6

«¿CÓMO se atreve? —pensó Emma mientras luchaba con el pomo de la puerta—. ¡Me ha encerrado!»

Se dio media vuelta y apoyó la espalda contra la puerta. Había entrado en esa habitación por insistencia de él, a causa de la cerradura rota. Allí estaba ahora, vestida con ropas de trabajo y unas botas hasta media caña, lista para bajar y ayudarle a él y a sus amigos, y ahora él intentaba protegerla de la fealdad de la vida. No estaba dispuesta a aceptarlo.

Se apartó de la puerta y fue hasta el balcón. El sol se estaba levantando por detrás de la ciudad, y formaba un halo por encima del puerto, ahora vacío de barcos. «Ya lo veremos.» —Se subió a la silla de madera y desde ahí pasó a la pared lateral del balcón—. «No mires hacia abajo. La distancia no tiene más de un metro. No es más que un salto.»

Aguantó la respiración y saltó, tambaleándose a lo largo de la pared del balcón hacia la primera habitación hasta que pudo sujetarse al toldo roto y descender por él. Atravesó rápidamente la puerta rota. Ahora tenía que encontrar a su presa. ¿A qué parte de esa casa habría ido si fuera ella quien regresara de la batalla? Probablemente había cuarenta habitaciones en ella. No, no habría ido a ninguna habitación. Estaría en la cocina.

Bajó con prudencia la enorme escalera, luego se dirigió hacia detrás del vestíbulo. Les oyó antes de verles.

—Dios, Rufford, si no llegan pronto los refuerzos… —Davie parecía preocupado.

—Vendrán… —Era una voz cansada de barítono que ella reconoció. Ella había asistido a su boda con Ruth Rochewell. ¿Ian Rufford estaba allí con Davie?

—Fedeyah, siéntate. Bébete esto. —Davie en su tono más imperativo.

—¡Basta! Queda tan poca. —Un acento árabe—. Guarda un poco para Rufford y para ti.

Ella se deslizó en silencio hasta la puerta abierta de donde procedían las voces.

—Iré a buscar más. —Esto lo dijo Davie, pero no estaba seguro. Ella lo notó en su tono de voz.

—No puedes salir a la luz del día. —El señor Rufford respiraba con dificultad—. Te quemarás.

—La ciudad está vacía, sólo están ellos —dijo el árabe—. A no ser que Alá provea, tenemos que pasar sin eso.

Emma espió por la puerta. Davie estaba de pie delante del señor Rufford, quien se encontraba tumbado en una de las largas mesas de madera del centro de la cocina. Tenía la cabeza del señor Rufford sujeta con uno de sus brazos y le estaba ayudando a beber de una copa. El señor Rufford tenía los labios manchados de rojo, igual que todo lo demás. Había sangre por todas partes. Unas heridas terribles se veían a través de los desgarrones de la ropa que todavía llevaba puesta. Ante la lumbre de una chimenea llena de botes se encontraba sentado un hombre árabe de ojos tristes que también estaba herido. Todo el lugar olía a sangre. Una sensación de conmoción y de repulsión la inundó.

—No tendría que haberos dejado solos contra ellos —dijo Davie, en un tono lleno de culpa.

El señor Rufford se incorporó y miró a su alrededor. ¿Cómo podía respirar?

—Entre, mi querida señora Fairfield —dijo en un tono ronco de voz.

Davie se dio la vuelta de inmediato. El árabe levantó la mirada. Ella suspiró y dio un paso hacia delante.

—¡Señorita Fairfield! ¡Vuelva a su habitación! —gritó Davie. Dejó a Rufford en la mesa, se acercó a Emma y la sujetó por los hombros.

—¿Señorita Fairfield? ¿Vuelva a su habitación? Tal y como recuerdas, comandante Ware, tan pronto como encuentres a un ministro de Dios, seré Emma Ware. Y cuando acepté tu propuesta de compartir la vida contigo te dije que lo compartiría todo, tanto si te gusta como si no. —Miró a los otros hombres. Estaba a punto de preguntar cómo podía ayudarles cuando una herida que el señor Rufford tenía en la frente se cerró antes sus ojos. Reprimió una exclamación de asombro. ¿Qué estaba sucediendo allí? Davie intentó que se diera la vuelta y que saliera de la habitación, pero ella se deshizo de él. Miró al árabe: una cicatriz rosada que tenía en el rostro desapareció lentamente de su mejilla.

—¿Qué es lo que sois? —le susurró al señor Rufford, ignorando las protestas de Davie.

—No se lo digas —le advirtió Davie.

—No somos como usted, señorita Fairfield —dijo el señor Rufford mientras se apoyaba con un codo—. Ya no. —Una herida de espada que tenía en el pecho empezaba a cerrarse.

Ella tragó saliva con dificultad y se esforzó por respirar.

—Ya lo veo. —Se volvió hacia Davie—. Será mejor que me lo digas.

Él apartó la mirada, avergonzado.

—Quizá sería más fácil si se lo dijera yo, señorita Fairfield. Me sentiré más fuerte en un momento. —El señor Rufford volvió a tumbarse, visiblemente exhausto.

Ahora ella quería saber. Davie estaba apoyado en el marco de la ventana con expresión vencida. Ella miró al árabe.

—Dígamelo usted.

El árabe miró a Davie.

—Tenemos una cosa en la sangre, señorita. Eso nos ha cambiado.

—¿En qué? —Ella atravesó la habitación y fue hasta él, despacio—. ¿En qué os cambia?

—Somos fuertes. Podemos curarnos y vivir mucho. La luz del sol nos hace daño. Podemos movernos sin ser vistos.

Davie se apartó de la ventana. Tenía una expresión fiera en el rostro.

—No creo que le estés haciendo justicia, Fedeyah. Es una enfermedad, Emma. Somos vampiros. Somos inmortales a no ser que nos decapiten, y bebemos sangre humana. No hay forma de evitarlo. Y Fedeyah ha olvidado mencionar el hecho de que podemos influir en las mentes más débiles.

¿Eran vampiros? Esa palabra despertó ecos en su memoria, unos ecos con unas horribles vibraciones.

—Dios de los cielos —continuó Davie, negando con la cabeza— ¡ni siquiera podemos suicidarnos! Rufford lo sabe; lo ha intentado bastantes veces. Somos monstruos, Emma, una vez nos hemos infectado. Monstruos. —Esa última palabra fue pronunciada con tal desconsuelo que ella sintió que el corazón le daba un vuelco.

Se quedó de pie, parpadeando como una estúpida, preguntándose qué hacer, qué pensar. Vampiros, sangre humana, inmortalidad. Y Davie, su Davie, ¿estaba condenado a eso? Miró a Rufford, que parecía solamente medio consciente mientras sus heridas se curaban lentamente. La mancha roja que tenía en la comisura de los labios era sangre humana. ¿Cómo estaba siendo capaz de pensar en ello con tanta calma?

—¿A quién habéis matado esta noche? —Fue como si hubiera sido otra persona quien hiciera la pregunta.

—A otros de nuestra clase, convertidos por una mujer maligna. No es agradable. —Davie tenía una mueca en los labios.

Decapitación. Estaba convencida de que no era agradable.

—Quieren dominar el mundo —dijo el árabe. Su tono se hizo increíblemente triste—. Ellos crean más vampiros.

Eso destruiría el equilibrio. Nosotros hacemos la yihad contra ellos.

—¿El equilibrio? ¿Qué equilibrio?

—Nosotros no matamos a los seres humanos para conseguir la sangre —explicó Fedeyah—. No creamos a más de nuestro tipo. Existen reglas. Reglas que ellos no siguen.

—Y estas reglas no aprueban un matrimonio con una mujer que no es como vosotros, ¿verdad? —Se volvió hacia Davie. La rabia se le arremolinaba en el vientre, incontrolable. Davie bebía sangre humana e iba a vivir para siempre a no ser que fuera asesinado de alguna forma horrible luchando en una guerra contra monstruos como él—. Tú sabías esto la noche pasada. Y me dejaste creer que podíamos ser felices juntos. —Las lágrimas le manaron de ninguna parte.

—Vuelve a tu habitación, señorita Fairfield —dijo Davie. El tono de su voz era distante. Se dio la vuelta hacia la ventana.

Ella se dio la vuelta y corrió por el pasillo hacia su habitación. La maldita puerta estaba cerrada con llave, así que fue a la primera habitación y empujó la puerta hasta el quicio, por absurdo que fuera eso. No podía impedir la entrada a las criaturas que estaban abajo. Con la fuerza que tenían podían empujar una puerta abierta y una puerta cerrada con llave. Recordó cómo Davie se había precipitado hasta la habitación. Se tiró sobre la cama, llorando, porque toda su inocencia se había perdido, al igual que todo su futuro, y en el mundo había monstruos, uno de los cuales era Davie.

Se despertó sintiéndose drogada y somnolienta. Había llegado el crepúsculo. El cielo, fuera de la ventana, tenía un color púrpura que rozaba el índigo. Alguien llamaba a la puerta.

—¿Señorita Fairfield?

«Uno de los monstruos —pensó, abatida—. El señor Rufford.»

—Adelante. —¿Qué importaba?

Él empujó la puerta con gesto brioso. Estaba aseado, afeitado, y no había sangre a la vista. Llevaba una camisa abierta en el cuello, un pantalón negro y unas botas de montar que le llegaban a la rodilla. El pelo, marrón y rizado, estaba sujeto con un lazo, igual que lo había llevado en Saint James cuando se casó con la señorita Rochewell. Ajá. Emma pensó en eso.

Él hizo una pequeña reverencia.

—¿Se encuentra bien? Pensé que quizá tendría hambre. —Ella se apoyó en un codo y vio que él traía una bandeja con asado, rábanos, algunos rabanitos pequeños y tomates, además de un trozo de pan. Estaba hambrienta. ¿Cómo era posible que su cuerpo traicionara de esa forma sus emociones? Sin esperar respuesta, él depositó la bandeja en la mesa que había al lado de la cama. Ella se sentó y se tocó el pelo.

—Tiene buen aspecto. —Él dudó, como si creyera que debía marcharse pero quisiera quedarse.

Ella no quería que se fuera, decidió. Con la conmoción que había sufrido en la cocina, no había sabido qué preguntar. Ahora sí lo sabía.

—¿No quiere sentarse? —le preguntó ella, haciendo un gesto hacia una silla.

Él dudó un momento y luego se sentó.

A Emma le bullía la cabeza. Volvió a pensar en la boda.

—La señorita Rochewell, quiero decir la señora Rufford… —Frunció el ceño—. ¿Dónde está ahora?

—Sirve a la causa en Trípoli. —La mueca de sus labios decía que eso no le gustaba. Eso era interesante, pero a Beth Rufford le habían permitido servir a la causa.

—¿Ella lo sabía?

Los ojos de él tenían una mirada penetrante.

—¿Cuando se casó conmigo? Sí. Una muestra de su valor.

¿La señorita Rochewell había aceptado que el señor Rufford fuera un vampiro? ¿Cómo había podido hacerlo? A pesar de todo… Emma repasó todo lo que sabía. Beber sangre humana: malo, pero mientras no mataran… ¿Cómo podía estar pensando eso? Fuertes: eso estaba bien. Dirigir a la gente en contra de su voluntad: mal otra vez, pero un hombre bueno podía contenerse, ¿no era así? Se le ocurrió pensar que la compulsión era una de las maneras en que una mujer podía hacer daño a un hombre durante el sexo. Se preguntó cómo Davie habría sido infectado y si eso había tenido algo que ver con la mujer maligna que creaba vampiros. Y la cosa más importante que Emma deseaba, quizá solamente pudiera responderla ese hombre que se encontraba sentado delante de ella y que se había casado con una mujer mortal.

—¿Cómo… cómo lleva ella el hecho de que ella sea mortal y usted no? —En resumen, se reducía a eso.

El señor Rufford inhaló con fuerza.

—No necesita llevarlo de ninguna forma. Ella tampoco es mortal, ya.

Emma abrió mucho los ojos, sorprendida.

—Como he dicho, tiene coraje. —Él parecía cariñoso y orgulloso. Ella le dirigió una mirada aguda—. Beth y yo aceptamos ser lo que somos. Más que aceptarlo. No lo puedo explicar. Quizá el comandante Ware también lo acepte algún día. Lo espero. Le prometí que le mataría si él me lo pedía. Espero que no tenga que mantener esa promesa. —El señor Rufford se puso en pie—. Coma. Recupere fuerzas. Tenemos que irnos pronto. La yihad nos llama.

—¡Espere! ¿Cómo… cómo se infecta uno? ¿Cómo se infectó Davie?

—Hay que ingerir la sangre de uno de nosotros, o la sangre tiene que penetrar en el cuerpo a través de una herida. El señor Ware vino a servir a nuestra causa aquí en Casablanca como humano. Fue algo increíble pedírselo, pero necesitábamos a alguien que pudiera salir a la luz del día. Él se infectó mientras nos defendía a Fedeyah y a mí.

—¿Cómo… se hizo las heridas que vi en su cuerpo? —Se sintió enrojecer.

—Asharti. —El señor Rufford apretó los labios—. Ella formó al ejército contra el que luchamos. Todos hemos sufrido en sus manos. —Hizo un rápido saludo con la cabeza: las confidencias habían llegado a su fin—. Quédese esta noche. Las calles no son seguras. —Salió en silencio.

Emma tomó el plato y con gesto distraído mordisqueó el rábano. Davie pensaba que era un monstruo. Pero Rufford, no. Él amaba a su esposa. Ellos habían aceptado… más que aceptado, que eran vampiros. ¿Qué quería decir eso?

Emma tomó una porción de asado y la mojó en salsa de rábanos. ¿En qué otra parte podía uno conseguir un asado y salsa de rábanos si no en un hotel inglés, incluso aunque uno estuviera en la otra punta del mundo? Los ingleses siempre seguían siendo quienes eran allá donde iban. Quizá era un defecto. Pero en ello había una verdad. ¿No seguía uno siendo el mismo por lejano que fuera su destino? En su corazón, ¿eran Davie y ella distintos a como eran ayer? La señorita Rufford se había unido a su marido a pesar de conocer la verdad acerca de él. El señor Rufford debió de haberla convertido en vampiro a pesar de esas reglas, o de lo que fueran, y la amaba, y… ¿Y qué?

Y eso lo cambiaba todo.

Emma contempló las paredes encaladas de blanco de la habitación, que habían adquirido un tono carmesí con la última luz del sol. Tenía una extraña conciencia de cómo sus pulmones inhalaban y exhalaban el aire, y de los latidos de su corazón. La decisión que vibraba en su mente exigiendo ser tomada le atemorizaba.

Ella había pensado que era una rebelde porque se había negado a casarse con alguien a quien no amaba. La verdadera rebelión era algo más profundo que eso. Había pensado que era valiente al haber seguido a Davie hasta Casablanca, pero no sabía qué significaba ser valiente. Ahora tenía que averiguar de qué material estaba hecha. Se encontraba en el límite más extremo de esa experiencia y, a pesar de ello, todavía había que dar otro paso. Ella había deseado cruzar alguna frontera que cortara los lazos con la rutinaria vida en Inglaterra al ofrecer su virginidad. Ahora sabía que esa frontera no era suficiente.

El cielo se aclaraba al otro lado de la ventana de la cocina del hotel. Emma estaba preparada para el regreso de los guerreros. ¿Podría enfrentarse a la clase de heridas que había visto la mañana del día anterior? ¿Podría soportar el ver a Davie herido? No había tiempo para esos pensamientos ahora. Había preparado comida caliente, un suculento guisado de cordero. Había cortado unas toallas del hotel para conseguir vendas, aunque no estaba segura de que fueran útiles. Había una cosa que sabía que necesitarían y que no tenía: sangre.

O quizá sí.

Se oyó un ruido en el vestíbulo. ¿Saqueadores? El hotel había estado vacío todo el día. O quizá era Davie que volvía. Tomó un cuchillo de carnicero y corrió hasta la parte delantera de la casa.

Un hombre andrajoso se encontraba arrodillado delante de otros dos hombres. Lloraba e imploraba en árabe. Ella no comprendía las palabras, pero sí comprendió su expresión de horror. Sabía que su vida pendía de un hilo. Un olor a canela llenaba el aire. Era evidente que había intentado refugiarse en el hotel, sin éxito. Cuando Emma apareció, los dos perseguidores se dieron la vuelta. El más alto le dirigió una sonrisa malévola y la saludó. Los dos intrusos tenían un brillo avaricioso en la mirada. El más corpulento de los dos volvió a girarse ante el hombre que lloraba. El que se encontraba más cerca de ella, dio dos pasos. Los ojos se le tiñeron de rojo. No había otra forma de explicarlo. Y la sonrisa de su rostro mostró, en ese momento, unos colmillos que se hicieron más grandes. El pánico la invadió. ¡Tenía que huir!

Pero no lo hizo. Caminó hacia delante a pesar de que sabía que no debía hacerlo. A pesar de que tenía miedo. Luchó contra el impulso, pero continuó dando un paso tras otro, con el pecho agitado a causa de una resistencia inútil, hasta que notó el aliento caliente y hediondo en la cara. Detrás de su enemigo se oyó un chillido muy humano y luego un sonido burbujeante y horrible. Pensó que iba a desmayarse, porque notó una oscuridad que bullía a su alrededor. Rezó para desmayarse. Por encima de ella, Davie chilló como un loco mientras acuchillaba a su atacante.

Todavía aturdida, Emma vio que Davie estaba herido en una docena de puntos. Y allí estaba el señor Rufford. ¿Cómo era posible que todavía se tuviera en pie? Pero allí estaban, luchando contra los dos atacantes. En el suelo, al lado de la puerta, se encontraba el hombre harapiento con la garganta cortada. La escena que se formó ante ella parecía irreal de tan horrorosa. Emma oyó gruñir a Davie al recibir una cuchillada, y un chillido de Rufford al fallar una estocada. Notó la salpicadura de un líquido caliente y parpadeó, incrédula, ante una cabeza que pasó rodando.

Había terminado. El vestíbulo parecía lleno de cuerpos despedazados. Davie se dejó caer sobre las rodillas en medio de la sangre. El señor Rufford se tambaleaba, pero fue a ayudarle. La oscuridad se disipó y Fedeyah apareció. Ella ya estaba más allá de la sorpresa.

Fedeyah fue a ayudarla.

—Tenemos ratas en la casa —observó—. Eso hace cuarenta. —Ella vio que todavía tenía el cuchillo de carnicero en la mano. Lo oyó caer al suelo.

¿Era esto? ¿Era esto con lo que se habían estado enfrentando cada noche?

El señor Rufford pasó uno de los brazos de Davie por encima de sus hombros.

—A las cocinas.

Emma les siguió, todavía parpadeando. Entraron con paso débil en la cocina, llena del olor de las especias del guisado de cordero y con las pilas de vendajes que había preparado. Fedeyah se sentó en la lumbre. El señor Rufford izó a Davie hasta la enorme mesa de madera y luego se dejó caer al suelo, apoyando la espalda contra una de las patas de la mesa. Davie no se movía.

—¿Qué, qué puedo hacer por vosotros? —preguntó ella con voz débil. Los vendajes que había preparado parecían ridículos.

—Sangre —dijo el señor Rufford casi sin aliento.

Ella sintió que la sangre le desaparecía del rostro.

—No, no. —Rufford negó con la cabeza con gesto vigoroso—. No de la tuya. Del hombre muerto que está al lado de la puerta. Debe ser sangre de un humano.

Ella tragó saliva. Muy bien. Tomó un cuenco de cerámica pintado con unos intrincados diseños y se volvió para dirigirse al vestíbulo. Mantuvo la mente controlada, concentrada. «Un paso. Otro paso. Uno más. Observar la habitación. Localizar al hombre andrajoso. ¿Estaría todavía sangrando la herida de su garganta? Sí. Un paso. Otro paso. Uno más. Arrodíllate. Aguanta el cuenco. Mantén la mente en blanco. No mires esos ojos opacos. No hagas caso al estómago.» La sangre solamente goteaba. «Mira el cuenco. No está lleno. Examina la habitación. Hay sangre por todas partes. ¿Es suficiente? Ponte de pie. Espera a que la habitación se detenga. Un paso. Otro paso. Uno más. Cuidado con el cuenco.»

Cayó de rodillas en el pasillo y vomitó sobre las baldosas del suelo. Pero no tiró el precioso contenido del cuenco. Luego se puso en pie, insegura. «Ve a la cocina. Arrodíllate delante del señor Rufford.»

—¿Es suficiente?

Vio la respuesta en los ojos de él.

—Dásela a Fedeyah y a Ware. Yo me las arreglaré.

Ése era el momento.

—Yo me encargo del señor Ware —susurró, ofreciéndole el cuenco al señor Rufford.

Él la miró con los ojos exhaustos, pero con una leve sonrisa. Asintió, tomó el cuenco y bebió la mitad. El color ceniciento de su piel desapareció.

—Le dije que era un tipo con suerte.

Ella se mordió el labio y miró a Davie.

—Eso no es tener suerte.

—A pesar de ello, sí podemos ganarle a esa marea.

—Espero que tengas razón. —Le llevó el cuenco a Fedeyah, que se bebió el resto. Tanto él como el señor Rufford estaban sanando rápidamente.

—¿Cómo… cómo hago esto? ¿Debo hacerme un corte? —Deseó tener el valor necesario para hacerlo.

Para su sorpresa, el señor Rufford se puso en pie y miró a su alrededor. Luego levantó a Davie de la mesa, se cargó su peso muerto en la espalda y se dirigió tambaleándose hacia un pequeña despensa, fuera de la cocina principal. Allí dejó a Davie encima de unos sacos de harina.

—Con cuidado —dijo el señor Rufford—. Túmbate a su lado. Él sabrá qué hacer. —Y salió de la habitación.

Emma miró a su alrededor y vio una vela y un pedernal. Encendió la vela y cerró la puerta. El olor a harina y a grano seco era menos fuerte que el olor a canela y a sangre que procedía de Davie. Tragó saliva. «No es el momento de perder el coraje de tus convicciones.» Davie la necesitaba. Y si lo que él necesitaba no se encontraba en la línea de zurcir pañuelos y atender a cenas sociales, bueno, eso era justo de lo que había escapado en Londres.

Intentó no mirarle las heridas mientras se tumbaba. Sólo tenía una conciencia parcial de que él estaba lleno de cortes y heridas por la mayor parte de su cuerpo. Tenía la ropa destrozada. «Se curará —se dijo a sí misma—. Igual que Rufford y que Fedeyah.» Se apretó contra el costado de él y sintió el calor de su cuerpo. Se apartó el pelo de la frente. Tenía un corte en la mejilla que no parecía estar sanando en absoluto, y otro en el hombro, visible a través de la camisa rota.

—Davie —susurró. Los párpados de él vibraron—. Davie, despierta y toma lo que necesitas.

Los ojos azules se abrieron y se esforzaron por enfocar la visión. Luego se volvió hacia ella.

—No deberías estar aquí, Emma —susurró—. No tendrías que haber visto…

—Aquí es exactamente donde debo estar —le corrigió ella. Intentó mantener el miedo a raya al ver que los ojos de él se tintaban de rojo.

—No —exclamó él con un sollozo estrangulado. Sus ojos volvieron a ser azules. Apretó la mandíbula—. Soy una bestia, Emma.

Ella llevó una mano hasta su barbilla y con suavidad le obligó a volver el rostro hacia ella.

—Tú eres mi Davie. Yo soy tu Emma. Nada ha cambiado. Te quiero, Vernon Davis Ware. Y no voy a abandonarte solamente porque eres inmortal y fuerte. O por la sangre. La señorita Rochewell no abandonó a Rufford.

—Tú no sabes…

—Sí lo sé. Seguro que no hay nada que pueda ser peor que lo de esta noche.

—Un mortal, un no mortal… —Negó con la cabeza con gesto débil.

Ella dejó eso para más tarde, simplemente le levantó la barbilla y le ofreció la garganta.

Los ojos de él empezaron a brillar con un tono rojizo.

—No puedo tomarla de ti… —dijo en un sollozo desesperado.

—No vas a tomarla, mi amor. Yo te la doy. Es muy distinto. —Ella le acarició la línea de la mandíbula y los ojos de él adquirieron un color completamente rojo. ¿Iba a gruñir, al igual que habían hecho los del vestíbulo? ¿Le cortaría la garganta?

En lugar de eso, él la besó, con suavidad. Los labios de él le acariciaron la barbilla, y el cuello.

—No te merezco —murmuró. Luego le dio un beso en la garganta. Ella se obligó a relajar los hombros y echó la cabeza hacia atrás, esperando. Pero él continuó besándola con tanta suavidad, con tanta ternura, que ella empezó a sentirse húmeda entre los muslos. Se acordó del día anterior, haciendo el amor durante el día, el dulce placer que la atravesó una y otra vez bajo el tacto de Davie. Y cuando los puntos gemelos de dolor finalmente aparecieron, se le mezclaron con la sensación de hacer el amor. Davie le llenaba todos los sentidos, incluso el dolor. Gimió y él la apretó contra su cuerpo y empezó a chupar a ritmo constante.

—Ahhh, Davie, Davie —murmuró ella, mientras le sujetaba la cabeza contra su garganta. El dolor había desaparecido. Lo único que le quedaba era la sensación de ser uno con él, de estar poseída. El latido de su corazón servía para impulsarle la sangre hasta la boca de él. La arteria de su garganta se abría para él. Sus caderas empezaron a moverse como por cuenta propia y los dos se mecían juntos. Y luego le sobrevino una sensación de… distancia, como si se encontrara flotando lejos de la marea de ese apasionado intercambio. Se relajó entre sus brazos.

En cuanto ella se hubo relajado, él se apartó bruscamente con un grito.

—Emma, Emma, ¿he tomado demasiada? Dios, ¿qué es lo que he hecho?

Ella le miró con ojos somnolientos.

—No. Ha sido… excitante.

Ella se dio cuenta de que la herida en la garganta de él se había cerrado. Eso le hizo despertar rápidamente. Se sacudió el letargo del cuerpo y le examinó mientras él estaba encima de ella. Si no se ponía en marcha, sería demasiado tarde. Pero no, la herida del hombro todavía estaba abierta y manaba sangre. Ella se apoyó sobre un codo y le empujó para que se tumbara de espaldas. Él pareció sorprendido. Entonces ella bajó la cabeza, le apartó la camisa destrozada e, inhalando con fuerza solamente una vez para reunir valor, le lamió la herida.

Su sangre tenía un sabor cobrizo, denso. No era desagradable. Volvió a lamer, sólo para asegurarse de que tomaba suficiente. La herida se cerró bajo sus labios.

Él la sujetó por los hombros y la miró con fiereza.

—¿Qué has hecho? —gritó.

Ella le miró con calma, con una calma mayor de lo que se esperaría de alguien a quien el corazón le latía de esa manera.

—He cumplido una promesa. Para bien o para mal.

—¡No tienes ni idea! —Se incorporó. Gracias a la fortaleza que la sangre de ella le había procurado, las heridas se le estaban cerrando con rapidez—. Vas a morir si no consigues la inmunidad de la sangre de un vampiro…

—Qué suerte que tengo de conocer a un vampiro. No vas a permitir que las reglas se interpongan con mi inmunidad, ¿verdad, Davie?

—Emma. —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Probablemente yo muera esta noche, Emma. No podemos hacerles frente. Esta noche hemos matado a cuarenta y a pesar de ello continúan viniendo y viniendo. Te quedarás sola y tendrás una muerte horrible.

—Los dos podemos morir esta noche, Davie. O cualquier otra noche. Uno no puede conocer el futuro.

—No sabes en qué te has metido. No puedes saberlo.

—Quizá ninguno de los dos lo sepa. —Ella sonrió con expresión arrepentida—. Pero nos enfrentaremos juntos a ello.

Él la sujetó con fuerza y la zarandeó, y luego le dio un apasionado abrazo. Ella se daba cuenta de que él intentaba reprimir los sollozos que le salían del pecho. Ahí. Eso estaba mejor.

—Yo quería protegerte.

—Haz todo lo que puedas, Davie. Te permito que me protejas de todo menos de ti.

—Nunca deseé esto para ti.

—Y lo que yo deseo, ¿es que no cuenta? Somos un equipo. —Ahora fue ella quien se apartó de él y le mantuvo un poco alejado de ella—. Un equipo, y somos iguales.

—¡Qué mujer! —Él casi se rió, aunque tenía las mejillas húmedas.

—¿Lo ves? —Sonrió—. Tú tampoco sabías en qué te metías conmigo. —Se calló un momento al notar que una sensación de quemazón le corría por las venas—. Quizá el señor Rufford no apruebe lo que hemos hecho. Y tú tienes que darme la inmunidad. No puedes flaquear ahora que hay tanto en juego. —De repente, cosas que ella no había previsto aparecieron de improviso. Sintió que abría mucho los ojos. Ahora era ella quien se sentía enferma y que era una carga para él.

Él se levantó y la ayudó a levantarse de los sacos de harina. Sus labios dibujaban una mueca de tristeza.

—Vamos a ver si Rufford intenta fastidiarnos. Vamos a ver cómo les va a él y a Fedeyah. Esta noche no han tomado sangre.

Ella le siguió llevando la vela en la mano.

—Sí han tomado sangre. Yo llené un cuenco con la del hombre del vestíbulo, el que no era un vampiro. O con lo que quedaba de él.

Él se volvió y la miró con sorpresa.

—¿Tú…?

—Me las apañé. —No le dijo que había vomitado.

Él soltó una carcajada y la tomó de la mano. Rufford estaba sentado en la mesa delante de la lumbre, comiendo en un cuenco el guisado. Fedeyah estaba sirviendo vino. Le dio a Davie un vaso. Sus heridas eran poco más que cicatrices.

—¿Señorita Fairfield? —preguntó Fedeyah, mostrándole un vaso lleno de vino—. Parece pálida.

—Gracias —asintió ella.

—Necesita sangre, Rufford —dijo Davie, sin más preámbulo. Su voz sonó con un tono frío.

—Pensé que la necesitaría —repuso Rufford—. Un guisado excelente, señorita Fairfield. No estamos acostumbrados a tanto arte en la cocina. ¿O debo llamarte señora Ware?

—Eso puede esperar hasta que encontremos a un ministro cristiano —contestó ella, sintiéndose tímida de repente. La habitación parecía moverse de manera extraña por los extremos de su campo de visión.

El señor Rufford la miró.

—Llévala arriba para que pueda ponerse cómoda, Ware.

—Tengo intención de darle lo que necesita. —Davie lo dijo como una amenaza, como una promesa. Emma sonrió. Lo había decidido.

—Mi sangre hará el trabajo más deprisa. Te mandaré una copa más tarde. Entre nosotros podremos reunir la cantidad suficiente para que su proceso sea más fácil de lo que lo fue el tuyo.

—Mi sangre es suya —dijo Fedeyah desde algún lugar lejano.

Emma sintió que le temblaban las piernas y que el fuego crecía y le alcanzaba el corazón. Quería darles las gracias, disculparse por ser un problema para ellos… pero no pudo mover los labios. Entonces Davie la tomó en sus brazos. Sintió el corazón de él latir contra sus pechos.

Noche. ¡Bendita noche! La luz de la luna entraba, brillante, a través de las contraventanas abiertas al aire de la noche. ¡Estaba viva! Tocó la lana de una bata roja en que la habían envuelto. Notaba cada uno de los hilos del tejido. El olor a jazmín entraba por la ventana. ¿Cómo era posible que nunca se hubiera dado cuenta de lo bien que olía el jazmín? La alegría de la vida le corría por las venas… sentía… más de lo que había sentido nunca en su vida. ¿Dónde estaba Davie? Tenía que decirle lo maravillosamente bien que se sentía.

Oyó unos ruidos en la calle de abajo. Apartó el cubrecama. Cuánto tiempo llevaba allí tumbada. Recordaba que Davie había estado sentado con ella, que le había hecho beber la sangre densa y con sabor a cobre procedente de su muñeca o que había sido enviada por Rufford o Fedeyah. El dolor había sido horrible, pero Davie estuvo allí en todo momento para tranquilizarla.

Se inclinó por la ventana. En la calle de abajo se encontraban Davie, Rufford y Fedeyah, las espaldas juntas, los sables desenfundados, y, en semicírculo, a su alrededor, había… ¿qué? ¿Cincuenta? ¿Cien? Ojos rojos brillaban por todas partes. Ella ahogó un grito.

—¿Una retirada estratégica, Ware? —susurró Rufford. Pero ella le oyó con claridad.

—¿De qué serviría? —repuso Davie, con decisión fría.

—Muy bien. La última resistencia contra el caos empieza aquí. —Rufford se enderezó.

«Dios, Dios, si tal y como soy ahora todavía puedo rezarte, por favor, ¡ayúdales!», pensó Emma.

Pero a la mierda con todo. No pensaba dejárselo todo a Dios. Sintió que la fuerza la invadía. No volvería a quedarse aturdida como la noche anterior en el vestíbulo mientras ellos luchaban por sus vidas. Salió de la habitación y corrió escaleras abajo. El vestíbulo había sido despejado de cuerpos. Sus pies desnudos caminaron sobre las frías baldosas. Encima de la chimenea del vestíbulo había un muestrario de espadas. Esa noche no tocaba un cuchillo de carnicero. Si Davie iba a morir en algún acto de sacrificio y deber, no importaba lo fútil que fuera, también lo haría ella.

Tuvo un momento de duda al alargar la mano hacia la pesada arma. Ella era sólo una mujer. Pero aguantó la espada con facilidad. ¡Era fuerte! No se detuvo a preguntarse nada. La bata roja que llevaba era una túnica del lugar, ricamente bordada en las costuras, y era mucho mejor que un vestido inglés para moverse. Levantó la espada y corrió hacia la calle. No tenía habilidad con esas armas. Pero ése no era el tema, ¿no era así?

Los tres hombres que se encontraban de pie en semicírculo contra esas hordas miraron hacia atrás. Rufford sonrió. Fedeyah se tocó la frente una vez. Y Davie, a punto de protestar, cerró la boca con firmeza para no decir nada. Ella ocupó su sitio al lado de él.

Él la miró con tanto amor en los ojos que esa cosa que ella llevaba dentro manó y expresó alegría. La vida parecía rezumarle por las venas. Pero no había tiempo de decírselo. Un movimiento le hizo mirar hacia sus enemigos. La pared de ojos rojos avanzó. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Por qué estaban allí? Lo que ellos querían estaba claro. Querían que ellos cuatro estuvieran muertos. Fedeyah y Rufford se apartaron un poco para tener espacio para blandir las espadas.

—La decapitación es la única forma —susurró Davie, con una mirada dura—. Es difícil. Apunta al cuello. Yo los remataré.

Emma tragó saliva. ¿Matar a gente? ¿Lo había pensado bien? ¿Incluso a criaturas como ésas? Pero ¿qué otra opción tenía?

En ese momento, un hombre pesado que se encontraba en el centro dejó escapar un ulular chillón, y la línea se rompió formando un caos de cuerpos a la carga. Ahí estaba, la última resistencia contra el caos.

Emma sujetaba la espada con las dos manos. Davie se puso delante de ella, dando golpes. Un cuerpo se propulsó al aire desde un costado. Emma apuntó con la espada, asustada. El cuerpo quedó empalado en ella, obligando a Emma a soltarla. Ella soltó un chillido de horror. Pero entonces la criatura se puso en pie y le lanzó una estocada. Una herida se le abrió en el hombro y ella sujetó la empuñadura de la espada, que sobresalía del pecho de la criatura, y tiró. Davie cortó el cuello del vampiro. Ella no creyó que sucediera nada, pero la criatura cayó al suelo. Ella agarró la espada con las dos manos y le cortó el cuello a un chico que se acercaba, incluso a pesar de que un sentimiento de horror la inundaba. La hoja tropezó con algo. Una terrible herida se abrió, pero el chico levantó la espada. Davie cortó a otros tres que descendían en ese momento. Las sombras cayeron en cascada detrás de ellos: había demasiados. Rufford luchaba como un demonio castigador. ¡Demasiados!

En el centro del tumulto se expandió una vertiginosa oscuridad que oscureció incluso a las figuras más cercanas. Emma empujó al chico vampiro de ojos brillantes, cuya herida no dejaba de manar sangre, contra la multitud. La oscuridad les rodeaba por todas partes. ¿No había visto antes esa extraña oscuridad? Un alfanje hirió a Davie, y otro de los vampiros le estaba retorciendo la cabeza. Emma golpeó esos brazos que le sujetaban con furia. El atacante cayó, aullando. Notó que una mano la sujetaba por el hombro y se dio la vuelta: otro joven, casi adolescente, le silbó amenazadoramente mientras blandía un cuchillo y Emma se apartó de él.

El tiempo se ralentizaba a medida que los combatientes de ambos bandos empezaban a darse cuenta de que algo sucedía. Parecía que la oscuridad se filtrara en la tierra y, en su lugar, de pie entre los atacantes y todavía quietos como estatuas, se vieron quizá unos veinte hombres y mujeres, algunos de ellos vestidos como monjes y otros vestidos con ricos atuendos propios de varias naciones. La quietud no duró más que un momento. Empezaron a moverse con una rapidez mayor que la que el ojo podía captar, castigando a las hordas. Y sus ojos brillaban, rojos.

—¿Cómo aguantasteis? —preguntó un hombre alto con un exuberante mostacho. Emma estaba sentada en una esquina, justo detrás de Ian Rufford, y tenía la esperanza de que no le prestaran atención. El poder que se percibía en toda la habitación era intimidante. La energía vibraba en distintas notas y tonos. Davie había hecho subir a varios de los recién llegados para que se bañaran y se vistieran, pero quizá quince de los victoriosos se encontraban reunidos alrededor del enorme comedor y mostraban cada uno un particular desaliño. Las heridas estaban curadas y ahora estaban disfrutando de un refrigerio; las mejores reservas de las bodegas eran saboreados por monjes y por nobles con igual deleite—. Debe de haber sido la sangre del Antiguo que corre por vuestras venas.

—No hubiéramos resistido esta noche si no hubierais llegado —dijo Rufford, frunciendo el ceño mientras clavaba la vista en el fondo del vaso.

Emma reconoció a una impresionante mujer de pelo negro como el azabache que estaba sirviendo otra copa de vino a Rufford: Beatrix Lisse, condesa de Lente y la admiración de los círculos sociales masculinos de Londres. Resultaba desconcertante, no, más bien apabullante descubrir que ella había sido un vampiro durante todo ese tiempo.

—¿Por qué estás tan ansioso, Rufford? —preguntó la condesa—. El ejército de Asharti está destruido.

—Aquí —gruñó él—, pero todavía queda Trípoli.

—Ahh —dijo ella, comprendiendo—. John nos ha enviado noticias. Trípoli está segura. Tu Beth está bien.

Rufford se relajó.

—Esperábamos encontrarnos con dos. Y nos encontramos con que sois cuatro —observó la condesa, mirando a Emma.

Quizá la nueva tipología de Davie no había sido apreciada por los vampiros recién convertidos, dado que habían dedicado bastantes esfuerzos en erradicar a todo un ejército de ellos. Emma intentó pensar qué podía hacer al respecto, pero tenía problemas en concentrarse en la conversación que se mantenía a su alrededor. Pensamientos acerca de Davie no dejaban de pasarle por la cabeza y le hacían sentir con especial fuerza el punto entre las piernas. Parecía que la corriente de vida que le corría por las venas le traía imágenes de Davie desnudo y excitado. Deseó que volviera. Pero quizá eso sólo lo empeorara.

—Es irónico, ¿no es así, Beatrix? —preguntó Rufford, jugando con la copa—. Cuatro vampiros convertidos, dos de ellos por Asharti, han sido lo único que se ha interpuesto entre el ejército de Asharti y el éxito. —Y dirigiéndose a Emma en tono confidencial—: La condesa fue mi instructora en cómo ser un vampiro. —Y volviendo a dirigirse a Beatrix, añadió—: No te importó utilizar a vampiros convertidos cuando era la única manera que tenías de matar a Asharti, ¿no es verdad?

—Has dado en el clavo —asintió ella.

—Y yo llamé a Ware. Él vino, sabiendo exactamente a qué se enfrentaba. Nos mantuvo aprovisionados y se ocupó de la logística casi durante dos meses.

—Un hombre valiente. —A pesar de ello, había un tono de recelo en su voz. Emma se dio cuenta de que varios de los demás estaban escuchando.

—Se infectó por salvarme la vida, Beatrix —dijo Rufford, en un tono duro—. No podía dejarle morir, igual que Fedeyah no pudo dejarme morir a mí.

—¿Y usted? —le preguntó la condesa a Emma, con una dulzura que ocultaba un poder todavía más peligroso—. ¿Qué le hizo recorrer el camino desde Inglaterra hasta un lugar como Casablanca?

Emma levantó la barbilla.

—Vine a ayudar al comandante Ware.

—Ella y yo estábamos prometidos. —Davie bajaba por la escalera principal, aseado y vestido. La chaqueta no le caía del todo bien. Probablemente la había tomado prestada de uno de los clientes del hotel que había huido. Pero para ella, él nunca había tenido mejor aspecto, nunca había tenido un aspecto más inglés, nunca le había parecido más suyo. Ahora reconocía la vibrante intensidad que el Compañero otorgaba. El hecho de que Davie mintiera para defender su imagen resultaba entrañable—. Ella ha sacrificado tantas cosas como cualquiera de nosotros por la causa. Yo la convertí en vampiro. Cúlpame a mí.

Emma se puso de pie. No podía dejar que Davie asumiera la responsabilidad de esto. Lo tenía en la cabeza.

—No, no lo hizo, condesa. Yo no pude reunir suficiente sangre humana para ellos tres. Así que le di mi sangre. —Davie se acercó y le puso un brazo sobre los hombros. Ella le sonrió y reunió valor al ver su actitud. Él estaba orgulloso de ella. Se dirigió a la condesa—: Y luego le lamí las heridas. No podía permitir que su condición de vampiro se interpusiera entre nosotros. En resumen, lo hice por amor. Y usted no lo comprenderá, pero es la verdad.

La condesa miró un momento a Rufford, insegura.

—Es verdad —señaló él—. Por supuesto, tú nunca has convertido a nadie por amor. John Staunton, conde de Langley, por ejemplo. Bueno, yo apostaría a que siempre ha sido un vampiro…

Beatrix Lisse levantó las manos.

—¡Ahh! No puedo perseguir como un policía al verdadero amor. Los comandantes deben acostumbrarse a ello. —Se sirvió vino en su copa, con el ceño fruncido—. Estos puestos en el extranjero nunca están dotados de champán.

Davie se sentó al lado de Emma. Los demás empezaron a decidir que se desplegarían por la ciudad para asegurarse que los que hubieran quedado rezagados de los ejércitos de Asharti ya no estuvieran. Davie tomó a Emma de la mano y ese gesto tuvo el efecto de mandarle una descarga eléctrica por todo el cuerpo, igual que había sucedido en la habitación del desayuno de Fairfield House, pero ahora aumentado cien veces.

—No tienes ninguna obligación, Emma —murmuró Davie. Bajó la mirada hasta las manos de ambos, juntas, incapaz de encontrarse con sus ojos—. Sé que tener al Compañero en la sangre te debe parecer… una violación. Si quieres echarte atrás…

—¿Una violación? —Ella frunció el ceño. ¿Significaba eso que era él quién quería echarse atrás justo ahora que podían estar juntos para siempre? ¿Debería ella liberarle de su promesa y dejarle tiempo para decidir?

No, al carajo con todo eso. ¿Qué tenía de bueno el ser una rebelde si una no podía decir la verdad y exigir la verdad a cambio sin que importaran las consecuencias? Ella sabría qué era lo que él sentía si él pudiera mirarla a los ojos. Diplomático o no, él no podría ocultar lo que sentía por ella. Por eso ahora no quería mirarla, porque sabía que sus ojos le delataban. Emma le levantó la barbilla.

Lo que vio en sus ojos era tan complejo que necesitó un momento para interpretarlo. Él había levantado un muro. Él creía que había adoptado una expresión tranquila e ilegible. Pero por debajo de ella había una añoranza tal que no había muro que pudiera ocultarla.

Ella sonrió.

—¿Puedes llamar violación a esta vida que sentimos, a esta sensación de totalidad? ¿Yo lo llamo un regalo?

—El regalo tiene unos cuantos inconvenientes —dijo él, tragando saliva.

Ella sonrió y se encogió ligeramente de hombros.

—También la vida es así.

Él se aclaró la garganta.

—¿Significa… significa eso…?

—Significa que no tengo ninguna intención de liberarte de tu promesa, Davie Ware. Significa que quiero saber qué significará esta sensación cuando me encuentre en la cama desnuda contigo, con tus labios en mi cuerpo y tu polla entre mis muslos. He sido incapaz de pensar en nada más durante la última hora. ¿Estoy siendo suficientemente clara al respecto?

Él se sonrojó y rió, fuera por incomodidad por su lenguaje o por simpatía con sus deseos. Ella no estaba segura. En ese momento, ambos se dieron cuenta de que a su alrededor se había hecho el silencio y se volvieron.

Los demás les estaban mirando, algunos de ellos con una clara expresión divertida en los ojos. Emma sintió que toda su rebeldía desaparecía y se ruborizó violentamente.

Davie se puso en pie mientras le daba un apretón en la mano para darle confianza.

—Yo… yo necesito un favor —anunció a todo el mundo y a nadie en concreto.

—Te estamos dejando con vida —dijo el adusto vampiro del mostacho.

—Antes no hubiera considerado esto un favor —repuso Davie. Miró a Emma y ella le devolvió una mirada cálida. Luego miró a Rufford—. Te libero de tu juramento, ya lo sabes.

—Pensé que lo harías —dijo Rufford en tono irónico—. Me alegro de que no se necesiten mis servicios.

—Sí… bueno —continuó Davie, observando la habitación—. Me pregunto si vosotros, monjes del monasterio de Mirso sois… sois sacerdotes o si podéis llevar a cabo el rito del matrimonio. La señorita Fairfield y yo hemos hecho los juramentos… de forma no oficial, pero nos gustaría consagrarlos.

Un hombre bajito vestido con una sencilla túnica de lana negra se puso en pie.

—Puedes decir que somos expertos en juramentos. Yo llevaré a cabo ese rito.

—Hermano Flavio, ¿lo aprobarán los altos cargos? Las reglas dicen que debemos vivir uno en cada ciudad. Eso no permite contraer matrimonio. —El vampiro del mostacho frunció el ceño.

El hermano Flavio bajó la cabeza.

—Me pregunto si esa regla es la razón por la que no nacen niños, Delanus. Estos dos son lo bastante jóvenes y pueden traer niños preciosos. —Desvió la mirada de Rufford hasta la condesa y luego miró a Emma y a Davie—. Tenemos varias parejas aquí. No creo que quieran vivir cada uno en una ciudad distinta. —Se acercó a Davie y a Emma. Tuvo que levantar la cabeza para mirar a Davie a la cara. La observó durante un largo rato y luego dirigió la atención hacia Emma. Ella no pudo evitar ruborizarse, pero mantuvo la cabeza alta y le miró directamente a los ojos.

—Arrodillaos —dijo.

Davie tomó un cojín de una de las sillas y se arrodilló encima de él, al lado de Emma. Se le veía radiante. Y ella supo que antes de haber cruzado esa frontera sólo había estado viva a medias. Su espíritu era tan fuerte, ahora, y amaba a Davie de una manera espiritual que era mucho más grande de lo que se hubiera podido imaginar antes, además de que le amaba de una manera muy profana.

El hermano Flavio hizo una señal a Rufford y a la condesa, que se pusieron cada uno a un lado de la pareja.

—Vosotros dos seréis los testigos, los que habéis partido antes.

—Vuestra sangre os llama el uno al otro, la vida llama a la vida —recitó el hermano Flavio—. ¿Darás respuesta a tu sangre, comandante Ware?

—Sí —dijo Davie en tono firme y con esa voz de barítono que a ella tanto le gustaba.

—Su sangre llama a tu sangre, señorita Fairfield. ¿Responderás a esa llamada?

—Sí —repuso ella, pensando en lo lejos que quedaban ahora las salas de Inglaterra.

—Entonces, por todos los años que existan, el Compañero morará en el interior de vosotros, y seréis el uno para el otro.

Fue como un canto, una vibración de energía en las venas que entonaba una melodía para ella.

—Ahora estáis unidos.

El círculo que se había hecho alrededor de ellos rompió en aplausos. Sonaron unos silbidos.

—¡Aquí, aquí!

—¡Un brindis!

—¡Ware, idiota, bésala!

Davie se inclinó hacia delante. Le brillaban los ojos, no con un tono rojo sino azul.

—Para siempre —murmuró, y simplemente le rozó los labios.

—Para siempre —susurró ella, y le sujetó la cabeza para darle un beso intenso. Unas sensaciones indescriptibles la inundaron y supo que dedicar toda la vida a ello valía la pena.

—¡Eh, chico! —se rió Rufford mientras le daba unas palmaditas a Davie en la espalda—. Id arriba para hacer ese tipo de cosas. Mis virginales ojos no pueden ver semejantes muestras de pasión.

Davie se levantó y le dio la mano a Emma para que le siguiera. La atrajo hacia su costado y sintió que ella encajaba bien ahí. El calor del cuerpo de él hizo que ella sintiera que le hervía la sangre.

—Como desees.

Asintió a Rufford con un gesto rápido y llevó a Emma hacia las escaleras. Cuando llegó a ellas, se detuvo.

—Considero terminado mi deber, Rufford. Éste no es lugar para mi esposa. Tendrás que limpiar tú los restos de todo esto.

Davie acababa de renunciar a su deber por Emma. Era el último regalo que podía hacerle. Emma vio que Rufford sonreía.

—Te recomiendo el Nuevo Mundo —dijo él—. Hay mucho espacio ahí.

Fuera, el sol empezaba a salir. Ella lo supo, incluso a pesar de que las cortinas de su dormitorio estaban cerradas, al igual que las contraventanas. El mundo parecía nuevo. Tenían todo el día por delante para hacer el amor.

Tenían una eternidad de días para ello.

Fin