2

EL sol se puso detrás de los tenderetes de la kashba en Casablanca. Davie observó cómo se apagaba la luz desde la ventana del tercer piso de la habitación que había alquilado. Tenía el pecho inundado por el miedo. La noche les pertenecía a ellos. ¿Cómo iba a encontrar a Rufford en esa abarrotada ciudad?

Encendió una pequeña lámpara de aceite para combatir la incipiente oscuridad. El almirante le había ofrecido a Davie el cúter más rápido. Las provisiones habían sido desviadas por barco hasta Gibraltar y, de allí, enviadas a Casablanca. Whitehall estaba apartando cualquier impedimento para poder ofrecerle a Rufford todo lo que necesitara para la guerra que mantenía contra las fuerzas de la oscuridad.

Oscuridad contra oscuridad, monstruo contra monstruo. ¿Tenía alguna importancia quién ganara? Davie se hacía esa pregunta y se la contestaba a sí mismo una docena de veces al día.

Sí. Probablemente el mundo dependiera de que fuera la oscuridad de Rufford la que venciera.

A Davie le resultaba muy difícil ocuparse del mundo justo en ese momento. Hacía once días y, mmm…, cuatro horas y veinte minutos que había visto el rostro de Emma Fairfield, su expresión de incredulidad y, luego, de dolor. Esa mirada había permanecido en su memoria durante su viaje por mar, a pesar del olor a agua salada y a alquitrán. Ella lo había hecho todo excepto suplicarle que la llevara con él. Una mujer como Emma Fairfield no suplicaba. La necesidad de estar con ella se manifestaba en un dolor físico en el vientre.

Se acercó a la única ventana de la habitación, una única apertura en el grueso muro de ladrillo. Miró hacia la ciudad. Las luces se iban encendiendo a medida que la kashba se convertía en un mercado nocturno. Los chillidos de los monos y de los camellos, el olor a especias, a fruta y a carne pasada, se elevaba desde las calles abarrotadas de vendedores, compradores y, sin duda, gente mucho más peligrosa. No podía haberla traído a este caos y a este peligro.

—Has venido.

Davie se dio la vuelta y se encontró con Rufford, de pie en medio de las sombras de la habitación desnuda que contaba solamente con una estrecha cama y un armario. Inhaló con dificultad. Le pareció ver un brillo rojizo en los ojos de Rufford. Pero entonces ese hombre —si es que se le podía llamar así en esos días— dio un paso fuera de las sombras y sus ojos se vieron tan azules como Davie los recordaba. Rufford tenía unos hombros poderosos y un pelo rizado castaño que llevaba demasiado largo, recogido en la nuca con una cinta negra. La energía que emanaba de su cuerpo parecía electrizar el aire. Davie reconoció el revelador olor a canela y a algo más, más dulce, y más tenue. Todos ellos poseían una variante de ese olor y mostraban cierta energía vibrante. La bestia era atractiva. Tanto que había atraído a Elizabeth Rochewell hasta el punto de que se casó con él, incluso a pesar de que sabía en qué se había convertido. Davie y Emma Fairfield se habían resistido al matrimonio. Davie todavía no podía creer que Rufford hubiera traído a su esposa hasta el peligro del norte de África.

—¿Cómo has entrado?

Rufford se encogió de hombros.

—Gracias por haber venido.

Ahora fue Davie quien se encogió de hombros.

—Se trata de prestar ayuda y todo eso. —Pero había estado pensando en la esposa de Rufford—. Me pregunto por qué no has hecho que tu esposa se encargue del tema de las provisiones. Ella era muy buena organizando expediciones, que yo recuerde.

—Mi esposa está haciendo exactamente eso para Khalenberg y Beatrix Lisse en Trípoli —dijo—. La tarea de exterminio se está llevando a cabo en distintos frentes. Urbano tiene Argelia.

¡Beatrix Lisse! ¡Por supuesto! La famosa cortesana siempre llevaba un perfume que recordaba vagamente a la canela. Tendría que haberse dado cuenta de que no se trataba en absoluto de perfume.

—¿Por qué no me has mandado a mí a Trípoli y has hecho que tu mujer se quedara a tu lado? —No pudo evitar preguntárselo. Se dio cuenta demasiado tarde de que quizá la esposa de Rufford le hubiera abandonado y el hombre no quisiera admitirlo.

Rufford sonrió con tristeza.

—Ella puede manejar a Khalenberg. Tú no puedes.

Davie se sintió provocado a responderle.

—¿Esa chiquilla?

—Ahora es de los nuestros —dijo Rufford—. Y tiene la sangre fuerte.

Eso sorprendió a Davie. ¿Elizábeth Rufford se había convertido en vampiro? Era un destino peor que la muerte. Rufford lo había creído así una vez, también. Lo que le salvaba era que él no había querido convertirse en un monstruo, había luchado contra ello, lo odiaba. Davie observó el rostro de Rufford. El viejo dolor lleno de tristeza que una vez había observado en él había desaparecido. Rufford parecía cansado pero… cómodo consigo mismo, confiado. ¿Había dejado de detestar el hecho de que era un monstruo? ¿Hasta tal punto que había convertido a su esposa en un monstruo también?

—Estaba muriéndose. —Fue como si le hubiera leído el pensamiento a Davie—. Mi sangre podía salvarla. ¿Qué querías que hiciera?

«La muerte es mejor que convertirse en un monstruo.» Eso era lo que provocaba el permitir que una mujer viniera con uno a un lugar peligroso. Gracias a Dios que él no había sido tan débil como para haberle pedido a Emma que se casara con él. Davie sintió una punzada en el corazón. Probablemente, ahora nunca tendría a Emma Fairfield entre los brazos.

Pero él no estaba allí para juzgar a Rufford, ni para lamentar lo que hubiera podido ser con Emma. Estaba allí para realizar lo que era su deber y ayudar a exterminar al resto del ejército de Asharti; de otra forma, los seres humanos serían mantenidos como ganado por su sangre. Apartó el recuerdo de Emma de su cabeza.

—¿Cómo va la batalla?

Rufford no respondió. Apretó los labios dibujando una fina línea y apretó las mandíbulas.

—Necesitamos una casa segura para curarnos durante las horas del día. Tendremos que cambiar de lugar con frecuencia. Comida, ropa limpia; africana la mayoría, porque tenemos que obtenerla de la población local.

Davie asintió con la cabeza.

—¿Armas? He traído un arsenal de armas.

Rufford negó con la cabeza.

—No sirven. Quizá algún sable o alfanje.

—Hecho. ¿Vendas?

Rufford levantó los intensos ojos azules.

—No —dijo en tono dubitativo—; pero vamos a necesitar…

Davie no quería oír esa palabra.

—He estado pensando en eso —le interrumpió—. ¿Levantaría sospechas si solicitara donativos? Yo podría pagar muy bien.

Rufford negó con la cabeza.

—La ciudad ya está bastante asustada. Trae a cinco o a seis especimenes sanos a la casa cada tarde antes de que salgamos. Nosotros haremos el resto, y les dejaremos con el agradable recuerdo de haber pasado una noche de vino o de amor con dinero en los bolsillos que creerán haber ganado a los dados. Les daremos un mordisco a cada uno de tal forma que ninguno se lleve la peor parte.

Eso era. Él tenía que procurarles la sangre. Su rostro debió de haber mostrado la repulsión que sentía.

—Mira, Ware —dijo Rufford, en tono ronco—. No sé exactamente qué es lo que sabes de nosotros, a partir del tiempo que has pasado con ella. Asharti —estuvo a punto de atragantarse al pronunciar el nombre— no es un buen ejemplo de nuestra clase. Pero tienes que conocer nuestras normas.

Davie inhaló y asintió con la cabeza. Rufford también había sufrido en manos de ella.

Rufford se quedó quieto. La luz de la lámpara era la única y temblorosa defensa contra la oscuridad que había inundado la habitación. Rufford permanecía fuera del círculo de su luz y su rostro se percibía tenuemente entre las sombras.

—Tenemos un parásito en la sangre. Lo llamamos el Compañero. Nos da fuerza. Podemos conducir a las mentes más débiles así como provocar recuerdos. Podemos teletransportarnos: apelar al poder del Compañero hasta que éste se manifiesta y salir de este tiempo y este espacio para reaparecer en el lugar que elijamos en un radio de unos cuantos kilómetros. Somos más fuertes que los humanos. El Compañero reconstruye a su huésped, más que transportarlo, así que curamos heridas y la vida se extiende… indefinidamente. —Habló en un tono de constatación.

¿Inmortal? El concepto resultaba demasiado grande para comprenderlo. Y a pesar de ello, Davie sabía, por el tiempo pasado con Asharti, hasta qué punto eran ciertos esos hechos increíbles. Tenía una experiencia de primera mano con la compulsión. Una mujer de cincuenta kilos que tenía una fuerza bruta que superaba en mucho a la suya. Y él había visto cómo Rufford se había curado el cuello roto después de que hubiera intentado suicidarse.

—No nos daña ni el ajo ni la árnica, ni ningún símbolo de ninguna religión. No dormimos en nuestra tierra. No hemos muerto y no nos convertimos ni en lobos ni en murciélagos. Todo eso son supersticiones.

—¿Cómo puedes vencer a los de tu… clase, si son esencialmente inmortales?

—Decapitación. Se debe separar por completo la cabeza del cuerpo, o si no sanaría.

Desagradable, pero por lo menos era una manera de matarles. Por eso Rufford quería las espadas.

—Nos dejarás eso a nosotros, por supuesto —continuó Rufford—. Fedeyah y yo…

—¡Fedeyah! ¿El segundo de Asharti?

Rufford asintió con la cabeza.

—Tenemos la responsabilidad de limpiar las tierras del este de las montañas del Atlas.

Davie se quedó con la boca abierta, horrorizado y sorprendido.

—¿Vosotros dos? ¿Para todo ese territorio? ¿Y uno de ellos siendo su sirviente? ¡Yo no me fiaría de él en ningún momento!

—Yo sí —dijo Rufford en voz baja—. Con mi vida. Cada noche. —Hizo un gesto que descartó el comentario de Davie y miró por la ventana. Fuera se había hecho de noche por completo—. Debo llegar. Van a encontrarse en Casablanca, lo cual significa que este lugar va a ser más peligroso antes de que pueda ser más seguro. Eso nos vuelve a traer a ti. —Se dio la vuelta y miró a Davie—. No salgas durante la noche. Quédate en la casa. No importa lo que oigas y no importa lo mucho que quieras salir. No nos toques nunca cuando estemos heridos. Examínate a ti en busca de heridas y véndatelas con cuidado antes de que te acerques a ninguno de nosotros. Una gota de nuestra sangre en la más pequeña de tus heridas o tragada por accidente te infectaría. O bien tendrías una muerte horrible o bien tendrías que inmunizarte del parásito ingiriendo grandes cantidades de sangre de vampiro y convirtiéndote en uno tú mismo. Y no es algo que tú desees, estoy seguro.

La mera idea de ello dejaba a Davie con la boca seca.

—Piensa en tu trabajo como si éste consistiera en levantar un hospital de campo en una zona peligrosa. —Rufford dio un paso atrás y se introdujo en las sombras. Pareció que una oscuridad más intensa le envolviera—. Empieza mañana y encuentra una casa. Deja aquí la dirección. Borra tus huellas. Están por todas partes.

Y se fue. Davie se preguntó dónde iban a encontrar él y Fedeyah cobijo mañana durante el día. Y se preguntó en qué se había metido. Nunca se había sentido tan débil, tan mortal. Se volvió hacia las ventanas. En alguna parte, en esa oscuridad, Rufford y Fedeyah entrarían en batalla esa noche con el resto del ejército de Asharti que iba a reunirse a la ciudad. Él no podía verles, pero estaban ahí. Se apartó de la ventana. Quizá ellos sí pudieran verle a él.

Emma Fairfield se encontraba de pie al lado de la fuente de Fairfield House. Estaba muy quieta. Las parejas danzaban marcando los pasos precisos y elegantes de un baile campestre. Las señoras sorbían su ponche mientras estudiaban sus tarjetas de baile. Las matronas llevaban turbantes y se veían mesas de whist y de pique en la habitación de juego. Tenía tan poco sentido que parecía irreal. Richard bailaba por cortesía con una mujer que no le importaba en absoluto. Él detestaba esa noche tanto como Emma, pero no tenía nada mejor que hacer dado que Damien se había ido a Northumberland. Richard hubiera ido con él en cualquier otro momento. Allí podían sentirse más libres. De hecho, Richard se había quedado en Londres sólo para apoyarla a ella y permitirle pasar una temporada tras otra en las que ella rechazaba todas las propuestas de matrimonio. Ella no podía ser tan egoísta como para permitir que eso continuara para siempre. Él levantó la vista hacia ella. Ella no hizo ninguna señal: parecía un esfuerzo demasiado grande. Richard se inclinó y habló con un hombre que se encontraba a su lado. El hombre, el joven Thurston, ¿no?, miró en dirección a ella y luego cruzó la habitación.

Emma respiró conscientemente. Había sido solamente por la insistencia de su hermano que ella había ido allí esa noche. De hecho, «insistencia» no era la palabra. «Aguijoneo» o «fastidio» eran más adecuadas. Al final había sido más fácil venir. Después de todo, lo único que tenía que hacer era permanecer de pie y observar. Pero era evidente que Richard tenía otras ideas.

—Señorita Fairfield. —Thurston hizo una rápida reverencia con la cabeza delante de ella. Llevaba el uniforme del Séptimo Húsar, que hacía juego con sus ojos azules. Demasiado latón dorado para su gusto—. ¿Me concede este baile?

Ella le miró. Tenía que decirle algo. ¿Qué era lo que se decía?

—No, gracias.

Él mostró una expresión de sorpresa.

—Eh… ¿quizá un poco de ponche?

Ella negó con la cabeza.

—No —susurró.

—Oh. —Su expresión de decepción hubiera resultado cómica en otro momento. Pero ella ya no reaccionaba ante esas absurdidades. Hacía diez días que no sonreía. Él miró hacia su hermano, que no dejaba de mover las cejas haciendo muecas amenazadoras. Thurston se volvió otra vez y se mordió el labio.

Ella le miró con calma, sin permitir que él viera la desesperación que tenía en el corazón. Nadie debía darse cuenta.

—Bueno, entonces, solamente… —Dio dos pasos hacia atrás, se dio la vuelta y se retiró, vencido. Ella vio que Richard suspiraba. No se movió, simplemente se quedó ahí, las manos unidas y quietas delante de su cuerpo. La música parecía profanar su estado de ánimo. Nunca debería haber cedido ante Richard.

Unas cuantas mujeres jóvenes se apresuraron hacia ella en el mismo momento en que la música terminó, abandonando a sus compañeros con una prisa poco adecuada.

—Usted es la señorita Fairfax —dijo, alzando la voz Chlorinda Belchersand. Emma conocía a Chlorinda hacía casi tanto tiempo como a Davie.

Esa idea le hizo perder la calma y le hizo soltar una exclamación de dolor. ¡Davie! ¡Oh, querido! Creía haber llorado todas las lágrimas que tenía cuando descubrió que él había cerrado todos sus asuntos y que había redactado su testamento. En ese momento fue cuando estuvo segura de que él no iba a volver nunca. Estaba buscando un pañuelo en el bolsito en el momento en que Chlorinda y Jane Campton llegaban corriendo.

—¿Dónde te has estado escondiendo durante estos diez días? —preguntó la señorita Campton, sin aliento—. ¿Has estado resfriada? Se te ve muy pálida.

Emma se secó los ojos con el pañuelo. Era más sencillo no decir nada que mentir.

—¿No son horribles los resfriados? —exclamó la señorita Belchersand, obviamente dispuesta a disculpar la no participación de Emma en la conversación—. Hace que a una le lloren los ojos durante días.

—Me han dicho que los ramos de flores se acumulaban en tu vestíbulo y que tú no querías ver a ninguno de los jóvenes que los habían traído. —Esto lo dijo la señorita Campton en un susurro confidencial.

—A mí me dijeron que te habrían hecho varias propuestas de matrimonio si hubieras estado en condiciones de recibirlas —le reveló Chlorinda, para no ser menos.

—Bueno, podrá recibirlas ahora que vuelve a estar bien.

Emma no podía imaginar una cosa que tuviera más probabilidades de mandarla a una casa de locos que una propuesta de matrimonio, o, por lo menos, toda propuesta de matrimonio excepto una. Recorrió la sala con la mirada mientras las parejas se formaban para el siguiente baile. No tenía ganas de escuchar su cháchara.

—Nadie sabe por quién apostar ahora que Ware se ha marchado —le dijo Chlorinda.

—La señorita Fairfield nunca habría aceptado a un segundo hijo sin ninguna fortuna —repuso la señorita Campton en tono altivo—, y mucho menos uno vinculado al cuerpo diplomático. Todos esos destinos a lugares horribles.

—Bueno, ella no tenía por qué haber ido con él. Un esposo ausente es una situación muy conveniente, y la ausencia de uno que depende del dinero de una mucho más. Una siempre tiene el látigo en la mano, ¿no es así? —El tono de Chlorinda Belchersand era pícaro.

Emma dirigió la mirada despacio hacia las dos mujeres que ahora hablaban la una con la otra como si ella no estuviera presente. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta nunca de lo pequeños y desagradables que eran sus ojos?

—¿Bueno, quién crees que será? —preguntó la señorita Campton a la señorita Belchersand.

—No voy a aceptar ninguna propuesta de parte de estos seres estúpidos —interrumpió Emma. Eso había sido mucho más de lo que había dicho en esos diez días.

—Siempre has sido una rebelde, Emma —exclamó Chlorinda con una risita ahogada—. ¿Qué vas a hacer? No puedes vivir con ese hermano tuyo para siempre.

—Quizá me instale yo sola. —Levantó la barbilla.

—¡Eso no se hace! ¡Todo el mundo hablaría de ti! —exclamó la señorita Campton, horrorizada.

—Parece que todo el mundo habla de mí también ahora —señaló Emma—. Los hombres hacen apuestas acerca de los asuntos de mi corazón en White. ¿Así que por qué no tendría que rebelarme?

—Porque la sociedad castiga a los rebeldes —contestó Clorinda, en un tono ahora realmente preocupado—. Tú has rechazado todas las ofertas y casi te estás quedando sola. Eso ya es bastante malo. Pero hay ciertos límites. Si te instalas sola, no te recibirán en ninguna parte. Si te retiras al campo, acabarás caminando por los páramos, vestirás de forma desastrada y morirás sola, solamente con una vieja ama de llaves que sabrá de tu fallecimiento.

—Tú has leído demasiadas novelas —dijo Emma en un tono frío.

—Nunca sabrás lo que es el contacto de un hombre —añadió Jane Campton, pensativa. ¡Qué inesperado! Emma sintió que la invadía una sensación física de anhelo. Ésa era una verdad muy cruda.

De repente, sintió ganas de chillarles a esas chicas estúpidas, de chillarle a Thurston, de chillarles a las matronas y a los músicos. Quería chillarles que ninguno de ellos tenía ningún sentido en su vida, sin amor, y que fingir que eso no importaba no engañaba a nadie. En lugar de ello, pasó por en medio de las dos mujeres y se acercó a Richard. Él se dio la vuelta, sorprendido.

—Me duele la cabeza y voy a llamar a un coche, y tú puedes acompañarme o no a casa, como gustes —dijo, con las mandíbulas apretadas. Si apretaba las mandíbulas, quizá consiguiera no chillar.

Richard arqueó las cejas.

—Voy a llamar al coche. —Se volvió hacia la condesa Lieven, con quien había estado conversando—. Para servirla, señora. El deber me llama.

Emma se dio la vuelta y salió con paso decidido de la sala sin mirar atrás. Por dentro se sentía hervir. Davie le había hecho eso. Estaba segura de que él la amaba. Lo había visto escrito en el rostro, en esa expresión de pérdida, esa tarde en Fairfield House. Él había ido allí a proponerle matrimonio, pero había experimentado un sentido del deber y de protección que le habían obligado a marcharse a Casablanca sin ella.

Toda la ciudad se le había hecho insoportable y ella no sabía si llorar o si gritar de enojo por lo injusto que era todo. ¿Dónde estaba la calma de la que se jactaba? Perdida. Y no sabía cómo recuperarla.