5
Al cuarto día de desesperante navegación siguiendo la estela de la hedionda María Bernarda, cuyas fláccidas velas parecían incapaces de enamorar al viento y tan sólo se dejaba impulsar por una suave corriente que la empujaba cansinamente hacia el oeste, comenzaron a hacer su aparición gaviotas y alcatraces que anunciaban la presencia de una costa cercana, aunque en el momento en que todos los ojos se concentraban en intentar distinguirla para dar término a tan fastidiosa travesía, el portugués Silvino Peixe, que se encontraba de vigía en la cofa, anunció bruscamente:
—¡Barco a la vista! ¡Allá…! ¡Por la amura de babor!
La Dama de Plata permitió que la María Bernarda continuara su desesperante marcha sin variar ni un ápice su rumbo, con el fin de poner proa al punto en que, desdibujada por la densa calima, se distinguía la imprecisa silueta de una oscura embarcación.
Pero más que una embarcación, cabría asegurar que lo que flotaba mansamente sobre las tranquilas aguas era el putrefacto cadáver de «algo» que debió ser muchos años atrás un buque negrero de casi mil toneladas de desplazamiento, macizo y poderoso, pero que, ofrecía ahora un aspecto deplorable, con las velas raídas, las vergas astilladas, y los obenques flotando a los costados como fláccidos rejos de una gigantesca medusa, en tan triste estado de desolación y abandono que estremecía tan sólo mirarlo.
Pero sobre todo, ¡sobre todo!, lo que obligó a que un nudo de terror atenazara las gargantas de hasta el último de los presentes, fue el hecho de que al girar en torno a la mísera nave, lo poco que quedaba de la vela mayor se apartó muy lentamente hasta que al fin permitió distinguir el harapo a modo de bandera que colgaba del mástil.
¡Dios santo!
Más que una bandera propiamente dicha se le podría considerar un pedazo de trapo descolorido y tiñoso; parte quizá de una vieja camisa o una ancha falda de matrona, pero fuera cual fuera su tamaño o su origen, tan sólo una cosa importaba en ella…
¡Era amarilla!
¡Santo Dios!
¡Era amarilla!
—¡La Virgen nos proteja! —clamaron cien voces al unísono—. ¡Es amarilla!
¡La Peste!
La Peste; la palabra innombrable a bordo de un navío.
El terror que obligaba a sudar frío a los hombres más valientes.
El espanto sin forma.
La muerte sin remedio.
¡La Peste!
—¡Caña a estribor! —gritó en el acto el veneciano—. ¡Vira en redondo!
—¡Caña a estribor! —repitió como un eco su segundo tras hacer sonar histéricamente su silbato—. ¡Viramos en redondo!
Mostraron la popa avergonzados, mientras todos los ojos se clavaban en las imprecisas formas humanas que a bordo de la macabra nave alzaban los brazos clamando ayuda a un poderoso galeón que huía como perro apaleado ante quienes evidentemente carecían de fuerzas ni para apretar el gatillo de un mosquete.
A través del mayor de los catalejos, Celeste Heredia se esforzó por distinguir al medio centenar de figuras que desde la cubierta de la agonizante nave les hacían señas, pero al poco su vista recayó en la confusa masa gris que pululaba por barandillas, cubiertas y botavaras, pese a lo cual se tomó algún tiempo antes de dar crédito a sus ojos.
¡Ratas!
—¡Mirad eso! —exclamó estupefacta—. ¡O yo estoy loca o son ratas!
Buenarrivo fue el primero en colocar el ojo en el visor y al poco su ronco vozarrón resonó más profundo que nunca.
—¡Tenéis razón! —admitió—. ¡Son ratas! Cientos, ¡tal vez miles de ratas!
Meditó unos instantes y al poco se volvió a su segundo:
—¡La nave al pairo! —ordenó.
Resonó una vez más el silbato reclamando atención:
—¡Arriad el trapo! ¡La nave al pairo!
—¿Y eso…? —quiso saber de inmediato Miguel Heredia—. Deberíamos alejarnos. Se trata de la peste.
—Razón de más para no huir —admitió en tono adusto el capitán—. Se trata de la peste. Pasado el primer momento de pánico, nuestra obligación es asumir que ese barco lleva consigo la plaga más terrible que el ser humano haya conocido. Si consigue alcanzar tierra firme, causará un mal incalculable. —Hizo una significativa pausa, para concluir casi en susurros—: No podemos permitirlo.
—¿Acaso pretendéis decir…? —aventuró Celeste Heredia sin decidirse a continuar una frase cuya sola idea le amedrentaba.
—¡Exactamente, señora! —contestó en tono pesaroso el veneciano—. El viento y las corrientes les arrojarán contra la costa en tres o cuatro días, con lo que esos hombres y esas ratas llevarán la muerte y la destrucción hasta el último confín del continente.
—¿Y acaso pretendéis…?
—¿Hundirlo…? —El diminuto hombrecillo asintió con el ceño fruncido—. Como capitán no lo dudaría un solo instante. —Hizo una corta pausa—. Pero en este caso la decisión es vuestra.
—Pero es que hay supervivientes…
—¡No, señora! ¡No hay supervivientes! —le contradijo el otro—. De momento tan sólo hay «muertos vivientes» que se resisten a expirar, pero que portan los miasmas del mal y los portarán allá donde vayan. Existe una ley no escrita en el mar, señora; la más cruel probablemente, pero también la más humana para cuantos, lejos de él, no tienen culpa de que existan «negreros» que transporten su carga en tan inhumanas condiciones.
—¿Y es…?
—Que se debe impedir a toda costa que cualquier embarcación sospechosa de llevar la peste a bordo, arribe a puerto.
—¿Y «a toda costa» significa…?
—Lo significa todo.
Se habían colocado al pairo de aquella espeluznante nave de muerte de la que no podía distinguirse el nombre ni aun la nacionalidad, a poco menos de una milla a barlovento, para evitar así que la suave brisa les trajera el hedor a cadáver putrefacto, o tal vez los «miasmas» de la peste, y al poco pudieron advertir cómo uno de aquellos desgraciados que agitaban los brazos rogando auxilio se lanzaba de improviso al mar y comenzaba a nadar hacia La Dama de Plata.
Era un magnífico nadador, no cabía duda, puesto que avanzaba con brazadas rítmicas y poderosas, consciente de que en ello le iba su última esperanza de salvación, y le observaron estupefactos puesto que ni la presencia de media docena de tiburones cuyas aletas iban y venían en torno a él parecía preocuparle, obsesionado como estaba por alcanzar cuanto antes su meta.
—¿Qué hacemos, señora? —inquirió al poco un veneciano que parecía otro hombre de tan inquieto que se mostraba.
—Nada.
—No puedo permitir que suba a bordo.
—Lo comprendo capitán, pero no haremos nada. —El hermoso y a menudo risueño rostro de Celeste Heredia semejaba en esta ocasión una máscara de alabastro, blanca, firme, pero con un tenso rictus de amargura en los labios.
—¡Dios me perdone! —musitó al poco—. Pero jamás pude imaginar que algún día desearía que un tiburón devorase a un hombre en mi presencia. —Alzó el rostro hacia Gaspar Reuter, que asistía a la escena impávido y silencioso—. ¿Por qué no le atacan? —quiso saber.
—Tal vez presientan que lleva la muerte dentro. A menudo las bestias poseen un sexto sentido que nos está negado a los hombres.
—¿Incluso los peces?
—¡Son tantas las cosas que ignoramos de los peces…!
Hasta el último hombre de la tripulación se inclinó sobre la borda observando los progresos del nadador, y un rumor de inquietud recorrió la cubierta en cuanto la tripulación abrigó la certeza de que era muy capaz de llegar hasta ellos.
—¡Mátelo, capitán! —aulló una voz anónima—. ¡Mátelo, por favor!
—¡Salva de aviso! —ordenó el veneciano. Retumbó una culebrina, y casi al instante el nadador se detuvo a poco más de cien metros de distancia para alzar de nuevo los brazos y gritar suplicante:
—¡Socorro! ¡Ayúdenme, por favor!
—¡Lo siento, hijo! —replicó haciendo bocina con las manos Buenarrivo—. ¡No podemos ayudarte! ¡Se trata de la peste!
—¡Pero yo estoy sano! —aulló el pobre hombre—. ¡Completamente sano! ¿Es que no lo ve?
—¡Te repito que lo siento, pero no podemos correr riesgos! —Se volvió a su segundo para ordenar en tono pesaroso—. ¡Alejémonos de aquí!
En esta ocasión el oficial ni siquiera hizo sonar su silbato, limitándose a mover levemente la cabeza, con lo que el timonel viró a estribor, media docena de hombres tensaron los foques y La Dama de Plata inició muy poco a poco su andadura huyendo del nadador que había reanudado su esfuerzo y les perseguía como un perro a su presa.
Resultaba sorprendente advertir cómo uno de los buques de línea mejor dotados de su tiempo corría aterrorizado ante un único perseguidor desnudo y desarmado, pero ello se explicaba por el hecho de que en la memoria de la mayoría de sus casi doscientos tripulantes se mantenían frescos los recuerdos de cuantas historias habían oído contar sobre una plaga que tiempo atrás había llevado a la tumba a tres de cada cuatro habitantes de Europa.
Hombre rudos, que habían demostrado amar la guerra, no temer a la muerte, o ser capaces de convivir amigablemente con el hambre, temblaban sin embargo como niños ante la sola mención de la palabra «peste» y por lo tanto no era de extrañar que, para ellos, en aquel desesperado nadador solitario se concretasen las más tenebrosas pesadillas de sus mentes, sin que se sintieran aliviados hasta que a sus espaldas no se distinguió ni tan siquiera el más leve rastro de su perseguidor, que había desaparecido, tal vez devorado por los tiburones, o tal vez derrotado por la desolación y la fatiga.
Tan sólo entonces Buenarrivo se volvió hacia Celeste Heredia.
—¿Y bien? —quiso saber.
La muchacha se estremeció levemente al advertir que docenas de ojos se concentraban sobre ella, deseando descubrir un leve asomo de debilidad en su férreo carácter.
Meditó con las manos cruzadas sobre el halda y la barbilla inclinada sobre el pecho, lanzó un hondo suspiro, y por último señaló:
—Si nos encontramos en el mar debemos cumplir sus leyes, aunque no hayan sido escritas. —Alzó el rostro hacia su padre—. No contaba con tener que enfrentarme a una situación tan amarga, pero supongo que llegarán otras igualmente difíciles y mi obligación también será afrontarlas. —Se volvió al veneciano para añadir, sin que la voz le temblara—: ¡Que lo hundan!
Buenarrivo se dispuso a transmitir la orden, pero el capitán Sancho Mendaña le colocó la mano en el antebrazo y comentó serenamente:
—¡Yo me ocupo! Procuraré que sea un trabajo limpio y rápido.
—¿Babor o estribor?
—Estribor.
Diez minutos después el gigantesco galeón se aproximó muy lentamente al buque negrero, siempre por barlovento, y pese a que desde su cubierta, e incluso encaramados en las escalas y los palos, un puñado de hombres clamaban solicitando compasión, cuarenta cañones dispararon al unísono gruesas granadas que fueron a impactar sobre una carcomida estructura obligándola a saltar en pedazos para comenzar a arder y escorarse de inmediato.
Docenas de hombres, algunos ya destrozados, y millares de ratas, se arrojaron de inmediato al mar, y los tiburones, hasta ese momento indiferentes, iniciaron un furioso festín que probablemente se habría de prolongar hasta las primeras horas de la noche.
La muerte fue mil veces muerte, puesto que fue muerte por plaga, por fuego, por agua, por el ataque de feroces bestias sanguinarias, y por la desesperación de quienes sabían que tenían la obligación de perecer puesto que nadie en este mundo deseaba que viviesen.
Celeste Heredia se puso muy lentamente en pie, se aproximó a la baranda que separaba el castillo de popa de las cubiertas, y cuando abrigó la certeza de que todos los hombres la observaban, comentó con voz trémula:
—Aquellos que alguna vez hayan creído en algo, que me acompañen en una plegaria por el alma de esos infelices. Bien sabe Dios que hubiera preferido salvarlos, pero sabe también que no debíamos hacerlo.
Hasta el último y más incrédulo de los tripulantes de La Dama de Plata inclinó la frente, y cada uno en su idioma le rogó a su dios que intercediera allá arriba por quienes se hundían lentamente en lo más profundo del océano.
Oscurecía ya cuando se colocaron de nuevo a la altura del María Bernarda, y al poco el rapado capitán hizo su aparición en lo más alto del castillo de popa para inquirir a gritos:
—¿Qué ha ocurrido? La respuesta del capitán Buenarrivo fue seca y concluyente:
—¡La Peste!
Pudieron advertir cómo el negrero hacía ostensiblemente la señal de la cruz para desaparecer de inmediato en su camareta y no volver a mostrarse hasta que tres días más tarde ambas naves lanzaron sus anclas frente a la desembocadura del caño Manamo, una de las infinitas bocas por las que el caudaloso Orinoco desemboca en el golfo de Paria.
Era un punto muy próximo a aquel en que, casi dos años antes, Sebastián Heredia desembarcara a los esclavos del Four Roses.
Celeste reunió a su «plana mayor» en el comedor de oficiales con el fin de estudiar el plan de desembarco, no sin antes suplicar a Gaspar Reuter:
—Baja a tierra y trata de ponerte en contacto con un negro llamado Moisés, a quien mi hermano dejó al mando de los libertos. Necesitamos su colaboración. —Se volvió al capitán Mendaña—: Tú te ocuparás de que los esclavos del María Bernarda lleguen sanos y salvos a la playa. Al concluir, que le peguen fuego al barco.
—¿Y la tripulación?
—Atravesar esos pantanos y esas selvas procurando escapar de la venganza de los «cimarrones» no les vendrá nada mal. Sabrán lo que es sentirse acosados.
—¿Les proporciono armas?
—Un machete por cabeza.
Fue curioso de ver cómo casi una veintena de hombres blancos totalmente rapados y vistiendo únicamente un raído pantalón, se agolpaban en la playa, incrédulos ante la idea de que tenían que internarse en la jungla que se abría a sus espaldas con el fin de alcanzar, no sabían cómo ni cuándo, algún remoto villorrio mínimamente civilizado de algún punto escondido de la inmensidad de aquel nuevo continente inexplorado.
Tenían plena conciencia de que sus posibilidades de sobrevivir eran más bien escasas, y por lo tanto remolonearon a la hora de emprender tan incierta y peligrosa aventura, hasta que advirtieron cómo, del que había sido su barco, comenzaban a desembarcar todos aquellos a quienes habían mantenido encadenados durante meses, y que a medida que iban creciendo en número se les iban aproximando con la evidente intención de tomar justa venganza del mal que se les había causado.
Desde el alcázar de popa de su nave, Celeste los observó con ayuda del gran catalejo hasta que, al fin, uno tras otro se internaron definitivamente en la maleza.
—¡Que el diablo les guíe! —mascullo para sí—. Y que les haga padecer al menos la décima parte de lo que han hecho padecer a tantos inocentes.
No les volvió a dedicar ni un pensamiento, pues le constaba que, por cruel que fuera su destino, se lo tenían sobradamente merecido.
Había cambiado mucho Celeste desde que murió su hermano: había cambiado hasta el punto de que a menudo se sorprendía ante su propia transformación, y se preguntaba adónde había ido a parar aquella contagiosa alegría y aquel eterno buen humor que antaño le acompañaba incluso en los momentos más difíciles.
«¡No es tiempo de risas!», se decía cada vez que pensaba en ello. «No es tiempo de risas, ni lo será mientras existan tantos millones de seres que sufren de este modo».
Seis días más tarde Gaspar Reuter regresó a bordo en compañía de un negro gigantesco.
—Yo soy Moisés —dijo—. ¿Es cierto que eres la hermana del capitán Jacaré Jack?
—Lo es.
El hombretón se arrodilló de inmediato, le besó respetuosamente la mano y con la cabeza aún inclinada señaló:
—Tu hermano me concedió la libertad, pero yo siempre me consideraré su siervo más fiel, y por lo tanto lo soy tuyo ahora. ¿En qué puedo servirte?
—No he venido a buscar tu servidumbre, sino tu colaboración como hombre libre. Ésos son tus hermanos. ¡Ayúdales a abrirse camino en estas nuevas tierras!
El hombretón asintió sin vacilar:
—Lo haré, aunque te advierto que no resultará en absoluto sencillo. Los soldados nos persiguen y los nativos nos acosan. Sobrevivir aquí es muy duro, aunque admito que muchísimo menos que hacerlo siendo esclavos.
—Enséñales a ser libres.
—Eso se aprende rápido —fue la respuesta—. Más trabajo cuesta aprender a vivir sin mujeres. Algunos de mis hombres se empeñan en secuestrar nativas, aunque yo trato de hacerles ver que actuando de ese modo nos convertimos en esclavistas y por lo tanto no tenemos derecho a exigir nuestra propia libertad.
—Es una situación difícil, no cabe duda —admitió ella—. Y por desgracia un problema para el que no puedo ofrecerte soluciones. No estoy en condiciones de devolveros a África.
—Nadie quiere volver a África. Allí, pronto o tarde volverían a esclavizarnos.
La muchacha hizo un leve gesto con la cabeza indicando una marca a fuego que el gigante lucía por encima de la tetilla izquierda y que representaba burdamente una especie de corona con la letra «N» debajo.
—¿Qué significa eso? —quiso saber—. Lo he visto en un gran número de cautivos.
—Es el hierro del Rey del Níger —contestó el otro con naturalidad—. Lo primero que hace cuando sus hombres capturan a un esclavo es marcarlo a fuego.
—¡Bárbaro!
—El Rey del Níger es el más bárbaro entre los bárbaros, señora, y el culpable de que la mayoría de nosotros nos encontremos aquí.
—¿A qué tribu pertenece?
—A todas y a ninguna. Es un sucio mulato, hijo de esclava negra y traficante blanco; un maldito renegado que ha conseguido crear un auténtico imperio en el corazón del continente. Aseguran que cuando el demonio se aburre de asar condenados, acude a visitarle para aprender nuevas formas de hacer sufrir a la gente.
—Sea como sea está lejos y ya no puede causaros daño —le hizo notar ella—. Te confío a esas pobres gentes, y procura tratarlos como te hubiera gustado que te trataran al desembarcar en un nuevo mundo. Están perdidos y asustados, y tú ya tienes experiencia de lo que eso significa.
Cuando el negro Moisés hubo desembarcado, Gaspar Reuter, que había sido testigo de la escena sin tan siquiera dignarse a abrir la boca, indicó con un amplio ademán la espesa selva que circundaba la quieta bahía, y las bandadas de ibis rojos que en estos momentos volaban en busca de sus nidos en tierra firme, para comentar con su casi enervante calma habitual:
—Empiezo a tener la impresión de que no solucionaremos nada dedicándonos a liberar esclavos africanos en un continente que desconocen. He visto cómo viven, he hablado con ellos, y te aseguro que muchos se preguntan si el precio que tienen que pagar por esa libertad no resulta excesivo.
—¡Pero ese hombre asegura…!
—No todos son como él —le interrumpió el inglés—. Moisés es fuerte y decidido, y como jefe dispone de una esposa que incluso le ha dado un hijo. Pero he visto a muchos jóvenes al borde de la desesperación que pronto o tarde buscarán mujeres donde sea, lo cual acabará provocando una guerra en la que los nativos llevarán siempre ventajas. No… —insistió convencido—. La solución no es traerlos aquí, sino dejarlos en África.
—¿Aun a riesgo de que vuelvan a ser capturados y revendidos?
—Tendríamos que enseñarles a defenderse —sugirió el otro—. Por lo menos allí están en su tierra.
Celeste tardó en responder, absorta como estaba en la contemplación de un hermoso crepúsculo que le recordaba, por la abundancia de ibis, alcatraces y pelícanos, a aquellos otros de su infancia en Margarita, y por último, y sin volverse a mirarle, inquirió en un susurro:
—Dime una cosa, Gaspar… ¿Crees que estoy loca?
—¡Naturalmente!
—En ese caso, ¿por qué te has embarcado en esta aventura?
—Porque también yo lo estoy —replicó el otro con absoluta convicción—. Y porque tal vez de este modo consiga hacerme perdonar.
—¿Perdonar qué…?
—Mis muchos pecados.
La Dama de Plata se volvió a observarle con extraña atención y por último agitó la cabeza negativamente:
—No creo que seas hombre de muchos pecados —dijo—. Creo más bien que eres hombre de uno solo, pero tan grande, que llevas toda una vida arrepintiéndote.
—Es posible… —admitió el otro con una leve sonrisa—. Pero resulta evidente que los pequeños pecados se olvidan. Los grandes no.
—¿Y cuál es el tuyo? —quiso saber ella—. Desde que te conozco vienes prometiendo que algún día me contarás tu historia, pero jamás lo has hecho. ¿Por qué?
—Quizá se deba a que a los ingleses nos acostumbran desde la infancia a que hablar de uno mismo denota una pésima educación.
—Pero yo no soy inglesa, y me gustaría saber la razón por la que alguien a quien he concedido toda mi confianza, se comporta como tú lo haces.
—¿Realmente me has concedido tu confianza?
—Mi padre y tú sois los únicos testigos de la muerte del capitán Tiradentes. ¿No es esa prueba suficiente?
—Probablemente.
—¿Entonces…?
El otro la observó como si estuviese sopesando los pros y los contras antes de decidirse a relatar unos hechos que habían acontecido hacía ya muchos años. Por último, tras hacer un leve gesto de asentimiento, se acodó en la baranda, de espaldas al mar, y se rascó pensativamente la pronunciadísima barbilla antes de comenzar:
—Soy hijo único, y mi madre murió a poco de yo nacer —dijo—. Mi padre, lord Robert Kindersley, siempre demostró ser un buen hombre, recto y severo, que se ocupó plenamente de mi bienestar y educación hasta que ingresé en el ejército. —Hizo una pausa, como si necesitara tomar fuerzas o aliento para continuar con su relato aunque su voz no cambió en absoluto de tono—. Años más tarde, siendo ya teniente, regresé de un viaje a Italia, y a poco de poner pie en Londres, conocí a una mujer fascinante, Carolaine, con la que viví un mes de amor loco, pero que inesperadamente se esfumó como si se la hubiera tragado la tierra…
Ahora sí que pareció necesitar un valor especial para no interrumpir su relato, y tras dar un pequeño salto para tomar asiento en la baranda, se mordió los labios en un ademán que repetía a menudo…
—¡Me sentí desolado! —musitó apenas, como avergonzado por el hecho de admitirlo—. Hundido en la desesperación y desolado. La busqué por todas partes pero resultó inútil, y al fin, infeliz y desmoralizado, decidí volver a casa, a intentar olvidar mis cuitas en compañía de mi padre. —Chasqueó la lengua como si le costara admitir la realidad—. Le encontré más feliz que nunca porque se había vuelto a casar… —La miró a los ojos—. Y adivina quién era su mujer…
—¿Carolaine…? —inquirió Celeste casi temerosa.
—¡Exactamente! —contestó con rapidez—. Imagina mi asombro y mi desconcierto, puesto que ella fingió no conocerme, y yo, por respeto a mi padre, opté por guardar de igual modo silencio.
—¡Qué casualidad!
—De casualidad, nada —le contradijo el inglés—. Con el tiempo descubrí que todo había sido perfectamente meditado. Carolaine comprendió muy pronto que, a su edad, mi padre nunca la dejaría embarazada, y que la única forma de asegurarse para siempre su futuro pasaba por darle un hijo. Por esa razón me buscó en Londres, me sedujo, y permaneció a mi lado hasta que se convenció de que se había quedado encinta.
—Pero ¿por qué precisamente tú? —fue la lógica pregunta—. ¿Por qué no cualquier otro?
Gaspar Reuter sonrió con ironía al tiempo que se golpeaba repetidamente con el dedo el pronunciadísimo mentón.
—¡Por esto! La barbilla prognática, los ojos muy azules, el pelo rojizo y el cutis pecoso son rasgos predominantes en mi familia desde hace más de trescientos años, y mi padre hubiera dudado seriamente de su joven esposa si le hubiera dado un hijo que no ofreciera «el sello Kindersley». —Sonrió con amargura—. Y ése era un sello que únicamente yo podía proporcionarle.
—¡Hija de puta…!
—Tú lo has dicho. La muy hija de puta lo había calculado con matemática precisión. Pero no acaba ahí la cosa.
—¿Qué ocurrió?
—Un año más tarde, ya nacido el niño y sin que mi padre abrigara la más mínima duda sobre la sangre que corría por sus venas, aunque ni remotamente sospechara que esa sangre le había llegado a través de mí, Carolaine me mandó llamar con la aparente intención de pedirme perdón y conseguir algún tipo de acuerdo que facilitara la convivencia familiar. Acudí a la cita, pero apenas había penetrado en sus aposentos, comenzó a gritar pidiendo auxilio, se rasgó el vestido, se golpeó contra la pared, y cuando llegaron los criados me acusó de haber intentado violarla.
—¡Maldita bruja! ¡No puedo creerte!
—¡Pues créeme tú, ya que mi padre no lo hizo! ¡La creyó a ella, ordenó que me echaran de casa, me desheredó y no quiso volver a verme nunca!
—¡Dios bendito! ¡Pero esa mujer es un monstruo!
—¡Y que lo digas! Dos años más tarde mi padre murió en extrañas circunstancias y Carolaine se apoderó de todos los bienes de la familia Kindersley, ya que su hijo era el único heredero legal.
—Y tú, ¿qué hiciste?
Gaspar Reuter se tomó de nuevo un largo tiempo para replicar, saltó de su asiento, se volvió a observar las sombras que se iban apoderando del mundo, y sin mirarla, como si él mismo se negara a admitir lo que iba a decir, musitó:
—Una noche volví al castillo en el que me había criado y del que por lo tanto conocía todos los recovecos, me introduje sigilosamente por las caballerizas, llegué a sus aposentos, la saqué a rastras, y la ahorqué del viejo roble bajo el que mi padre solía sentarse a leer.
—¡Santo cielo! Es una barbaridad, pero se lo había ganado a pulso…
—¡Supongo que sí…! Aunque nunca he sabido si hice bien o mal al tomarme la justicia por mi mano. Lloraba, pataleaba y suplicaba mientras los criados observaban la escena sin decidirse a intervenir, porque en el fondo comprendían lo justas que eran mis razones. Cuando todo hubo acabado, le pedí a mi vieja ama de cría que se ocupara del niño, ya que era mi hijo, y por lo tanto un Kindersley con pleno derecho al título y la fortuna familiar, me cambié el nombre, y me embarqué rumbo a Jamaica. —Lanzó un hondo suspiro—. De eso hace ya más de veinte años.
—Es una triste historia —repuso la muchacha—. Cruel, triste y amarga. ¿Qué ha sido de tu hijo?
—Por lo que sé de él, vive rico, feliz y sin problemas, aunque odia a muerte al «hermanastro» que asesinó a su madre, sin saber que en realidad se trata de su padre.
—¿Nunca se te ha pasado por la cabeza la idea de volver y contarle la verdad?
—¿Y qué obtendría con ello? ¿Que en lugar de odiarme a mí odiara a su madre? Se considera hijo legítimo de un noble anciano y una virtuosa muchacha que defendió su honor de los lascivos ataques de un pariente vicioso. ¿Crees que es justo que averigüe que en realidad es hijo ilegítimo de un asesino confeso y una malvada sin escrúpulos? ¡No! —negó convencido—. Yo no lo creo justo, ni creo que eso contribuyese a hacerle más feliz.
—¿Y no te importa que te odie?
—En absoluto, puesto que sé muy bien que las razones de su odio son erróneas. Y yo le quiero. Al fin y al cabo, es mi hijo.
—Triste resulta saber que tu propio hijo te odia sin razón. ¿Has tenido algún otro?
—No, que yo sepa. Como comprenderás, tras semejante experiencia mi concepto de las mujeres deja mucho que desear.
—No todas son así.
—¡No, desde luego! —admitió el inglés—. Como contrapartida, estás tú, y supongo que habrá otras de igual modo dignas de respeto, pero por lo que a mí se refiere prefiero mantenerme al margen.
—¿Me permites una última pregunta? —añadió ella.
—¡Si es la última…!
—¡Lo será! —Hizo una cortísima pausa, e inquirió con manifiesto interés—: ¿La amabas aún en el momento de ahorcarla?
—La odiaba —fue la seca respuesta—. Pero lo que sí puedo decirte es que, si el deseo es una forma de amar, en ese momento hubiera dado cuanto me quedaba de vida por pasar una sola noche en sus brazos.
Pareció dar por concluida la conversación musitando una banal disculpa sobre urgentes obligaciones, y Celeste le observó mientras descendía hacia la cubierta principal, preguntándose qué clase de sentimientos anidarían en el alma de alguien que se había visto obligado a ejecutar a una mujer que tanto significara en su existencia.
Recorrió luego con la mirada a las docenas de hombres que iban y venían preparando la nave para una noche que se aproximaba ya como un aguilucho de negras alas, y trató de hacerse una idea de cuántos de ellos arrastrarían una historia de igual modo desdichada, puesto que la dotación de La Dama de Plata se encontraba conformada por seres de las más diversas razas, procedencias y nacionalidades, que por una u otra oscura razón habían acabado por recalar en la ciudad más viciosa del mundo, y bajo cuyas ruinas había quedado enterrada la mayor parte de cuanto alguna vez poseyeron.
Buscavidas, proxenetas, jugadores, ladrones y algún que otro pirata que había conseguido superar la criba impuesta por Celeste conformaban un grupo harto importante dentro del conjunto de honrados marinos o simples aventureros que se habían sumado a la empresa, y eran aquéllas unas gentes de las que se podía esperar cualquier cosa —en lo bueno y en lo malo— y a la que había que mantener bajo una férrea disciplina si no se quería correr el riesgo de que el enorme navío acabara por convertirse en un gigantesco manicomio.
Con más de mil toneladas de desplazamiento, cinco pisos superpuestos, e incluso siete si se contaban el alcázar de popa y la toldilla, las diferentes cubiertas, sollados y bodegas de la enorme embarcación ofrecían tal cantidad de recovecos, cubículos y escondrijos, que resultaba del todo imposible controlarlos, o diferenciar aquel en el que se estaba librando una inocente partida de dados, de aquel otro en el que tal vez se conspiraba con intención de tomar por la fuerza el mando de la nave para dedicarla nuevamente a la rapiña.
Era cosa sabida que «los buenos tiempos» de la piratería caribeña habían desaparecido junto a los restos de Port-Royal, pero también era cosa sabida que el casi desconocido océano Pacífico ofrecía un hermoso futuro a quien tuviese el coraje de adentrarse en una infinita extensión de agua que ocupaba casi la tercera parte del planeta, para aguardar allí el paso de las abarrotadas naves que hacían la ruta desde las costas de México, Perú y Panamá hasta las de la China, Japón y Filipinas, en un continuo y arriesgado trasiego de oro, plata, perlas, sedas, especias y porcelanas, tan importante o más que el de cien años atrás entre España y las Antillas.
El océano Austral constituía un auténtico misterio para los navegantes de finales del siglo XVII, entre los que se murmuraba que existía todo un continente inexplorado allá en las antípodas, y debían ser muchos los amantes del riesgo que sin duda opinaban que dedicar un barco tan hermoso como La Dama de Plata a merodear por dichas aguas debía resultar sin duda mucho más productivo que dedicarlo a la ingrata tarea de liberar esclavos.
—Hay que estar muy atento —repetía una y otra vez el capitán Buenarrivo a la hora de la cena en el amplio comedor de oficiales—. «Orejas largas y ojo avizor» al más leve rumor de rebelión, porque este galeón es un pastel demasiado apetitoso y a más de uno de esos malditos «mascalzones» les encantaría zampárselo.
—De momento no parece que haya el más mínimo síntoma de agitación —le hacía notar Sancho Mendaña, que solía estar en relación muy directa con el conjunto de la marinería dado que dedicaba largas horas a las prácticas de tiro.
—«De aguas tranquilas nacen los huracanes» —replicaba el otro con su ronco vozarrón que retumbaba en la amplia estancia como un trueno—. «Capitán que se duerme, se lo lleva la corriente».
—¿Capitán o camarón?
—¡Qué más da capitán que camarón! —replicaba en tono impaciente el veneciano—. Lo que importa es mantener la disciplina, y al primero que se agite pasarlo por la quilla. —Por último acostumbraba a sonreír bajando, mucho la voz, para concluir—: Por más que lo hayamos fumigado y desinfectado, este barco continúa apestando a pirata.