4

DAVIE caminaba a pasos largos por las polvorientas calles de Casablanca con unas botas de piel, un chaleco sobre el torso desnudo y un pantalón suelto de beréber. No era que nadie fuera a confundirle con uno de ellos. La piel blanca estaba bronceada y llevaba el pelo claro oculto bajo un pañuelo, pero los ojos claros le traicionaban. El sable que le colgaba del cinturón le chocaba contra el muslo. La ciudad resultaría insoportablemente cálida a no ser por el aire marino que la recorría. El sol caía sin piedad incluso en abril. Detrás de él, dos portadores a quienes había contratado esa misma mañana, transportaban una caja de madera llena de sables y un enorme paquete lleno de comida, saquitos de piel llenos de sangre y ropa limpia. No tenían ni idea de qué era lo que llevaban, y él tenía cuidado de no contratar dos veces a los mismos. Solamente escogía entre aquellos que se encontraban sentados al sol para asegurarse de que no eran vampiros, por si acaso el olor a canela estuviera oculto por el aroma de las especias o de ubre de camello.

¿Cuánto tiempo hacía que estaba haciendo eso? Toda la vida. A Rufford y a Fedeyah les debía parecer todavía más tiempo. Ahora, Davie se quedaba cada amanecer hasta que llegaban para asegurarse de que podían tomar la sangre que necesitaban para sanar. El precio que esa campaña les hacía pagar era horrible. Pero no cabía la posibilidad de arrepentirse. Si a los humanos se les criaba para obtener su sangre y los vampiros se multiplicaban de forma indiscriminada, ambas razas se extinguirían por completo.

Tocó con los dedos el mensaje del almirante Groton en el cual exigía un informe completo de la situación de Casablanca y de los planes de Rufford para coordinar los esfuerzos contra las tropas de Asharti. Davie no creía que quisiera que Whitehall interfiriera en la acción de Rufford, ni ahora ni en el futuro. Rufford era un hombre con moral. Davie sonrió para sí mismo. Nunca había pensado que diría eso de un monstruo. Pero era más de lo que podía decir de Whitehall en esos momentos. Confiaba más en dejar el destino de la humanidad en manos de Rufford que en las del almirante ni en las del primer ministro.

¡Canela! Davie se dio la vuelta rápidamente y escrutó la pequeña calle ventosa repleta de brillantes telas que se secaban al sol y llena de niños que se reían al pasar corriendo por el suelo empedrado. No pudo ver a nadie sospechoso. ¡Señor! Empezaba a ponerse nervioso. Despidió a los portadores, desempacó los bultos y luego se aventuró fuera para recorrer la ciudad en busca del refugio para el día siguiente. Finalmente, cuanto hubo terminado el trabajo, volvió a la casa que había dejado al amanecer para vigilar a los vampiros guerreros que dormían para recuperar fuerzas.

Se deslizó al interior de la oscura casa. Últimamente llegaban tan agotados que dormían como muertos. Sonrió ante esa idea. Ellos no estaban muertos. Los vampiros estaban muy vivos. Atravesó en silencio la puerta delantera, y vio que la mesa todavía estaba repleta con los restos de la comida. Se dirigió hacia los dormitorios oscuros.

No tenía ningún motivo para sentir que había ningún problema. El olor a canela podía provenir de Rufford y de Fedeyah. La presencia que notó podía ser la de ellos. Pero no lo era.

¡Allí! El viento hizo volar la tela de la ventana y permitió que entrara la luz suficiente para que se reflejara en algo metálico. Davie no se paró a pensar. La espada silbó al sacarla de la funda. La sombra, un negro más profundo entre las sombras, se volvió para encararse con él. Los otros dos se removieron entre sueños. Él levantó la espalda, no muy seguro del blanco. El metal se le hundió en un costado del cuerpo y gruñó al sentir el dolor. Rufford se levantó. La espada que le habían clavado a un costado le fue arrancada. La sombra se estaba moviendo hacia la izquierda, hacia Rufford, con la espada en alto. ¡La garganta de Rufford! Davie se precipitó hacia delante blandiendo el sable con ambas manos. Dio varios golpes. Sintió un líquido caliente en la cara y en el pecho. Apartó la espada e intentó encontrar un espacio para volver a propinar un golpe. Rufford luchaba contra el intruso. No podía arriesgarse a herir a Rufford. Algo cayó al suelo con un ruido sordo. La espada del vampiro resonó por el suelo. Fedeyah se agachó, luchando contra otro atacante. Davie se dio la vuelta hacia el agresor de Fedeyah, pero Rufford, que se movía demasiado rápido para Davie, llegó allí antes que él. ¿Se limitó Rufford a sujetar la cabeza del intruso con ambas manos y a tirar? Davie debía de estar equivocado. Ahora empezaba a sentirse mareado. Era oscuro. Se dejó caer de rodillas.

Rufford dio la espalda a las figuras oscuras que se encontraban tumbadas en el suelo y arrastró a Davie hasta la habitación de delante de la casa. Fedeyah encendió una vela. Davie bajó la vista y se dio cuenta de que su ancho pantalón estaba empapado de la sangre que le manaba de la herida en el costado. La sangre le cubría el pecho y el chaleco de piel, también.

—Te ha pillado bien —dijo Rufford, haciéndole sentar en una silla. Davie estiró el cuello para mirar la habitación a sus espaldas, ahora tenuemente iluminada por el brillo de la vela que se encontraba a su lado. Había un cuerpo claramente visible. Pero no se veía la cabeza.

—Casi le cortaste la cabeza. —Rufford se arrodilló al lado de Davie para examinarle la herida—. Me has salvado.

—Es difícil decapitar con una espada —observó Fedeyah mientras cortaba un trapo limpio en tiras—. Tienes fuerza.

—Rufford tuvo que terminar el trabajo —dijo Davie con las mandíbulas apretadas a causa del dolor.

Fedeyah examinó la herida.

—Es una herida limpia. No ha tocado ningún punto vital.

Rufford tocó la sangre que cubría el torso de Davie. Levantó la mirada con ojos conmocionados.

—Parte de esta sangre no es tuya. —Le apartó el chaleco. Davie miró hacia abajo. La mancha de sangre le cruzaba el pecho en diagonal e inundaba la herida abierta en el costado.

—Debe de ser de él… —Davie miró a Rufford mientras comprendía lo que eso significaba. Sangre de vampiro. En su herida—. Dios mío. —Miró alrededor, desesperado—. ¡Agua! ¡Limpiadla!

Rufford se enderezó y le puso una mano en el hombro para que no se moviera de la silla.

—Demasiado tarde.

Davie se hundió: era hombre muerto.

En ese momento, en lo único que pudo pensar fue en Emma. Se dio cuenta de que en alguna parte dentro de él había estado albergando la esperanza de que podría sobrevivir a esa pesadilla y volver con Emma. Ahora ella nunca sabría por qué se había marchado ni cuánto la amaba. Recordó su dulce rostro, su expresión ansiosa y preocupada a causa de él que le decía de la única forma permitida cuánto le quería. La vio de niña, sujetándose la falda para meterse en el lago de lilas en persecución de una rana. Cuando él tenía diecisiete años y ella nueve, él parecía mucho mayor y más sabio que ella. Notó que se le formaba una temblorosa sonrisa en los labios. Entonces no sabía nada de ella, y ahora que lo sabía, nunca conseguiría decirle lo maravillosa que era.

—Supongo que vamos a tener que conseguirte otro suministrador —consiguió decir.

Rufford le miró con el ceño fruncido. De repente, Rufford se apartó con un gesto brusco y empezó a caminar por la habitación con gesto furioso y las manos unidas a la espalda. Los nudillos se le pusieron blancos. Davie notó que el costado le ardía y parpadeó, esforzándose por controlarlo, pero se le metía en las venas. Fedeyah se puso de pie a su lado y le miró con compasión.

—¿Cuánto… cuánto tiempo? —preguntó Davie.

—Unos cuantos días. Una semana. No es una muerte agradable —señaló Fedeyah. Miró a Rufford.

—Entonces… será mejor que me dejéis. —Davie tenía dificultades en respirar—. Os dibujaré un mapa… para que lleguéis a la próxima… casa.

Rufford se pasó las manos por el pelo. Eso hizo que se le soltara el lazo con que se lo había recogido y el cabello le cayó sobre los hombros.

—¡Mierda, Fedeyah, no podemos hacerle esto!

Fedeyah asintió con la cabeza, pensativo.

—Recuerdo que pensé esto mismo contigo una vez.

Rufford se acercó a Davie y se quedó a su lado de pie. Su expresión era sombría.

—Tengo la sangre de un Antiguo en las venas. Mi sangre te puede proporcionar inmunidad a través del Compañero y este elemento empezará a funcionar deprisa.

Davie miró a su alrededor, intentando comprender.

—¿Convertirme… en un vampiro?

Rufford asintió con la cabeza y apretó las mandíbulas.

—Creí que el tema era… erradicar… a los vampiros. —Davie se preguntó si la sonrisa que se le había dibujado era irónica.

—Lo entendiste mal. —La mirada de Rufford era dura—. Tanto Fedeyah como yo somos vampiros los dos. El tema consiste en detener a aquellos que quieren destruir el equilibrio del mundo.

—No quiero… ser un monstruo. —¿Dónde estaban esas valientes palabras que le dijo al primer ministro acerca de que los vampiros eran víctimas y no monstruos? Ahora le parecían ingenuas. No, ahora que se encontraba con la realidad cara a cara, se dio cuenta de que prefería estar muerto que convertirse en un bebedor de sangre.

Rufford asintió con la cabeza.

—Lo sé. Yo sentí lo mismo. Pero no tiene por qué ser así. No conoces la alegría de… de ser uno con el Compañero. Puede ser… algo bueno. En todos los sentidos de la palabra.

—No me parece… muy bueno… ahora. —La sensación de quemazón le estaba apagando la visión. Sentía la cabeza ligera, fuera por la pérdida de sangre o por la infección—. Creo que estoy empeorando.

—Podría obligarte. —La voz de Rufford le chirrió en los oídos.

—No lo harás. —Confiaba en la compasión de Rufford.

Rufford frunció el ceño y Davie supo que no estaba equivocado con él.

—Podrías utilizar al Compañero para hacer el bien en el mundo. Si yo te convirtiera, serías fuerte. Podríamos utilizar esa ayuda.

Ajá. Ahora jugaba con su sentido del deber. Un hombre listo, Rufford. ¿Le debía Davie al mundo incluso convertirse en un monstruo? ¿Y si ellos ganaban, por muy poco probable que pareciera en ese momento? Él se quedaría con la vida eterna y bebería sangre humana.

Y a pesar de ello… ¿dejaría que Rufford y Fedeyah pagaran el precio mientras él escapaba hacía la muerte después de pasar unos cuantos días de dolor? Empezaba a tener las ideas confusas. De repente, se sentía como un desertor, al traicionar a Rufford otra vez.

—Yo… no lo sé. —Parecía que Rufford le miraba desde una gran distancia. ¿Podía abandonarles ahora que las cosas estaban en su momento más difícil?—. Dame tu palabra de que me matarás si ganamos.

—Si todavía lo deseas, lo haré. Te doy mi palabra.

Davie parpadeó. ¿Era sincero Rufford? ¿Cuándo no lo había sido?

—Hazlo.

Estaba a punto de convertirse en un monstruo.

Entonces el túnel se cerró y no vio nada.

Estaba atado, con las piernas y los brazos abiertos, en la cama del embajador. Ashare se cernía sobre él como una pesadilla: sus ojos tenían un brillo rojizo. Él estaba desnudo. El zumo del melón que ella tomaba le goteaba sobre el pecho, que subía y bajaba rápidamente con su respiración. El dolor en la entrepierna era casi insoportable. Se debatió con las ligaduras, pero no había forma de escapar. Ella se había ocupado de él toda la noche y le había hecho sentir una necesidad dolorosa, utilizándole para su propio placer sin permitirle soltar el fuego que le quemaba por dentro. Le hizo heridas y se las lamió. ¿Cuánto más podría él soportar?

No era que no lo mereciera. Ella le estaba castigando por ocultarle información. Él merecía el castigo por traicionar a Rufford. Sentía el pene latiéndole sobre el vientre. Soltó un gruñido, a pesar de que detestaba ofrecerle esa satisfacción.

—¿Has aprendido la lección? —susurró ella, inclinándose sobre su oído.

—Sí —dijo él sin aliento—. Sí.

—No estoy segura. —Ella hizo un mohín y tiró la piel del melón al suelo—. Y debo asegurarme mucho antes de enviarte al mundo. Debes saber lo que te espera si me desobedeces.

El latido de su polla subió de intensidad. Ella empezaba a acariciarle.

—¡Dios, ten piedad! —suplicó él, sin aliento.

Ella soltó una sonrisa profunda que le sacudió los pechos.

—No, mi perro. Debes suplicarme piedad a mí. Yo soy tu diosa, y no tu mezquino dios cristiano. —Aumentó el ritmo de la mano arriba y debajo de la polla. Todo el rato sus ojos despedían un brillo rojo—. Suplícame compasión.

Davie casi no podía respirar. El fuego parecía estarle consumiendo por dentro. A pesar de todo, dudaba. Ella podía hacerle suplicar. Pero no lo consiguió. Ella quería que él se humillara por sí mismo, ¡maldita fuera! Pero ¿de qué servía el orgullo si él podía consumirse presa de las llamas en cualquier momento?

—Diosa… —Inhaló con dificultad—. Ten piedad de mí.

Ella se inclinó hacia delante y le rozó los labios con los suyos.

—No —dijo en voz baja, y le clavó los colmillos en el cuello.

Se estaba quemando. Volvió la cabeza de un lado a otro, intentando escapar de las llamas. Oyó unos gemidos y unas voces.

—Rufford, él te necesita.

—Casi estoy curado.

—No puede esperar.

Ése era Fedeyah. Davie abrió los ojos. Estaba tumbado en una cama en una habitación oscura, desnudo, igual que en su sueño, sólo que no estaba atado. Y no era la gran cama estilo Tudor del embajador sino un simple colchón sobre una cama de madera. Las sábanas empapadas de sudor estaban enredadas alrededor de su cuerpo. Davie miró alrededor, esperando ver a Asharti esperándole en la esquina de la cama para torturarle, pero solamente vio la silueta de Rufford en la puerta. El vampiro iba desnudo hasta la cintura. Tenía el torso cubierto de heridas medio curadas.

—Agua —pidió Davie.

Rufford se sentó en el extremo de la cama.

—No es agua lo que necesitas. —Tomó un cuchillo largo de la mesilla de noche y, con calma, se cortó la muñeca. La sangre manó de la herida. Davie la olió. Sintió que una parte de él se revitalizaba y quería gritar de alegría. ¿Qué era eso que sentía tan… lleno de vida?

Rufford se dio la vuelta y sujetó la cabeza de Davie mientras le acercaba la muñeca sangrante a los labios.

—Rápido, chupa antes de que la herida se cierre.

Un sentimiento de repulsión le invadió. Pero una parte dentro de él exclamó: «¡Sí!». Acercó los labios y chupó. La sangre sabía a cobre y la sentía fluir con vida por sus venas. Chupó con ansias de esa herida y una sensación de bienestar le inundó. La quemazón en las venas disminuyó, pero la herida se cerró demasiado pronto. Tuvo que reprimir la necesidad de pedirle a Rufford que se la volviera a abrir.

Pareció que Rufford le leía el pensamiento.

—Dentro de una o dos horas, cuando haya descansado. —La verdad era que Rufford tenía un aspecto horrible. Se le veían unas oscuras ojeras debajo de los ojos y las heridas se le curaban despacio. ¿Había agotado sus fuerzas para que Davie pudiera enfrentarse a la infección? Davie se llevó una mano hasta la frente, sudorosa, y se apartó unos mechones de pelo empapados de sudor. El miedo del sueño todavía le atenazaba.

—Gracias —dijo, con voz ronca—. No estoy seguro de que darte las gracias sea suficiente para lo que has hecho.

Rufford se encogió de hombros.

—Me estoy reforzando. Utilizo mi sangre de forma estratégica. Deberías darle las gracias a Fedeyah. Él te ha estado cuidando.

Fedeyah gruñó, asintiendo.

—¿Comida?

Sí, ahora podía comer. Asintió con la cabeza.

—Creo que has cruzado la frontera —observó Rufford, de pie.

—¿Cuánto tiempo hace? —Ésta era la primera vez que Davie mostraba un cierto interés. Le parecía haber estado soñando con Asharti y quemándose por dentro desde siempre.

—Dos días. Hubiera sido más rápido, pero estas noches me han hecho pagar un precio alto.

—¿Cómo está?

—La gente está abandonando la ciudad. La gente tiene pánico y está acaparando los víveres. Más enemigos están llegando, la mayoría son recién convertidos, pero actúan juntos. Es difícil.

—Lo que quiere decir es que la sangre corre por las calles.

Fedeyah le ofreció un cuenco. Davie olió los dátiles y el queso de cabra, así como el olor del jabón usado para limpiar la ropa y el ligero olor del aceite rancio en el fondo de una ánfora no utilizada que había en la esquina. Oyó el rumor de las ratas y la llamada de un imán a lo lejos. Los sentidos le inundaban de información.

Rufford se encogió de hombros e intentó parecer seguro de sí mismo.

—Los refuerzos van a llegar pronto.

—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó Davie. De repente, se dio cuenta de lo fuerte que se sentía, de lo… completo. ¿Era ésta la alegría de que le había hablado Rufford? ¡Dios, tenía una parte a la que le gustaba ser un monstruo! La reprimió: no, no le gustaba. Se había sacrificado por la causa de la humanidad. Sufriría siendo una pesadilla para poder luchar contra la pesadilla mayor. Era un destino peor que la muerte. Su opinión sobre eso no había cambiado. Pero era un precio que estaba dispuesto a pagar, por lo menos durante un tiempo. Tanto si le mataban durante la batalla o si ganaban, Rufford le mataría.

—Pronto te daré sangre con tanta frecuencia como pueda. Y hay ciertas cosas que tienes que aprender.

Teletransportarse, pensó David. Alimentarse. Se estremeció y no se sintió muy seguro de si era horror o éxtasis lo que le corría por la espalda.

—Tengo que decirte otra cosa. El Compañero, con su voluntad de vida, nos da… las sensaciones más intensas y de todo tipo. —Rufford sonrió, levantó las cejas y se encogió de hombros—. Hace que las relaciones entre hombre y mujer… bueno, la frase «los placeres de la carne» toma un significado nuevo. —Suspiró. ¿Echaba de menos a su esposa?—. No te sorprendas por la potencia y la frecuencia de tus erecciones, especialmente al principio. Más adelante tendrás un mayor control.

Todo eso sonaba parecido a Asharti. Su fantasma parecía estar presente en la habitación, riendo con sus carcajadas de contralto. Ella necesitaba saciarse constantemente, sin tener en cuenta el coste en los demás. Una premonición horrible le sobrevino.

—Dime que no voy a ser como ella.

Rufford rió.

—No. No lo serás. Y cómo desearía haber tenido a alguien que me contara esto cuando ella me convirtió.

Todo había cambiado excepto una cosa. Él había perdido a Emma. Ahora estaba separado de ella no sólo por la distancia sino por su misma naturaleza.

—Sólo espero que Emma no sepa nunca en qué me he convertido. No podría soportar su repulsión.

Rufford le miró un momento.

—No me parece una mujer frágil. A Beth le gustó. Y a Beth no le gustan el tipo de mujeres que se ponen histéricas.

—No estoy hablando de una consideración de tipo social. Hay mucho más en juego, Rufford.

—Bueno, tú la conoces mejor que yo.

—Me alegra saber que se encuentra a salvo en su casa. Me pregunto cómo puedes soportar el poner en peligro a tu mujer.

—No fue elección mía —dijo Rufford con suavidad—. Las mujeres tienen sus propias opiniones, especialmente Beth. Y en una relación, debes tratar sus deseos de la misma forma que a los tuyos, o las perderás.

¿Consejos sobre mujeres por parte de un vampiro? El mismo que había convertido a su amada en un vampiro, además.

—Descansa —le ordenó Rufford—. Dentro de una hora podré darte más sangre.

Emma Fairfield saltó al muelle desde el jabeque que la había traído durante la última etapa del viaje desde Gibraltar. Le pareció extraño sentir tierra firme bajo los pies. Hacía tres semanas que se había marchado de Portsmouth. No había sido un viaje tan rápido como hubiera querido, pero el capitán del paquebote en el que había comprado el pasaje para ella y para sus tres compañeros se había enterado de malas acciones y de agitación política en Casablanca y llevó a sus pasajeros a Gibraltar. Emma tardó varios días en encontrar al mercader turco que llevaba el cargamento a Marruecos y que aceptó a llevarla. Una vez en Gibraltar, envió a las dos mujeres de vuelta a casa bajo la protección del señor Stubbs. Solamente había necesitado su compañía para conseguir un pasaje, dado que ningún capitán de barco respetable hubiera considerado la posibilidad de llevar a una señorita sola a bordo. Por suerte, el capitán turco no tenía ese tipo de reparos.

Durante el viaje había conseguido no dejarse atrapar por las dudas acerca de lo que estaba haciendo. Había tenido demasiado trabajo en tranquilizar a sus inquietas compañeras durante el primer tramo del viaje y luego, en Gibraltar, había encontrado demasiadas cosas nuevas e interesantes. La necesidad de tener que sobornar al capitán turco y de conseguir guardaespaldas para el segundo tramo del viaje no le había dejado tiempo de pensar demasiado.

Y ahora estaba aquí, donde debía estar Davie.

Se sorprendió al ver que solamente había tres barcos en el puerto y muy poca gente en el muelle. Por lo que ella sabía de puertos, éstos siempre estaban repletos de trabajadores, pasajeros y marineros. Pero los que se veían allí parecían moverse apresurados, como empujados por el pánico. La ciudad se extendía hacia arriba, las casas de adobe encaladas de blanco subían colina arriba. Las palmeras se mecían bajo el caluroso viento de abril y las buganvillas debían desplegar todo su color aunque, a la luz del anochecer, resultaba difícil de ver.

Emma tragó saliva. Una multitud de ideas le pasaron por la cabeza en esos momentos: de repente le pareció que encontrar a Davie le sería mucho más difícil de lo que había imaginado. Él le había dicho que al principio estaría en Casablanca, pero eso no significaba que ahora estuviera todavía allí, después de seis semanas.

Bueno, no tenía ningún sentido lamentarse antes de tiempo. Lo primero era conseguir en techo bajo el que protegerse. Persiguió a un coche que acababa de dejar su carga meneó la cabeza y se lamentó cuando ella le pidió que la llevara al hotel Prince. La dejó sin ninguna contemplación a ella y a su baúl delante de un edificio moderno de estilo georgiano, de donde una fila de ingleses salía a la calle en esos momentos.

—¡Usted, el del coche! —Un hombre mayor se acercó al conductor—. Al puerto. Me han dicho que acaba de llegar un barco.

—Ese coche es mío —protestó con voz chillona una voluminosa mujer con un turbante adornado con plumas de avestruz. Unas cuantas personas más se acercaron al tumulto. Emma buscó al portero y, al no ver a ninguno, levantó el baúl por una de las asas y lo arrastró hacia el interior del edificio.

Dentro reinaba el caos. El recepcionista uniformado que se encontraba tras el mostrador estaba discutiendo con varias personas. Los equipajes se amontonaban por todas partes y los clientes, la mayoría hombres, con sus pañuelos mal colocados, iban arriba y abajo sin un propósito evidente, contribuyendo al caos.

—Disculpe —gritó Emma al hombre de recepción en cuanto un grupo de personas que le rodeaba se alejó de repente, abriendo un hueco—. ¿Tiene habitación?

—¿Habitación? —El hombre frunció el ceño—. Todo el mundo se está marchando.

—¿Por qué? —preguntó Emma. Unas cuantas personas la miraron, asombradas.

—La embajada está evacuando a todo el mundo —le explicó el recepcionista.

—Las calles están inundadas de sangre —explicó una mujer corpulenta.

—Es el fin del mundo, tal y como lo imaginamos —dijo un caballero de largo mostacho blanco.

—Este lugar no es adecuado para la gente civilizada.

—Hay asesinatos todas las noches.

—Se les saca la sangre a las personas.

La multitud dejó paso a un grupo de personas que, al oír estas palabras, dejaron caer los equipajes al suelo y corrieron hacia la puerta.

Emma se quedó pálida. Davie había dicho que eso era peligroso, pero encontrarse con una ciudad presa del pánico la conmocionó. Él tenía que estar ahí. Pero si la embajada había evacuado, ¿cómo le encontraría? Intentó mantener la entereza y pensar con rapidez: que fueran los demás quienes entraran en pánico. Ella tenía un propósito. Tenía que encontrar a Davie.

El recepcionista miró a su alrededor con expresión conmocionada al ver que el grupo de personas que había a su alrededor salía corriendo hacia la puerta. «Bien», pensó Emma. Tomó la llave de la habitación 106. Eso debía de ser en el primer piso. Arrastró el baúl escaleras arriba. No se quedó mucho rato en la habitación: al cabo de un momento atravesó el vestíbulo, prácticamente vacío, y se introdujo en el corazón de la ciudad.

La poca gente que quedaba en la ciudad se apresuraba con paquetes a la espalda o pollos bajo el brazo o carros llenos de alfombras y muebles y ollas, cualquier cosa que tuvieran. Emma sintió que el pánico le penetraba en el alma. Intentó detener a varias personas para preguntarles si habían visto a un inglés alto y rubio, pero todos se la sacaron de encima y continuaron su camino.

Los ojos se le llenaron de lágrimas de frustración. ¿Había recorrido todo ese largo camino solamente para encontrarse con una ciudad que la rechazaba, presa del pánico? De repente, se encontró en un mercado al aire libre rodeado de arcos de piedra de estilo románico. La mayoría de tenderetes habían sido abandonados con sus mercancías y algunos de ellos habían sido descaradamente saqueados. En otros, los artículos se encontraban rotos y esparcidos por el suelo. Los ecos de los gritos inundaban el espacio a su alrededor. Se dio la vuelta y, en el puerto, vio que un barco levantaba el ancla e izaba las velas ondeantes. Sólo un barco se quedó. La retirada le estaba siendo cortada en esos momentos en que le fallaba la voluntad. Un hombre de mala dentadura le dirigió una sonrisa lasciva y le dijo algo ininteligible mientras la agarraba del brazo. Ella se deshizo de él y corrió hasta el centro del mercado para esconderse debajo de unas telas que colgaban de uno de los tenderetes.

Agachada debajo de los tejidos, intentó recuperar la respiración. Poco a poco, se tranquilizó. Levantó la vista. Eran albornoces. Se podía cubrir el pelo con ellos. Tiró de uno que parecía el más pequeño y se lo puso. Bueno, eso estaba mejor. Miró hacia el tenderete de al lado. Unas telas tensadas sobre unos bastidores de madera se apilaban pulcramente contra la mesa. Vio que había carboncillo. Era el tenderete de un artista…

Emma tuvo una idea. Fue hasta el tenderete: carboncillo… telas, y un cuchillo.

Muy bien. Si pudiera encontrar clavos y un martillo… Tenía un plan.

Se deslizaban por las calles desiertas en silencio, los sentidos atentos a la noche, en busca de aquellos que les estaban esperando. Ahora Davie era capaz de ver con claridad en la noche. Ya no se extrañaba de que ni Fedeyah ni Rufford necesitaran velas. Hacía casi una semana que cazaba con ellos. Rufford había insistido en que les sirviera como refuerzo, dado que hacía tan poco que le habían convertido, pero eso no hacía que las batallas fueran menos horribles, ni que el horror por su nueva condición le pareciera menor. Se preguntó si Rufford y Fedeyah mantenían todavía la cordura.

Todo había cambiado durante la última semana. Davie podía invocar al Compañero y utilizar su poder para teletransportarse o para dirigir a una mente más débil. La fuerza que tenía le asombraba y le consternaba, al igual que las quemaduras que el sol le producía en la piel y en los ojos. Todo ello eran signos de que había dejado de ser humano. Y la necesidad sexual era tan intensa que se había convertido en un tormento durante esos últimos días. Se aferraba a la afirmación de Rufford acerca de que no sería como Asharti, pero, íntimamente, tenía sus dudas. ¿Quién sabía en quién se convertiría cuando la necesidad de sangre o de satisfacción sexual le atenazara? Cada vez que la imagen de Asharti se hacía demasiado presente, se forzaba a visualizar la imagen de Emma para que el amor que había visto en sus ojos la última vez que se vieron hiciera desaparecer el recuerdo del látigo y los colmillos de Asharti. Pero las imágenes de Emma no le hacían desaparecer las erecciones. Más bien al contrario. Pensar en la repulsión que ella sentiría ante su nueva naturaleza le provocaba un vacío en el estómago, aunque no contrarrestaba el poder que su imagen ejercía en su cuerpo.

Quizá lo peor de todo fuera la euforia que parecía desbordarle algunas veces. ¿Cómo podía sentirse tan vivo, tan completo, cuando era una criatura de la noche y de la pesadilla? ¿Ardería en el infierno a causa de lo que había recibido de Rufford?

—Vamos a tener problemas para alimentarnos ahora que todo el mundo abandona la ciudad —dijo Rufford mientras recorrían un callejón ventoso en dirección a una amplia calle flanqueada de jacarandaes.

Davie continuaba prefiriendo beber sangre de la copa que Rufford o Fedeyah llenaban con la sangre de un donante. No podía soportar la idea de utilizar su poder para alargar los colmillos y clavárselos en la garganta a un ser vivo.

Tenían problemas para alimentarse desde que Davie no podía conseguir la sangre durante las horas de luz. Se escondían allí donde podían; los últimos días había sido más fácil por la cantidad de casas que habían sido abandonadas. Intentaban alimentarse antes de que el conflicto nocturno comenzara, pero muchas veces la batalla les asaltaba antes de que estuvieran listos, tantos seguidores de Asharti como había por todas partes. Y después de la batalla no estaban en condiciones de buscar lo que necesitaban. La última noche habían pasado sin nada. Sin sangre, ¿cómo iban a mantener la fortaleza?

Rufford se apoyó de espaldas contra una pared del bulevar y miró alrededor. De repente se enderezó.

—¿Bueno, Ware, tienes algún pariente llamado Davie?

Davie se sobresaltó.

—Es Vernon Davis Ware —dijo en voz baja—. Mi familia y mis amigos más viejos me llamaban Davie.

¿Por qué Rufford sentía curiosidad ahora?

Rufford se limitó a señalar. Davie miró hacia la oscuridad. En un edificio que había al otro lado del callejón, en una de las esquinas del cruce, había un lienzo colgado donde habían escrito con carboncillo o con algo parecido: «Davie Ware. Estoy en el hotel Prince».

Davie cruzó el callejón, como hipnotizado. ¿Quién había en Casablanca que le conocía como Davie? ¿Y qué era lo que había clavado con el clavo que sujetaba el lienzo?

¡Dios! Era un mechón de cabello rubio atado con un trozo de cuerda.

Se volvió hacia Rufford.

—¡La señorita Fairfield!

El olor a canela inundó el callejón.

—Vienen —dijo Fedeyah. Davie desenfundó la espada. ¡Mierda!

—Vete al hotel Prince —dijo Rufford con la mandíbula apretada.

—No voy a dejaros a los dos solos contra ellos. —Las sombras empezaban a penetrar en el bulevar.

—¡Piensa, tío! Ahora no la puedes dejar sola en Casablanca.

Davie contó. ¿Eran ocho? Sintió un retortijón en el vientre. Rufford tenía razón, pero su deber estaba ahí.

—¿Por qué ha venido? —se preguntó.

—¿No lo sabes? —Rufford le sonrió con picardía e hizo un gesto con la cabeza—. Eres un capullo con suerte. Lárgate de aquí.

—Cuatro contra uno —le advirtió Davie.

—Nos las hemos visto peores. —Al ver que Davie continuaba dudando, Rufford arqueó las cejas—. Tengo sangre de los Antiguos en las venas, tío.

Davie inhaló el aire de la noche, cargado de jazmín y denso de canela.

—Volveré tan pronto como pueda.

—No nos encontrarás. Utilizaremos el hotel como casa. —Rufford desenfundó la espada mientras observaba la calle—. Protégela. Nos vemos al amanecer.

Davie se marchó corriendo por los muelles.