4
MIENTRAS ayudaba a Juanita a ponerse en pie, la culpa le atenazó. Vio una ligerísima mueca en el bonito rostro de ella y supo que debería haber esperado. Una mujer como ella no merecía que su primera vez fuera en el suelo de un lavabo y de forma tan precipitada. Mierda. ¿En qué había estado pensando?
José le puso una mano en la mejilla.
—Voy a ir a la cocina un segundo y vuelvo enseguida, y luego…
—No. Me prometiste que no me dejarías sola —dijo ella, sujetándole con fuerza y mirándole con los ojos muy abiertos.
—A ver qué te parece esto —continuó con suavidad—: Te sientas en el borde de la bañera con el rifle, yo dejo la puerta abierta y hablo en voz alta sin parar, para que puedas oírme todo el rato. Continuaré hablando durante los treinta segundos que voy a tardar. Luego te lavaré bajo la ducha. —Él tomó el rostro de la chica entre sus manos temblorosas y le dio un suave beso—. ¿Confías en mí?
Ella asintió con reticencia y le soltó.
—Pero ¿tengo que aguantar el rifle?
—No, sólo quédate en la puerta y déjala abierta. Háblame mientras yo voy a la cocina. Sólo está a siete metros al otro lado de la sala.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a buscar una cosa que te va a hacer sentir mejor.
Le dio otro beso rápido, abrió la puerta y empezó a hablar en voz alta mientras corría por la casa.
—Bueno, ¿así que qué te apetece? ¿Desayunar, un bocadillo, quizá algo de sopa? —gritó mientras abría la nevera, sacaba la bandeja de cubitos y volvía corriendo al baño.
—Eh, qué rápido —dijo ella, cubriéndose el cuerpo con una toalla húmeda. Bajó la mirada hasta la bandeja de cubitos—. ¿Para qué es eso?
Él se limitó a sonreír.
—Ya lo verás —dijo él, y abrió el agua caliente otra vez. Luego cerró la puerta del lavabo. Hizo un gesto en dirección a la ducha acompañado de un asentimiento de cabeza—. Venga. Entra.
Ella le miró extrañada pero se metió debajo del chorro de la ducha, tal y como le había pedido. El sonido del hielo que se rompía llenó la pequeña habitación, y al cabo de unos momentos él se unió a ella bajo el chorro de agua caliente. Llevaba el hielo en la mano.
—Date la vuelta y ponte de cara al chorro de agua —murmuró contra su cuello.
Ella hizo lo que le había pedido, pero tenía preguntas que hacerle.
—¿Qué vas a hacer? —Miró la mano de él mientras intentaba mantener la cara fuera del chorro.
—Relájate y apoya la espalda contra mí —dijo él, en un tono imperativo pero amable mientras le ponía una mano sobre el vientre y le acercaba el hielo al pubis. Le dio un beso en el hombro.
—Abre las piernas… Sé que aquí está sensible, como una quemadura por fricción.
Cuando ella lo hubo hecho, él puso su mano contra su vagina permitiendo que el agua caliente se mezclara con el hielo y le vertió el agua en las partes íntimas, aliviando los labios hinchados de su delicada flor y asegurándose de que llegaba donde más dolía.
—Oh, Dios… es maravilloso —susurró ella, deshaciéndose contra su pecho de la misma forma en que el hielo se derretía en su mano.
—Bueno —le susurró él al oído—. Todo lo que quiero que sientas siempre conmigo es bueno.
Él acarició con amabilidad el frágil refugio que le había acogido y pronto notó una humedad distinta a la del agua y a la del hielo derritiéndose. Esa sensación le hizo desear moverse contra ella otra vez, pero ya había sido suficiente.
—Dame el jabón —le ordenó en voz baja—. Déjame que te lave.
Ella estaba apoyada contra él con los ojos cerrados y el agua le caía encima de los pechos. Él se llenó las manos de espuma y le devolvió el jabón para que lo sujetara. Tuvo mucho cuidado en enjabonarle el delicado cuello, la clavícula, los brazos y los hombros, y luego se permitió pasar las manos por las variadas texturas de la piel de sus pechos sintiendo la suavidad del deslizamiento del jabón contra la piel. Al oír que ella emitía un suave gemido de placer, se demoró un poco en los pezones, quizá un poco más de lo que debería haberlo hecho, pero no lo pudo evitar. Esa parte de ella requería una atención especial. Un dolor sordo le asaltó otra vez. Apartó las manos y se limitó a besarla en el cuello para recomponerse.
Volvió a tomar el jabón y a enjabonarse las manos. Luego le enjabonó el torso y el vientre y se detuvo para dibujar unos lentos y grandes círculos alrededor del ombligo. Ella no dijo nada, simplemente apretó la espalda contra él de una forma que le hizo estremecer. La mano de él llegó hasta el pelo sedoso y le dio unos golpecitos en esa zona sensible como pidiendo disculpas. La próxima vez lo haría tal y como ella se merecía.
Se dio cuenta de que ella abría los muslos, pero tuvo cuidado de aclararle el jabón de tal forma que no le escociera. Volvió a tomar la pastilla y luego se puso de cuclillas detrás de ella, le besó la firme curva del trasero y le pasó las manos por los firmes muslos para enjabonárselos mientras se los besaba. Ella se inclinó hacia delante y apoyó ambas manos contra la pared de azulejos.
Mirar hacia arriba y encontrarse con su culo húmedo en esa posición le destrozaba. Pero en lugar de acosarla con un ataque impaciente, le continuó enjabonando las piernas y se puso de pie despacio para enjabonarle con lentitud el trasero. Los hoyuelos en la parte baja de la espalda parecían llamarle, y se los besó largamente antes de continuar subiendo y besándole la espalda, buscando cada una de sus vértebras con los labios antes de pasarle el jabón. Cuando llevó las manos hasta los hombros de Nita, ella emitió un gemido suave y volvió a apoyarse contra él. El jabón formó una suave emulsión sobre su espalda y su dulce culo, y al notar el contacto de su piel contra su miembro le provocó un gemido.
No dijeron nada mientras se movían el uno contra el otro, pero él no se atrevía a penetrarla otra vez. La primera vez había sido una ruleta rusa. Su mayor miedo era que ella ya estuviera embarazada. Una gota era todo lo que hacía falta.
—Probablemente tendría que prepararte algo de comer —murmuró él con los labios sobre su cabello—. Si continuamos así…
—Lo sé —susurró ella—, pero…
—No puedo prometerte que me controle esta vez.
Ella asintió con la cabeza pero no dejó de frotarse contra su miembro. Él comprendió la situación mejor que ella y deslizó una mano por su vientre hasta que encontró el clítoris.
—¿Está sensible todavía? —susurró él, mientras le daba un suave masaje en los pliegues externos que rodeaban el tierno botón.
—Un poco —susurró, temblorosa—. Nunca he sentido algo como esto en mi vida.
—El agua se está enfriando —le susurró él al oído, y tragó saliva con fuerza.
—Pero a mí me parece que está quemando.
Su voz había sonado suave y ahogada. Cada vez que él se movía contra ella, los músculos de su trasero se contraían, le sujetaban y le volvían loco. Le tomó ambos pechos con una mano y con la otra continuó moviéndose despacio y suavemente sobre esa sensible zona entre los muslos. Ella necesitaba correrse otra vez, y él se daba cuenta de lo poco que le faltaba… igual que a él.
El agua caía sobre el pecho y el vientre de ella, y él hizo un cuenco con la mano entre sus piernas para que el agua se sumara al contacto de sus dedos entre los labios calientes y sensibles, marcando un ritmo acompasado con el contacto suave del pulgar.
Con una confianza absoluta, ella llevó las manos hacia atrás y encontró su miembro. Empezó a acariciarle y le hizo olvidar que él no quería volver a hacerlo. Cuando ella se corrió, apretó la mano alrededor de su miembro y él cerró los ojos con fuerza. Él empezó a moverse rítmicamente contra su trasero embadurnado de jabón mientras le rodeaba la cintura con los brazos. A punto de volverse loco, se olvidó del posible peligro de resbalar y de hacerse daño en la bañera; tuvo que dejar que fuera ella quien se preocupara de eso. Ella apoyó las manos contra los azulejos; él se dejó llevar por unos estremecimientos que le recorrieron el cuerpo desde la ingle y que le hicieron moverse en espasmos entre las piernas de ella.
Esto no tenía sentido. Él levantó la cabeza del hombro de ella y ambos se metieron debajo del chorro de agua para limpiarse otra vez. Él tomó los labios de ella con fuerza esta vez y luego le sujetó el rostro con las manos y la miró con seriedad.
—Tengo que ponerme los pantalones —le dijo con firmeza, en voz alta, pero más para sí mismo que para ella—. Tenemos que salir del lavabo. Otra ronda como ésta y no voy a poder contenerme.
Salió de la bañera y recogió los pantalones del suelo mientras se preguntaba cómo era posible salir sudando de la ducha. Ni siquiera se preocupó de secarse, y tampoco miró haciaatrás. Tomó el rifle en cuanto se hubo puesto los pantalones. La tela se le pegaba a la piel. Las suaves pisadas de los pies desnudos de ella le siguieron. La decisión era clara: cuando hubiera salido el sol, tenía que marcharse. Cuando hubiera salido el sol, tenía que encontrar gasolina. Cuando saliera el sol, tenía que ir a la ciudad. El sol exigía acción. Encontrar una farmacia y comprar condones.
Incapaz de decir nada, ella se sentó despacio en una de las sillas de la cocina y le observó mientras él abría y cerraba armarios y cajones, rebuscaba en la nevera, depositaba unos platos y unos cuencos con un golpe sobre el tablero de la cocina. Los huevos cayeron sobre una sartén negra. Las cáscaras y las claras salieron volando hacia la basura dejando un largo reguero. Lo único que ella podía hacer era observar, recordar… las claras esparcidas le recordaban que debían tener más cuidado la próxima vez.
Colocó el pan en la tostadora y el aparato lo atrapó con fuerza. De repente, él ya había depositado dos vasos con zumo de naranja. La panceta se cocía en una sartén demasiado caliente. Ella intentó ponerse en pie, pero tenía las piernas como gelatina. Ese hombre era tan estupendo y tan sexy, y mientras recordaba las cosas que ese chico le había hecho, su cuerpo se volvía a estremecer. Pero ahora parecía enojado, como si ella hubiera hecho algo malo. Ella le miró durante un largo rato, intentando reunir el valor necesario para averiguar qué tipo de ofensa le había hecho para corregirla.
—¿Estás bien? —le preguntó con suavidad.
—Sí, estoy bien —dijo él, dejando los huevos en un plato y colocando un trozo de pan al lado.
Ella no dijo nada mientras la panceta chisporroteaba, medio quemada por un lado y cruda por el otro.
—José, ¿qué sucede? Si hay algo que no he hecho de manera que te haya gustado…
Él detuvo el movimiento frenético, exhaló con fuerza y cerró los ojos.
—Eh, lo siento.
—Si no lo he hecho bien, yo…
—No, no es eso —dijo él, dándose la vuelta—. ¡Mierda! La panceta se ha quemado. ¿Qué te parece solamente huevos y tostadas?
—Siento que estés acostumbrado a estar con alguien más experimentado… quiero decir…
Él apagó los fuegos, se apoyó en el tablero y bajó la cabeza con los ojos cerrados.
—Nita, niña, no estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo.
—¿Por qué?
Él la miró y mantuvo los ojos fijos en ella.
—No debería haber empezado todo eso en el lavabo. Tú te mereces un lugar mejor, unas circunstancias mejores, en tu primera vez.
Ella se ruborizó al oírle.
—Yo lo deseaba tanto como tú —repuso en voz baja—. Ha sido mejor de lo que nunca hubiera pensado… cómo me has hecho sentir. Pero luego pareces enfadado y…
—No estoy enfadado. Estoy tan excitado ahora mismo que casi no puedo respirar. —Se dio la vuelta y continuó preparando los platos con una calma mayor—. Nunca he estado con alguien como tú, Nita.
Ella observó cómo su espalda subía y bajaba con su respiración. Era como si fuera testigo de una batalla interna para recuperar la compostura y que ésta se trasluciera en cada uno de sus músculos. Ver su excitación le había despertado el deseo otra vez.
—Hay una lavadora y una secadora en la despensa —dijo él sin volverse para mirarla—. Voy a meter allí la ropa, me vestiré y luego iré a la ciudad. ¿De acuerdo?
—¿Puedo ir contigo?
Ella le vio dudar y respirar con mayor dificultad.
—Voy a buscar algo de comida y no estaré mucho rato fuera.
—De acuerdo… pero yo sólo quería ir a la farmacia.
Él se dio la vuelta un poco y la miró por encima del hombro.
—Ahí es donde quiero ir.
—¿Por qué no te sientas y desayunas un poco? —murmuró ella—. Los huevos se están enfriando.
Él asintió con la cabeza, empujó un plato hacia ella y pinchó los huevos con el tenedor desde el mismo sitio en que estaba, sin quitarle los ojos de encima ni un momento. Ella se puso en pie.
—Dime dónde está la lavadora.
Él se lo indicó con un gesto de cabeza, mojó un poco de yema de huevo con la tostada y se lo metió en la boca.
—Yo ordenaré el lavabo —farfulló con la boca llena y sin dejar de mascar—. Y me ocupo de los platos.
—Se tardará una hora en lavar y secarlo todo.
Él dejó de masticar y la miró. Luego miró el reloj de la cocina y tragó.
—No hay comercios veinticuatro horas por aquí. Tenemos que esperar hasta las nueve. Algunas tiendas no abren hasta las diez.
—Pues faltan cuatro horas. —Ella se dejó caer en la silla con un golpe seco.
Él empezó a dar vueltas delante del horno mientras se pasaba una mano por el pelo. Ella se comió los huevos y se tomó el zumo. Sabía exactamente cómo se sentía él. No había nada más que decir hasta que terminaran de comer. José lavó los platos y ordenó el baño. Ella se concentró en la tarea que tenía entre las manos, la ropa.
Mientras estaba allí de pie, vestida con el camisón de algodón blanco y los pies descalzos, esa vieja casa le produjo una sensación de comodidad que la penetró casi hasta los huesos. No importaba lo que sucediera, nunca iba a olvidar eso. Lo que había sucedido allí fuera en las calles de Los Ángeles desafiaba cualquier explicación. Extrañamente, el terror había sido reemplazado por el conocimiento. Sentirse aterrorizada y sola era algo completamente distinto a tener a alguien con quien compartir el terror.
Finalmente, había otra persona que había visto lo mismo que ella había visto. Existía una familia que comprendía sus sueños de una manera que nadie más lo hacía. Por primera vez en su vida, sabía que no estaba ni loca ni poseída: que los demonios existían. Los ángeles le habían enviado un guerrero, y ella había salido ilesa sin ningún rasguño. Y la maravillosa familia de chamanes indios de este hombre la habían acogido, le habían ofrecido protección… ya no tenía que irse a ninguna parte en todo el mundo, sólo tenía que quedarse aquí.
Juanita observó la pequeña despensa. Todo lo que había en esa casa de madera era pulcro y limpio y pasado de moda. Unos dibujos florales de unos tonos amarillos y rosas brillantes estaban por todas partes. El sofá y las sillas estaban repletos de cosas. Los equipos electrónicos eran escasos, y tenían dos décadas. Unos retratos de familia colgaban de las paredes. Unos visillos de puntillas cubrían las ventanas abiertas y unos ventiladores de techo y de pie ayudaban a defenderse del calor del desierto.
Dejó la secadora funcionando y sacó la cabeza por la ventana trasera. Le encantaba el viejo porche de la parte delantera y también la parte trasera, que tenía muebles viejos. Unas gallinas picoteaban en el suelo del patio. Un solitario y maltrecho cuarto de herramientas se encontraba a unos cien metros, más allá de la hierba seca y amarillenta. Un viejo camión descansaba en un garaje sin puerta. La moto de José brillaba bajo la luz del sol y tenía salpicaduras de una sustancia oscura y verde que ella nunca iba a olvidar por mucho que lo deseara.
Se obligó a pensar en lo positivo y se fijó en unas pequeñas florecillas que crecían alrededor del cuarto y del garaje. De repente, una oración se le hizo presente. Había pedido al Todopoderoso encontrar un lugar tranquilo… con flores y árboles y una familia y unos brazos amantes que la acogieran.
—Gracias, Señor —susurró, y se abrazó.
Esa noche en que había estado segura de que iba a morir, en lugar de ello se había convertido en una mujer. Unos brazos cálidos la habían rodeado, y el corazón de un hombre bueno había latido contra el suyo. El cielo le había enviado a un hombre tan decente que había sido capaz de estar a punto de volverse loco para estar con ella pero se lo había negado solamente para protegerla de algo con lo cual ninguno de los dos estaba preparado para manejar. Eso le hacía quererle todavía más, el ver su contención. Esas suaves caricias en el diminuto lavabo y saber lo cerca que ambos habían estado de la muerte, le hacía desear aferrarse a la vida, y experimentarla por completo en sus brazos.
Él había cocinado para ella… la había salvado… había pronunciado su nombre en una exclamación y con un estremecimiento. En esta casa vieja y ajada, llena de amor, incluso descalza y vestida con un camisón prestado, se sintió como una princesa.
Si lo recordaba bien, la ciudad tenía un viejo motel. José fue a su viejo baño y se detuvo un momento para ver los cambios. Su cama había desaparecido. Había sido sustituida por una más grande y de madera. El viejo armario de madera de pino y la mesa de dibujo con la silla de respaldo de piel todavía estaban allí, y el abuelo y la abuela habían enmarcado sus dibujos y los habían colgado en la habitación de invitados. La mirada de José se tropezó con la manta con que el abuelo siempre le había cubierto, y sintió que una sensación de comodidad le invadía. Eso era su casa, y no Los Ángeles. Éste era el único lugar en todo el mundo donde él podía recibir un amor incondicional. ¿En qué había estado pensando para marcharse de ahí? Era verdad que ahí no existía el ritmo rápido y excitante de la ciudad, pero había algo interesante en la quietud que ofrecía.
Atravesó la habitación y miró por la ventana. Se preguntó si a sus abuelos les importaría que convirtiera el viejo cobertizo en un estudio algún día. El proyecto del mural ya formaba parte de la historia en esos momentos, y ahora que tenía una mujer tenía que hacer que su arte funcionara. Necesitaba encontrar una manera de mantenerles a ambos, y una manera de devolver a sus mayores todo lo que le habían dado.
José se apartó del quicio de la ventana e inhaló el aire del nuevo día. Iba a ser un día caluroso, casi iban a llegar a los treinta y dos grados, o a los treinta y ocho. Lo olía en el aire. Cuando los abuelos volvieran, quería sentarse con el viejo y hacerle un montón de preguntas.
La primera sería, ¿cómo el consejo de la tribu había sabido qué era lo que les había atacado? La segunda sería, ¿qué era ese extraño don de que tenía que ser un rastreador? Una nariz. Jack Rider también tenía el mismo rasgo. Sólo deseaba haber pasado más tiempo aprendiendo cuando había tenido la oportunidad de hacerlo. Pero también quería preguntarle a su abuelo acerca del mundo de los demonios, preguntarle cómo uno les presentaba batalla, cómo uno se protegía a sí mismo y a su familia de ellos… ¿había más, o es que acababa de empezar a ver ese otro lado del mundo?
Un pequeño trozo de papel que había en la mesilla de noche al lado de la cama le llamó la atención. Se dirigió hasta allí y lo cogió con cuidado para leerlo. La letra de su abuelo era inconfundible. La nota era críptica, igual que todo lo que el viejo decía:
«Se tardará tres días y tres noches en preparar la medicina. Aprende de tu tótem mientras estamos fuera. Guarda la casa y a ti mismo. Hay más ropa en el armario para los dos, igual que otra cosa que te ayudará en tu estancia. Los días son cortos y las noches son largas. Utiliza bien tu tiempo.»
—Guay —dijo José mientras cruzaba la habitación para abrir uno de los cajones.
Miró en el armario y lo primero que vio fueron tres pantalones y tres camisetas, así como un paquete con tres calzoncillos. También vio una pequeña bolsita de color marrón y frunció el ceño. En cuanto miró dentro, se quedó helado: el abuelo le había dejado condones. Oh, mierda.
Rápidamente cerró el cajón y abrió el que había debajo. En él había tres bonitos vestidos de tirantes, uno de color amarillo, otro de color azul y otro de color rosa. Un paquete de plástico con tres piezas de ropa interior para chica atrajo su atención, y vio otro camisón, éste de un color melocotón claro.
Empujó el cajón y lo cerró con un suave golpe. ¿Los viejos lo sabían? Recorrió toda la habitación con la vista buscando alguna otra cosa que saliera fuera de lo normal. Sí, lo sabían. ¿Les habían dejado a él y a Nita solos durante tres días mientras iban a preparar una medicina? Darse cuenta de ello le puso nervioso, y empezó a dar vueltas por la habitación. No estaba seguro de por qué le preocupaba todo eso, pero le preocupaba. Además, Nita podía tomárselo mal. Pero, por otro lado, quizá no.
Había algunas cosas que era mejor mantener lejos del conocimiento de los mayores, en especial las erecciones y los sudores debajo de la ducha por culpa de una mujer impresionante. Se sonrojó, avergonzado. Si utilizaba ese silencioso regalo que habían dejado en el cajón, lo sabrían. Eso dejaría en evidencia a Nita, y ella intentaba ofrecer una buena impresión. Lo que había sucedido en ese baño diminuto ya era bastante malo, pero ¿bajo el techo de su abuelo y de su abuela, y con su conocimiento?
Todavía faltaban horas para que las tiendas y la pequeña área comercial del pueblo abrieran. José miró el cajón y luego dirigió la vista hacia la puerta. Bueno, tendría que superar todo eso.
—Eh, Nita… ¿quieres ver unos dibujos viejos?