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Ferdinand Hafner tardó muy poco en demostrar las razones de su prestigio como banquero eficaz y emprendedor, puesto que en cuanto sus azules ojos se posaron en la ingente cantidad de barras de plata que se amontonaban sobre la arena, tomó una de ellas, la sopesó, y tras asentir apenas con su redonda, calva, y siempre brillante cabeza, inquirió volviéndose hacia Celeste:

—¿Dónde quiere su dinero?

—En Francia, Inglaterra, Holanda y Portugal —fue la rápida y segura respuesta.

—No me relaciono con banqueros portugueses —le hizo notar el otro—. Pero puedo situarle una buena cantidad en Brasil.

—De acuerdo.

—Tendré que aplicarle el precio vigente antes del terremoto, más un cuatro por ciento de comisión.

—Me parece justo, siempre que se haga cargo de la plata desde este mismo momento. No puedo retener por más tiempo a los soldados del coronel.

—Déme una hora.

Faltaban cinco minutos para que se cumpliera el plazo previsto, cuando hizo su aparición seguido por tres pesadas carretas custodiadas por una docena de hombres fuertemente armados y trayendo consigo recado de escribir y un sello de lacre, por lo que, tras hacer un detenido recuento del número de barras, extendió un recibo por doscientas cuarenta y seis de ellas.

El resto pertenecía por derecho a la Corona de Inglaterra, por lo que los soldados quedaron a su cargo bajo su exclusiva responsabilidad.

A continuación, el activo banquero pidió tres días para confeccionar los pagarés debidamente acreditados por la autoridad competente, pero antes de despedirse puntualizó con extremada cortesía:

—Si hay algo más en lo que considere que puedo serle útil, no dude en pedírmelo.

—Sí que lo hay —señaló Celeste—. Tal vez conozca a alguien capaz de localizar a un criminal que ha sobrevivido a la catástrofe. Se llama Joao…

El otro le interrumpió alzando la mano.

—Prefiero ignorar los detalles —señaló—. Pero conozco al hombre. Haré que le visite esta misma noche. ¿Dónde puede encontrarla?

—En mi casa de Caballos Blancos, a poco menos de una hora por el camino de la costa.

—¡Allí estará!

En efecto, apenas había oscurecido, cuando un hombretón de pronunciadísimo mentón, cerrada barba color zanahoria y aspecto taciturno, que vestía con desconcertante elegancia, detuvo su negra yegua ante la entrada de la hermosa casa de la playa para inquirir, sin decidirse a desmontar.

—¿La señorita Celeste Heredia?

—Yo soy.

—Me llamo Gaspar Reuter, y me envía el señor Hafner.

—¿Quiere pasar?

—No es necesario. ¿A quién busca?

—A un marino portugués llamado Joao Oliveira, más conocido como capitán Tiradentes. Por lo que sé de él, está herido en un brazo y es muy peligroso.

—¿Lo quiere vivo o muerto?

—Preferentemente vivo. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

—Le costara cincuenta libras.

—Si aguarda un momento, se las traeré.

—No se moleste —fue la seca respuesta—. Yo sólo cobro por trabajos realizados. ¡Buenas noches!

Golpeó levemente los flancos de su montura y desapareció en la noche como si jamás hubiera existido.

A los pocos instantes Miguel Heredia surgió de entre los árboles para acodarse en la verja, junto a su hija.

—¿Crees que hacemos bien? —Inquirió—. La venganza nunca ha devuelto la vida a nadie.

—La venganza es un placer, y los placeres no suelen servir más que para producir placer. Si ese canalla le cortó la cabeza a Lucas Castaño y a una treintena de hombres a los que Sebastián apreciaba, merece la muerte.

—Eran piratas y sabían a lo que se exponían.

—En Port-Royal incluso los piratas respetaban las leyes, y si las respetaban tenían derecho a sentirse seguros.

—Pero debe ser la autoridad quien le juzgue.

Su hija tardó en responder, pero al fin se volvió para mirarle directamente a los ojos.

—Hazte a la idea de que de ahora en adelante no existe más ley que la mía. Si estás dispuesto a seguirme deberás aceptarlo a ojos cerrados; en caso contrario aún estás a tiempo de quedar al margen.

—Jamás imaginé que pudieras hablarme de este modo —fue la apenada respuesta.

—Tampoco yo, pero así soy ahora —replicó la muchacha con helada calma—. Ten presente que, si decidimos combatir a los traficantes de esclavos, nos estaremos enfrentando a la gente más poderosa de nuestro tiempo, y por lo tanto debemos actuar al margen de la ley, ya que las leyes que amparan dicho tráfico son evidentemente injustas. O actuamos así, o no llegaremos a parte alguna.

—El único lugar al que llegaremos será al cadalso.

—Aún estás a tiempo de evitarlo.

—Sabes que no. Si ésa es tu decisión, la aceptaré. ¿Qué otro camino puedo seguir a mi edad?

—El de la calma y el retiro aquí mismo. Es un lugar precioso.

—¿Sabiendo que corres peligro por esos mares de Dios…? ¡Qué tontería! Siempre estaré a tu lado, pese a que no esté de acuerdo con tus métodos.

No volvieron a hablar del tema hasta que tres días más tarde tuvieron noticias de que el gigantesco y fastuoso galeón del atildado y seductor Laurent de Graaf había dejado caer sus anclas en el centro de la bahía de Port-Royal, para que tanto su capitán como el resto de la dotación descubrieran, estupefactos, que en la lengua de tierra en que el día de su partida se alzaba la más hermosa y alegre ciudad conocida, no se distinguían ya más que un puñado de escombros.

Su barco, antaño altivo y reluciente, aparecía ahora destrozado, sucio y chamuscado, desgarradas sus velas, quebrado el palo de mesana y con la obra viva astillada en cien puntos, puesto que de la malhadada aventura del frustrado asalto a Maracaibo tan sólo había proporcionado una humillante derrota y más de una docena de bajas.

Por si todo ello no bastara, al poco pidió permiso para subir a bordo el coronel James Buchanan, quien le comunicó secamente al desmoralizado holandés que tenía seis días para hacer entrega de su bandera de pirata y firmar un documento por el que se comprometía a cesar de por vida en sus actividades «delictivas», o de lo contrario se vería obligado a abandonar Jamaica definitivamente.

—¿Y eso por qué? —quiso saber De Graaf.

—Porque la piratería ha muerto.

—¿Quién lo dice?

—Yo. Y en Jamaica ahora soy yo quien manda.

—¿Pasando sobre el gobernador?

—El gobernador ha muerto. Al igual que el general MaxweIl. Ahora yo doy las órdenes, y ésas son mis órdenes… ¿Entregará su bandera?

—Tengo que pensarlo.

—Hágalo, pero tenga presente que dentro de una semana justa, o ha zarpado, o colgará del palo mayor envuelto en su bandera.

Meses atrás la respuesta del orgulloso pirata hubiera consistido en alzar las portas de sus cañones y barrer del mapa el pestilente villorrio de Kingston al tiempo que su famosa orquesta tocaba marchas triunfales. Pero ahora le constaba que a duras penas había conseguido alcanzar las costas de Jamaica en busca de refugio, y que ni su barco ni sus hombres se encontraban en condiciones de plantarle cara ni tan siquiera a un mísero falucho de sucios filibusteros.

Pasó, por ello, la noche rumiando su desgracia y preguntándose qué rumbo debía tomar, puesto que de igual modo tenía muy claro que en la decadente isla de la Tortuga no sería en absoluto bien recibido ya que los hediondos y sanguinarios bucaneros aprovecharían la ocasión para asaltarle en la oscuridad, pasar a su gente a cuchillo, y repartirse como buitres los despojos de su pasado esplendor.

Siempre había proyectado abandonar de una vez por todas su peligroso oficio para retirarse definitivamente a compartir sus bien ganados tesoros con las hermosas parisinas por las que sentía una especial debilidad, pero he aquí que se encontraba en un difícil momento en el que no contaba con el más mínimo: tesoro que compartir, y todo cuanto le quedaba en esta vida era un poderoso buque de guerra más que maltrecho y una sufrida tripulación a la que no había proporcionado un mal botín durante el último año.

Y ahora venía aquel maldito inglés a imponerle condiciones.

Observó cómo la luna rielaba más allá del lugar en que antaño se alzara la famosa taberna de Los Mil Jacobinos, y recordó, con nostalgia, la infinidad de noches que había pasado en ella jugándose el dinero a manos llenas y apartando con gesto despectivo a las docenas de mujeres que le acosaban con la sana intención de disfrutar del preciado honor de llevárselo a la cama.

Saber que todo ello había quedado definitivamente atrás le obligó a sentirse de improviso viejo, cansado y vencido, no por los cañones de Maracaibo que habían acertado una y otra vez con diabólica precisión sobre su nave, sino derrotado por el tiempo y el destino que siempre fueron los más terribles enemigos a los que ningún ser humano se hubiera enfrentado.

¿En qué cabeza cabía que aquellos malditos «maracuchos» presentaran tan feroz oposición, y en qué cabeza cabía que en menos de tres minutos la tierra decidiera tragarse toda una ciudad?

Trató de consolarse con la idea de que peor lo hubiera pasado de haber continuado fondeado en la bahía, visto que ni un solo navío había logrado resistir el embate del oleaje causado por el seísmo, pero de escaso consuelo le sirvió constatar que se había quedado tuerto allí donde otros acabaron ciegos.

Maldurmió a ratos sobre la propia cubierta, echando de menos las lejanas risas y las voces de la ruidosa Port-Royal de putas y garitos, y le sorprendió que con la primera claridad del alba una falúa se aproximara a la banda de estribor, y una linda mujercita pidiera respetuosamente permiso para subir a bordo.

—¿Qué buscas? —inquirió ásperamente, imaginando que tal vez se trataba de alguna desesperada prostituta sobreviviente del desastre, que acudía al reclamo de su fama de manirroto.

—Comprarte el barco —fue la firme respuesta.

—¿Comprarme el barco? —replicó el desconcertado pirata—. ¿Tienes la más mínima idea de cuánto vale un barco como éste?

—Ni la tengo, ni me importa —puntualizó con sequedad Celeste Heredia—. Lo que sí sé es que me sobra dinero para comprar cien iguales, así que decide de una vez si me das permiso para subir a bordo, o me largo.

El holandés Laurent de Graaf, de quien se aseguraba que había desvirgado a más mujeres en su vida que todo el ejército de su país, observó desconcertado a la descarada jovencita que le permitía admirar desde lo alto sus provocativos pechos sin sentirse en absoluto cohibida por ello, y abrigó desde ese mismo momento la impresión de que aquélla era una extraña criatura que poco tenía en común con cuantas había conseguido llevarse a la cama a todo lo largo de su vida.

—¡Sube! —admitió al fin.

Celeste obedeció, se alisó el vestido, agitó apenas la corta cabellera que le enmarcaba graciosamente el personalísimo rostro de ojos profundos e inquisidores, y sacando de la bolsa que le colgaba de la muñeca un documento sellado y lacrado, lo colocó, sin soltarlo, ante las narices de su interlocutor.

—Ésta es una carta de crédito que certifica que tan sólo en un banco de tu país dispongo de la liquidez necesaria como para fletar diez barcos —dijo—. ¿Te basta para empezar a discutir?

—Lo haríamos mejor en mi recámara.

—Bajo la toldilla estaremos bien. Las recámaras son para un tipo de «negocios» en los que aún no he decidido tomar parte.

—Como gustes —repuso el otro con socarronería—. Te ofrecería un refresco, pero a fuer de sincero debo admitir que ni tan siquiera limones quedan a bordo.

Se mostró no obstante de lo más servicial a la hora de acomodarle la silla, y tras tomar asiento frente a ella, le dirigió una nueva e inquisidora mirada en la que pareció querer depositar toda su carga seductora, para señalar sonriente:

—Oigamos tu propuesta.

—Es simple: comprarte el barco. Pon tú el precio. Si me parece justo, lo pagaré en el acto. Si no me lo parece, esperaré a que llegue otro. Lo que no pienso es discutir.

—En un buen regateo estriba la gracia de toda negociación —le hizo notar el holandés—. Como mujer deberías saberlo. ¿Qué haces cuando un vestido o una joya te gustan?

—No me gustan las joyas, ni los vestidos —fue la seca respuesta—. ¿Cuánto quieres por el barco?

—Tengo que pensarlo y aún no estoy seguro de querer venderlo. ¿Te interesa también mi bandera?

—Te puedes hacer un cojín con ella.

Quizá por primera vez en su vida el donjuanesco Laurent de Graaf se quedó mudo ante una mujer. Permaneció unos instantes muy quieto, y por último se golpeó repetidamente la frente con el dorso de la mano, como si con ello intentase convencerse a sí mismo de que no estaba soñando.

—¡Asco de vida! —masculló al fin—. Hace apenas tres meses estaba anclado aquí mismo, con mi orquesta tocando frente a la más fastuosa ciudad imaginable y preguntándome a cuántas mujeres me llevaría a la cama esa noche. Y ahora resulta que ya no tengo orquesta, mi barco está hecho una ruina, no quedan ni los cimientos de tan magnífica ciudad y una descarada chicuela me pide que me siente encima de una bandera que ha vencido en cien combates. ¡No puedo creerlo!

—Pues créetelo. Por lo que tengo oído, a esa bandera le han hecho tantos agujeros en Maracaibo que ni para cojín sirve.

—Supongo que como bandera elegirás una calavera abanicándose —replicó con acritud su interlocutor—. ¿Nadie te ha dicho que las dos únicas «mujeres pirata» que han existido acabaron en la horca? Yo conocí a una de ellas.

La muchacha asintió con una leve sonrisa.

—Sí que me lo han dicho. Pero es que no pienso dedicarme a la piratería. Ése es ya un negocio en decadencia y lo mejor que podrías hacer es abandonarlo.

—Es lo que me estoy temiendo —admitió el otro—. Pero dime… —añadió—. Si no piensas dedicarte a la Piratería, ¿para qué diablos quieres un galeón de setenta y ocho cañones?

—Eso es asunto mío.

—Evidentemente. Pero yo estaba presente el día en que le colocaron la quilla, seguí su construcción día a día, lo he mandado desde el momento en que tocó el agua, y no me gustaría desprenderme de él sin tener idea de cuál va a ser su destino.

—Probablemente acabar en el fondo del mar. Como todos. Pero confío en que aún dé mucho Juego. —Celeste ensayó la más dulce e inocente de sus sonrisas al añadir—: Lo siento, pero en eso no puedo complacerte.

El otro le dirigió una mirada cargada de intención, e inquirió con ironía:

—¿Existe algo en lo que puedas «complacerme»?

—Lo dudo —fue la divertida respuesta—. Puesto que también dudo que exista algo más en lo que tú puedas «complacerme» a mí. Admito que eres el hombre más atractivo que he conocido, y que tu fama es justa, pero, por desgracia, los hombres guapos no son de mi agrado.

—¿Y cuáles lo son, si puede saberse?

—Aún no he tenido tiempo de pensar en ello. Ahora, lo único que me preocupa es conseguir un buen barco.

Una hora más tarde se despedían como sí en realidad se tratara de viejos amigos, y con la firme promesa por parte del holandés de que antes de tres días enviaría una propuesta por escrito de la suma que pedía por el galeón, si es que decidía venderlo.

Ya en tierra, Celeste se encaró a su padre, que la aguardaba sentado a la sombra de una palmera.

—¿Y bien? —quiso saber Miguel Heredia—. ¿Qué tal te ha ido con el Irresistible?

—Mejor de lo que esperaba, aunque debo reconocer que si paso a su lado un par de horas más, me lleva a su recámara. Es realmente un hombre encantador y no me extraña que las mujeres caigan rendidas a sus pies. —Hizo una corta pausa—. Pero sabe, mejor que nadie, que está acabado.

—¿Venderá?

—Venderá.

—Muy segura te veo.

—¿Qué otra salida le queda? —inquirió su hija—. No conseguiría reparar ese barco ni aun empeñando hasta la camisa, y tampoco tiene dónde acudir para hacerlo. Soy su tabla de salvación, y lo sabe.

El anciano se preguntó de dónde había salido aquella decidida mujer que parecía saber siempre qué era lo que quería y cómo obtenerlo, y cómo era posible que la pequeña y dulce criatura que tantas veces llevara a horcajadas sobre los hombros se hubiera convertido en un ser que nada parecía tener en común con el resto de los miembros de su sexo.

Ni siquiera su madre, aquella desgraciada Emiliana Matamoros de triste memoria, demostró jamás la décima parte de su carácter, pese a ser una mujer en verdad ingobernable, por lo que llegó a la conclusión de que jamás lograría entender las razones por las que su propia hija se comportaba de aquel modo.

Se limitó por tanto a sentarse a su lado en el pequeño carruaje, en el que emprendieron de inmediato el regreso a Caballos Blancos, sin que a lo largo del trayecto ninguno de los dos pronunciara ni una sola palabra.

Al llegar les sorprendió encontrar una yegua negra atada a la verja, y al atildado Gaspar Reuter dormitando a la sombra de un araguaney con el amplio chambergo cubriéndole el rostro.

—Tengo al hombre —fue lo primero que dijo.

—¿Dónde? —inquirió de inmediato Celeste Heredia demostrando una excitación que contrastaba con la fría y distante actitud de que había venido haciendo gala en los últimos tiempos.

—Síganme.

Les condujo a través del espeso bosque para acabar desembocando en un amplio claro donde se alzaba un desvencijado galpón que tiempo atrás debió servir como almacén.

Sentado en el suelo y firmemente atado a un poste se distinguía a un hombre escuálido, sucio y malencarado, cuyo brazo izquierdo colgaba balanceándose como si se tratara de un apéndice absurdo inservible.

La muchacha le observó mientras el herido mantenía impasible la mirada, y por último inquirió:

—¿Te llamas Joao Oliveira y mandabas el Botafumeiro?

—Es posible.

—¿Asesinaste a sangre fría a la tripulación del Jacaré?

—Los ejecuté —puntualizó el otro—. Se trataba de un barco pirata.

—Pero sabías muy bien que las leyes inglesas siempre han considerado a Port-Royal un santuario.

—Me importan una mierda las leyes inglesas. Tenía otras órdenes.

—¿Quién te las dio?

El mugriento capitán Tiradentes observó de arriba abajo a la muchacha que permanecía en pie frente a él, se tomó unos instantes para meditar, y por último lanzó un sonoro escupitajo que fue a impactar en el inmaculado vestido de color rosa pálido.

Gaspar Reuter dio un paso adelante con ánimo de golpear a su cautivo, pero Celeste se limitó a hacer un leve gesto para que se mantuviera en su puesto, observó con indiferencia cómo la saliva resbalaba lentamente a lo largo de su falda y musitó muy quedamente:

—Puedo arreglármelas sola.

Luego, inesperadamente, adelantó el pie de tal forma que la afilada puntera de su delicado zapato fuera a impactar con violencia contra el colgante brazo del portugués, que no pudo evitar un aullido de dolor.

—Escúchame bien, hijo de perra —masculló la muchacha cuando al fin el otro dejó de gritar—. Por lo que tengo entendido, asesinaste a sangre fría y le cortaste la cabeza a una treintena de amigos míos. —Se acuclilló frente a él para que pudiera mirarle a los ojos y comprendiera que estaba hablando en serio—. Vas a pagar por ello, pero puedes hacerlo de dos formas: o simplemente ahorcado, o sirviendo de carnada viva a los tiburones. Así que elige, porque sé cómo hacer ambas cosas. Mi hermano me enseñó.

—¿De modo que tú eres la famosa hermana del capitán Jack? —fue la respuesta—. Debí imaginarlo. Pedrárias te odiaba a muerte.

—¿Qué sabes de Pedrárias?

—Que se ahogó.

—¿Fue quien te contrató?

Joao de Oliveira asintió con un leve ademán de cabeza, convencido al parecer de que toda resistencia resultaba inútil ya que encaraba a una mujer que parecía muy capaz de arrojarle vivo a los tiburones.

Por su parte Celeste lanzó un hondo suspiro, se irguió para volverse a su padre, que había optado por permanecer inmóvil junto a la puerta, y por último insistió:

—¿Qué sabes de mi hermano?

—Nada —replicó el otro—. Nunca llegué a verle.

La muchacha le observó con atención y al fin hizo un ligerísimo gesto de asentimiento.

—Te creo. Recuerdo que salió de casa sobre las once, por lo que es muy probable que no tuviera tiempo de llegar al barco al mediodía. —Lanzó un leve lamento—. ¡Dios! —exclamó—. Pensar que con que hubiera quedado media hora más en la cama seguiría con vida.

—Sin embargo, aun así hay quien asegura que quien madruga Dios le ayuda —comentó su prisionero con una burlona sonrisa.

—¡No tiene gracia! —le hizo notar ella—. Y no entiendo cómo estás para bromas sabiendo que muy pronto colgarás de esa viga.

—Siempre imaginé que mi destino sería acabar colgado de una verga —puntualizó el capitán Tiradentes con sorprendente naturalidad—. ¿Qué más da que en lugar de una verga sea una viga? El baile es el mismo.

—Al menos demuestras tener cojones.

—Siento no poder decir lo mismo de ti, porque lo que en verdad nunca imaginé es que quien me ahorcara fuera una mujer.

—¿Hay algo más que quieras añadir?

—Que no te culpo porque me ahorques. Culpo a ese maldito terremoto, porque si no llega a ser por él, a estas horas estaría muy lejos de aquí y sería muy rico.

Celeste Heredia Matamoros se volvió hacia Gaspar Reuter que permanecía apoyado contra la pared, y que había asistido a la escena como si no tuviera nada que ver con él.

—¿Tiene una cuerda? —quiso saber.

—Mi oficio es perseguir esclavos cimarrones —señaló—. Mal andaría si no tuviera cuerdas.

—¿Y cómo se las arregla para perseguir cimarrones por esas selvas y aparecer siempre tan atildado?

—Cuestión de costumbre —masculló apenas el inglés—. Odio la suciedad.

—¡Entiendo! Busque esa cuerda, átela a un caballo y pásela por esa ventana. Yo me ocupo del resto.

El aludido hizo un leve gesto de asentimiento y se encaminó a la salida.

Apenas hubo desaparecido, Miguel Heredia se encaró con su hija.

—¿Realmente piensas ahorcarle? —quiso saber.

—Naturalmente.

—¿Y qué conseguirás con ello?

—Que no vuelva a cortarle la cabeza a nadie. —La muchacha observó con extraña atención a su padre—. ¿Recuerdas a Lucas Castaño? —añadió—. Era un buen hombre. Un pirata, pero un buen hombre, y gracias a este tipo, su cabeza se encuentra dentro de un barril de salmuera. ¿Crees que tiene derecho a vivir después de eso?

Su padre hizo un leve ademán hacia el punto por el que había desaparecido Gaspar Reuter.

—Supongo que no, pero le pagas por ello y no veo la necesidad de ensuciarte las manos de sangre.

—No pienso ensuciármelas pero tampoco pienso volver a dejar que otros hagan lo que debo hacer. Si hubiera matado a Hernando Pedrárias cuando tuve ocasión, nada de esto habría ocurrido.

No obtuvo respuesta, puesto que en ese momento una larga soga cayó a sus pies, penetrando por la ventana, y tras inclinarse con desconcertante parsimonia se limitó a hacer un nudo corredizo que lanzó por encima de la viga que corría a todo lo ancho del galpón. Por último fue a colocarlo sobre el cuello del reo, que cerró los ojos murmurando por lo bajo una corta oración.

Celeste le concedió poco más de un minuto para que intentara poner su alma a bien con Dios, y luego gritó secamente:

—¡Cuando quiera!

Se escuchó el restallar de un látigo, la cuerda comenzó a tensarse, el capitán Tiradentes lanzó un corto gemido y se elevó lentamente en el aire al tiempo que sus cervicales crujían con un macabro chasquido.

Poco después pataleaba en el aire, y al cabo de un tiempo que a Miguel Heredia se le antojó infinito dejó de estremecerse, emitió un último estertor de agonía y orinó ruidosamente.

La muchacha lo observó impasible y por último se sacudió las manos mientras se encaminaba a la salida.

—¡Vámonos! —dijo.

—¿No piensas enterrarlo? —quiso saber su padre.

—La tierra es para el que se la merece. Y este cerdo no ha hecho méritos.

Cuando Miguel Heredia abandonó el galpón se enfrentó a los inexpresivos ojos de Gaspar Reuter, que se había limitado a amarrar el extremo de la cuerda a una de las barandillas exteriores.

—¿Qué mira? —inquirió con acritud—. Yo no tengo la culpa de que sea así.

—Cada cual es como es —fue la helada respuesta—. Y a mí me gusta. La mayoría de las mujeres que he conocido eran ñoñas, putas o zalameras. —Se golpeó la frente con el índice—. Aquí dentro, su hija tiene un buen par de cojones.

—No se me antoja un cumplido.

—Tómelo como quiera, pero a mi modo de ver, todo aquel que se aparte de las reglas merece un respeto.

Regresaron juntos a la casa en cuyo porche se encontraba Celeste con una bolsa de monedas en la mano que entregó al cazador de esclavos.

—Aquí tiene —dijo—. Y si quiere ganar más, empiece a buscar hombres honrados y valientes que estén dispuestos a trabajar para mí.

—¿Hombres honrados y valientes dispuestos a trabajar para una mujer? —rió el otro evidentemente divertido—. Me temo que eso va a resultar mucho más difícil que encontrar a un negro en las montañas. —Meditó unos instantes—. Pero haré lo que pueda.

Trepó a su yegua, hizo un leve gesto de despedida con la mano y se alejó sin volver ni una sola vez el rostro.

—Necesitaríamos a muchos como él —musitó al poco la muchacha—. Gente eficaz y decidida.

—¿Acaso crees que conseguirías dominarlos? —quiso saber su padre—. ¿Qué harás cuando un centenar de bárbaros que lleven tres meses sin tocar a una mujer decidan lanzarse sobre ti?

—No lo harán.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —insistió tercamente el buen hombre.

—Porque a mí tan sólo me pondrá la mano encima quien yo quiera —puntualizó ella—. Tú no lo entiendes —añadió—. Pero crecí viendo cómo Hernando manoseaba en público a mamá sin que pudiera hacer nada por evitarlo, y desde que tengo uso de razón me prometí a mí misma que jamás pasaría por eso. El respeto no es algo que se pueda comprar en un mercado; el respeto te lo ganas día a día y yo sabré ganármelo, aunque para conseguirlo tenga que colgar de una verga a media tripulación.

Miguel Heredia optó por alejarse en silencio hacia la cercana playa en la que tomó asiento para contemplar el mar y plantearse una vez más qué clase de criatura había engendrado.

Se sentía confuso; confuso y terriblemente desorientado, puesto que había llegado a la amarga conclusión de que la situación se le escapaba de las manos y no parecía existir forma humana de conseguir que aquella chiquilla antaño divertida y casi absurda volviera a la normalidad.

¿En qué se estaba convirtiendo?

A menudo se pasaba las noches repitiéndose una y otra vez esa misma pregunta sin encontrar respuestas convincentes, y en lo más profundo de su alma le atemorizaba la metamorfosis que se había producido en un ser que tan sólo meses atrás se le antojaba incapaz de causar daño a una mosca.

Cerró los ojos y volvió a su mente la helada forma en que Celeste se aplicaba a la tarea de confeccionar un tosco nudo corredizo con el que ahorcar a un ser humano, y le asaltó un leve estremecimiento al recordar la sorprendente calma con que efectuó todos y cada uno de sus movimientos.

Sus manos no temblaron, su ánimo no desfalleció, y ni siquiera pareció conmoverle la mirada de espanto conque el reo observaba la cuerda.

Incluso él, que había sufrido todas las penas del infierno y había vivido al borde de la locura por culpa de Hernando Pedrárias, hubiera dudado un instante a la hora de ajusticiarle, mientras que la antaño dulce Celeste, apenas algo más que una niña en edad de pensar en hermosos vestidos y atractivos muchachos, ni tan siquiera había parpadeado en el momento en que el agonizante capitán Tiradentes se orinó patas abajo.

Evocó el tétrico golpear de esos orines contra el polvoriento suelo del sucio galpón y llegó a la conclusión de que habría de pasar mucho tiempo antes de que tan macabra escena se borrara definitivamente de su memoria.

Una hora más tarde abrigó de igual modo el convencimiento de que jamás conseguiría dormir en paz sabiendo que aquel desgraciado continuaba balanceándose colgado de una viga, por lo que buscó una pala y se encaminó a la enorme cabaña.

Llegó tarde; Gaspar Reuter se encontraba sentado en uno de los desvencijados escalones del porche contemplando la tumba que se alzaba a sus pies, mientras fumaba pensativo una larga y estilizada cachimba.

Se acomodó a su lado.

—¿Por qué lo ha hecho? —quiso saber al cabo de unos minutos.

El otro se limitó a encogerse de hombros.

—¿Qué más da? —replicó al fin.

—Tiene que existir una razón —señaló.

—La mayor parte de las cosas que he hecho, las he hecho sin razones válidas —fue la respuesta—. Y así me ha ido.

—¿Cómo es que un hombre educado, un auténtico caballero inglés sin duda alguna, puede acabar como cazador de cimarrones en una perdida isla del Caribe?

—Ser educado no te convierte en caballero. Ni siquiera inglés —adujo el otro—. O al menos no garantiza serlo eternamente. Cuando un plebeyo comienza a caer se detiene muy pronto, puesto que el camino que tiene que recorrer suele ser corto. Sin embargo, cuando un gentleman se precipita al vacío acostumbra a llegar más lejos que nadie.

—Entiendo… ¿Buscará a los hombres que mi hija le ha pedido?

El otro asintió:

—Los buscaré.

—¿Cree que existen?

—Eso depende de lo que se pretenda de ellos. Hoy en día en Jamaica son muchos los que no tienen muy claro cuál puede ser su futuro. Si como el coronel Buchanan asegura, éste ha dejado de ser un santuario, y la piratería, el juego y la prostitución ya no son consideradas «honradas formas de ganarse la vida» sino que se han convertido en algo denostado, habremos pasado sin transición de la noche al día, y son mayoría los que, como murciélagos, se sentirán deslumbrados por la luz del sol. En tan sólo tres minutos el cambio ha sido demasiado grande. Yo diría que excesivo.

—¿Y nos podremos fiar de esa gente?

—Aprendí, hace ya muchos años, a no fiarme de nadie. ¿Por qué iban a cambiar las cosas a ese respecto?

Durante un largo instante ambos se limitaron a observar a una familia de ruidosos papagayos que discutía en la rama de un cercano samán, y fue al fin el propio Miguel Heredia quien comentó, como si hablara consigo mismo, más que con su acompañante:

—Me preocupa mi hija. La muerte de su hermano parece haberla trastornado. De niña le adoraba, pasó años confiando en volver a encontrarle, y cuando al fin lo consiguió, fue para perderlo definitivamente.

—Perder a quienes más amamos constituye la dura forja en la que se suele moldear nuestro carácter —replicó calmosamente el inglés—. Lo sé por experiencia. El dolor es el único fuego capaz de poner el alma al rojo vivo, y lo más triste es que jamás podemos saber qué aspecto adquirirá si se la golpea en ese instante. Yo opté por hundirme en la degradación, mientras que su hija parece optar por lanzarse a una aventura impropia de su edad y su sexo. —Se volvió a mirarle—. ¿Qué es lo que pretende exactamente?

—No estoy seguro.

—¿Para qué quiere a esos hombres?

El otro le miró a lo más profundo de los ojos, pareció convencerle lo que veía y por último inquirió:

—¿Guardar el secreto?

—Tiene la palabra de lo que queda en mí de caballero.

—Me basta. —Miguel Heredia hizo una corta pausa, pero sin pensárselo mucho, añadió—: Pretende armar un barco con el que combatir la trata de esclavos.

El otro se puso muy lentamente en pie, recorrió un par de veces el espacio despejado de maleza que se abría ante el galpón, y tras meditar sobre lo que acababa de oír, sentenció:

—No cabe duda de que está más loca de lo que imaginaba. El tráfico de esclavos se ha convertido en el principal impulsor de estos tiempos, ya que sin negros estas tierras jamás progresarán y sus infinitas riquezas se perderían para siempre. El trasiego de esclavos desde África es como un río más caudaloso que el Amazonas, y pretender detenerlo es como soñar con detener el caudal de ese mismo Amazonas sin más ayuda que un cubo agujereado.

—Aun así, piensa intentarlo.

—Perecerá en la aventura.

—Por desgracia hace tiempo que tengo la sensación de que la vida no es algo que aprecie en exceso.

—Esa es una enfermedad que se le pasará con el tiempo —puntualizó Gaspar Reuter—. Parece un contrasentido, pero cuanto más ajado es el pellejo, más cariño le cobramos. Tiene más miedo una vieja a la que apenas le quedan un par de años de aliento, que veinte jóvenes a los que les aguarda una larga existencia.

—No parece un hombre que, pese a la edad, le tenga miedo a nada.

—Hay algo a lo que sí temo —admitió el otro—. A continuar hundiéndome en la podredumbre de este oficio deleznable. Cuando vago por las montañas buscando un rastro me siento como perro de caza prostituido. Hay ocasiones en las que me veo obligado a hurgar en los excrementos para intentar averiguar qué delantera me lleva un fugitivo, y le aseguro que en esos momentos me asalta un deseo casi incontenible de sacar un arma y volarme la cabeza.

—Ahora tiene la ocasión de cambiar de oficio. Únase a nosotros.

Su interlocutor pareció desconcertarse, regresó a tomar asiento a su lado, e inquirió, como si no diera crédito a lo que acababan de decirle:

—¿Me está pidiendo que deje de ser cazador de esclavos, para convertirme de la noche a la mañana en su libertador? ¿Se da cuenta de lo absurdo de la propuesta?

—Más absurdo se me antoja que un caballero inglés vague por esas montañas revolviendo mierda.

—Razón no le falta.

—¿Entonces?

La pregunta quedó flotando en el aire, puesto que sin decidirse a contestarla, el prognático pelirrojo se encaminó a su montura que aguardaba al otro lado del claro, montó en ella sin aparente esfuerzo, y se limitó a comentar a modo de despedida:

—Le tendré al corriente.

Se esfumó entre los arbustos como si la negra yegua tuviese la virtud de atravesar la más espesa selva sin agitar siquiera el ramaje, y Miguel Heredia permaneció unos minutos en el mismo lugar antes de decidirse a pronunciar una corta oración por el alma del difunto capitán Tiradentes.

Cuando se aproximaba al umbral de la casa, su hija salió a recibirle propinándole un sonoro beso en la mejilla al tiempo que exclamaba alborozada:

—¡Tenemos barco!

—¿Seguro?

—De Graaf me ha comunicado su oferta y la he aceptado. —Exhibió con gesto triunfal una negra y agujereada bandera que ocultaba a la espalda—. Me la envía para que me haga un cojín.

—Me gustaría poder decirte que me siento tan feliz como tú, pero no estoy en absoluto seguro. Sigo opinando que es una locura.

—Cuando Sebastián vivía, opinabas lo contrario: entonces se te antojó una idea magnífica.

—Sebastián era un hombre de mar; un auténtico capitán capaz de mantener a raya a toda una tripulación de resabiados piratas, o de llevar su barco adonde pretendía sin el menor titubeo… ¿Pero qué sabes tú sobre el arte de navegar? ¿Y cómo vamos a conseguir un buen capitán o tan siquiera un piloto que no nos suba a las rocas durante la primera singladura?

Por toda respuesta, la muchacha se encaminó a un enorme canterano que ocupaba gran parte de la pared del fondo de la estancia, abrió uno de sus cajones y dejó a la vista que se encontraba atestado de esmeraldas.

—¡Con esto! —replicó—. Y con las cartas de crédito, y todo el oro que hemos enterrado por los alrededores. Somos ricos, padre. ¡Inmensamente ricos! Y lo primero que aprendí cuando aún no levantaba un metro del suelo es que con dinero se puede comprar cuanto se desea. Recuerda que mi propia madre se vendió.

—Nunca he querido recordarlo, y lo que lamento es que tú te esfuerces en hacerlo. Tu madre se vendió, pero no todo el mundo es igual.

—Eso está por demostrar —fue la respuesta—. De momento, lo que necesito comprar son buenos marinos.

Buenos marinos sobraban por aquel tiempo en Jamaica, y en cuanto corrió la voz de que el fastuoso galeón de Laurent de Graaf tenía un nuevo armador que buscaba tripulación, docenas de hombres se agolparon en la playa a la espera de recibir el correspondiente permiso para subir a bordo.

Su sorpresa no tenía límite, no obstante, cuando al atravesar el umbral de la enorme camareta del capitán —que su antiguo propietario había decorado con un gusto más propio de un recargado burdel parisino que de una nave pirata—, se enfrentaban al hecho de que quien ocupaba el gigantesco sillón tallado en madera de ébano y marfil con provocativas figuras de ninfas ligeras de ropa, era la agraciada jovencita de enormes ojos inquisitivos y gesto adusto que se había hecho famosa por haber conseguido extraer de un barco semihundido una prodigiosa fortuna en forma de enormes barras de plata.

Celeste Heredia, a cuya derecha se sentaba casi siempre su padre, y a su izquierda en ocasiones Gaspar Reuter, se limitaba a indicar con un gesto al recién llegado que se acomodara en una silla situada al otro lado de la amplia mesa, y tras observarle en silencio unos instantes solía comenzar por interrogarle sobre sus pasadas actividades.

—Cuanto digas jamás saldrá de esta estancia —puntualizaba de inmediato—. Pero puedes estar seguro de que si mientes y llego a descubrirlo, colgarás del palo mayor en cuanto estemos en alta mar. ¿Lo has entendido?

—Está muy claro, señora.

—En ese caso, medita muy bien las respuestas —añadía—. ¿Has navegado alguna vez a bordo de un barco pirata, corsario, negrero o filibustero?

—Sí, señora.

—En ese caso, puedes marcharte.

Si la respuesta resultaba negativa, el interrogatorio continuaba durante largo rato, y tras tomar rápidas notas en un grueso cuaderno, los despedía a todos con idénticas palabras:

—Dentro de una semana sabrás si has sido seleccionado.

La rutinaria ceremonia tan sólo varió de forma notable el día en que un hombrecillo diminuto, cuyo sonoro vozarrón contrastaba de forma harto desconcertante con su frágil apariencia, replicó con absoluta naturalidad que, pese a que durante los tres últimos años se había dedicado al poco honorable oficio de jugador de ventaja, su verdadera profesión era la de capitán de navío de la escuadra veneciana.

—¿Por qué abandonasteis el mar?

—Porque al recalar en Port-Royal descubrí que éste era mi verdadero mundo. —Hizo una corta pausa—. Pero Port-Royal ya no existe.

—¿Desertasteis?

—Ésa no es la palabra exacta, señora. Cuando un capitán se considera tan enfermo como para no estar capacitado para el cargo, uno de sus privilegios estriba en ceder voluntariamente el mando al primer oficial. Eso fue lo que hice.

—¿Y cuál era vuestra enfermedad?

—El juego. Me obsesionaba.

—¿Ya no?

—El juego obsesiona cuando existe la posibilidad de ganar o perder. Pero en cuanto te conviertes en profesional y te consta que a la larga siempre ganas, acaba por aburrir.

—¿Conserváis vuestra capacidad de mando?

—Confío en ello. —El hombrecillo hizo una leve pausa—. De hecho estoy seguro, aunque os advierto que soy un capitán duro y exigente. A bordo de mi barco la disciplina era tan férrea como a bordo de cualquier navío veneciano. Más aún, podría añadir.

—¿Habéis navegado por las costas africanas?

—He navegado por todas las costas y todos los mares del mundo, pero admito que, en lo que se refiere al Caribe, no me vendría mal un buen piloto.

Apenas había abandonado la camareta, Celeste Heredia se volvió alternativamente a su padre y a Gaspar Reuter.

—¿Y bien? —quiso saber.

—Parece la persona idónea —admitió el inglés—. Y si es la mitad de buen capitán que jugador, no tendremos problemas. Su fama con las cartas es ya legendaria, y no he conocido hombre más frío e imperturbable. Se puede pasar horas perdiendo en silencio, pero de pronto, en tres manos, despluma a sus contrincantes.

—¿Hace trampas?

—En Port-Royal, a todo el que hacía trampas lo enterraban hasta el cuello en la arena de la playa para que se lo comieran los cangrejos. Y él sigue vivo.

—Eso puede que tan sólo sea la demostración de que es más listo que los demás ventajistas.

—Un punto a su favor —reconoció Miguel Heredia—. Con prohibir el juego a bordo se acaba el problema.

—La tripulación necesita jugar —le hizo notar su hija—. Con frecuencia suele ser su única expansión. Lo mejor que se me ocurre es prohibirlo entre la oficialidad.

—¿Prohibiréis también el ron?

La muchacha observó de arriba abajo al inglés, que era quien había hecho la pregunta.

—¿Os preocupa?

—¿De qué serviría negarlo? Una buena jarra de ron a la puesta del sol aclara la negrura de la noche.

—Pero oscurece el entendimiento. Mi hermano me enseñó que a bordo siempre debe existir una carga de ron, pero sólo conviene distribuirlo en ocasiones especiales. —Hizo una pausa—. ¡Bien! Estamos de acuerdo en que el pequeñajo podría ser el capitán que necesitamos. Por cierto —añadió—, ¿cómo se llama?

—Buenarrivo. Arrigo Buenarrivo.

—¿Buenarrivo? —Se sorprendió Celeste Heredia—. ¿Estáis de broma? ¿Un capitán de barco que se llama Buenarrivo? No cabe duda de que nació predestinado.

—Por lo que tengo oído, pertenece a una vieja estirpe de marinos venecianos, pero en la isla se le conoce más bien por su apodo de Tresreyes.

—¿Y a qué se debe?

—A que en cierta ocasión ganó todo un prostíbulo con más de veinte pupilas ligando tres reyes uno tras otro.

Una hora más tarde y a solas con su hija, Miguel Heredia no pudo por menos que lamentarse.

—¿Cómo puedes pensar en organizar una tripulación a base de cazadores de esclavos, jugadores de ventaja, dueños de prostíbulos y toda la basura que el mundo quiso arrojar a la ciudad más pecaminosa que ha existido? ¡Es cosa de locos!

—Loca estaría si intentara contratar escribanos, seminaristas u honrados padres de familia —le hizo notar Celeste—. Me esfuerzo por elegir lo mejor entre tanta escoria, pero no se me pueden pedir milagros. Éstos son los mimbres de que dispongo para confeccionar mi cesto.

—¿Y qué necesidad tienes de ese cesto?

Por toda respuesta su hija le tomó del brazo y le obligó a aproximarse al gigantesco ventanal de popa para indicar con un ademán de cabeza al medio centenar de negros que se afanaban bajo un sol de justicia en la dura tarea de desescombrar lo poco que quedaba de la vieja Port-Royal.

—¡Ésa es mi necesidad! —dijo—. Conseguir que algún día esos desgraciados tengan derecho a permanecer a la sombra al mediodía. ¡No es justo! —añadió—. No es justo que les obliguen a derretirse al sol mientras nos limitamos a mirarles.

—Si tanto te preocupan, cómpralos y ponlos en libertad.

—Ni siquiera yo tengo suficiente dinero como para comprar todos los esclavos de esta isla —le hizo notar la muchacha—. Y aunque lo tuviera, al día siguiente traerían más y más, y más, puesto que mientras exista quien los compre, siempre habrá quien los venda. ¡No! —insistió convencida—. El problema de la Trata no se resolverá nunca en su punto de destino, sino en su lugar de origen.

—Yo te entiendo, hija —respondió alguien que cada día se sentía más agobiado por el peso de cuanto se le estaba viniendo encima—. Entiendo qué es lo que pretendes, y admiro tu entereza, pero me preocupa la magnitud de la empresa que pretendes encarar. ¡Aún eres casi una niña!

—¡Gracias a Dios! —exclamó ella tomando asiento en el borde del inmenso lecho que el libidinoso De Graaf compartiera hasta con tres y cuatro barraganas al mismo tiempo—. Si no lo fuera, ni tan siquiera se me pasaría por la mente fletar este barco. Pero no te preocupes; el hecho de ser joven no significa necesariamente que sea alocada. Medito muy bien cada paso.

—No lo meditaste en exceso a la hora de ahorcar al capitán Tiradentes —observó su padre—. Sigo pensando que fue una muerte inútil.

—Con frecuencia resultan inútiles las vidas, no las muertes. No creo que aquel malnacido aportara nunca nada bueno a nadie.

Se alzó del lecho, fue de nuevo hasta el ventanal, contempló el mar que nacía al otro lado de la lengua de tierra en que antaño se alzó Port-Royal, y sin volverse a mirar a su padre comentó:

—Es hora de que te plantees seriamente si estás dispuesto a ayudarme sin ningún tipo de reservas, o si continúas manteniendo dudas respecto a lo que pretendo. Me consta que ésta va a ser una guerra difícil y sin esperanzas de victoria, pero aun así pienso iniciarla puesto que, tal como fray Anselmo solía decir, lo que importa no es tocar a Dios, sino avanzar hacia su luz. —Tomó ahora asiento en el alféizar del ventanal, y enmarcada por el cielo y el mar a sus espaldas, con su rostro aniñado y los pies balanceándose en el aire, más parecía una chicuela traviesa hablando de organizar una divertida merienda campestre que una decidida mujer a punto de emprender una absurda cruzada—. Tendrías que haber conocido a fray Anselmo —musitó muy por lo bajo—. Tendrías que haberle escuchado como yo le escuché durante años, para llegar al convencimiento de que esas pobres criaturas son tan hijas del Señor como nosotros y poseen un alma tan inmortal y tan digna de ser salvada como la nuestra.

—Puede que tengas razón —admitió Miguel Heredia un tanto desconcertado por el nuevo giro que tomaba la conversación—. Nunca me lo he planteado seriamente, pero no tengo por qué negar que posean un alma inmortal si así te place. Lo que no acepto es que, al tiempo que hablas de fray Anselmo y de Dios, ahorques a un hombre.

—La muerte de aquel canalla no tiene nada que ver con esto —repuso ella—. Fue una simple venganza, y si un día el Señor me pide cuentas responderé por ello. Pero ahora ese dolor y esa ira se han calmado, y lo único que importa es el futuro.

—¿Qué futuro? No veo el más mínimo futuro en todo esto.

—¿Cómo que no? —fue la casi escandalizada respuesta—. Cada ser humano que salvemos de la esclavitud es ya de por sí un futuro. No el nuestro, desde luego, pero sí el suyo. Y cada vez que un negro alcance la libertad, habrá otros que entiendan que tal libertad es posible, y a su vez luchen por ella. Alguien tiene que empezar a hacer algo más que hablar, y cuanto más pienso en ello más me convenzo de que tal vez el Señor me eligió para semejante tarea.

—¡Dios santo! Una iluminada —fingió horrorizarse su padre—. ¿Eso es lo que pretendes: convertirte en una iluminada por la Luz del Señor, dispuesta a alzarse en armas?

—Existe una gran diferencia entre ser una «iluminada» y cruzarse de brazos —puntualizó quisquillosa su hija—. Para fray Anselmo, el padre Las Casas fue un fanático que a la larga causó más daño que provecho con sus proclamas a favor de los indígenas, pero lo prefería a los miles de sacerdotes que aceptan en cómplice silencio las infinitas iniquidades que se cometen a diario con negros, indios y mestizos. Si me equivoco al hacerme a la mar para combatir a los negreros, la importancia de mi error es mínima frente al que perpetran cuantos no hacen nada al respecto. La omisión puede llegar a ser mucho más culpable que la acción.

—Jamás te había oído hablar con tanto apasionamiento —dijo, cada vez más perplejo, Miguel Heredia—. Ni siquiera tenía la más mínima idea de que ésta fuera tu forma de pensar.

—Será porque nunca nos habíamos detenido a hablar sobre ello, o será porque cuanto ha acontecido en los últimos tiempos ha hecho que surja a la luz algo que llevaba en mi interior sin yo misma tomar conciencia. A menudo es necesaria una sacudida para que el árbol deje caer sus frutos, y no cabe duda de que, como sacudida, el terremoto ha sido de lo más eficaz.

Antes de que su padre pudiera replicar sonaron unos discretos golpes en la puerta, y cuando Celeste abrió se enfrentó a la gigantesca figura del carpintero mayor, un torvo vascofrancés al que nadie conocía por más apelativo que el de Gabacho, y que tras llevarse la mano al ala del enorme sombrero de paja del que jamás se desprendía, señaló escuetamente y con un acento infernal:

—Encontré palo mesana. Muy bueno.

—¿Dónde?

—Bricbarca portuguesa embarrancada.

—¿El Botafumeiro? —El hombretón asintió con un casi imperceptible ademán de cabeza y Celeste Heredia no pudo por menos que volverse a su padre para comentar con intención—: Ironías de la vida; el barco de ese cerdo nos resolverá un grave problema. —Se encaró de nuevo al francés—. ¿Qué necesitas? —quiso saber.

—Veinte hombres y permiso coronel.

—Cuenta con ello. ¿Cómo va el resto?

—En dos semanas navegamos.

No exageraba, puesto que estaba al mando de un auténtico ejército de operarios que trabajaban desde el amanecer a media mañana, y desde media tarde hasta que cerraba la noche, por lo que el antaño fastuoso galeón iba recuperando a ojos vista su perdida prestancia y su reconocida capacidad de maniobra, ya que al propio tiempo docenas de hombres y mujeres trabajaban de igual modo en tierra firme confeccionando juegos de velas, reparando cordajes y poniendo a punto los cañones.

La fama de la inusual generosidad con que la joven recompensaba a su gente había corrido como reguero de pólvora de un extremo a otro de la isla, y no quedaba nadie en ella, en unos momentos en los que el terremoto había destruido la mayor parte de sus fuentes de riqueza, que no quisiera aprovechar semejante coyuntura.

Se había alzado una especie de improvisado campamento de tiendas de lona, justo frente al punto en que se encontraba fondeado el navío, y en cuanto caía la noche se encendían grandes hogueras, comenzaban a rasguear las guitarras, y la mayor parte de las prostitutas que había conseguido sobrevivir a la catástrofe se esforzaba por recuperar el tiempo perdido.

Incluso se presentaron a bordo varios músicos ofreciéndose para recomponer la fenecida orquesta del capitán De Graaf, pero a todos los despidió Celeste con idénticas palabras:

—No son flautistas lo que necesito, sino hombres dispuestos a jugarse la vida en mar abierto. Esto no es ya ni un barco pirata, ni un burdel flotante.

Una mañana le pidió no obstante al inglés Reuter que le buscara a la mejor bordadora de la isla, y cuando la tuvo delante, le espetó sin más preámbulos:

—Te daré cincuenta doblones si me bordas una bandera y guardas el secreto del dibujo. Pero te advierto que, si te vas de la lengua, haré que te la corten de cuajo.

A la buena mujer se le abrieron los ojos como platos, dudó un momento, pero casi de inmediato replicó con voz temblorosa:

—Señora… por cincuenta doblones me llevo a la tumba, no un secreto, sino cien. ¿Cuándo empiezo?

—Ahora mismo. Te encerrarás en el camarote del primer oficial y no saldrás de él hasta que hayas concluido tu trabajo.

—¿Cuál es el dibujo?

—Mañana lo verás.

Cuatro días más tarde, el mismísimo Laurent de Graaf pidió permiso para subir a bordo, y tras revisar con ojo crítico el trabajo de herreros y carpinteros tomó asiento junto a Celeste, que le aguardaba a la sombra de la toldilla del alcázar de popa.

—¡Felicidades! —dijo—. No cabe duda de que estás llevando a cabo un gran trabajo. Ni yo lo hubiera hecho mejor.

—¿Acaso lo dudabas?

—¡En absoluto! —contestó el holandés con su deslumbrante sonrisa de seductor profesional—. Basta con hablar contigo una sola vez para imaginar de lo que eres capaz… —Le dirigió la más provocativa de sus miradas—. ¡Lástima que seas tan joven! —añadió.

—El problema no está en mi edad, sino en la tuya —fue la burlona respuesta—. Y ya te advertí que no me atraen los hombres guapos. —Extendió la mano y le golpeó con afecto el antebrazo—. ¿Qué piensas hacer ahora que te obligan a ser honrado?

—Aún no estoy muy seguro —respondió él con sinceridad—. Pero tras liquidar a mi gente me ha quedado lo justo como para montar un buen prostíbulo en París. —Le guiñó un ojo—. Podría llamarlo «Port-Royal». ¿Qué te parece la idea?

—Mala. Es como si un niño montara una fábrica de caramelos.

—Los caramelos se gastan cuando los chupas —rió él—. Las putas no.

—Aunque así sea —replicó la muchacha—. Sería muy triste que el último gran pirata del Caribe, superviviente de una estirpe temida y respetada, acabara sus días como «palanganero» de lupanar. Lo quieras o no, tú sigues siendo el Gran Laurent de Graaf, y te debes un respeto.

—¿Hablas de respeto cuando asientas tus posaderas sobre mi bandera? ¡No me hagas reír!

Ella le dirigió una mirada cómplice en la que podía leerse que le había tomado auténtico afecto a alguien que se disponía a iniciar ya la última gran singladura de su vida.

—Te voy a hacer una promesa que probablemente alegrará tu sucia alma morbosa —murmuró inclinándose para hablarle al oído pese a que resultaba evidente que nadie podía oírles—. El día que mis posaderas ya no sean tan honradas como para sentarse sobre tu bandera, tiraré el cojín al mar.

El holandés abrió mucho los ojos para inquirir, cómicamente esperanzado:

—¿Esta noche?

—No, lo siento —contestó con tranquilidad—. No podrá ser esta noche, ni probablemente este año.

—¡Lástima! —se lamentó el otro—. Mi «nurse», francesa, por cierto, me enseñó, demostrándomelo de un modo harto convincente, que perder la virginidad a temprana edad aviva el espíritu y ensancha los horizontes.

—Yo creo más bien que lo que ensancha es otra cosa —rió ella—. Y de momento me place como está, aunque debo admitir que, hasta el presente, eres quien más cerca ha estado de conseguir que mi espíritu «se avive». Eres un hombre realmente encantador y me agradaría conservar siempre ese recuerdo.

—Tú también eres un encanto de criatura, aunque por ahí anden diciendo que eres más dura que el pedernal. ¿Sabes cómo te llaman? —Ante el mudo gesto de negación añadió vocalizando de forma casi excesiva—: La Dama de Plata.

—¿La Dama de Plata? —repitió la muchacha, como si meditara sobre ello—. Si quieres que te diga la verdad, no me disgusta. Y resulta apropiado: no todo el mundo consigue sacar del mar una fortuna en barras de plata.

—A ese respecto hay algo que me gustaría preguntarte, y te doy mi palabra de que guardaré siempre el secreto. ¿Era ésa la plata que según cuentan usaba como lastre de su barco Mombars el Exterminador?

Celeste Heredia se limitó a encogerse de hombros como eludiendo comprometerse.

—Es posible —replicó.

—¿Y cómo llegó al Jacaré? —quiso saber su interlocutor.

—Es una larga historia. Una larga historia de astucia y heroísmo.

—Me cuesta admitir que un jabeque como el Jacaré, que cuando fondeaba junto a nosotros apenas se distinguía, pudiera hundir al barco de Mombars, que incluso a mí me superaba en potencia de fuego.

—¿Conoces la historia de David y Goliat? —El holandés asintió—. Pues mi hermano era como David, pero sin honda. No la necesitaba porque era el pirata más astuto que ha navegado jamás por estos mares. —Hizo un gesto hacia su espalda para añadir—: He pedido que monten seis cañones de treinta y dos libras a popa; tres en la cubierta superior y tres bajo mi camareta. —Le miró a los ojos—. ¿Sabes por qué? Una noche, fondeados ahí, justo enfrente, mi hermano me señaló tu barco y me dijo: «Es el más hermoso que existe, pero también el más vulnerable; tiene el culo de cristal».

—¿El culo de cristal? —repitió el pirata, evidentemente ofendido—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Que el «espejo de popa» de este barco es sin duda el más bello que nadie haya diseñado: una auténtica obra de arte cuyo problema estriba en que tan sólo monta dos míseras culebrinas. El Jacaré habría sido capaz de mantenerse tres horas sobre tu estela lanzándote andanada tras andanada sin que hubieras conseguido revolverte ni disparar uno solo de tus cañones de gran calibre. Maniobras con tanta lentitud que un buen capitán puede predecir con minutos de antelación hacia qué banda tienes previsto virar.

—¡Yo jamás le he ofrecido la popa al enemigo! —masculló el indignado Laurent de Graaf—. Huir no es mi estilo.

—Lo malo de la popa, como del culo, no es que la ofrezcas, sino que te la cojan sin permiso —puntualizó humorísticamente la descarada jovencita—. Tu único defecto como el de todo buen capitán pirata se basa en el hecho de que estás convencido de que siempre serás el que ataque. Pero ¿qué fue lo que ocurrió en Maracaibo…? —añadió con manifiesta mala intención—. Que en cuanto llegaste a la conclusión de que no podías vencer y tuviste que virar en redondo, encontraste vientos de través, y tardaste casi una hora en ponerte fuera de tiro. —Hizo un amplio gesto indicando cuanto le rodeaba—. El resultado está a la vista.

—¿Quién te lo ha contado?

Celeste Heredia abrió las manos como si aquélla se le antojase la pregunta más estúpida del mundo.

—¡El barco! —replicó con naturalidad—. ¡Fíjate en los impactos! Casi todos entran por la popa, y eso quiere decir que tenías las baterías enemigas a la espalda. Suerte tuviste que tan sólo te quebraran el palo de mesana. Un metro a estribor y el impacto te parte el mástil de la mayor, con lo que dudo que hubieras conseguido escapar con vida.

El veterano capitán De Graaf, «perro de mar» curtido en cien combates y que había surcado todos los mares conocidos bajo todos los elementos conocidos, observó en silencio, y con mal disimulada admiración a la desconcertante chicuela que tomaba asiento sobre la que había sido su gloriosa bandera.

—¡Mierda! —exclamó al fin—. ¿De dónde coño has salido?

—Del de mi madre.

—Lo supongo, pero me cuesta aceptar que alguien que asegura que ni siquiera sabe aún lo que es un hombre, razone de esa forma.

—¿Y qué tiene que ver la cama con la lógica? —quiso saber ella—. Por lo que tengo entendido, en la cama todo resulta de lo más instintivo y menos lógico. Pero tanto mi tutor como mi hermano eran hombres que sabían pensar, y me enseñaron que el sentido común es el arma más poderosa de que disponemos los humanos. Yo lo aplico, aunque desde luego no por ello desprecio los cañones.

—¡Por mil demonios! —fue la brusca respuesta—. Me saca de quicio imaginar que formaríamos una pareja indestructible.

—Ninguna pareja resulta indestructible, ya que por definición puede partirse en dos —le hizo notar ella—. Lo único realmente indestructible es el espíritu humano, capaz de ser aplastado mil veces Y volver a erguirse otras mil.

Ya en tierra, el malhumorado Laurent de Graaf se tropezó con Miguel Heredia Ximénez, que venía al frente del grupo que cargaba a hombros el largo y pesado mástil del Botafumeiro, y alzando la mano con gesto imperativo le obligó a detenerse para inquirir con casi agresiva brusquedad.

—Dígame… ¿qué demonios se siente teniendo una hija como la suya?

El margariteño le observó unos instantes antes de replicar muy seriamente:

—Desconcierto.

—¡Ah, bueno…! —repuso el holandés lanzando un cómico suspiro de alivio. —Entonces no es sólo cosa mía.