y está vivo —dijo despacio el abuelo de José—. Pronto le llevarás la motocicleta. Tú hermano de sangre es más joven que tú, pero tiene un espíritu más viejo, y no tiene los colmillos todavía, pero pronto los tendrá… Ella tiene que esperar junto a él hasta que esto suceda.
Juanita negó con la cabeza y retrocedió para tomar a José por el brazo.
—¡No voy a ir en busca de un vampiro yo sola!
—Tú tienes que guardar el lugar y el linaje para la llegada de la hembra guerrera, Neteru, que va a asesinarle igual que tú has asesinado a la bestia interior de mi nieto —dijo el viejo sin parpadear—. Ésa es la profecía.
—Él acudirá a ti y solamente confiará en ti hasta que le ataque la sed de sangre… —dijo la abuela de José en voz baja, poniendo una mano en el brazo de Juanita—. Pero José va a volver a por ti, cuando la profecía se haya completado. Eso no está en nuestras manos; los antepasados han hablado. Tus ojos serán cegados, pero pronto una segunda visión te revelará tu objetivo, niña. No tengas miedo de la sabiduría de los ancianos.
—No nos vamos a separar; eso es todo. En cuanto salga el sol, nos vamos. Voy a ir a la escuela de arte; ella va a ir a la universidad conmigo. No voy a pasar mi vida en medio de esta locura; ¡podéis olvidarlo!
José agarró a Juanita por la cintura y levantó la ballesta hacia las almas pacientes que simplemente les observaban.
—Cuando aquello que está dentro salga al exterior —dijo su abuelo en un tono tranquilo, sereno—, os reuniréis. Tú has sido su primero, y has marcado su alma con amor puro. Ella ha sido tu primera, la primera que te ha visto como un verdadero guerrero. Eso ha marcado tu alma con un amor puro. La oscuridad no puede eclipsar un sol tan brillante.
—No me importa lo que digas; no vamos a separarnos para que él se vaya a cazar demonios solo y yo me quede en una misión absurda —chilló José, mirando a su abuelo e intentando mantenerse en pie.
—Yo no voy a dejarle —susurró Juanita, sujetándose con más fuerza a José y dándose cuenta de que perdía pie—. No voy a hacerlo.
—Cuando la luna llena llame al coyote y el demonio se convierta en ceniza —susurró su niñera—, entonces os volveréis a tener el uno al otro.
—Cuando el sol conduzca a tu hermano de sangre a bailar con los espíritus antiguos… sólo cuando entres en la oscuridad sin tener miedo, y una luz más brillante reluzca dentro de ella, conocerás la memoria de ese tiempo. —Su abuelo empezó a caminar en círculos, arrastrando las plumas por el suelo—. Está hecho.
Hicieron sonar los sonajeros; empezaron a tocar los tambores. Las flautas entonaron una melodía triste.
La voz de su abuelo parecía tan lejana. José se esforzó por mantenerse en pie. Se palpó la camiseta empapada y luchó por mantener la conciencia.
—Está en tus labios, Pájaro del trueno. Acepta la noche —murmuraban unas voces lejanas—. Luego te llenará la boca y los pulmones con una nueva vida y volverás a estar en casa.
La última cosa que recordó fue que estaba teniendo una pesadilla muy mala. Su madre le miraba con los brazos cruzados por encima del pecho. La luz del sol llenaba la habitación del apartamento. Deslumbrado, José levantó la mirada hasta ella y luego se cubrió los ojos de la luz del sol. El sabor a sulfuro, a hamburguesa, a carne muerta, se le había metido en la garganta y le provocaba náuseas. El olor de la artemisa y de humo se le había pegado a la ropa. José se sentó rápidamente en la cama. El olor a mujer era un recuerdo susurrante en su almohada.
—Ahora que has vuelto a casa, no te pases todo el día durmiendo, ¿me oyes, José?
Él se puso en pie. Los ojos, llenos de lágrimas, le picaban.
—Mamá, ¿cuánto tiempo he estado fuera?
—No hagas tus jueguecitos conmigo y limpia el cuarto, por lo menos, mientras estoy en el trabajo. Llego tarde y no tengo tiempo para tus tonterías a primera hora de la mañana. —Caminó hasta la puerta con el bolso colgado del hombro. Se volvió hacia él una vez, y le miró—. No te olvides de mandar la solicitud para el curso de formación, ¿me has oído?
En cuanto su madre se hubo marchado, José se quedó de pie muy, muy quieto, mirando la puerta. Oía los tambores en la cabeza; el cuaderno de dibujo parecía llamarle. Tenía una imagen clavada en la mente. Finalmente, había conseguido ver el rostro completo de la misteriosa mujer de sus sueños, pero no tenía ni la más remota idea de por qué.
—Niña, esta vez creí que eras real —susurró, y tragó saliva con dificultad. La saliva le sabía a lágrimas.
Juanita se despertó en el sofá sobresaltada al oír los gritos de su hermano pequeño. Se sentó despacio, se rascó la cabeza y miró el top rojo, recordando la fiesta a la que no había podido ir. La bofetada de su madre todavía le dolía, como una herida vieja, y Juanita se frotó el rostro mientras el bebé no dejaba de llorar. Cerró un momento los ojos y, por alguna razón que desconocía, las lágrimas le empaparon las pestañas. El sueño había sido tan vivido, tan horrible, y, a pesar de ello, tan maravilloso. Él por fin se había sacado el casco, el amante imaginario de sus sueños… y sus ojos eran de un intensísimo color castaño. Él la abrazaba con una inocencia dulce y con tanto amor…
Se tapó la boca para ahogar un sollozo y corrió escaleras arriba para ir en busca del niño que lloraba. Tomó en brazos a su hermano pequeño de la cuna en cuanto él alargó los brazos hacia ella, y le abrazó mientras lloraba con el rostro hundido en el suave y rizado pelo marrón.
—Tú serás mi héroe, ¿de acuerdo, cariño? —susurró—. El mío sólo viene a mí en sueños.