12

Jean-Claude Barrière, al que hacía ya muchos años que nadie se atrevía a llamar así, se encontraba cada vez más furioso.

Y además, en esta ocasión, francamente atemorizado, ya que la fortuna parecía haberle dado la espalda. Tras largos meses de no vender un solo esclavo ni recibir una sola guinea, un solo fusil o un miserable saco de pólvora, también se le estaban agotando las provisiones, por lo que pronto no tendría con qué alimentar a sus guerreros, y se vería en la tesitura de enviarlos a requisar alimentos a costa de dejar desguarnecida la ciudadela.

Y por si todo ello no bastara, el peor de los males, la rabia, acababa de invadir el sur de su imperio.

¡El sur!

La frontera sur había sido siempre aquella de la que más seguro se sentía, puesto que en el extremo meridional de sus vastísimas posesiones tan sólo se encontraban los insalubres y desérticos cenagales del delta, tierra de leprosos, miserables pescadores y atemorizados fugitivos, de los que nunca había tenido nada que temer.

El norte, el este y el oeste constituían territorios ciertamente conflictivos en los que cada día tenía que hacer frente a poderosos enemigos a los que se las ingeniaba para derrotar, someter y vender posteriormente a los capitanes negreros, pero del sur nada había esperado nunca, ni bueno ni malo.

Y sin embargo, del sur llegaba ahora la peor pesadilla de todos los reyes y todas las naciones, la furia de la diosa Elegbá, que al parecer había decidido escupir sobre la tierra emponzoñando a sus criaturas para que muriesen entre aullidos y un dolor tan insoportable que les obligaba a echar espumarajos por la boca.

—¿Qué se puede hacer cuando son los dioses quienes te maldicen y pretenden destruirte? —le preguntó una noche al sabio santón que, se suponía, debía tener respuesta para todo—. ¿Cómo luchar contra semejantes enemigos? —En esta ocasión, sin embargo, el anciano se limitó a negar una y otra vez mientras se mesaba distraídamente la enmarañada barba gris.

—No existe tal maldición ni existen tales dioses —argumentó seguro de sí mismo—. Y un fiel creyente jamás debe prestar oídos a esa clase de patrañas. Sabes muy bien que no hay más dios que Alá, y que tanto Elegbá como su supuesta saliva no son más que supersticiones propias de pueblos bárbaros. No es ella quien envía la rabia.

—¿Quién me la envía entonces?

—Pecas de orgullo al suponer que te la envían «a ti» concretamente. La rabia es un mal, como la lepra, la viruela o la peste, y tu obligación, como rey, es intentar minimizar sus efectos impidiendo que cunda el pánico. —El santón apuntó directamente con el dedo al pecho de su pupilo al añadir—: Es aquí, y ahora, donde tienes que demostrar que en verdad sabes gobernar. Lo que has hecho hasta hoy, enviar guerreros a arrasar aldeas y capturar esclavos, lo hace cualquiera.

Pese a tan sabias palabras, muy pronto comenzó a hacerse cada vez más evidente que ni Mulay-Alí, ni el santón de Ibadán, ni muchísimo menos el escocés Ian Maclein, tenían la más mínima idea de cómo hacer frente a una epidemia que avanzaba inexorablemente sobre la ciudadela, ni de cómo impedir que sus aterrorizados habitantes comenzaran a preguntarse qué ocurriría cuando se adueñara de las atestadas calles, las abarrotadas plazoletas y los gigantescos almacenes en los que cientos de esclavos se hacinaban encadenados hombro contra hombro.

¿Quién evitaría que la vecina mordiera a su vecino, el transeúnte al aguador, o el cautivo a su compañero de celda?

¿Quién se sentiría capaz de averiguar qué perro, gato, cerdo o mono estaba a punto de saltar sobre su dueño?

¿Quién sabría calcular qué porcentaje de los cientos de hombres, mujeres y niños que llegaban en loca desbandada, incubaba o no el terrible mal?

Como medida precautoria el mulato ordenó sacrificar a todos los animales domésticos que se encontraran dentro del recinto amurallado, así como impedir que los desesperados sureños, que llegaban contando las más terroríficas historias sobre bestias rabiosas, atravesasen las puertas de la fortaleza bajo ninguna circunstancia, al tiempo que un escogido grupo de guerreros les «invitaban» a acampar a la orilla de un río en el que muy pronto les obligaban a introducirse por la fuerza.

Según Mulay-Alí, aquel que se negara a permanecer largo rato sumergido, estaría evidenciando su aversión al agua, por lo que debía ser un hidrofóbico en potencia, y debido a ello la mejor forma de evitarles problemas a los demás y evitarse sufrimientos a sí mismo, era aceptar que le cortaran el cuello para permitir que la corriente arrastrase su cadáver lo más lejos posible.

Curiosamente, el terror llegó a generalizarse de tal forma y alcanzó tan increíbles cotas de histeria colectiva, que hubo quien se negó empecinadamente a aproximarse al río, tal vez por temor a descubrir que sentía horror al agua.

Cada vez que un iluminado anuncia el fin mundo, docenas de personas se suicidan a causa de la insoportable angustia que se supone van a experimentar durante el tremendo cataclismo, y aquellos días, a orillas del Níger, un puñado de pobres seres perturbados por el pánico y la superstición eligieron el fácil camino de la rápida ejecución antes de pasar por el trance de saberse contaminados por la ponzoñosa saliva de una vengativa diosa cuya ira les perseguiría hasta el fin de los siglos.

Para la mayor parte de los animistas africanos, la forma en que se recibe a la muerte no es más que la antesala de esa muerte en si misma, y por ello se esfuerzan por conseguir una relajante sensación de paz en el momento de exhalar el último suspiro rodeados por los seres y los objetos más queridos, como preludio de una feliz eternidad en compañía de esos seres y esos objetos.

Ser degollados con los ojos puestos en los hermosos paisajes en que habían nacido y se habían criado, constituía a su modo de ver un final mucho más esperanzador que abandonar este mundo echando espumarajos por la boca, retorciéndose de dolor, mordiendo a todo ser viviente, y maldiciendo a los dioses por el resto de la eternidad.

Cada una de tales «ejecuciones», aunque ciertamente escasas en número, tenía no obstante la virtud de provocar una notable conmoción entre quienes malvivían a la orilla del río o en el interior de la ciudadela, y a causa de ello llegó un momento en que cada barrio, cada casa, cada familia e incluso podría decirse que cada individuo, sólo se preocupaba de defender su territorio impidiendo por todos los medios que nadie —humano o animal— se le aproximara bajo ninguna circunstancia.

El Caos aprendió mucho en aquellos días sobre la forma de desintegrar hasta las más firmes raíces de la convivencia, y Jean-Claude Barrière, artista del terror, lo aprendió todo en cuanto a terror se refiere, por lo que al anochecer de un bochornoso y agotador día de continua tensión mandó llamar al mayor de sus hermanastros.

—Quiero ver al Hombre del Fuego —dijo.

—¿Al Hombre del Fuego? —inquirió Alain Barrière, que era uno de esos incómodos seres humanos que tienen la absurda costumbre de repetir todo, como si jamás estuvieran convencidos de haber entendido ni siquiera lo más elemental—. ¿Para qué?

—Necesito Consejo.

—¿Consejo? ¿Consejo de un sucio bamileké cuando dispones de los mejores consejeros que ningún rey haya tenido nunca?

El mulato alzó la mano en un inequívoco ademán, ordenándole que guardara silencio.

—Ni el santón, ni Maclein, ni uno solo de mis ministros ha dicho nada que me haya servido de nada. —Le apuntó con el dedo—. Prepara una entrevista con Sakhau Ndú antes de que sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? —repitió una vez más su hermanastro—. ¿Demasiado tarde para qué? ¿Te das cuenta de lo que dirán los fulbé si descubren que en un momento como éste recurres a un sucio hechicero?

—¿Y a quién quieres que recurra? —le espetó agriamente Mulay-Alí—. No han sido Jesucristo, ni Buda, ni Mahoma quienes han escupido sobre la tierra. Ha sido Elegbá, y por lo tanto, únicamente un hechicero puede saber cómo aplacar su ira. —Le despidió con un imperativo gesto—. Haz lo que te he dicho, y no discutas.

Sakhau Ndú, el Hombre del Fuego más respetado en cientos y aun miles de millas a la redonda, vivía en un inquietante palacio de adobes de barro amasados con sangre de cerdo para evitar que ningún fanático mahometano atravesara el dintel de su puerta sin sentirse incómodo y todo en su mundo era, hasta en su último detalle, un mundo de tonalidades rojizas, símbolo del fuego y la purificación, ya que las enigmáticas pinturas que adornaban el gran muro exterior, las plumas de su tocado, o su enorme capa de ceremonias, aparecían dominadas por aquel vivo color que —según él— simbolizaba su indestructible unión con los espíritus del bien y del mal.

Tan temido por su poder y sabiduría que ni tan siquiera el mismísimo Rey del Níger había osado alzar nunca un dedo en su contra, pese a la insistencia del santón, que lo veía como a un peligroso «infiel» en exceso influyente, decidió imponer unas durísimas condiciones de aceptación en cuanto tuvo conocimiento de que Mulay-Alí requería sus servicios.

—Tendrá que venir a media tarde, solo, desnudo y cargando, como presente, un lechón blanco. Tal vez de ese modo los dioses de sus antepasados olvidarán su traición y se dignarán escucharle.

Eran a todas luces unas exigencias harto difíciles de aceptar por un orgulloso monarca, siervo de Alá y azote de infieles, pero como lejanos y confusos tambores habían anunciado la noche anterior que, además de la peste, del sur llegaba un nuevo peligro en forma de dos gigantescas embarcaciones erizadas de cañones, Jean-Claude Barrière decidió que no era momento de detenerse en minucias de tipo protocolario, y optó por cruzar solo el ancho río, detener su piragua a media milla de distancia, y encaminarse a pie, desnudo y con un lechoncillo blanco sobre los hombros, hasta el misterioso palacio de paredes rojizas.

Sakhau Ndú le recibió en un amplia estancia circular sin más iluminación que los rescoldos de una enorme hoguera cuyo humo se perdía en el exterior a través de una estrecha chimenea que ocupaba el centro de la cúpula, ni más ventilación que un diminuto tragaluz por el que penetraba un rayo del sol de atardecida que atravesaba la parte alta de la estancia como una línea recta de una tonalidad cobriza y brillante.

Cuando un silencioso criado cerró la pesada puerta a sus espaldas, el mulato permaneció inmóvil tratando de acostumbrarse a la penumbra hasta distinguir al hombre que se sentaba en un estilizado trono carmesí, y que se le antojó muy alto, casi un gigante, delgado, fibroso y a su modo de ver bastante más joven de lo que había imaginado en alguien con tan reconocida fama de prudente y sabio.

—Elige tres leños… —fue lo primero que dijo el hechicero con voz profunda y pausada—. Y colócalos a tu gusto sobre el fuego. Pero procura elegir bien, porque su humo será el que lleve tus súplicas a los dioses, y de ello dependerá que te escuchen o no.

Mulay-Alí obedeció, escogió cuidadosamente tres pequeños troncos de los muchos que se amontonaban junto a la pared que tenía a sus espaldas, y a continuación los depositó, formando una especie de triángulo, sobre las brasas de la gran hoguera.

Aguardó a que comenzaran a arder, tomó asiento sobre una banqueta que se encontraba frente al dueño de la casa, y aguardó paciente mientras el Hombre del Fuego observaba la forma en que prendían los troncos y qué clase de dibujos conformaban las volutas de humo al juguetear con el rayo de sol que cruzaba sobre su cabeza.

Transcurrió casi media hora.

Los leños se convirtieron a su vez en brasas, y sólo entonces Sakhau Ndú se dignó clavar sus profundos e inquietantes ojos de dilatadísimas pupilas en el expectante e impresionado Rey del Níger.

—Veo que le has preguntado a Elegbá por qué te envía su pútrida saliva —musitó al fin—. Y al resto de los dioses, por qué parecen haberse lanzado contra ti. —Hizo una corta pausa antes de añadir acusadoramente—. ¿Qué otra cosa esperabas, si renegaste de la fe de tu madre para convertirte en mahometano por pura conveniencia? ¿Qué esperabas sí hoy en día eres el terror de tu pueblo hasta el punto de que la primera cosa que aprenden los niños es a maldecir el nombre de quien les arrebata a sus hermanos y viola a sus hermanas?

—Sé muy bien lo que he hecho —fue la desabrida respuesta de Mulay-Alí—. Pero eso pertenece al pasado. Lo que quiero saber se refiere al futuro. ¿Qué va a ocurrir con la rabia que amenaza mi reino?

—Quien en verdad amenaza tu reino no es la rabia que se oculta en la boca de los hombres, sino la ira que anida en lo más profundo de sus corazones.

—¿Quiere eso decir que acabará la epidemia?

—En absoluto.

—¿Qué quiere decir, entonces?

—Que únicamente acaba aquello que empieza.

Durante unos instantes Mulay-Alí permaneció en silencio, tratando de analizar el significado de tales palabras, y por último inquirió nuevamente:

—¿Y qué ocurrirá con mi reino?

—Que acabará como todo lo que empieza.

—¿Será la rabia la que acabe con él?

—Ya te he dicho que no. Quien te derrote será la ira: una ira enorme, blanca y silenciosa, que llegará en brazos de un viento húmedo y cálido.

—¿Los barcos de los blancos?

El Hombre del Fuego se encogió de hombros casi imperceptiblemente.

—Es posible que se trate de barcos de los blancos —susurró—. Nunca he visto un barco. Tan sólo sé que cuando escupe su saliva es mucho más mortífera que la saliva de Elegbá.

—Pero ¿por qué? —insistió el mulato—. ¿Por qué tienen que caer de pronto sobre mí tales desgracias?

—Tal vez se deba a que los dioses no están contentos contigo —sentenció con levísima ironía el bamileké—. En realidad te aborrecen, y te tienen reservado un terrible destino.

—¿Qué clase de destino?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

—No es agradable.

—No creo que me asuste.

—Como quieras —aceptó el otro—. Los dioses han decidido que, como tu padre murió de frío por tu causa, tú debes morir de calor. No puedo saber cómo ocurrirá, pero sí puedo ver cómo las brasas se apoderan de cada poro de tu cuerpo al igual que el frío se apoderó de cada poro del cuerpo de tu padre. —Su voz mostró un cierto tono de pesar al añadir—: Conocerás los suplicios del infierno aun antes de bajar a él, pero los dioses no te darán ni siquiera la posibilidad de lamentarte, puesto que ése es el final hacia el que te has ido encaminando por tu propio pie día tras día y paso tras paso.

—¿Y cuándo llegará ese final? —quiso saber su interlocutor—. ¿Antes o después de haberte despellejado en vida?

—Antes… —fue la rápida respuesta—. Mucho antes.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—En primer lugar, porque sé, desde hace años, cuándo y cómo voy a morir —sentenció con estudiada parsimonia el Hombre del Fuego—. Y en segundo, porque la luna se ha cansado de verte.

—¿Y eso qué significa?

—Que no volverá a salir hasta que te sepa muerto. El sol suele ser más tolerante, y a todos, buenos o malos, los ilumina día a día por igual, pero la luna a menudo cambia de humor, se oculta, y no regresa hasta que aquellos a quienes aborrece han muerto. Por eso, cuando vuelve, lo hace siempre con una leve sonrisa.

—¡Patrañas!

—Probablemente —admitió el hechicero—. A mí modo de ver, ésa no es más que una vieja leyenda de mi pueblo, pero créeme si te aseguro que no volverás a ver sonreír a la luna. Tu tiempo se acabó.

Hizo un levísimo gesto, lanzando un puñado de polvo a la hoguera, surgió una corta y brillante llamarada a la que siguió un humo negro y espeso, y cuando éste se diluyó Mulay-Alí descubrió, atemorizado, que su interlocutor había desaparecido.

Medio minuto después se abrió una minúscula puerta situada muy cerca de aquella por la que había entrado, y al salir a la luz Jean-Claude Barrière se encontró fuera de los muros del palacio, y frente a la inmensidad del río Níger, cuya superficie semejaba un mar de sangre, ya que en ese instante el rojo disco del sol comenzaba a sumergirse más allá de la orilla opuesta.

Resultaba evidente que Sakhau Ndú había sabido elegir perfectamente el emplazamiento de aquella pequeña puerta, así como el momento en que tenía que dejar salir por ella a sus visitantes. Al abandonar una estancia en penumbras y en la que todo el suelo era una pura brasa incandescente y pasar a un atardecer africano en el que tanto el cielo como el río parecían haber sido teñidos de un rojo violento, cualquier persona se impresionaba hasta el punto de pensar que la Naturaleza había firmado un pacto de indestructible alianza con el poderosísimo Hombre del Fuego.

No obstante, el Rey del Níger no se encontraba con ánimos como para admirar la belleza del paisaje, y desnudo como estaba experimentó la extraña sensación de que se había convertido en la última criatura del universo; el único ser vivo que continuaba respirando, y que desaparecería, con el resto de ese universo en el momento justo en que el incandescente sol acabara por sumergirse en las aguas.

La puertecilla se había cerrado a sus espaldas y el palacete despedía en aquellos momentos brillantes destellos, puesto que el astuto hechicero, experto sin duda en el difícil arte de la puesta en escena, había hecho incrustar en los altos muros diminutos trozos de espejo que devolvían los rayos de sol de tal forma que, al atardecer, refulgía como si se tratara de un fantástico castillo de fuegos artificiales.

Todo era por lo tanto casi irreal en el silencio del atardecer africano, y seguro como estaba de que jamás volvería a ver sonreír la luna, el mulato experimentó la necesidad de introducirse en el agua y dejarse llevar por la corriente para morir tal como murió su padre, y frustrar, al menos en ese pequeño detalle, los designios de los dioses.

Muy quieto, con las piernas abiertas y permitiendo que el agua le lamiera los pies, llegó a la conclusión de que le habían bastado apenas unos minutos para olvidar las múltiples enseñanzas del santón y recuperar de golpe sus orígenes para aceptar la evidencia de que su piel era negra, su sangre era negra, y sus dioses eran de igual modo dioses negros.

Y los negros dioses se habían vuelto en su contra.

Sakhau Ndú se había limitado a hacer salir de lo más profundo de su alma algo que siempre había dormido allí, y desde el momento mismo en que vio cómo el humo cruzaba frente al rayo de luz cobriza, comprendió que su suerte estaba echada, se había dictado sentencia, y todo el mal que había causado ascendía revoloteando hacia el cielo reclamando un castigo.

«Te veré en el infierno», fueron las últimas palabras de su padre, y el sol que ya se ocultaba se le antojó un claro aviso de que tan temido encuentro estaba a punto de celebrarse.

Inició luego la marcha, muy despacio y siempre chapoteando en el agua como un niño, pensativo, cabizbajo y tratando de encontrar nuevos e inexplorados caminos que le condujeran a un futuro menos tenebroso que el que acababan de pronosticarle.

Ni por un instante había dudado de la sinceridad del hechicero a la hora de contarle lo que había visto en el humo, ya que tenía muy claro que nadie miente cuando esa mentira puede acarrearle perder la cabeza, ni nadie le habla a un Rey como Sakhau Ndú lo había hecho, a no ser que se tenga una fe ciega en lo que se dice.

El problema no se centraba por lo tanto en creer o no al Hombre del Fuego, sino en aceptar o no que estaba en lo cierto y su interpretación del futuro se ajustaba a lo que habría de ocurrir antes de que la luna volviera a hacer su aparición.

—Tiene que equivocarse —musitó al fin muy por lo bajo—. Tiene que equivocarse en algo, y si se equivoca en algo, puede equivocarse en todo. La solución es matarle.

La curiosa forma de argumentar de Mulay-Alí respondía a una lógica muy suya y muy simple: si conseguía que el hechicero muriese antes que él, significaba que Sakhau Ndú había cometido un error en sus predicciones, y si había errado en lo superfluo también podía haber errado en lo esencial.

Avivó por lo tanto el paso hasta el punto de que, al poco, corría casi sin aliento hacia la embarcación que había dejado varada aguas abajo y sin percatarse de que, desde lo alto de la torre de su palacio, el siempre impasible Hombre del Fuego le observaba.

Sus ojos, sorprendentes siempre por el tamaño de sus pupilas y la fijeza con que podían mirar sin parpadear siquiera, siguieron cada uno de los movimientos del mulato hasta que se alejó remando apresuradamente sin volver el rostro, y tan sólo entonces musitó dirigiéndose a la bellísima mujer que se encontraba a sus espaldas.

—Tenemos que irnos antes de que mande su gente a matarme.

—No debiste ser tan duro con él —replicó su esposa con una casi desconcertante naturalidad—. Te aconsejé prudencia.

—Los dioses no suelen ser prudentes —señaló Sakhau Ndú con un leve tono de cansancio o abatimiento—. Dicen lo que se les antoja y mi obligación es repetir exactamente sus palabras. —Se encogió de hombros—. ¿Qué culpa tengo si están tan enojados con esa mala bestia? —añadió y se diría que sonreía penas al señalar—: ¿Quieres saber algo curioso? Me dio la impresión de que en realidad no están furiosos con él por lo mucho que ha asesinado, violado o esclavizado, sino porque se convirtió al islamismo sin auténtica vocación.

—Poco importa la razón de su furia —fue la amarga respuesta—. Lo que importa es el hecho de que ahora la furia de Mulay-Alí nos amenaza. ¿Adónde piensas ir?

—Al sur.

—¿Al sur? —repitió la prodigiosa mujer, cuyo sereno rostro, de una perfección tan absoluta que se diría incapaz de verse alterado por nada, se inmutó no obstante de modo harto visible—. La rabia viene del sur.

—No existe tal rabia —sentenció Sakhau Ndú volviéndose de nuevo a observar la piragua que se alejaba por un río sobre el que comenzaban a caer con rapidez las sombras de la noche—. Nunca ha existido.

—¿Cómo que no existe, ni nunca ha existido? —se sorprendió ella—. La gente dice…

—Lo que la gente diga suele tener poco que ver con la realidad —le interrumpió el hechicero—. Y como los dioses aseguran que no existe tal epidemia, prefiero creerles.

Zeud Sekaturé, princesa de origen calabar que no había vacilado a la hora de abandonar las comodidades de su hogar y la protección de su poderosa e influyente familia para seguir ciegamente al enigmático Hombre del Fuego de origen bamileké que conquistó su corazón con una sola mirada, jamás había dudado de los extraordinarios poderes de su esposo, pero en esta ocasión sintió un leve estremecimiento al pensar en lo que ocurriría si no estaba en lo cierto y se encaminaban directamente al punto del que al parecer provenía la más terrible de las plagas.

—¿Y si los dioses se equivocan? —inquirió al fin casi con un hilo de voz—. ¿Qué será de nosotros?

—Los dioses nunca se equivocan —le reconvino él, volviéndose a mirarla—. En todo caso soy yo quien se equivoca a la hora de interpretar sus mensajes, y de ser así justo es que pague por ello.

—¿Y los niños? —se lamentó—. ¿Qué culpa tienen los niños?

El hechicero extendió la mano y acarició con profundo amor aquella amada piel, tan negra como la más oscura noche, pero tan luminosa como el más glorioso amanecer, para acabar colocando la yema de su dedo índice sobre los incitantes labios.

—¡Confía en mí! —suplicó—. Confía en unos dioses que anuncian cosas maravillosas que ocurrirán allá en el sur. —Agitó una y otra vez la cabeza asintiendo como si se estuviese convenciendo a sí mismo de sus palabras—. El mundo va a cambiar —añadió—. No sé cómo, por qué razón, ni por cuánto tiempo, pero presiento que se avecinan años de fabulosos prodigios tras los cuales todo será muy diferente.

—A menudo me asustas —sentenció ella en tono pesaroso—. En ocasiones tengo la impresión de que lo sabes todo sobre los designios de los dioses, pero en otras te advierto tan desconcertado como el más ignorante pastor de cabras.

El bamileké tomó asiento sobre una de las almenas que adornaban la torre, y le hizo un cariñoso gesto, para que se acomodara sobre sus rodillas, abrazándola por la cintura para besarle levemente en el cuello.

—Yo nunca puedo saberlo todo, ni nunca puedo ignorarlo todo —le musitó al oído—. Te he explicado infinidad de veces cómo los dioses se complacen en colocarnos en un camino que continuamente se va bifurcando hasta convertirse en una especie de enorme laberinto. Ellos saben hacia dónde conduce cada ramal, pero nos permiten elegir el que queramos e incluso en ocasiones los entrecruzan para darnos la oportunidad de enmendar nuestros errores. —La besó de nuevo—. A mí me han concedido el poder de leer en el humo y el fuego cuáles de esos caminos son buenos y cuáles malos, pero nada más —negó con un leve ademán de cabeza—. Si quieres que te sea absolutamente sincero, admitiré que con frecuencia me asalta la impresión de que ni siquiera los dioses saben cuál es el auténtico destino final de cada ser humano —sonrió con amargura—. Se pierden en la confusión de su propio laberinto.

—Si se pierden significa que se equivocan, y antes has asegurado que los dioses nunca se equivocan.

—Perderse y equivocarse son cosas muy distintas —argumentó él—. Te puedes perder porque el camino está mal señalizado, lo cual no es culpa tuya —le palmeó afectuosamente el trasero con intención de obligarla a alzarse—. Tal vez sea eso lo que les ocurra a los dioses, aunque no creo que sea el momento de discutirlo.

Cerraba la noche cuando se dispusieron a embarcar —junto a sus cuatro hijos y media docena de criados— en una larguísima piragua en cuyo fondo habían apiñado cuanto de auténtico valor poseían, y el hechicero se vio en la obligación de consolar a su afligida familia en el momento de atravesar por última vez el umbral del que había sido su hogar.

—No lloréis —suplicó—. Volveremos.

—¿Cuándo?

—Pronto —prometió—. Muy pronto.

—Pero tal vez la casa ya no exista —se quejó Zeud Sekaturé‚ con amargura—. Mulay-Alí la mandará incendiar.

—Lo dudo… —fue la firme respuesta de su esposo al tiempo que la ayudaba a subir a bordo—. Los muros y los techos son tan gruesos porque los hice construir a prueba de fuego. —Sonrió de una forma ciertamente enigmática al mascullar—: Y nadie se atreverá a cruzar el umbral de esa puerta.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

No añadió nada más, pero apenas los remeros habían dado las primeras paladas, comenzaron a escucharse desesperados aullidos que surgían de los patios y jardines interiores del ahora cerrado palacio, y era tal la angustia que se percibía en ellos, que helaba la sangre, puesto que se diría que perros, gatos, cerdos, burros, cabras, vacas, monos y cuanto bicho viviente se encontrara en esos momentos en el interior de la maciza construcción se hubieran puesto de acuerdo para clamar al cielo de forma desesperada.

Uno de los niños se irguió tan bruscamente que a punto estuvo de desestabilizar la embarcación.

—¿Qué ocurre? —se alarmó—. ¿Qué les has hecho a los animales?

—¡Nada…! —le tranquilizó su padre con una levísima sonrisa—. No les ocurre nada, pero con tanto escándalo defenderán mucho mejor la casa.

—Pero ¿cómo has conseguido que se pongan así? —quiso saber su esposa.

—Echándoles un poco de infusión de ortigas en el agua —fue la sencilla explicación—. Se pasarán la noche aullando porque les escuecen los morros, y como no querrán volver a beber de ese agua, quien los vea imaginará que están rabiosos.

—¡Pobrecitos…! —gimoteó la menor de las niñas—. Se morirán de sed.

—No te preocupes pequeña —le consoló el Hombre del Fuego revolviéndole el corto y ensortijado cabello—. Manhud se ha quedado con ellos, y mañana mismo les cambiará el agua.

Chasqueó los dedos y los remeros reanudaron la marcha, bogando siempre muy cerca de la orilla para dejar atrás el estridente y angustiado coro de ladridos, maullidos, balidos, mugidos y rebuznos que parecía haberse adueñado para siempre del paisaje africano.

Pasada ya la medianoche les llegó con toda nitidez un rumor de voces que iba en aumento, por lo que se ocultaron entre las ramas de un arbusto que caía directamente sobre el río, y al poco pudieron vislumbrar a la luz de millones de estrellas cómo dos enormes canoas con casi una veintena de guerreros a bordo ascendían por el centro del cauce.

Cuando se perdieron definitivamente a sus espaldas continuaron corriente abajo hasta distinguir la enorme silueta de la ciudadela, dormida y como muerta pese a que sus altas murallas y cuadrados torreones aparecían iluminados por las innumerables hogueras que los «refugiados» habían encendido en improvisados campamentos, y al verla así, tan desolada en apariencia, el Hombre del Fuego no pudo por menos que preguntarse qué estaría pasando en aquellos momentos por la atormentada mente del poderoso señor de tan impresionante fortaleza.

Lo imaginó sentado sobre uno de aquellos relucientes cañones cuyas amenazadoras bocas sobresalían por entre las almenas, buscando quizá ansiosamente el imposible gajo de una luna que aún tardaría al menos tres días en hacer su aparición, y le alegró tener plena conciencia del terror que en aquellos momentos estaría helando el corazón del ser humano más abominable que jamás conociera.

Sakhau Ndú sabía mejor que nadie que el Rey del Níger no debería vivir, pero sabía también que hubiera resultado injusto que muriese sin haber experimentado al menos una mínima parte del sufrimiento que había hecho padecer a tantos desgraciados.

Le constaba, puesto que lo había leído con más claridad que nunca en el humo de los leños, que los dioses le tenían reservado un final atroz al que probablemente seguiría toda una eternidad de indescriptibles padecimientos, pero le alegraba haber contribuido a adelantar su terrible agonía poniéndole sobreaviso de cuanto de espeluznante le reservaba el futuro.

Parricida, violador, asesino, torturador, renegado, traidor a su raza y esclavista, Jean-Claude Barrière se había ganado a pulso todo el mal que le aguardaba, y lo único que cabía lamentar era el escaso tiempo de que iba a disponer para saborear en vida las hieles del castigo.

—Espero que el corazón se te pudra en el pecho y su hedor te obligue a vomitar —masculló, lanzando una postrer ojeada a los muros como si abrigase la absoluta seguridad de que el otro se encontraba allá arriba y podía escucharle—. ¡Ojalá el miedo te haga morir mil veces antes de que te maten!

Pasó toda la noche en vela, consciente de que era aquélla una noche demasiado especial para dormir, y el amanecer se le antojó de igual modo más amanecer que nunca, como si en lugar de un monótono día en el que el sol volvía a nacer donde siempre había nacido para seguir su eterna ruta hacia el oeste, fuera aquélla el alba cuya luz alumbraría la ansiada libertad que tanto tiempo llevaba esperando su raza.

Sobre la embarcación, excepto el timonel, todos dormían y se regodeó disfrutando en silencio de un mágico momento que culminó en el instante en que el sol hizo al fin su aparición en el horizonte para ir a iluminar la seca rama de un árbol semi hundido sobre la que se posaban, rozándose, una gran águila de curvo pico y un diminuto ánade azulón.

Al observarlos presintió que sería aquél, ¡al fin!, el más esperado de los días: el anunciado día en que las rapaces convivirían con sus presas, y tal vez el día en que el hombre dejaría de esclavizar a sus hermanos.

El día de la soñada libertad que le había sido negada a todo un continente desde el comienzo de los siglos.

Poco después los vio.

¡Allí llegaba…!

¡Los dioses!

Para cualquier otro africano, el galeón y la fragata hubieran sido quizá los anunciados Carros de Fuego en que viajaban esos dioses, pero para un fetichista tan visceral como el hechicero bamileké aquella naves se transformaban en sí mismas en parte casi esencial de sus divinidades.

Hay que tener en cuenta que el término hechicero proviene de la expresión «hombre de fetiches» o «fetichero» que los primeros navegantes portugueses aplicaron a los brujos africanos, animistas convencidos para los que la presencia de los dioses puede manifestarse a través de cualquier planta, objeto o animal.

Para los cristianos una imagen religiosa tan sólo significa la representación de Dios, la Virgen o los Santos, pero para los animistas centroafricanos la imagen puede llegar a ser en sí misma parte de ese dios y como tal se la respeta e incluso se la adora.

Al igual que Cristo reside en la Sagrada Forma y quien la acepta libre de pecado recibe al Señor, los dioses indígenas pueden residir en un determinado objeto, y quien se aproxima a él libre de pecado se supone que se aproxima físicamente a dicha divinidad.

Un majestuoso galeón que avanzaba lentamente por el centro del tranquilo río gracias a una leve brisa del suroeste que abombaba de forma espectacular su blanco velamen, debía constituir a los asombrados ojos de un «fetichero» cuya vida siempre había girado en torno a las viejas creencias del pueblo bamileké, la más viva y palpable representación del olvidado Dios de la Justicia, que al fin regresaba del exilio para imponer su ley entre los humanos.

El dios Chahad había perdido cientos de años atrás la Batalla Suprema en la que estaba en juego la igualdad de los hombres, y con el advenimiento de la esclavitud se vio obligado a tomar la forma de una garza y ocultarse en el corazón mismo del continente, frontera natural entre el gran desierto y las extensas sabanas —el actual lago Chad— de donde juró no salir hasta el día en que el último negrero hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

Desde aquel nefasto día, del que habían pasado ya demasiados años, Benué, Dios de la Intransigencia, que solía encarnarse en un feroz búfalo de amenazante cornamenta, se había adueñado de las selvas, los desiertos y las sabanas, dominando en ellos gracias al indiscutible poderío de su fuerza bruta y ciega.

En ocasiones era posible descubrir junto a las sucias charcas y los pantanos poco profundos, a una frágil garza picoteando con saña la áspera piel del búfalo sobre el que se posaba sin que la bestia pareciese inmutarse, y los nativos creían ver en ello un reflejo de lo que en verdad ocurría en un mundo en el que una impotente justicia ni tan siquiera conseguía arañar la gruesa epidermis de la obtusa intransigencia.

Pero ahora todo iba a cambiar.

Observando el hermoso mascarón de proa de La Dama de Plata avanzar casi deslizándose sobre el quieto mar de agua dulce del gran Níger, Sakhau Ndú tuvo la absoluta seguridad de que Chahad había decidido olvidar su disfraz de inofensiva garza para transformarse en feroz navío de guerra capaz de acabar para siempre con todos los «búfalos» de la tierra.

Zeud Sekaturé, los niños y los criados se sentían de igual modo asombrados y hasta cierto punto aterrorizados, ya que para ellos, toparse de improviso con una embarcación cuyo mástil superaba los treinta metros de altura sobre el nivel del río y que además aparecía erizada de amenazantes cañones, debería provocar idéntico efecto que provocaría en un campesino actual ver aterrizar en sus campos de trigo una nave espacial del tamaño de una plaza de toros.

Era otro mundo —del que apenas tenían noticias— el que de improviso invadía una forma de vida que en cierto modo permanecía estancada desde la noche de los siglos, puesto que un continente al que se considera cuna de la humanidad, y del que emigraron millones de años atrás los primeros homínidos, nunca había conseguido progresar al ritmo que progresaron Asia, Europa o la recién nacida América.

Un pesado galeón español y una ligera fragata holandesa ascendiendo por un ancho río a más de cien millas de la costa más próxima tenían que romper todos los esquemas preexistentes, obligando a los testigos de semejante prodigio a quedar muy quietos, con la boca abierta y los ojos dilatados por el miedo y el asombro.

¡Era un milagro!

El Hombre del Fuego hizo por último una levísima indicación a los remeros para que se colocaran en el centro del cauce, e irguiéndose en toda su envidiable estatura abrió los brazos mostrando la magnificencia de su capa de plumas de ibis rojos para permanecer inmóvil como una estilizada ave mitológica.

El pánico se adueñó de sus criados y sus hijos al advertir como la alta proa, con su plateada diosa de cabeza humana y cola de pez, continuaba avanzando inexorablemente hacia ellos amenazando con arrollarlos partiendo en dos la estilizada piragua, pero de improviso se escuchó un agudo silbato, repicó una campana, resonaron voces y el navío acabó deteniéndose a menos de cinco metros de distancia.

Un blanco de larga barba y rostro desfigurado por una profunda cicatriz asomó la cabeza sobre la borda para inquirir en un ibo bastante fluido:

—¿Quién eres?

—Soy Sakhau Ndú, Hombre del Fuego, y ésta es mi familia —replicó el hechicero, procurando no evidenciar que un frío puño de hierro parecía estar estrujándole el corazón.

El Padre Barbas pareció hacer memoria unos instantes y por último inquirió:

—¿El auténtico Sakhau Ndú, el Hombre del Fuego de la tribu bamileké?

—El mismo.

—He oído hablar de ti —admitió el navarro—. ¿Qué quieres?

—Anunciarte que la Gran Victoria de Chahad está próxima. —En esos momentos el hechicero se sintió importante y seguro de sí mismo al añadir—: El tirano Mulay-Alí morirá antes de que nazca la luna nueva.

—¿Cómo lo sabes?

—Ayer acudió a verme y los dioses rechazaron el humo de su fuego.

—¡Sube!

Sakhau Ndú obedeció, y pese a que era un hombre acostumbrado a mantenerse en contacto directo con los dioses, no pudo evitar que las piernas estuvieran a punto de flaquearle en el momento de poner el pie en cubierta y enfrentarse a los pálidos rostros y los aguados ojos muy claros de más de doscientos demonios extranjeros.

Como entre sueños, tropezando aquí y allá con cabos, velas y botavaras siguió al barbudo hasta el interior de un amplio salón que se le antojó la mismísima antesala del paraíso, y en el que cuatro hombres y una mujer que se encontraban sentados en torno a una larga y pesada mesa, le observaron con evidente curiosidad.

—Éste es un famoso hechicero local —oyó que decía su acompañante en un idioma del que por supuesto no entendió una sola palabra—. Asegura que ayer vio a Mulay-Alí, y que los dioses le han revelado que está a punto de morir.

—¿Y cómo sabemos que no se trata de un espía que busca confundirnos? —quiso saber el demasiado a menudo malhumorado Arrigo Buenarrivo—. Los brujos siempre se me han antojado una pandilla de tramposos, y no pienso confiar en uno de ellos, arriesgándome a que me caiga encima una legión de salvajes desnudos.

—¿Cuántos guerreros tiene Mulay-Alí? —inquirió de inmediato el Padre Barbas volviéndose a Sakhau Ndú y hablándole en su dialecto.

—Lo ignoro —fue la sincera respuesta—. Pero por muchos que sean, una buena parte está a punto de desertar aterrorizada por esa falsa amenaza de epidemia.

—¿Falsa…? —se sorprendió el ex jesuita—. ¿Quién dice que sea falsa? Hombres y bestias mueren a centenares.

—Puede que mueran, pero no de rabia —replicó con estudiada calma el nativo, que poco a poco iba recuperando la confianza en sí mismo—. Si los dioses aseguran que Elegbá no ha escupido sobre la tierra, es porque no ha escupido, y ellos son los primeros en saberlo.

El Padre Barbas se tomó un tiempo para traducir sus palabras al resto de los presentes, y cuando se volvió de nuevo al hechicero se sorprendió al descubrir que éste se había quedado muy quieto, como hipnotizado, mientras observaba perplejo la cachimba que acababa de encender el capitán Sancho Mendaña, y el grueso y perfecto anillo de humo que había exhalado, y que parecía avanzar mansamente a través de la estancia.

—¿Qué te ocurre? —quiso saber.

El bamileké indicó con un leve ademán de la barbilla al artillero para inquirir con voz ronca:

—¿Por qué echa humo y hace aros con él? ¿Es acaso un Hombre del Fuego?

—No del todo —replicó el barbudo sonriendo burlón—. Pero lo que sí sabe es leer en el humo tan bien como tú. Es un hombre muy, muy poderoso.

Sakhau Ndú dirigió una larga mirada a su interlocutor, clavó luego la vista en el anillo que se iba deshaciendo bajo el sol que penetraba por el ventanal, y acabó por negar con la cabeza.

—No es cierto —musitó—. Ni sabe leer el humo, ni es poderoso —señaló directamente con el dedo a Celeste, que se limitaba a permanecer en silencio, observándole sin hacer el más mínimo gesto, para concluir en idéntico tono—: «Ella» sí que es poderosa.

—¿Quién lo dice?

—El humo —se volvió directamente a la muchacha y añadió convencido—: Tú eres la reina que Chahad ha elegido para imponer la justicia al mundo, y como tal te acepto.

Dicho esto se postró de hinojos inclinándose hasta rozar con la frente el suelo, y permaneció así, muy quieto, en muda señal de sumisión hasta que la muchacha alzó el rostro hacia el ex jesuita para inquirir molesta:

—¿Qué le ocurre? ¿Por qué se arrodilla?

—Te reconoce como soberana y enviada del dios de la justicia —le aclaró el interrogado.

—¡Qué tontería…! —protestó ella—. ¿Qué diablos le has contado?

—Nada en absoluto —se apresuró a replicar el otro—. Pero afirma que el humo le ha revelado que tú serás reina.

—¡No fastidies!

—No fastidio. Es lo que dice —insistió con evidente sentido del humor el navarro—. Por lo visto, ese tal Chahad te ha elegido para que acabes con la esclavitud, y lo cierto es que, aunque tampoco entiendo cómo ha llegado a semejante conclusión, estoy de acuerdo con sus apreciaciones.

—Pues pídele que se deje de bobadas y nos cuente lo que sepa sobre Mulay-Alí y la resistencia que piensa ofrecer.

El Padre Barbas obedeció y durante más de quince minutos estuvo interrogando al Hombre del Fuego sobre todo cuanto podía ser de utilidad a la hora de enfrentarse a las fuerzas del temido Rey del Níger.

—Por lo que puedo entender… —comentó al fin volviéndose al resto de los presentes—, nuestra amiga Yadiyadiara ha conseguido un notable éxito. Todo el mundo, incluido el mismísimo Mulay-Alí, parece convencido de la existencia de la rabia, y eso provoca miedo, desconcierto y un principio de desbandada. Hasta ahora la mayor parte huía hacia la ciudadela, pero por lo visto, desde hace un par de días continúan hacia el norte. Creo que si esa epidemia de pánico se apodera de los guerreros, encontraremos el camino libre.

—¿Y si no ocurre así? —quiso saber Gaspar Reuter—. ¿Qué cree que harán? ¿Saldrán a atacarnos o preferirán esperar dentro de la fortaleza?

—Según Sakhau Ndú los hombres del Rey suelen luchar mejor al ataque que a la defensiva, pero me advierte que ésa no es más que su opinión personal. Asegura que el blanco que está al mando es un maestro en el arte de la emboscada, y por lo tanto es de suponer que elegirá campo abierto.

—¿De cuántas embarcaciones disponen? —inquirió de inmediato Celeste Heredia.

—Calcula que unas doscientas entre lanchones y piraguas, lo cual significa que podrían transportar poco más de mil hombres bien armados.

La muchacha alzó el rostro hacia el capitán Sancho Mendaña que como jefe artillero era quien tenía que calibrar el peligro que tal flotilla representaba.

—¿Y bien? —quiso saber.

—En mar abierto no nos causarían problemas —admitió el margariteño—. Hundiríamos una por una sus embarcaciones sin permitirles acercarse, pero en un río las orillas están muy próximas, el espacio que tienen que recorrer es por lo tanto corto, y si nos abordan lo pasaremos muy mal. —Se volvió al Padre Barbas—. Pregúntele si han sacado los cañones de la fortaleza o continúan allí.

El aludido tradujo la demanda, el Hombre del Fuego hizo memoria, y por último replicó que estaba convencido de que la noche anterior la mayoría de los cañones continuaban en sus emplazamientos.

—En ese caso —señaló Mendaña—, lo que importa es llegar antes de que los trasladen río abajo. Si nos sorprenden con fuego cruzado en mitad de la corriente nos pueden causar un daño terrible.

—Pues te advierto que no encuentro el modo de acelerar la andadura —puntualizó el capitán Buenarrivo—. Los bueyes son demasiado lentos, y los hombres no están en condiciones de remar todo un día para librar más tarde una batalla.

—En ese caso… —intervino Gaspar Reuter—. Creo que sería oportuno que me adelantara para intentar cerciorarme de que no preparan ninguna emboscada.

Todos los rostros se volvieron a Celeste, quien se limitó a hacer un casi imperceptible gesto de aceptación.

—Llévate doce hombres —dijo—. Pero a la menor señal de peligro vuelves. —Se volvió luego al primer oficial, indicando al hechicero—: Que les proporcionen un buen alojamiento, pero que no los pierdan de vista. Parece sincero pero más vale no fiarse. A partir de este momento cada hombre en su puesto, atento y armado. Ración doble de ron al concluir la guardia.

Minutos después ambos navíos hervían de actividad, se transmitían órdenes, se botaba una chalupa al agua, y se alzaban las portas de unos cañones que desde días atrás se encontraban preparados para entrar en combate.

Únicamente un hombre a bordo pareció no contagiarse de tanta agitación, puesto que continuó plácidamente repantigado en su butaca, y tan sólo se decidió a abrir la boca cuando advirtió que le habían dejado a solas con su hija.

—¿Qué se siente en vísperas de convertirse en «reina»? —inquirió divertido.

—Lo mismo que se siente en vísperas de convertirse en cadáver —fue la áspera respuesta de Celeste—. Tan cerca estoy de lo uno como de lo otro, y te aseguro que ninguna de ambas opciones me llama la atención.

—En ese caso… ¿por qué estamos aquí?

—La pregunta correcta no es «¿por qué estamos aquí?» sino «¿para qué estamos aquí?» Y a eso sí que puedo darte una respuesta —señaló ella con sorprendente calma—. Estamos aquí para intentar impedir que miles de seres humanos continúen siendo esclavizados.

—¿Y qué ocurrirá después? —insistió el anciano—. Reuter tiene razón: acabar con una tiranía y marcharnos significar tanto como dar paso a una nueva tiranía. ¿Piensas quedarte?

Su hija asintió una y otra vez, y su expresión reflejaba que era una decisión que había meditado a conciencia.

—Nos quedaremos… —dijo—. Pero no como tiranos que sustituyen a tiranos, sino como seres humanos que pretenden demostrar que existe otra forma de relacionarse entre sí. Está claro que el respeto mutuo y la convivencia en armonía entre hombres y mujeres de distintas razas, tribus o creencias no es un don que nos haya sido concedido por los dioses, sino que tenemos la obligación de desarrollarlo e incluso imponerlo nosotros mismos. Ésa es nuestra misión.

—Excesiva, ¿no te parece?

—Como solía decir fray Anselmo, las misiones nunca son «excesivas». Lo que ocurre es que quienes tienen que llevarlas a buen fin suelen ser demasiado conformistas, y pronto o tarde encuentran lo que se les antoja una buena excusa para echarse atrás. Si fray Pedro María Claver, sin más armas que la fe, la oración y una infinita compasión fue capaz de despertar tantas conciencias, ¿por qué no podemos conseguir nosotros algo similar, si somos muchos y contamos con barcos, fusiles y cañones?

—Probablemente porque nos falte lo más importante —puntualizó su padre—. Esa fe y esa compasión. Sin ellas no conseguiremos nada, puesto que nunca he oído decir que las almas se despierten a cañonazos.

—Tal vez las almas no, pero sí las conciencias —argumentó ella en idéntico tono—. Y si está claro que en lo que se refiere a la esclavitud las campanas de la iglesia nunca llamarán a rebato, no estaría de más que comenzaran a hacerlo los cañones.

Miguel Heredia se puso fatigosamente en pie puesto que en los últimos tiempos todo parecía exigirle un inusual esfuerzo, y tras aproximarse al ventanal y observar el extenso bosque de anchos y descarnados baobabs que se extendía a todo lo largo de la margen derecha del río musitó de forma casi inaudible:

—Hay algo que ni tan siquiera te has planteado.

—¿Y es?

—La posibilidad de la derrota. ¿Qué ocurriría si los guerreros de Mulay-Alí nos aniquilan?

—Que todo habrá acabado en muy poco tiempo —admitió ella con naturalidad—. Un par de días, como máximo. Y en ese caso no confío en que ninguno de nosotros salga con vida.

—¿Y no te preocupa?

—¿La muerte…? —Inquirió con curiosidad Celeste—. ¡Naturalmente! ¿Por qué habría de negarlo? Pero más me preocupa la posibilidad de convertirme en uno de esos seres que ven pasar los días, las semanas y los meses como el simple desgranar de un rosario que conduce de la cuna a la tumba. Envejecer habiendo sido poco más que un vegetal es lo que en verdad me aterroriza, y prefiero mil veces una vida corta e intensa, aunque todo acabe mañana mismo.

—Podrías haber hecho cosas maravillosas sin necesidad de llegar hasta aquí.

—¿Como qué? —fue la pregunta no carente de una cierta agresividad—. ¿Como convertirme en esposa y madre, darte un montón de nietos y repartir dinero entre los pobres? Ya lo hemos discutido, y no es eso lo que anhelo. —Se volvió en su butaca e hizo un amplio gesto hacia el exterior al añadir con naturalidad—. Quizá lo que pretendo es demostrar que una simple mujer es capaz de adentrarse en el corazón de África para plantarle cara al más cruel de sus tratantes de esclavos. Lo que ocurra después, no importa.

—A mí me importa. No quiero verte morir.

—El gran problema de las personas que se aman estriba en que casi siempre una de ellas debe pasar por el amargo trance de ver morir a la otra —le recordó la muchacha—. Y si quieres que te diga la verdad, prefiero que seas tú quien pase por ello.

Cuando su padre hubo abandonado la estancia Celeste no pudo por menos que lamentar haberle hablado en semejante tono y le dolió reconocer que era algo que últimamente apenas conseguía evitar.

Rica, respetada, poderosa, joven y atractiva, tenía conciencia no obstante de que desde que desapareció su hermano no experimentaba un especial apego a la vida, puesto que en cierto modo se sentía como un gigantesco árbol de enorme copa, fuertes ramas y sabrosos frutos, al que le fallaran de forma harto evidente las raíces.

Sabía muy bien que la compasión no había sido nunca el combustible que alimentaba la caldera de los líderes, cuyo fuego arde mejor cuando lo que se busca es gloria, dinero o poder, aunque sabía también que dicha compasión era la única fuerza que en verdad la impulsaba a continuar empeñada en combatir a sangre y fuego el orden establecido.

Pero cuando ese frágil sentimiento de amor por los desprotegidos se debilita, cosa que por otra parte suele ocurrir demasiado a menudo, todo el edificio corre peligro de venirse abajo, y Celeste era consciente de que ante la inminencia de un brutal enfrentamiento armado de tan incierto resultado, muchos de sus hombres se preguntaban si en realidad valía la pena arriesgar la vida por algo tan intangible y poco valorado como la compasión.

En el fondo, para la mayoría de aquellos rudos aventureros llegados de todos los rincones del mundo, los negros seguían siendo negros, y los esclavos, esclavos.

Y ninguna muchacha por soñadora que fuera, conseguiría hacerles cambiar de opinión.