11
Alkemy Makú, comandante en jefe del puesto de lhjáia, avanzadilla hacia el sur de los dominios del todopoderoso Rey del Níger, había nacido muy lejos de allí, en Isebín, y se consideraba por lo tanto un auténtico yoruba de pura raza, hijo, nieto y bisnieto de los gloriosos guerreros que se enfrentaron mil veces a la despreciable estirpe de los ibos, devoradores de carne humana, hediondos caníbales que en buena ley tan sólo podían compararse a las carroñeras hienas y las traidoras arañas.
Por ello, y pese a ejercer como dueño y señor de todo cuanto alcanzaba la vista, y acostarse cada día con dos o tres de las más hermosas muchachas de la región, jamás se sentía satisfecho, puesto que a su modo de ver, fornicar con un repugnante ibo tan sólo era una forma de dar rienda suelta a su frustración, sin encontrar en ello ni un ápice de la felicidad que pudiera equipararse al profundo placer que se experimentaba al hacer el amor con una esbelta, dulce y risueña muchacha de su aldea.
Alkemy Makú sabía muy bien que en cuanto eyaculaba lo único que podía hacer era propinar una violenta patada en el trasero de la grasienta bestezuela de turno para expulsarla de su choza, por lo que una de las cosas que más echaba de menos y que más le obligaba a evocar con nostalgia sus años mozos, era el recuerdo del mórbido deleite que significaba dormir plácidamente junto a la mujer amada y despertar al amanecer para buscar entre sueños el calor de su jugoso sexo.
Y es que ningún yoruba en su sano juicio cerraría los ojos en presencia de una muchacha ibo que con un solo y salvaje mordisco de sus afiladísimos dientes sería capaz de arrancarle el pene o los testículos con el fin de devorarlos antes de que tuviera tiempo de abrirle la cabeza de un certero machetazo.
Las hembras de aquella raza mil veces maldita eran malolientes, crueles, traidoras y sanguinarias, pero sobre todo parecían dispuestas a dar la vida con tal de impedir que un valiente yoruba alcanzase al fin el paraíso de los guerreros.
¿Quién sería capaz de disfrutar de una gratificante y relajada relación amorosa sabiendo que en cualquier momento su pareja podía lanzarse sobre sus genitales para arrancárselos de cuajo y engullirlos como quien se traga un huevo de paloma?
No eran uno, ni dos, sino docenas de jóvenes yoruba que habían resultado castrados de ese modo, de la misma forma que en su patria eran cientos los invasores ibos que habían sido asesinados por las mujeres yoruba, tan excepcionalmente expertas en todo tipo de venenos, que habían conseguido desarrollar una perfumada ponzoña que se aplicaban en los pezones y los labios de la vagina, y que sin apenas ocasionarles más que una levísima irritación, mataba sin embargo rápidamente en cuanto se mezclaba con la saliva.
«M’ba uazedé», «la muerte erecta», se le llamaba, puesto que la víctima lanzaba un último suspiro de placer pero solía permanecer «en estado de gracia» durante horas, y eran infinidad las matronas yorubas que habían intentado —por desgracia sin éxito— que el mortal ungüento provocara únicamente la gloriosa erección sin tener que haber pasado antes por el irremediable trance de lanzar ese postrer suspiro.
Alkemy Makú sostenía la aceptable teoría de que morir erecto resultaba mucho más honroso y satisfactorio que morir castrado, y que hasta en tan simple detalle las mujeres de su tribu demostraban ser considerablemente más sensibles y refinadas que las asquerosas ibos, que tan sólo sabían perfumarse con una especie de viscosa pomada hecha a base de grasa de cerdo, que parecía destinada a que al menos los guerreros fulbé —estrictos seguidores de las enseñanzas de Mahoma— jamás se atrevieran a ponerles la mano encima.
A él, como animista, le importaba muy poco que la grasa fuera o no de cerdo, pero como propietario de un más que sensible olfato le revolvía las tripas la confusa y profusa mezcla de extrañas flores silvestres con que se confeccionaba dicha pomada.
—A nuestros hombres les excita —solían responder a sus protestas las repelentes muchachas ibo y Alkemy Makú se veía obligado a aceptar que no resultaba sorprendente que alguien que prefería devorar un corazón humano crudo a una costilla de venado a la brasa, se excitase con tan vomitivos mejunjes.
Y sabía por experiencia que resultaba inútil obligarlas a bañarse, puesto que aunque permanecieran en el río hasta que la piel se les arrugara, el insoportable hedor parecía haberse incrustado en cada poro de su cuerpo desde el día en que, siendo aún niñas, comenzaron a «embellecerse» con la pestilente grasa.
A menudo él mismo percibía el hedor en su propia piel tras haber retozado más de la cuenta con una de aquellas zafias bestezuelas, y en más de una ocasión se había despertado sobresaltado al imaginar que cualquiera de aquellas sanguinarias devoradoras de penes había conseguido introducirse sigilosamente en la cabaña para acecharle desde lo más profundo de las tinieblas.
¡No era vida!
Con el tiempo había llegado a la conclusión de que, por muy honroso que pudiera parecer el nombramiento de comandante en jefe de tan estratégico puesto fronterizo, e indiscutible que fuera su poder, nada de ello compensaba el continuo sobresalto que significaba acostarse cada noche sin tener la absoluta seguridad de despertar con los genitales en su sitio.
Por ello, la mañana en que el centinela de la torre disparó su arma anunciando la presencia de una larga piragua engalanada que se aproximaba cargada con una veintena de hermosísimas yorubas que cantaban y reían agitando los brazos en un amistoso saludo, se vio obligado a frotarse una y otra vez los ojos imaginando que aún seguía soñando.
—¡Un regalo de Mulay-Alí!
—¿Un regalo de Mulay-Alí? —repitió como un estúpido—. ¡No es posible!
—¡Lo es! —replicó alegremente la simpática matrona que parecía comandar el grupo—. El Rey ha conseguido derrotar al enemigo que merodeaba por la costa, el tráfico se ha reanudado, y como premio a la fidelidad de sus hombres, ha decidido obsequiarles con las más bellas mujeres de Ouidah, Winneba y Takoradi, así como con un barril de ron de Jamaica.
Auténtico ron, auténticas mujeres y auténticos manjares condimentados al auténtico estilo yoruba era mucho más que lo que un grupo de hombres que llevaban años perdidos en el confín de un territorio hostil podía soñar, por lo que esa noche tuvo lugar en el patio central del fortín de lhjáia la más loca e inolvidable orgía y esa misma noche, «M’ba uazedé» —la muerte erecta— visitó la orilla derecha del gran Níger llevándose consigo a dos docenas de hombres.
Los escasos supervivientes despertaron de la feroz borrachera encadenados en una de las mazmorras destinadas a los esclavos, y Alkemy Makú perdió los pocos restos de entereza y autoridad que le quedaban al advertir cómo un blanco cuyo rostro aparecía desfigurado por una larga cicatriz, penetraba en la estancia.
Su fama de enemigo implacable, cruel y decidido de Mulay-Alí se había extendido tiempo atrás desde la orilla del mar a las mismísimas lindes del desierto.
—¡El Padre Barbas!
—Exactamente. El Padre Barbas. Y tú eres Alkemy Makú, violador, asesino y traidor a tu pueblo, al que has contribuido a esclavizar poniéndote al servicio de su peor enemigo.
El yoruba se limitó a inclinarse para mostrar la marca, grabada a fuego, que lucía en el antebrazo izquierdo, y que no era más que una pequeña reproducción del hierro personal del Rey del Níger.
—¿Y qué querías que hiciese? —inquirió con acritud—. El día en que me capturaron me dieron a elegir: o me marcaban el brazo, y me convertía en soldado, o me marcaban el pecho y me convertía en esclavo.
—Aquel que esclaviza a sus propios hermanos es mil veces peor que el peor de sus enemigos —sentenció el ex jesuita—. ¡Que entre la mujer!
Yadiyadiara, que aguardaba junto a la puerta, hizo un gesto y de inmediato una gruesa mujerona de blanquísima dentadura penetró en la estancia para clavar sus malignos ojillos en la entrepierna del aterrorizado Alkemy Makú, que no pudo por menos que sentirse como podría sentirse una salchicha en una perrera.
—Ésta es Katsina, a cuyas hijas has violado infinidad de veces, y que quería vengarse, enviándote al más allá sin pene ni testículos para que de ese modo pases toda la eternidad buscándolos entre excrementos. Y todos sabemos que ningún castrado ha entrado jamás en el paraíso de los guerreros… —el navarro sonrió casi beatíficamente—. De ti depende que te entierren entero o en porciones.
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —se apresuró a replicar con un hilo de voz el tembloroso reo.
—Contarme todo lo que sepas sobre las guarniciones del río y la ciudadela de Mulay-Alí.
—¿La ciudadela? —repitió el otro en el colmo del asombro—. ¿Acaso se te ha pasado por la mente la idea de atacar una fortaleza protegida por sesenta cañones?
—Nosotros disponemos de más de cien —fue la tranquila respuesta—. Y mejores, más modernos, de más calibre y mayor alcance. Pero necesito saber cuántos hombres defienden la ciudad.
Alkemy Makú meditó unos instantes, pareció rebuscar en su memoria, y por último replicó, seguro de sí mismo:
—Calculo que unos tres mil. El resto debe estar en el noroeste.
—¿Haciendo qué?
No hubo respuesta.
—¿Haciendo qué…? —se impacientó el Padre Barbas—. ¿Cazando hombres?
—Cazando hombres —admitió el yoruba.
—¡Mil veces mereces la muerte! —sentenció su carcelero—. ¡Mil veces la peor de las muertes!
—«Cazar o ser cazado» —comentó con cierto tono de hastío su interlocutor—. ¿Qué otro camino nos habéis dejado? Son blancos como tú los que pagan por esos esclavos, y puedes estar seguro de que si no hubiera barcos esperando en la costa, no habría cazadores en tierra. —Le dirigió una larga mirada despectiva apartando por primera vez los ojos de la blanquísima dentadura de Katsina—. ¿Con qué derecho vienes a acusarme? ¿Realmente crees que me gusta estar lejos de mi casa sabiendo que asquerosos ibos violan y tal vez devoran a mis hermanas?
No obtuvo una inmediata respuesta, puesto que el navarro lo observó como si aceptara que tenía razón, o como si le sorprendiera la forma en que se expresaba. Por último, hizo un gesto de asentimiento al señalar:
—Te voy a dar una oportunidad de salvar los testículos, pero sólo una. —Le miró a los ojos—. ¿Cómo transmites tus noticias al siguiente puesto?
—Por medio de tambores. De sobra lo sabes.
—¿Tienes un código?
El otro asintió con un leve gesto de cabeza.
—Lo tengo, pero en la región todo el mundo lo conoce. Hace años que lo usamos.
—¡Bien! —El ex jesuita se acuclilló ante él y le apuntó severamente con el dedo índice—. Te dictaré una noticia que tú mismo enviarás por medio de esos tambores y ese código. Pero te advierto que aquellos dos del rincón, que también esperan la muerte, te estarán escuchando. Cuando hayas acabado les preguntaré qué es lo que has dicho, y como no coincida exactamente con lo que te haya ordenado, le daré una inmensa alegría a Katsina. ¿Me has entendido?
—Perfectamente.
—¡Andando entonces!
Le condujo hasta el torreón del fortín en que se encontraban dos largos tambores de madera, le obligó a arrodillarse ante ellos, y tan sólo entonces le susurró al oído su mensaje.
Alkemy Makú le observó asombrado.
—¿Cómo has dicho? —quiso saber. El barbudo se lo repitió palabra por palabra, y el otro no pudo por menos que agitar la cabeza una y otra vez, como negándose a aceptar lo que estaba oyendo.
—¿Y es cierto…? —quiso saber al fin.
—Ese no es tu problema —le hizo notar su captor—. Tu único problema es transmitirlo sin cambiar una letra pues de lo contrario ya puedes despedirte de los huevos y del paraíso del Más Allá.
El yoruba meditó unos instantes y al fin asintió con una levísima sonrisa.
—¡Eres muy astuto! —dijo—. ¡Terriblemente astuto! Conseguirás revolucionar la región en cuestión de horas.
—De eso se trata.
Alkemy Makú tomó dos gruesos palos, reflexionó unos segundos sobre lo que tenía que decir, y a continuación comenzó a golpear rítmicamente los largos árboles huecos que hacían las veces de tambor y cuyo eco se extendió de inmediato sobre la superficie del río, la selva y la pradera, alejándose en todas direcciones.
A los diez minutos se detuvo, hizo un gesto para que su acompañante guardara silencio, y al cabo de un rato se pudo escuchar un lejano retumbar que llegaba del norte.
—El fortín del Jerif me pide confirmación de la noticia.
—Confírmasela en todos y cada uno de sus puntos.
Una vez más el reo empuñó los palos para hacer sonar los tambores, y al concluir lanzó un hondo suspiro.
—¡Espero que sepas lo que haces! —musitó.
El Padre Barbas no respondió, optando por encaminarse a la choza en la que los otros dos prisioneros aguardaban con los ojos dilatados por el terror.
—¿Habéis entendido lo que decían los tambores? —inquirió.
—Perfectamente —asintieron al unísono.
—¿Y qué decían?
—Alkemy Makú ha contado que una epidemia de rabia se ha extendido por el delta y avanza rápidamente hacia el norte —replicó uno de ellos—. Asegura que las hienas, los zorros, los leopardos y los monos están atacando a todo el que encuentran, que ya ha habido más de veinte muertos, y que abandonamos el puesto y nos dirigimos al mar.
—¡Muy bien! ¿Y qué han respondido desde el norte?
—Pedían confirmación —replicó el segundo cautivo—. Alkemy Makú lo ha confirmado añadiendo que no volverá a decir nada porque nos marchamos en este mismo instante.
—¿Cree que dará resultado? —fue lo primero que quiso saber Celeste Heredia cuando al día siguiente, y ya a bordo de La Dama de Plata, el ex sacerdote le puso al corriente de cuanto había ocurrido en el fortín de Ihjáia.
—Ya lo está dando —fue la segura respuesta—. En cuanto comenzaron a retumbar los tambores, los habitantes de ambas orillas del río iniciaron una auténtica desbandada.
—Pero ¿por qué? —quiso saber el inglés Reuter—. Sin duda la rabia es temible, pero no hasta el punto de provocar tal pánico.
—En Europa es temible… —replicó el barbudo—. En África, terrorífica. Hay que tener en cuenta —añadió— que en Europa la rabia la transmiten los perros, los gatos, las ratas, los zorros y los lobos… ¡Se puede controlar! Pero es que aquí además la transmiten las hienas, los chacales, los leones, los leopardos, e incluso, y sobre todo, muchas especies de monos, y eso sí que no se puede controlar en un territorio de espesos bosques e inmensas praderas en las que cualquier animal rabioso te puede estar acechando desde una rama o entre la alta hierba. En esta parte de África si la rabia se extiende puede matar a miles de seres humanos, y matarlos de la forma más cruel que existe… —Abrió las manos como si con eso lo hubiera dicho todo—. De ahí el pánico.
—¿Y opina que hemos hecho bien?
Pedro Barba se volvió a Miguel Heredia y le observó largamente antes de responder a su pregunta.
—Por moderno que sea nuestro armamento y valientes nuestros hombres, jamás venceremos estando en una proporción de casi veinte a uno, a no ser que consigamos hacer cundir el pánico entre nuestros enemigos. Y puedo garantizar que dentro de unos días en la fortaleza de Mulay-Alí no reinará Mulay-Alí, reinará el pánico.
—¿Y toda esa pobre gente que huye?
—Una buena carrera no les hará ningún daño si además les sirve para librarse del tirano —señaló el ladino navarro—. Se dirigen al norte, y a su paso irán contando que vieron «con sus propios ojos» cómo morían docenas de desgraciados a los que les habían atacado todo tipo de bestias rabiosas. Una de las primeras cosas que aprendí en el seminario es que, demasiado a menudo, el rumor acaba transformándose en realidad. —Sonrió apenas y había una cierta burla malintencionada en su sonrisa—. Sobre todo si quienes se mezclan entre los que huyen, jurando que sus padres o sus hijos murieron echando espumarajos por la boca, son cuarenta mujeres al mando de nuestra buena amiga Yadiyadiara.
—¿Es que acaso las has enviado por delante? —se alarmó Celeste.
—Se empeñaron en hacerlo —replicó el ex jesuita—. Y lo consideré una magnífica idea. Lo único que necesita esa gente para perder el culo corriendo son «testigos directos».
—Pero estarán en un grave peligro. Son yorubas en tierra de ibos.
—¡Querida niña! —rió el otro—. En estos momentos no existen ibos, yorubas, hausas o fulbé. En estos momentos lo único que existe es miedo. —Chasqueó la lengua como si se le antojara lo más divertido que había visto nunca al añadir—: Me juego la cabeza a que muy pronto los soldados de nuestro ínclito amigo, el Rey del Níger, se dedicarán a malgastar municiones disparando sobre todo zorro, leopardo, hiena, macaco o chimpancé que se cruce en su camino.
—Por lo que quiero entender… —intervino Sancho Mendaña que había asistido en silencio a la escena quizá hayamos conseguido convertir en nuestros aliados a todas las bestias de la selva y la sabana.
—Muy a su pesar, pero en el fondo, ésa es la idea —admitió el navarro—. No sólo hombres, mujeres y niños, sino incluso jabalís, garzas y murciélagos estarán contribuyendo de forma involuntaria a sembrar el desconcierto entre las filas de ese hijo de la gran puta, porque de lo que sí podemos estar seguros es de que nadie ha sabido nunca cómo enfrentarse a la rabia.
—Pero ¿qué es exactamente la rabia? —quiso saber Miguel Heredia—. ¿Cómo empieza y por qué?
—No tengo ni la más mínima idea —se vio obligado a reconocer su interlocutor—. Los indígenas aseguran que cuando Elegbá se enfurece, escupe, y si al caer a la tierra su saliva salpica a algún animal, éste se infecta de la ira de la diosa y la propaga mordiendo a cuantos se ponen en su camino. —El barbudo sonrió apenas—. Aunque no sea más que una estúpida leyenda, lo cierto es que históricamente este continente se ve atacado de tanto en tanto por incontrolables brotes de rabia que producen una tremenda mortandad entre hombres y bestias, sin que nadie sea capaz de determinar cómo empieza ni cómo acaba.
—Me disgusta jugar con el terror de esa pobre gente… —musitó quedamente Celeste Heredia.
Pedro Barba la observó con un leve desconcierto antes de replicar:
—Lo hacemos para intentar librarles de un mal peor y desde luego mucho más real.
—Una vez más el fin justifica los medios —señaló ella en idéntico tono—. ¿No es eso lo que alegan los inquisidores cuando queman a un hereje?
—Ni soy inquisidor, ni quemo herejes —replicó el ex jesuita con mal disimulada acritud—. Busco confundir a nuestros enemigos con la única arma que Dios me ha dado: la inteligencia.
—Perdón —se disculpó ella con naturalidad—. No he pretendido molestar. Entiendo las razones, y que quizá ésta es la única forma que tenemos de vencer en tan desigual contienda, pero no puedo dejar de pensar en lo que sentirán todos esos niños que han tenido que abandonar sus hogares cuando miren a todos lados como si la muerte pudiera saltarles encima en cualquier recodo del camino.
—Si con ello evitamos que el día de mañana uno solo de ellos acabe esclavizado, habrá valido la pena —intervino Sancho Mendaña poniéndose abiertamente de parte del navarro—. Al fin y al cabo, no estamos matando a nadie; ni siquiera a un triste perro.
—En eso no estoy de acuerdo —le hizo notar el Padre Barbas con una casi imperceptible sonrisa—. He dado orden a las mujeres que maten perros, gatos y cuanto bicho viviente se cruce en su camino, y que en la boca le coloquen de modo bien visible un poco de clara de huevo batida con harina. —Guiñó un ojo—. Conviene cuidar los detalles.
—¡Diantre…! —no pudo por menos que exclamar el artillero—. Se equivocó de oficio; debió meterse a militar y no a cura.
—No es que me equivocara de oficio —le hizo notar el otro—. Es que llevo muchos años vagando por estas selvas y he aprendido algunos trucos. Sobrevivir cuando hombres y bestias te acosan resulta muy duro, y si no conoces los puntos débiles de tus enemigos, estás muerto. A los blancos les aterroriza la peste, y a los negros, la rabia. ¡Ahí está la diferencia!
—Realmente… —admitió el inglés Reuter—. Supongo que si alguien hiciera correr el rumor de que una epidemia de peste se encamina hacia Londres, incluso los guardias de la Torre perderían el culo corriendo. —Extendió la mano para colocarla con afecto sobre la de Celeste—. Entiendo tus razones —musitó—. Pero como militar no puedo por menos que aplaudir una iniciativa que puede ahorrar muchas vidas.
—Yo no la aplaudo, pero la acepto —admitió ella—. Al fin y al cabo conocía el plan de antemano. Lo que ocurre es que en ocasiones no puedo evitar que me asalten dudas sobre la forma en que estamos llevando este asunto.
—¡Ay del capitán al que no le asalten las dudas! —gruñó un Buenarrivo que, extrañamente, aún no había abierto la boca—. La duda es el sino de todo buen capitán. Pero por lo que a mí respecta, estoy de acuerdo con Reuter; tener como aliados a loros y monos me parece magnífico. Y siempre se ha dicho que no existe aliado más fiel que el que lo es sin saberlo.
A la mañana siguiente Celeste ordenó reanudar la marcha por el centro de un tranquilo río cuyas orillas iban perdiendo poco a poco los últimos vestigios de vegetación selvática para dar paso a copudas acacias, ridículos baobabs y achaparradas palmeras junto a las que se distinguían cada vez más a menudo chozas aisladas o minúsculas aldeas que aparecían no obstante fantasmagóricamente desiertas.
Como contraste a tanta soledad, cada vez se observaba una mayor profusión de vida animal, puesto que se diría que elefantes, búfalos, ñús, venados y papiones habían decidido acudir en masa a contemplar el paso de las naves, y cuando a media mañana distinguieron un pequeño bosquecillo en el que ramoneaba una altiva e indiferente familia de jirafas, los hombres de La Dama de Plata parecieron aceptar que al fin se encontraban en el corazón de un nuevo e inexplorado continente.
Por último hicieron su majestuosa aparición tres perezosos leones.
¡Leones!
Auténticos leones de largas melenas y amarillentos dientes que, despatarrados a la sombra de un pequeño terraplén, apenas se dignaron abrir un ojo pese a la evidente excitación que producía su presencia entre aquella extraña especie humana llegada desde el otro confín del universo.
¡Leones!
Desviaron ligeramente el rumbo con el fin de contemplarlos más de cerca, pero a ningún tripulante se le pasó por la mente la idea de disparar sobre ellos, puesto que en aquellos tiempos todavía no anidaba en el corazón de los hombres la necesidad de matar una hermosa fiera por el simple placer de exhibir su piel como macabro testigo de un supuesto valor.
Cuantos navegaban en aquellos barcos habían demostrado sobradamente su coraje y por lo tanto, aquellos leones, al igual que la familia de jirafas o una ruidosa manada de elefantes no constituían más que la prueba viviente de que habían sido capaces de atravesar las peligrosas ciénagas del delta del Níger y alcanzar sanos y salvos las anchas tierras en las que proliferaban bestias tan prodigiosas como las que ahora les gruñían a desgana, sacudiéndose las moscas con el rabo.
Horas más tarde, y al doblar un recodo, distinguieron a un hombre muy negro, muy alto y casi esquelético que, apoyado en una sola pierna y en una larga lanza, se recortaba contra el rojo disco de un sol que rozaba la línea del horizonte, observando el paso de las naves tan impasible como si se tratara de una nueva jirafa.
—¿Por qué no tiene miedo? —quiso saber Celeste.
—Lo ignoro —replicó el Padre Barbas, al tiempo que hacía un gesto con la cabeza a uno de sus remeros para que fuera a averiguar la razón por la que aquel inquietante personaje no había huido al igual que el resto de sus vecinos.
El guerrero se lanzó de cabeza al agua, nadó hasta la cercana costa, se aproximó al negro de la lanza, que ni siquiera se inmutó ante su presencia, y al poco regresó para subir a bordo jadeante.
—¿Quién es? —quiso saber el navarro.
—Un pastor.
—¿Y por qué no tiene miedo?
—Es sordo.
Esa noche Celeste Heredia soñó una y otra vez con el solitario pastor recortado contra el disco del sol, y esa imagen se le quedaría grabada en la retina durante el resto de su vida. A menudo, sin saber por qué, y en los momentos más inesperados le volvía a la memoria con la misma claridad como en el instante en que la vio, como si un viejo sordo, tan solitario y alejado del mundo que ni siquiera estaba al tanto de la razón por la que sus congéneres habían abandonado sus hogares, o ni siquiera había reparado en el hecho de que se había convertido en el único ser humano en cientos de kilómetros a la redonda, fuera el símbolo que debería representar, hasta el día de su muerte, el auténtico significado de aquel peligroso viaje.
La mente, tan llena de recuerdos, elige a menudo entre todos ellos uno solo y absurdo para marcarlo a fuego de una forma indeleble, y aquél se instaló para siempre en la mente de alguien que tenía un millón de escenas más importantes que recordar, pero que raramente acudían a su memoria a no ser que conscientemente las reclamara.
Ni los amargos sufrimientos de su infancia, ni el ansiado reencuentro con su hermano, o el brutal impacto que significó ver cómo la tierra temblaba bajo sus pies y toda una ciudad desaparecía en un instante, consiguieron alcanzar en los años futuros tanta fuerza entre sus recuerdos como aquel lejano y desconocido pastor africano.
La razón de tan curioso fenómeno jamás conseguiría averiguarla, al igual que ignoran la mayoría de los seres humanos qué es lo que motiva que, de pronto, una música, un olor, una palabra o una imagen pasen a formar parte de su persona, como si se tratara de sus ojos, su nariz o su boca.
Aquella extraña noche soñó una y otra vez con el negro de la lanza, hasta que le llegó muy clara la bronca voz del salomero:
—¡Hombres a los remos!
—¡Hombres a los remos!
—¡Marineros de agua dulce!
—¡Marineros de agua dulce!
Los cabos se tensaron.
—¡Leones a babor!
—¡Leones a babor!
—¡Elefantes a estribor!
—¡Elefantes a estribor!
Se izaron las anclas.
—¡Y allá delante…!
—¡Y allá delante…!
—¡La muerte y la sangre…!
—¡La muerte y la sangre…!
La fragata y el galeón se encaminaban, metro a metro, hacia la cada vez más cercana fortaleza de Mulay-Alí.
—¡O la risa y la gloria…!
—¡O la risa y la gloria…!
—¡De la gran victoria…!
—¡De la gran victoria…!
Apoyado en la rueda del enorme timón ahora inmóvil, Miguel Heredia se volvió a observar el somnoliento rostro de su hija que acababa de surgir por la puerta de la camareta, y que bostezó ruidosamente al tiempo que contemplaba el cielo color gris ceniza del amanecer, en el que aún no había hecho su aparición ni tan siquiera un primer rayo de sol.
—Los hombres parecen contentos —musitó sonriendo levemente al advertir cómo Celeste se restregaba los ojos con los puños, tal como solía hacer cuando era niña—. Muy contentos.
—Pues no lo entiendo, con lo que les hacen madrugar —replicó con un nuevo bostezo la muchacha—. Que te obliguen a remar a estas horas no es como para dar saltos de alegría.
—Mejor con la fresca que con el sol derritiéndote el cerebro —fue la respuesta—. Y lo que en verdad importa es confiar en quien te manda.
—¿También tú confías? —quiso saber su hija.
—Dentro de la locura que significa plantarle cara a todo un ejército con tan sólo dos barcos y dos medias tripulaciones, no me quejo —admitió el anciano—. Esas mujeres le están echando mucho coraje, y el cura es muy listo. Aunque sé que te revuelve las tripas, la idea de la epidemia nos está despejando el terreno. —Hizo un gesto hacia las lejanas orillas que comenzaban a dibujarse con cierta nitidez al anuncio de un sol que pretendía hacer su aparición por el este—. No se ve un alma, y cuanto más tarden en avisar a Mulay-Alí de nuestra llegada, menos tiempo tendrá de prepararse. —Chasqueó la lengua en un gesto que parecía mostrar su satisfacción—. ¡Dios! —exclamó—. Me gustaría ver su cara en el momento en que descubra que le estamos cayendo por la espalda.
—Recuerda que, según parece, cuenta con casi tres mil hombres —le hizo notar su hija—. Y empiezo a dudar de que tengamos municiones para acabar con todos ellos.
—En ninguna batalla se mata nunca a «todos» los enemigos —replicó Miguel Heredia sonriendo de nuevo—. Lo que tenemos que hacer es matar a los suficientes como para que el resto tenga una buena disculpa para salir corriendo. Por lo que tengo entendido, los «ejércitos» de ese cerdo están formados por mercenarios o esclavos a los que no se les ha dado más opción que alistarse o ser vendidos. —Se volvió, extendió las manos y tomó las de su hija para apretárselas con fuerza al añadir en un tono de profundo afecto—: Sabes muy bien que en un principio me asaltaban dudas sobre la viabilidad de esta aventura y la conveniencia de hacernos a la mar a luchar contra la Trata. —Frunció cómicamente la nariz—. En el fondo, aún conservo ciertas reservas, pero en lo que se refiere a esta acción en concreto, admito que vamos por buen camino: el Rey del Níger tiene los pies de barro; tan de barro como los muros de su fortaleza.
—¡Dios te oiga!
—Tiene que oírme —fue la humorística respuesta—. Llevo demasiados años rezándole sin que jamás me atienda, por lo que creo que ha llegado el momento de que las cosas cambien. Al concedernos la victoria, demostrará que está en contra de que una parte de sus criaturas esclavice a la otra parte, tan sólo porque se le ocurrió hacerlas de un color diferente. —Lanzó un gruñido—. Pero si permites que nos derroten, estará aceptando que en el fondo de su alma también es racista.
Su hija no pudo por menos que observarle de medio lado con manifiesta ironía.
—¡Y eso! —exclamó—. ¿Desde cuándo se te ha pasado por la cabeza la idea de que Dios pueda ser racista?
—Desde que llegué a este continente, o tal vez sería mejor decir que desde el día en que apresamos a la María Bernarda. No hay nada, ninguna razón oculta o ningún incomprensible designio divino que justifique el hecho de que a un ser humano se le pueda hacer sufrir tanto. Por eso estoy convencido de que, si en realidad Dios existe, se habrá dado cuenta de que ha llegado la hora de cambiar las cosas y nos ayudará a aplastar a esos cerdos.
—Me sorprende tu confianza, pero más me sorprende tu peculiar forma de entender a Dios —fue la respuesta—. Personalmente, no creo que tenga la menor idea de lo que está ocurriendo aquí abajo.
—En ese caso, ¿para qué perdemos tanto tiempo con Él? —quiso saber el anciano—. ¿Para qué le rezamos? Si no tiene la menor idea de lo que le está ocurriendo a toda una raza ¿qué idea puede tener de lo que le ocurre a uno solo de nosotros?
—No lo sé —admitió su hija—, y si quieres que te diga la verdad, ni siquiera me lo planteo, al igual que tampoco se lo plantea el Padre Barbas, que tiene muchas más razones que yo para hacerlo. Los conceptos de «Dios» y «esclavitud» son a mi modo de ver tan opuestos que no pueden ni tan siquiera mencionarse juntos. Lo lógico sería que, si existe Dios, no existiese esclavitud, y si existe esclavitud no existiese Dios.
—¡Pero la esclavitud existe y nos rodea…! —puntualizó su padre—. ¿Quiere eso decir que Dios no existe?
—Quiere decir que «lógicamente» no debería existir, pero se trata tan sólo de una lógica humana, no divina. —La muchacha extendió la mano para acariciar amorosamente la blanca barba de su progenitor y besarle con suavidad en la mejilla—. Pero no creo que semejante discusión nos lleve a alguna parte. Si la Iglesia católica y el islamismo aceptan, y en cierto modo alientan, la esclavitud, ¿qué autoridad moral tenemos para plantearnos el tema?
—La que nos concede nuestra propia conciencia, que en el fondo vale más que el islamismo y el cristianismo juntos.
—Eso es muy cierto… —admitió con naturalidad Celeste Heredia—. La conciencia es la única que debe regir nuestros actos, sin confiar en un Dios cuya conciencia tal vez no tenga nada que ver con la nuestra… —Quedó con la vista clavada en un punto de la costa, y sin mirar a su padre, añadió—: Tenemos motivos para confiar en la victoria, pero no puedo olvidar que nos encontramos en un continente inexplorado, y a menudo me asalta la sensación de que en cualquier momento surgirá «algo» que echará por tierra nuestras esperanzas. Recuerda que cuando Sebastián había derrotado a Mombars, éramos inmensamente ricos, y el futuro se nos presentaba maravilloso, llegó súbitamente un terremoto y acabó con nuestra felicidad de un solo golpe.
—No siempre tiene por qué ser así —le hizo notar su padre—. No siempre el destino se empeña en acosarnos.
—Cuéntaselo a esos pobres negros a los que el destino se empeña en acosar desde hace siglos… —Celeste quedó de nuevo con la vista clavada en la orilla, entrecerró los ojos y al fin inquirió—: ¿No es aquél el pastor de ayer por la tarde?
—Lo es.
—Me he pasado la noche soñando con él y ahora parece que nos sigue.
—Supongo que para un aburrido pastor de una perdida región en la que la poca gente que vive ha salido corriendo, debemos constituir todo un espectáculo.
—¿Y qué es lo que apacienta? ¿Búfalos?
—Más bien parecen bueyes, aunque los cuernos se me antojan demasiado largos.
—Pues tiene muchos.
—Muchos, en efecto.
—Eso significa que somos bastante estúpidos.
Miguel Heredia se volvió a mirarla de soslayo levemente amoscado.
—¿Y eso a qué viene? —quiso saber.
—A que tenemos a nuestros hombres comiendo judías y carne seca y remando como mulos, cuando podrían estar disfrutando de unos jugosos chuletones mientras un montón de bueyes tira de los barcos.
—Avisaré al Padre Barbas.
A mediodía, la carne a la brasa de tres enormes cornilargos dejaba escapar un delicioso aroma que, llegaba incluso a la orilla por la que casi medio centenar de sus congéneres arrastraban sin prisas, pero sin pausa, las dos pesadas naves al tiempo que el esquelético pastor parecía haberse convertido en el hombre más rico de este mundo, ya que de su cuello y de sus brazos colgaban toda clase de collares, cadenas, pulseras, piezas de tela, cacerolas y cuanto pudiera ser capaz de cargar un ser humano sin resultar aplastado por el peso.
Sordo y todo, sonreía feliz exhibiendo orgullosamente sus tesoros a cuantos le saludaban desde cubierta, preguntándose cómo era posible que aquella absurda pandilla de blancos trepados en gigantescas casas flotantes fuera tan estúpida como para cambiar tres míseros bueyes por las más fastuosas riquezas que nadie hubiera soñado jamás.
Mientas tanto, cuantos disfrutaban de un pantagruélico almuerzo no podían por menos que preguntarse cómo era posible que alguien fuera tan infantil e ignorante como para cambiar tres hermosos bueyes por un mísero montón de baratijas por las que nadie en su sano juicio ofrecería ni tan siquiera una triste gallina.
Y es que en el fondo aquel trueque, tan beneficioso para ambas partes, no era más que una muestra de las profundas diferencias que separaban a dos mundos que jamás conseguirían entenderse.