4
ANNE se dio la vuelta para encararse con él y estuvo a punto de chocar de tan cerca que estaban el uno del otro. Recorrió con la mirada el vello negro que aparecía, incitante, por el cuello abierto de la camisa, los anchos hombros, las oscuras patillas en las mejillas, los ojos helados, pero no, no tenían una expresión fría. Habían vuelto a adoptar una expresión cálida. Bajó los ojos hasta los labios de él, y éstos se entreabrieron como si lo hubiera hecho adrede. ¿Iba a volver a besarla? ¿Era eso algo que él deseaba? ¿Importaba qué deseaba ella? ¿O deseaba ella lo mismo?
Él levantó una mano y estuvo a punto de tocarle el cabello, pero rápidamente la apartó.
—Usted quería montar a horcajadas como un hombre, y hoy lo va a hacer.
Merrick le dio la espalda y caminó hasta el semental. Desensilló el caballo mientras ella intentaba recuperarse de la fuerte impresión que le provocaba su cercanía: sentía un cosquilleo en los labios, como anticipando un beso que no había llegado.
—¿Va a hacerlo esta vez, verdad? —le preguntó ella mientras transportaba la silla hasta la montura de ella y la dejaba en el suelo—. No me gustaría tomarme todas estas molestias sólo para que se ponga tensa y escape como hizo la otra noche.
Sus ojos habían adoptado una expresión provocadora, pero a Anne no le pareció divertido. Haberse quedado la noche pasada era algo que estaba fuera de cuestión. Era imposible decir qué hubiera sucedido si ella no hubiera recuperado el sentido común y no hubiera corrido hacia la seguridad de la casa. Tampoco sabía cuántas veces se preguntaría qué habría pasado exactamente entre ellos si no se hubiera escapado como hizo.
—Cabalgaré a horcajadas —le aseguró.
Él no hizo ningún comentario. Desensilló a Tormenta y luego ensilló a la yegua con la ligera silla inglesa que usaba con el semental. Merrick ajustó los estribos y se volvió hacia ella.
—Arriba.
Anne bajó la mirada hacia la falda.
—Me gustaría tener un pantalón de hombre. Y unas botas altas como las que lleva usted.
Él se llevó una mano hasta el corazón.
—No podría soportar una visión como ésa. Tiene usted unas piernas encantadoras, señorita.
Ella intentó no ruborizarse otra vez. ¿Merrick le había visto las piernas? ¿Cómo era posible que él lo hubiera visto todo cuando ella no había sido capaz de ver más que su silueta en la oscuridad? No era posible que lo hubiera visto, se dijo.
—No estoy segura de cómo hacerlo. —Anne intentó cambiar el tema de la conversación. Sólo que el tema volvió a hacerse evidente en cuanto bajó la mirada otra vez hasta la falda del traje de montar.
Merrick la hizo acercarse con un gesto de cabeza.
—Vamos, yo la ayudaré, luego usted tendrá que averiguar cómo hacer el resto.
—¿Y no va usted a decirles nada a mi tío ni a mi tía de esto? —Ella quería que se lo confirmara.
—Tiene mi palabra.
Por alguna razón, Anne le creyó: se sintió segura de que podría confiar en su palabra. Por qué, no tenía ni idea. Quizá ese hombre de verdad le hubiera echado un maleficio. Le permitió que la ayudara a montar. Para poder sentarse a horcajadas en la silla tuvo que subirse la falda por encima de las rodillas. Tuvo la sensación de que los tobillos enfundados en las medias quedaban desnudos bajo los ojos de él, pero tenía la esperanza de que él no estuviera mirando. Lo estaba.
—Muy bonitos —dijo—. Tal y como los recordaba.
Sin hacerle caso, Anne espoleó a Tormenta para que avanzara; al principio se sintió extraña a horcajadas sobre el caballo, pero sólo necesitó que el caballo diera unos cuantos pasos para sentirse más valiente y animar a la yegua para que se pusiera al trote. La sensación era extraña, por decir lo mínimo. Anne decidió que galopar quizá le resultara menos inquietante y al cabo de un momento lo estaba haciendo; se dio cuenta de inmediato de lo cruel que era obligar a las mujeres a montar de lado.
Sintió una libertad tan absoluta que se rió a carcajadas. Miró hacia atrás y vio a Merrick que cabalgaba sin silla detrás de ella. Parecía un bárbaro, y ella sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho.
—¿Bueno, qué le parece? —preguntó a gritos Merrick, acercándose rápidamente a ella.
—Es fantástico —contestó ella levantando la voz—. Así es como debe montarse un caballo. Nunca más voy a querer montar de lado.
—¿Y qué me dice de cabalgar en ropa interior, sin silla, a medianoche, a través de los páramos? ¿Todavía es usted lo suficientemente valiente para hacerlo?
Anne hizo bajar la velocidad de su montura. ¿Merrick se estaba burlando de ella?
—No con escolta —le aseguró ella.
Él sonrió por toda respuesta. Justo durante el desayuno, Anne se había preguntado qué aspecto tendría él al sonreír y decidió que hubiera sido mejor no saberlo. Tenía una sonrisa que deshacía un témpano.
—¿Lo haría usted si tuviera un pantalón de hombre y unas botas?
Ella levantó una ceja.
—¿Y dónde podría conseguirlos?
Él se encogió de hombros.
—Yo podría conseguírselos. El chico que limpia los establos, Brennan, no es mucho más grande que usted.
Lo que Merrick decía era verdad. El chico de los establos tenía solamente diez años pero era alto para la edad que tenía. Y Anne suponía que todavía tenía los pies pequeños. ¿Se atrevería? La otra noche había querido atreverse, pero se había demostrado que lo de la otra noche había sido un error, y tenía la sensación de que encontrarse con el encargado de los establos a medianoche otra vez para dar un paseo nocturno sería otro error.
—¿Puedo ir sola?
Él negó con la cabeza, agitando su cabello oscuro.
—No puedo permitirlo. Puede ir si me permite que vaya con usted, para vigilarla.
Esa sugerencia la molestó. Aunque su tía y su tío no eran unas personas especialmente afectuosas con ella, sí se habían asegurado de que Anne estuviera bien acompañada durante toda su vida. Ella quería tener la libertad de cabalgar sola.
—No necesito que nadie me vigile —dijo—. Soy una mujer mayor y, tal como usted mismo dijo, una jinete experta.
Merrick se inclinó hacia delante y se rascó la barbilla.
—¿Ha cabalgado alguna vez sin silla?
Anne frunció el ceño.
—No, pero…
—Cuando yo crea que usted sabe lo que hace, entonces podrá ir sola y tener sus secretos.
Anne no era una persona desconfiada por naturaleza. Pero ya no era tan inocente como lo era el día anterior.
—¿Y por qué lo hace? —le preguntó.
Él la miró y le guiñó un ojo.
—Para verla en pantalón, por supuesto.
Ella no tenía ni idea de si le estaba tomando el pelo. Teniendo en cuenta lo que había pasado entre ellos la noche anterior, pensó que debía preguntarle:
—¿No va a intentar nada parecido a lo de la otra noche, verdad?
Merrick se encogió de hombros.
—Probablemente, sí. Forma parte de mi naturaleza el violar a toda mujer joven que se cruza en mi camino de noche. —La expresión de su rostro era absolutamente seria.
—Entonces debo rehusar.
La expresión seria de él desapareció y ella se sorprendió al verle reír a carcajadas. A Anne no le gustaba que se rieran de ella.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó con gesto estirado.
Él la adelantó y detuvo al caballo. Anne hizo lo mismo.
—La otra noche yo no sabía quién era usted. Hoy sí lo sé. Eso lo cambia todo, nena.
Anne no hizo caso de la ligera punzada que sintió en el orgullo.
—Usted dijo que no lo olvidaría —le recordó ella.
Él la miró con ojos encendidos.
—Oh, por supuesto que no. Pero una sirvienta que sale para encontrarse con su amante y una señorita que sólo quiere dar un paseo a caballo a medianoche son dos cosas distintas. Usted puede estar tranquila conmigo… creo.
Fue esa última apostilla lo que puso nerviosa a Anne. Pero esa inquietud se vio superada por la oportunidad de hacer algo que hacía tiempo que deseaba hacer. Era una oportunidad que quizá nunca volvería a presentarse.
—De acuerdo —dijo—. Nos encontraremos a medianoche en la cuadra. Traiga la ropa.
Merrick no pudo evitar preguntarse si había perdido el sentido común. Hacer una oferta, mantener secretos, acercarse demasiado a una mujer a quien no tenía ningún derecho de acercarse. Lady Anne era una señorita decente. Él era un bastardo, un encargado de establos que ganaba lo suficiente para mantener a una chica normal, pero no a una gran señorita como la sobrina de su jefe. No es que Merrick pensara en casarse con la tentadora lady Anne, pero por supuesto que estaba pensando en acostarse con ella.
Tenía la ropa, se la había pagado con una moneda al chico y le había hecho prometer que no preguntaría para qué necesitaba la ropa el nuevo encargado de los establos. Tenía a los caballos ensillados y a punto. Lo tenía todo, excepto la cabeza en su sitio. Casi deseaba que ella no acudiera. Sería mejor para los dos si ella recuperaba el sentido común y decidía que él no era el hombre adecuado para confiarle ni sus secretos ni su virtud. Probablemente tendría razón si pensaba eso, aunque él siempre había intentado ser un hombre de palabra.
Merrick tenía poco en la vida a parte de su palabra y su habilidad con los caballos. Recordaba haber dado su palabra a otra mujer. A su madre, en el lecho de muerte. Ella le había pedido que no indagara en su pasado, que no soñara con cosas que estaban más allá de su alcance. Y Merrick se lo había prometido.
Ahora iba detrás de las faldas de una mujer a quien no debería perseguir. Merrick y lady Anne eran distintos como el día y la noche. Merrick era, de hecho, distinto a cualquier otro hombre. Tenía ciertas habilidades que ni siquiera su madre conocía. Tenía sus propios secretos a pesar de que no deseaba aceptar en qué era distinto. No comprendía sus dones ni por qué le habían sido dados. No estaba seguro de que fueran dones. Quizá eran una maldición.
Aunque la cabeza le decía que sería mejor que lady Anne no apareciera esa noche, Merrick vigilaba la puerta esperando a que apareciera. Él la había atraído hacia él y al hacerlo se había echado atrás con respecto a la palabra que le había dado a su madre. Deseaba todo aquello que le había prometido no desear. En su fuero interno le molestaba que su sangre fuera de cierta manera azul, pero que corriera roja por sus venas como el hombre normal que era.
Su madre, Dios la guardara, se había llevado el nombre de su padre a la tumba. Fuera quien fuese ese hombre, Merrick se sentía muy resentido con él. ¿Cómo era posible que un hombre tratara a un niño como si fuera un sucio secreto? ¿Tratarle como si fuera un error que se ignora con facilidad y luego se olvida? Mientras el hombre estuvo vivo, se aseguró de que Merrick y su madre estuvieran suficientemente provistos, pero después de su muerte era como si hubiera querido que su secreto fuera enterrado con él. Merrick era solamente un joven en ese momento, y su madre se vio obligada a trabajar en cualquier trabajo que pudiera encontrar para poder mantenerse. Suponía que eso no le hacía distinto a cualquier otro, pero se preguntaba si mientras su madre y él pasaban hambre y penurias no habría algún hijo legítimo de ese hombre que nadara en la riqueza.
Los caballos siempre habían sido algo muy natural para Merrick. Reconocía a un buen caballo en cuanto lo veía. Sabía qué yegua había que emparejar con un semental para conseguir un caballo mejor. Sabía ocuparse de los animales, limpiarlos, montarlos. Se había labrado un nombre en su profesión, a pesar de que no era la mejor profesión que un hombre podía desear, y a pesar de que su nombre era solamente un nombre de pila. Y a pesar de todo, había aprendido a sentirse satisfecho… hasta la otra noche.
Notó el olor de lady Anne antes de que ella llegara a la cuadra. ¿Por qué tenía que oler de esa forma, tan dulce y agradable? ¿Por qué tenía que ser su tacto como el de la seda bajo sus manos callosas? ¿Por qué tenía su sabor que ser como el del vino, cálido, húmedo y perturbador? ¿Por qué tenía que confiar en la palabra de él cuando todo su cuerpo cobraba vida de puro deseo por ella?
—Merrick —susurró ella en la oscuridad, y solamente oír su nombre pronunciado por ella le provocó un gemido.
—Aquí —dijo él, y tuvo que aclararse la garganta.
—¿Tiene la ropa?
—En la habitación de los aperos —repuso él—. La he puesto encima de su silla de montar. Las botas están en el suelo, al lado.
—¿Se quedará aquí mientras me cambio?
Ella todavía desconfiaba de él. Lo cual era sabio además de atractivo.
—A no ser que necesite usted mi ayuda —contestó él.
—No la necesitaré —le aseguró ella.
—Apresúrese, entonces. No tenemos toda la noche.
Al cabo de un momento, su oído, anormalmente fino, le torturó con todos los sonidos que ella emitía mientras se desvestía. El susurro de la tela contra la piel. Esas imágenes empezaron a cobrar forma en su mente. Deseaba verla a la luz de la luna. Ver su hermoso rostro iluminado por la risa, como lo había visto mientras montaba a horcajadas antes. ¿Por qué una mujer así no estaba prometida? ¿Eran los hombres ciegos? Ella era todo lo que él quería que fuera una mujer y todo aquello que él no podía tener.
—Estoy preparada.
Perdido en sus pensamientos, Merrick no había oído que ella se acercaba. Vio su silueta en la oscuridad. Si quería, si la miraba el tiempo necesario y con la atención suficiente, podría distinguir sus rasgos claramente, pero tenían que salir de la cuadra.
—Voy a ayudarla a subir. Desensillaremos a la yegua cuando nos hayamos alejado de la casa, y la enseñaré a cabalgar a pelo.
Ella movió sus suaves curvas de mujer y arrastró su aroma por entre los caballos hasta llegar a su lado. En el momento en que las manos de él la sujetaron por la cintura, él deseó enseñarle mucho más que simplemente montar a pelo. Sus labios habían sido inocentes la otra noche: exuberantes y maduros y él pensó que quizá nunca la hubieran besado. Por lo menos, no de la forma adecuada.
Él la izó con facilidad y ella se colocó en la silla. Merrick caminó alrededor del caballo de ella y montó a su caballo negro. Como dos ladrones, salieron en silencio de la cuadra y solamente se atrevieron a aumentar el ritmo cuando se encontraron a cierta distancia de la casa.
Llegaron al páramo de nuevo, y Merrick detuvo a su caballo negro, desmontó y se acercó a lady Anne para ayudarla. Ella bajó hacia sus brazos, quizá con mayor facilidad de lo que hubiera sido sensato, y luego se quedó de pie delante de él, mirándole. La luz de la luna le bañaba las hermosas facciones con una suave luz blanca. Sus ojos relucían y el pelo le caía por la espalda casi hasta las caderas. Él sentía que le dolía el cuerpo sólo al mirarla. Le dolía como nunca antes le había dolido. La deseaba como nunca antes había deseado.
—Es usted tan hermosa —le dijo, mirándola—. Usted deja a un hombre sin cerebro y le hace olvidar todas las promesas.
La sonrisa que los labios llenos de ella dibujaban desapareció. Ella le miró a los ojos y él creyó ver en ellos la misma hambre que él sentía, en esos cálidos ojos marrones. Entonces ella meneó la cabeza como para aclarársela.
—Me dio usted su palabra. ¿Fui una inconsciente de creerle?
Así parecía. Merrick nunca había sido sutil acerca de sus deseos.
—Quiero besarla otra vez.
Incluso en la oscuridad, él se dio cuenta de que las mejillas de ella enrojecían.
—Entonces voy a pedirle que me lleve de nuevo a la cuadra y que terminemos con esta locura.
Él estaba de acuerdo, pero el deseo de conocerla de forma más íntima le impidió decírselo ni hacer aquello que sabía que era lo mejor.
—¿Por qué cree usted que es una locura hacer algo con lo que uno sueña, Anne?
Anne esperaba que, o bien intentara besarla, o bien la llevara de vuelta a la cuadra. Se sorprendió de que, en lugar de hacer alguna de esas dos cosas, le planteara esa respuesta y que pareciera realmente interesado en obtener una respuesta. Ella no estaba acostumbrada a que nadie se interesara por sus emociones. No estaba acostumbrada a que nadie se interesara de verdad por ella. Oh, le gustaba engañarse a sí misma diciéndose que tanto su tía como su tío tenían, simplemente, dificultad en expresar sus emociones, pero sabía que no era eso. Y de alguna manera, se culpaba a sí misma de no ser digna de amor.
—¿Qué importa que aprenda a cabalgar a horcajadas o a pelo? —dijo, encogiéndose de hombros—. Son temas de los que no puedo hablar con nadie. Y son habilidades que no puedo mostrar a nadie. Tampoco son logros de los que mi tía o mi tío se sentirían orgullosos.
Los cálidos brazos de él la rodearon por los hombros.
—¿No ha hecho usted nada solamente para sí misma? ¿Sólo porque le complace, y al infierno con todos los demás?
Nada excepto cabalgar, y por supuesto que se sabía que a una señorita le gustaba una buena excursión, aunque pocas admitirían tener un interés en todo aquello que le interesaba a Anne. Eran los hombres quienes amaban esas cosas, también, pero hasta ese momento, ella no había conocido a ninguno que creyera que iba a comprender su amor por ellas.
—Sería distinto si fuera un hombre —le explicó—. Y por el hecho de ser una mujer debo ser complaciente. Debo ser amable y considerada con los demás. Debo desear todo lo que las mujeres de mi clase quieren. Soñar en hacer o en ser alguien distinto de lo que se espera es una locura.
Él la atrajo hacia sí.
—Nunca es una locura tener sueños propios. Para algunos de nosotros, eso es lo único que podemos tener. ¿Y por qué parece usted enojada con su vida si a mí me parece que lo tiene usted todo?
—No todo —le contradijo ella, y entonces se dio cuenta de que le estaba revelando demasiadas cosas acerca de sí misma. Qué patético sería que le dijera que no tenía la única cosa que más quería en la vida. Ser amada. Por sí misma—. Pero parezco frívola y desagradecida —añadió, bajando la vista—. Debe usted comprender que lo único que de verdad se espera de mí es que consiga un buen matrimonio. Que sea complaciente para que un hombre quiera casarse conmigo. Es cosa de la mujer hacer que la vida de su esposo sea cómoda. Criar a sus hijos y llevar la casa. Por lo menos así es para las mujeres de mi clase. —De forma extraña, los tutores de Anne no la habían presionado para que se casara, no habían parecido preocupados por la falta de pretendientes a pesar de que Anne tenía casi veintiún años.
Merrick la soltó de repente y le dio la espalda.
—Comprendo lo que dice. Supongo que las mujeres de mi clase solamente pueden aspirar a traer al mundo a bastardos de la clase a la que pertenece usted y esperar a que él no muera y las abandone con los niños y que tengan que apañárselas por sí mismos.
Anne se dio cuenta de que había sido poco sensible. Debía de parecerle una boba absoluta, quejándose por su vida privilegiada.
—Lo siento —susurró ella—. ¿Es eso lo que le sucedió a su madre?
Él le dio la espalda.
—No hemos venido aquí a hablar de mí. Creí que habíamos venido para que usted se atreviera a hacer lo que desea hacer. Si no tiene valor para hacerlo, volvamos. Algunos no podemos pasarnos el día durmiendo después de haber estado despiertos hasta demasiado tarde la noche anterior.
Ella le había herido. Le había despertado un sentimiento de resentimiento. Anne no había querido hacer ninguna de esas dos cosas. Pero él tenía razón: le habían dado la oportunidad de hacer algo solamente para sí misma. Merrick le había ofrecido esa oportunidad, y por mal que eso estuviera, no podía evitar acercarse a él y quererle por ello.
—De acuerdo —dijo ella—. Ya basta de hablar de temas que ninguno de nosotros puede controlar. Dígame qué tengo que hacer.
Merrick la miró durante un largo momento y Anne tuvo miedo de que hubiera cambiado de opinión. Entonces él suspiró y pasó por su lado para desensillar a Tormenta. Cuando hubo dejado la silla y la manta en el suelo, se subió con facilidad a la grupa de la yegua.
Anne le observó mientras él hacía dar un círculo al caballo. Primero hizo que el caballo se pusiera al paso, luego al trote y luego al galope. Mirarle hizo que Anne se sintiera extraña otra vez: le dolía el cuerpo y se sentía enfebrecida, como si se hubiera puesto enferma. Sin tener en cuenta su linaje, Merrick, que no tenía apellido, era alguien digno de ver. Otra vez, Anne no pudo evitar sentir que le había visto alguna otra vez. Quizá en sueños.
Tormenta a veces era terca, pero Merrick la dirigía mucho mejor de lo que Anne lo había hecho nunca, y el caballo parecía notar que él era un hombre que no iba a aceptar tonterías por su parte. Anne se preguntó si él manejaba a todas las hembras de la misma forma.
—¿Está lista para intentarlo ahora?
—Sí —respondió Anne—. Pero me parece que usted lo hace parecer más sencillo de lo que es.
Él hizo detener a la yegua al lado de Anne, pasó una pierna por encima de la grupa del caballo y saltó al suelo con facilidad.
—Lo hará bien —le aseguró—. Lo hará bien porque es una cosa que quiere usted hacer. Quizá es algo que tenga que hacer.
La represión y el ser una mujer nacida en un mundo de hombres eran cosas que iban juntas. Anne estaba acostumbrada a reprimir sus deseos, sus sueños, incluso sus pensamientos. Nunca había conocido a un hombre que animara a una mujer a ser atrevida. Era un cambio refrescante para ella.
—Yo la auparé, dado que no tiene estribos —dijo él, y se inclinó para juntar las manos y ofrecerle un punto de apoyo para el pie.
Anne le colocó una mano en el hombro y notó sus bien formados músculos bajo la camisa. Puso un pie calzado con una bota en las manos de él y él la izó con facilidad hasta la grupa desnuda del caballo.
—Recuerde que tiene que sujetarse con las piernas —le dijo él, y ella intentó no sonrojarse bajo la luz de la luna.
Hablar de piernas y de apretar algo con ellas era un tema considerado vulgar en presencia de una dama. Anne recordó que llevaba puesta ropa de hombre y decidió que esa noche ni ella era una señorita ni Merrick era un caballero. Asintió con la cabeza y tomó las riendas.
Anne empezó despacio, acostumbrándose a la sensación del caballo debajo de ella sin la silla. Hizo que Tormenta caminara en círculos unas cuantas veces hasta que se sintió lo bastante confiada para hacerla poner al trote. El ritmo desigual estuvo a punto de tirarla, así que Anne hizo que la yegua tomara un galope suave.
—Aprende con rapidez —le dijo Merrick, levantando la voz—. Lo está haciendo bien.
Concentrada en mantenerse sentada, Anne gritó:
—¿Podemos ir a los páramos? ¿Cabalgar por ellos a pelo y a la luz de la luna tal y como yo había soñado que haría? —Le miró.
Él negó con la cabeza.
—No esta noche, nena. Necesita usted practicar un poco más antes de atreverse a eso.
¿Quién se enteraría si Anne tenía el coraje de huir de la casa otra vez y escapar con el nuevo encargado de los establos? Podía recuperar el sentido común en cualquier momento. Volver a sus viejos hábitos de ser buena y pura y totalmente aburrida. Era posible que su tía decidiera de repente que el campo era demasiado tranquilo para ella y hacer que todos prepararan las maletas y se fueran a Londres. Quizá esa noche era la única oportunidad que Anne tenía de llevar a cabo su sueño.
—Voy a ir —decidió—. Quédese aquí, si quiere. De hecho, vuelva a la cuadra, así, si me descubren o sucede algo, no le responsabilizarán de ello.
Después de haberle dado las órdenes, Anne hizo dar la vuelta a Tormenta hacia el camino que conducía hasta los páramos.
—Vuelva aquí, Anne —le ordenó Merrick—. Le he dicho que todavía no está preparada.
Anne estuvo a punto de obedecer simplemente por cuestión de hábito. La necesidad de rebelarse se había arraigado en ella y no estaba segura de si quería contenerse. ¿Y quién era él para darle órdenes, de todas maneras? Merrick no se lo diría a nadie, ya que esa noche la había ayudado a hacerlo. No, a no ser que quisiera perder su posición.
Dado que ella ya le conocía bastante mejor de lo que debería, Anne no pensaba que fuera descabellado que él fuera detrás de ella y la hiciera bajar del lomo del caballo a la fuerza. Anne hizo que el animal se pusiera al galope. Detrás de ella, oyó que Merrick soltaba un juramento en voz alta.
El camino fue fácil de seguir gracias a la brillante luz de la luna que caía desde arriba… al menos hasta que se adentrara en los bosques. Oyó el ruido de los cascos detrás de ella y supo que Merrick la estaba siguiendo. Anne también supo que él la alcanzaría rápidamente si continuaba por el camino. En un segundo de decisión, hizo salir a Tormenta del camino.
Dado que Anne tenía un buen sentido de la orientación, pensó que podía llegar con facilidad a los páramos. Lo que no esperaba era la dificultad de conducir a un caballo a través del denso follaje y por los troncos que había en el camino y que veía demasiado tarde. Saltar a caballo era mucho más difícil cuando el caballo no tenía estribos. Anne perdió el equilibrio y cayó al suelo.
La caída le sacudió todo el cuerpo. Se quedó sin respiración, y cuando fue capaz de volver a respirar, se sentó e intentó detectar si se había hecho alguna herida. Movió las piernas hacia delante y hacia atrás, y también los brazos: no tenía nada roto. Tal y como le habían enseñado, Tormenta se detuvo en cuanto notó que no había nadie que la condujera por las riendas. Anne se levantó despacio del suelo y notó que todavía le dolía el trasero mientras se dirigía hacia la yegua.
De repente, Tormenta levantó la cabeza. La yegua relinchó, giró los ojos y salió disparada a través del bosque como si la persiguiera un ejército de demonios. Anne quiso llorar. Tenía que haberle hecho caso a Merrick. Él había tenido razón. Ella no estaba preparada para hacer lo que había hecho. Ahora estaba sin montura, perdida en el bosque y sola. ¿O no lo estaba?
Se le erizaron los pelos de la nuca. Tuvo la sensación de que estaba siendo observada. ¿Qué era lo que había asustado a Tormenta? Ese caballo no se asustaba con facilidad. Anne miró a su alrededor y se dio cuenta de que la noche era mucho más negra si los árboles tapaban la luz de la luna. Tenía dificultades en distinguir las formas. Además, no sabía encontrar la dirección. ¿Dónde estaba el camino? Si iba en esa dirección, seguro que se encontraría con Merrick que iba en su busca.
Dio un paso, pero vio un movimiento por el rabillo del ojo y se dio la vuelta rápidamente. Forzó la vista entre las sombras. Otra forma se unió a la primera. Y luego otra. Lobos. Se le heló la sangre en las venas. Así que la leyenda era cierta. Todavía había lobos que vagabundeaban por ciertas partes de Inglaterra.
Anne no se atrevía a apartar los ojos de la quietud de las sombras, preguntándose cuánto tiempo más permanecerían quietas. Necesitaba un arma. Miró hacia abajo e intentó distinguir la forma de una rama, de una roca, de cualquier cosa que pudiera utilizar para defenderse. Levantó la mirada y se dio cuenta de que una de las sombras se había acercado. Anne tragó saliva con dificultad.
—No se mueva.
Esa instrucción no fue más que un susurro, e inmediatamente sintió el calor de Merrick a sus espaldas. Las piernas casi le fallaron de alivio. Una sombra se acercó más. Unos ojos brillaban en la oscuridad. Pareció que el corazón se le atragantaba en la garganta. Merrick se colocó delante de ella, bloqueando el peligro y protegiéndola de su propia locura, quizá con su vida.
Las sombras continuaron moviéndose hasta que estuvieron rodeados. Aterrorizada, Anne pasó un brazo alrededor de la cintura de Merrick y apretó el rostro contra su espalda. Oía el corazón latiéndole en el pecho, fuerte, constante, pero no deprisa, como le latía a ella en ese momento. El silencio tenía eco a su alrededor; luego, suave, bajo, oyó un gruñido. No procedía de las bestias de la noche sino del hombre que estaba de pie delante de ella.
Se le puso la piel de gallina. Anne no sabía si soltarse de la cintura de Merrick y correr o sujetarse a él con más fuerza. Cerró los ojos y rezó. Cuánto tiempo llevaba agarrada a él, no lo sabía. Le parecía una eternidad.
—Todo va bien ahora, nena. Se han ido.
Anne abrió los ojos, aunque la oscuridad que les rodeaba hacía que pareciera que todavía los tuviera cerrados. No vio nada entre las sombras, pero eso no significaba que no hubiera nada allí.
—¿Está seguro? —susurró ella—. ¿Cómo lo sabe?
—Porque lo sé —respondió él, volviéndose hacia ella—. Se han ido y se han llevado su olor con ellos. Sólo sentían curiosidad, de momento. Curiosidad por saber qué tipo de tonta camina por el bosque durante la noche.
Cierto sentimiento de vergüenza se le mezcló con el miedo. Él tenía razón: era una tonta. Quizá el día anterior había pensado de sí misma que era aburrida, pero no había pensado que era alocada hasta esa noche.
—Lo siento. Tiene usted razón —admitió—. No debería haber ido yo sola. Ha sido una tontería peligrosa.
Él no respondió y cuando ella levantó la mirada hasta él, Anne se quedó sin respiración. Su sombra se levantaba alta y negra en medio de la noche, pero sus ojos brillaban igual que los de las bestias del bosque.
—Sus ojos —susurró ella—. Brillan en la oscuridad igual que los ojos de un animal.
Él apartó la mirada de ella, como si quisiera protegerla de esa visión. Anne recordó el prolongado gruñido que él había emitido mientras ella se sujetaba a su cintura muerta de miedo. Y su olor, el mismo que le olía ahora. El olor que vencía al miedo y a la confusión y que le atraía a él a pesar de que el sentido común decía que debía escapar. Había algo muy extraño en Merrick. Pero quizá era sólo la histeria lo que le hacía sentirse así.
—¿Merrick? —susurró—. ¿Quién es usted? Quiero decir, realmente.