9

Jean-Claude Barrière, al que hacía ya muchos años que nadie se atrevía a llamar así, estaba furioso.

Y cuando Mulay-Alí se enfurecía, miles de hombres, mujeres y niños temblaban.

Y lo peor del caso estribaba en el hecho, poco frecuente, de que los violentos y temibles arrebatos de ira de Mulay-Alí, se encontraban en esta ocasión plenamente justificados.

Manejaba un imperio, pero dicho imperio se sustentaba sobre la base de un fluido intercambio comercial mediante el cual sus hombres conseguían esclavos en el corazón de África y los conducían a la costa, donde unos ansiosos capitanes negreros se disputaban tan preciada mercancía abonando en ocasiones más de cien veces su valor inicial.

Con ese dinero mantenla su ejército y pagaba a los reyezuelos que organizaban las guerras que le proporcionaban la mercancía humana, al tiempo que aumentaba el número de sus concubinas y el tamaño de su hermosa ciudadela, que llevaba camino de convertirse en el enclave humano más importante de la margen derecha del Níger.

Pero he aquí que ahora, en la antaño frecuentada costa, no se agolpaban las naves aguardando esclavos, nadie pagaba por ellos y, como no podía devolverlos a sus lejanos lugares de origen, se veía obligado a alimentarlos día tras día, sin que nadie fuera capaz de asegurarle cuándo volverían a fondear en las tranquilas radas los anhelados compradores.

Y un esclavo joven y fuerte comía mucho.

Y si no se le alimentaba bien, pronto dejaba de ser fuerte.

Y si ya no era fuerte, el día de mañana nadie pagaría ni una guinea por él. Y la guinea de oro era la moneda que acuñaban los ingleses para abonar con ella el precio de un esclavo guineano.

Mantener durante meses a más de dos mil muchachos a la espera de que quizá algún día regresaran los negreros constituía a todas luces un negocio ruinoso, y Jean-Claude Barrière no estaba acostumbrado a los negocios ruinosos.

De su padre, el diminuto, astuto y cruel Gaston Barrière, había aprendido, siendo casi un niño, que en el difícil negocio de la Trata, la única regla válida era la de procurar ganar muchísimo dinero aunque fuera pasando sobre el cadáver de su propia madre.

Mulay-Alí nunca conoció a su madre, pero siempre sospechó que su padre, Gaston Barrière, la vendió, como una esclava más, en el momento en que se cansó de ella.

Y es que, a decir verdad, Gaston Barrière había vendido a todas sus amantes, e incluso a la mayor parte de sus hijos.

¡Tenía tantos!

Gaston Barrière había llegado en la primavera de 1642 a la maciza y majestuosa Casa-Mar como administrador plenipotenciario de la Compañía Marsellesa del África Occidental, y desde el momento mismo en que desembarcó en su resbaladiza escalinata de piedra, debió decidir que nadie le sacaría de allí más que muerto.

Y es que por aquel tiempo Casa-Mar era aún una construcción moderna e impresionante; un auténtico castillo medieval alzado a pico sobre las olas que batían furiosas contra su espalda, y sobre las tranquilas aguas de la inmensa bahía que se abría ante ella, ya que había sido levantada sobre un altivo islote solitario que dominaba, como un vigía natural, la tan deseada Costa de los Esclavos.

Fortines semejantes habían sido edificados por franceses, holandeses, ingleses y portugueses a todo lo largo de las costas africanas, desde los límites del desierto a las espesas selvas de Angola, pero ninguno ofrecía tantas facilidades para la trata de negros como Casa-Mar, ni ninguno un emplazamiento tan perfecto.

Con gruesos y lisos muros de más de treinta metros de altura erizados de troneras por las que asomaban las amenazadoras bocas de más de medio centenar de cañones de grueso calibre, ni toda una escuadra, ni aun un ejército de suicidas, hubiera conseguido poner siquiera pie en la inexpugnable fortaleza, por lo que Casa-Mar era en sí misma un minúsculo reino.

El ladino y ambicioso Gaston Barrière lo entendió así de inmediato, por lo que no tardó más que un año en romper sus vínculos con la casa matriz «coronándose» como único e indiscutible monarca de la roca, ya que a cuantos se mostraron dispuestos a secundarle los corrompió, y a cuantos hicieron el más mínimo ademán de oponérsele los arrojó desde lo alto de los muros para divertirse observando cómo los despedazaban los tiburones.

Por último, envió emisarios a los reyezuelos y tratantes árabes del interior del continente, puntualizando que estaba dispuesto a pagar el doble de lo que se pagaba con anterioridad por los esclavos, y que además abonaría una jugosa cantidad en metálico por toda linda virgen que se incluyera en el lote.

En los años que siguieron, miles de jóvenes esclavos pasaron por los «almacenes» de la grandiosa factoría, y centenares de tiernas adolescentes pasaron del gigantesco lecho del corso a los de sus incondicionales y agradecidos «súbditos».

Fueron tiempos gloriosos. Las naves llegaban de Europa cargadas de vinos, ron, muebles, vajillas de plata, guineas de oro, lujosos vestidos y todo cuanto un ser humano pudiera desear, para partir con las bodegas rebosantes de «Madera de ébano» de primera calidad, tras un par de semanas de sexo, risas y alegría en los fastuosos salones de una en apariencia austera fortaleza, cuyo interior más bien semejaba un disparatado lupanar.

En aquel podrido ambiente nació y se crió el que con el tiempo llegaría a ser todopoderoso Rey del Níger; un mundo en el que proliferaban los hombres borrachos, las mujeres desnudas y las parejas que hacían impúdicamente el amor en cualquier parte; un mundo de decadencia, corrupción y colectiva locura, en el que tan sólo se imponían dos reglas de oro: siempre debía haber diez hombres de guardia en la inexpugnable azotea, y nunca se debía permitir que las reservas de agua dulce descendieran de un determinado nivel.

En este último detalle el viejo Gaston Barrière se mostraba tan estricto e irreductible, que la única entrada al inmenso aljibe tallado en la roca que ocupaba toda la parte inferior de la fortaleza se encontraba en el centro mismo de su dormitorio, y nadie tenía acceso a ella bajo ninguna circunstancia.

Los techos tenían que estar siempre barridos, y los canalones limpios y expeditos para que la lluvia corriera libremente hacia el aljibe, y si al principio de la estación seca éste no se encontraba lleno a rebosar, los «negros» de la casa se veían obligados a ir a buscar agua a los ríos de la costa, puesto que si a algo le tenía terror el corso era a la idea de que llegara un día en que pudiera faltarle su adorada agua de lluvia.

—En África, la muerte se esconde en el agua —repetía una y otra vez de forma obsesiva—. La muerte se esconde en el agua, pero a mí ese agua nunca me matará.

Lejos de la costa y sus mosquitos, con un clima relativamente agradable gracias a la suave brisa marina y a una inteligente construcción a base de gruesos muros y angostas troneras que permitían circular libremente el aire, la vida en Casa-Mar nada tenía en común con la vida en el continente, por lo que el decidido corso parecía más que dispuesto a conseguir que su reino continuase siendo, como en realidad era, una isla alejada del mundo.

Y durante las horas más calurosas de los más calurosos días, cuando ni siquiera la más leve brizna de viento refrescara el interior de su inmenso «palacio», se encerraba en su alcoba, levantaba la cuadrada trampilla protegida con un grueso candado que daba acceso al aljibe, dejaba caer una escala de cuerda y se sumergía hasta el cuello en un agua dulce, helada y limpia en la que le gustaba permanecer hasta que las yemas de los dedos se le arrugaban.

—¡Esto es vida! —solía mascullar mientras se adormilaba con la nuca apoyada en la escala—. ¡Esto es vida!

Y le agradaba doblemente el baño, puesto que en el fondo de ese aljibe guardaba celosamente las miles de guineas de oro que había ido atesorando a lo largo de toda una vida de comerciar con seres humanos.

Flotar sobre ellas le producía una morbosa satisfacción y de igual modo le fascinaba hacer descender un farol hasta rozar la superficie de las cristalinas aguas, de tal forma que el dorado brillo de la ingente cantidad de monedas que se desparramaban por el fondo se reflejara, multiplicándose en mil maravillosos destellos, sobre las paredes de negra roca.

Dormía luego sobre sus más preciadas riquezas —agua y oro— convencido como estaba de que mientras fuera dueño de ambas cosas, ningún mal podría acecharle.

Su hijo Jean-Claude —¡tantos había tenido con tantas mujeres diferentes!— alcanzó un buen día la pubertad, consciente de que nadie significaba absolutamente nada para su avaro progenitor, y él mismo no era más que uno de los incontables chicuelos zarrapastrosos que pululaban por patios y terrazas a la espera de que algún día, en uno de aquellos múltiples momentos en los que la mente de su padre se nublaba por efectos del alcohol, el miserable tirano le vendiera a cualquiera de los ansiosos capitanes negreros con los que solía compartir sus largas y ruidosas francachelas.

Había visto cómo muchos de sus hermanastros emprendían el largo viaje sin retorno, y cómo sus hermanastras que se encontraban ya «demasiado usadas» eran regaladas a los marineros o abandonadas a su suerte en la costa, por lo que jamás se hizo ilusiones respecto a su futuro, pese a que en más de una ocasión el mismísimo Gaston Barrière hubiese asegurado que se trataba de «su hijo favorito», puesto que había nacido con la piel algo más clara que el resto.

Cuando en cierta ocasión el sucio mocoso se atrevió a preguntar dónde se encontraba su madre, el desconcertado corso se limitó a observarle como podría haber mirado a un chimpancé que de repente hubiese roto a hablar.

—¿Y cómo diablos quieres que lo sepa? —fue la agria respuesta—. No era más que una negra.

Mulato o negro, no existía en verdad diferencia, y si existía poco importaba a los amos de Casa-Mar, todos blancos, la mayoría franceses, y hasta el más mísero e ignorante convencido de que el cabello liso y la tez clara le convertía en un semidiós en aquel perdido rincón de un continente de malolientes bárbaros.

Debido a ello, y plenamente seguro de que su futuro pasaba por las bodegas de una bricbarca negrera, una calurosísima mañana que había seguido a una noche de ron y mujeres especialmente agitada, Jean-Claude Barrière aprovechó el momento en que su padre acudía a despedir al bronco capitán con el que había compartido tan magnífica velada para introducirse en su inmenso dormitorio ocultándose en el arcón en que solía guardar los lujosos ropajes que reservaba para las fastuosas ceremonias con que en ocasiones pretendía impresionar a sus huéspedes.

Aguardó pacientemente a que el agotado anciano regresara, cerrando como siempre la pesada puerta de cedro a sus espaldas, y contuvo el aliento hasta que al fin escuchó el inconfundible chapoteo del agua al ser agitada.

Se deslizó entonces con todo sigilo fuera de su escondite, se arrastró como una serpiente hasta la entrada del aljibe y asomó apenas la cabeza oteando hacia abajo.

Allí estaba el odioso viejo, flotando de espaldas, con los ojos cerrados y la nuca apoyada en la escala de cuerda, disfrutando de su oro y su agua, y permitiendo que los vapores de la feroz borrachera abandonaran poco a poco su mente.

En silencio, el futuro Rey del Níger extrajo de la cintura un afilado machete y con todo cuidado fue cortando muy despacio los dos extremos de la escala.

Cuando ésta cayó al vacío, Gaston Barrière alzó el rostro, súbitamente despejado.

—¿Qué ocurre? —inquirió alarmado, y al observar cómo el rapaz le contemplaba desde lo alto, añadió con acritud—: ¿Qué coño haces ahí?

—Impedir que me vendas —fue la respuesta.

—¿Quién ha dicho que voy a venderte? —quiso saber el otro.

—Nadie —admitió su hijo—. Pero no necesitas decirlo, ya que dispones a tu antojo de la gente. —Le guiñó un ojo con picardía al tiempo que se inclinaba para apoderarse del otro extremo de la trampilla—. Pero eso se acabó.

—¿Qué vas a hacer?

—Dejarte ahí dentro hasta que te ahogues, aunque, según tú, el agua es vida.

—¿Serás capaz de asesinar a tu propio padre? —fingió escandalizarse Gaston Barrière en un desesperado intento de salir con bien de tan difícil trance.

—¡Naturalmente! —fue la sincera respuesta—. Y te juro que jamás volveré a matar a nadie con tanto placer.

—¡Te veré en el infierno! —Puedes estar seguro. Cerró, dejándole sumido en las tinieblas, echó el pesado cerrojo, ajustó el candado y escondió en un jarrón la llave.

Luego se encaminó sin prisas a una pesada mesa de caoba, abrió un pequeño cajón y se apoderó de las dos hermosas pistolas de cachas de nácar que el tirano solía lucir cuando quería demostrar la magnitud de su poder.

Con ellas en la mano se encaminó a la habitación en que roncaba el segundo en el mando de la Casa, un libidinoso turco de cara de grulla, le colocó un cojín sobre la cara y le voló los sesos.

En un estrecho pasillo se topó de frente con un gordo y mantecoso danés al que abrió en silencio las tripas de un machetazo, y a dos griegos que se cruzaron poco después en su camino los degolló por la espalda sin darles tiempo a reaccionar.

A continuación trepó de puntillas por la empinada escalinata de piedra, para atrancar por dentro la gruesa puerta de hierro que daba acceso a la azotea, y por último reunió a una docena de sus hermanastros para conducirlos hasta la armería, donde les entregó un fusil a cada uno.

—Ahora somos los amos —dijo—. ¡Acabad con los blancos!

No quedó ni uno vivo, aunque los últimos, los diez centinelas de la azotea, se hicieron fuertes en ella, hasta que al tercer día la sed les obligó a lanzarse al vacío en un absurdo intento de ganar a nado la lejana costa.

La fatiga y los tiburones dieron buena cuenta de ellos.

Fue así como acabó la tiranía del Rey de Casa-Mar y comenzó la de su hijo, el futuro Rey del Níger, ya que el hecho de haber aniquilado a sus amos no significó, en absoluto, que los hermanos Barrière tuvieran la más mínima intención de poner fin al productivo tráfico de esclavos.

Para ellos, y pese a tratarse de mulatos que apenas se diferenciaban gran cosa en el color de la piel de sus vecinos de la costa, los «negros» continuaban siendo una valiosa mercancía que los capitanes blancos estaban dispuestos a pagar sin importarles qué color de piel tenía quien se los vendiera, y por lo tanto Casa-Mar continuó siendo un centro de intercambio tan importante como lo fuera en vida de su aborrecido padre.

Lo único que cambió fue la forma de pago de la preciada carne humana, puesto que ya Jean-Claude Barriere no exigía delicados vinos, lujosos vestidos, vajillas de plata o pesados muebles, sino únicamente monedas de oro o las mejores y más modernas armas que pudieran encontrarse en el mercado.

Al cumplir los diecisiete años aún no había puesto el pie en tierra firme, ni había visto de cerca un árbol, pero se estaba preparando a conciencia para el día en que decidiese lanzarse al asalto de todo un continente.

Era un muchachito ambicioso y listo.

Tan ambicioso y listo, que comprendió muy pronto que la Trata se encontraba en manos de capitanes blancos y mercaderes árabes, y como resultaba evidente que jamás podría transformarse en capitán blanco, pero un gran número de negros de raza fulbé, convertidos al islamismo, eran considerados como iguales por los mercaderes árabes, decidió que había llegado el momento de declararse públicamente ferviente discípulo de Alá.

Fue así como de la noche a la mañana pasó a exigir que le llamaran Mulay-Alí, siervo de Alá el Grande, Único y Misericordioso, y azote de infieles.

Y en su apasionada conversión arrastró consigo a la mayor parte de sus hermanastros, esbirros, esposas y concubinas, puesto que una de las primeras decisiones que tomó en el momento de hacerse con el poder fue arrojar al mar las barricas de vino de su padre, pero no a sus amantes.

Poco después mandó venir de la lejana Ibadán a un conocido santón al que colmó de riquezas a cambio de sabiduría, y por último le pagó su peso en oro a un coronel escocés, con el fin de que adiestrara en las artes de la guerra a unos «voluntarios» que se veían obligados a desplegarse en los estrechos límites de la almenada azotea.

El escocés, que había sido degradado el mismo día en que se demostró que le gustaban mucho más los soldados que el ejército, había acudido a África atraído por el aroma de carne joven y «apetitosos corderitos negros a la espera de que los devoren», por lo que vio el cielo abierto ante la oportunidad que se le brindaba de tener al alcance de la mano toda la carne joven y todos los corderitos negros que pudiera desear.

Alto, grueso, casi inmenso y en verdad ridículo con su faldita a cuadros, su inmaculada blusa blanca y un enorme turbante de color violeta que solía anudarse con un pomposo lazo al estilo de las matronas yorubas, el ex coronel Ian Maclein se convirtió de inmediato en la primera «madraza» blanca de las muchas que siglos más tarde tomarían África al asalto, pero demostró desde el primer momento que conocía a fondo su oficio, y que cuando dejaba de «pasearse» a cuatro patas para erguirse mostrando su envidiable estatura, era en verdad un hombre de pelo en pecho.

Su fusta, curtida al sol de una larga cola de rayamanta, sus enormes manazas y las bruñidas pistolas que lucía al cinto y que disparaba con endiablada puntería, impusieron en cuestión de días la más férrea disciplina entre los «soldados» que Mulay-Alí solía «reclutar» entre los esclavos, ya que para estos últimos, la elección entre ser marcados a fuego en el pecho y embarcados rumbo a un mundo desconocido del que jamás nadie volvía, o ser marcados en el antebrazo y, pasar a formar parte de la elite de una futura fuerza expedicionaria bien armada y mejor alimentada, no ofrecía grandes dudas.

Como al propio tiempo el ladino mulato se había preocupado de ir acumulando todo tipo de información sobre cuanto habría de encontrar en «tierra firme» por el sencillo método de interrogar sin miramientos a los esclavos, o sonsacar con argucias a los tratantes árabes, a los dos años de la terrible muerte de Gaston Barrière, su hijo se encontraba en disposición de abandonar al fin la pelada roca en la que había transcurrido hasta esos momentos su difícil existencia.

Fletó media docena de naves negreras de las que habían acudido a buscar mercadería y exigió que le desembarcaran en las abiertas playas de Cotonou, desde donde cayó, como un halcón, sobre el desprevenido poblado lacustre de Ganvié, cuyo poderoso rey, Kujami-Sawani, ni siquiera podía imaginar que un millar de hombres magníficamente armados se precipitarían de improviso sobre la que estaba considerada como la ciudad más segura del continente.

Y es que Ganvié, alzada sobre pilotes como una rudimentaria Venecia en el centro mismo de un lago tapizado de altos cañaverales que lo convertían en un dédalo de recodos y canales, tenía justa fama de ser uno de los lugares más inaccesibles del planeta, al que ningún enemigo podía aproximarse ni tan siquiera hasta el punto de distinguir de lejos sus altivas edificaciones.

No obstante, una nutrida armada de largas piraguas patroneadas por veinte esclavos de su propio pueblo que Kujami-Sawani había vendido tiempo atrás a un mercader «hausa», sortearon sigilosamente los mil vericuetos de la enorme laguna, y se plantaron frente a la hermosa ciudad lacustre en el momento en que la práctica totalidad de sus habitantes dormía plácidamente bajo el tórrido calor de un agobiante mediodía.

Fue una auténtica masacre.

A las tres horas, la sangre de doscientos guerreros yorubas teñía de rojo los canales de la ciudad, y el antaño altivo y poderoso Kujami-Sawani colgaba cabeza abajo de la viga principal de su rústico palacio observando impotente cómo sus treinta mujeres y sus cuarenta y cinco hijas eran repetidamente violadas y golpeadas por una brutal pandilla de salvajes.

Al día siguiente, Mulay-Alí ordenó que lo arrojaran a una gran jaula que se alzaba justo sobre la superficie del agua, y en la que una veintena de hambrientos cerdos gruñían y chillaban.

Kujami-Sawani tardó casi media hora en expirar, lo hizo cuando ya gran parte de su cuerpo se encontraba en los estómagos de las bestias, y aún hoy, tres siglos más tarde, se recuerda su muerte como la más terrible agonía que tuviera jamás un rey de la región.

A partir de ese día el poblado lacustre de Ganvié se convirtió en la primera capital del naciente imperio de Mulay-Alí, cuyos ejércitos, siempre al mando del eficaz y expeditivo Ian Maclein, se fueron internando más y más en los territorios circundantes, de donde regresaban empujando ante sí largas hileras de negros encadenados.

Se permitía elegir su futuro a los más idóneos, se cambiaba el resto por oro, fusiles, pólvora y cañones, y se iniciaba de inmediato una nueva razzia, lo que acabó por conducirles a las mismísimas orillas del Gran Níger.

—Aquí está el futuro —sentenció el astuto escocés en cuanto recorrió con la vista la inmensa vía de agua—. Si continuamos en Ganvié‚ nunca seremos más que cazadores de esclavos, pero si nos establecemos aquí levantaremos un auténtico imperio, ya que ésta es la arteria por la que fluye la vida de la región.

Mulay-Alí tardó cuatro meses en decidirse a abandonar el mundo acuático de Ganvié‚ en el que se sentía a gusto, y cuando al fin dio el primer paso lo hizo empujado por el convencimiento de que si no lo daba, su propia gente acabaría por abandonarle a su suerte en su frágil reino lacustre.

—Cuando un hijo crece, tenemos que proporcionarle nuevas sandalias —le hizo notar aquel sabio santón que se había traído de Ibadán—. Y si no crece, pronto se anquilosa y muere. Si en verdad quieres ser rey, ponte al frente de tus ejércitos y avanza. Si no lo haces, otro avanzar por ti.

—¿Quién?

—¿Qué importa quién? —masculló de mala gana el anciano—. Cuando alguien es tan estúpido como para dejar escapar el poder, siempre hay otro dispuesto a apoderarse de él, y por definición, la traición jamás llega de aquel de quien sospechas, sino de aquel que menos imaginas.

—Supongo que a mi viejo jamás se le pasó por la cabeza la idea de que sería «su hijo preferido» el que le encerrara en su propio aljibe —admitió Jean-Claude Barrière sonriendo muy levemente, cosa extraña en él, para inquirir, como si estuviera refiriéndose a algo que carecía por completo de importancia—. ¿Crees que se ahogó, o que murió de frío?

—Ni una cosa ni otra —sentenció el anciano—. Murió porque Alá decidió que había llegado su hora.

—Fui yo quien le encerró allí dentro.

—Pero Alá quien le quitó la vida. ¡Recuérdalo! Si Él no quiere que alguien muera, ni siquiera tú puedes matarle.

—¿Y qué ocurriría si en este mismo instante te cortara la cabeza?

—Que estarías cumpliendo Su voluntad, puesto que eso significaría que ha dispuesto que éste sea el último día de mi vida.

—En ese caso, yo no tendría que responder por tu muerte, ya que me vendría ordenada.

—Alá no ordena. Te concede libertad para actuar, pero como lo sabe todo, sabe cuál va a ser tu comportamiento.

—Entonces, ¿sabe si voy a marchar o no sobre el Níger?

El anciano asintió, seguro de sí mismo.

—Lo sabe.

—¿Y tú? ¿También lo sabes?

—También.

—¿Acaso Alá te lo ha revelado?

—En absoluto. Me lo has revelado tú. Si después de tanto tiempo no supiera cómo vas a reaccionar, no tendrías razones para mantenerme a tu lado.

—No me gusta la idea de que alguien, ni siquiera tú, sepa de antemano lo que voy a hacer —sentenció Mulay-Alí—. Me vuelve vulnerable.

—Más vulnerable me vuelve a mí —replicó el otro.

El mulato observó con curiosidad a su viejo maestro, analizó con especial detenimiento el auténtico significado de tal respuesta, y por último dejó escapar una corta carcajada.

—¡Razón tienes! —admitió—. ¡Mucha razón!

Una semana más tarde sus «ejércitos» abandonaron el poblado lacustre de Ganvié para iniciar una larga marcha a través de selvas, ríos, pantanos, montañas y praderas, aunque evitando en lo posible enfrentarse a las bien pertrechadas tropas del poderoso rey de Abomey, así como aproximarse a las populosas ciudades de Ibadán y Benín, por expreso deseo del santón.

Los hombres de Mulay-Alí, a cuya cabeza solía marchar el escocés Ian Maclein seguido de media docena de gaiteros indígenas a los que en Edimburgo habrían ahorcado bajo la acusación de crímenes de «lesa música», se fueron abriendo paso a sangre y fuego por las tierras de los yorubas y más tarde de los ibos, aprovechando el viaje para apoderarse del mayor número posible de esclavos y exigir a los jefezuelos locales fidelidad absoluta al que parecía destinado a convertirse en monarca indiscutible de la región.

Cinco mil guerreros magníficamente pertrechados y sesenta cañones de mediano calibre, que casi siempre se veían obligados a transportar a hombros, constituían a decir verdad una formidable fuerza que no iba dejando a su paso más que campos arrasados, pueblos incendiados y familias destruidas, ya que los jóvenes eran encadenados de inmediato mientras que los ancianos o los niños morían o se les abandonaba a su suerte dependiendo del humor de que se hubiera despertado esa mañana el mulato.

Cuando la agotadora marcha, cargando cañones o cajas de municiones, derrengaba a los porteadores obligándoles a rodar por el suelo completamente exhaustos, Mulay-Alí ordenaba que se les introdujera una guindilla picante en el ano con el fin de que se pusieran en pie en el acto, y si con tan expeditivo y feroz remedio no se obtenían resultados, indicaba que se les cortara el cuello de un seco machetazo.

La historia asegura que durante los tres siglos en que la Trata alcanzó su máximo esplendor, más de cien millones de africanos sufrieron de una forma u otra sus terribles consecuencias, y si bien esa cifra resulta a estas alturas harto difícil de confirmar, lo que sí es evidente es el hecho de que la brutalidad de que hizo gala el mulato Jean-Claude Barrière a todo lo largo de su malhadado viaje a través de las tierras del golfo de Guinea, quedó en la memoria de sus habitantes como un hito nefasto en la excesivamente nefasta historia de crueldades de la región.

Un mundo dominado desde tiempo atrás por el terror conoció de improviso lo que significaba imponer el terror a los aterrorizados en un bestial intento de rizar el rizo de la más absurda violencia, hasta el extremo de que hubo quien reconoció que el hecho de que le arrojaran a un hediondo barco para enviarle a morir al otro lado del océano era ya de por sí una hermosa liberación.

En las iconografías de las culturas ibo, fulbé, bamileké y yoruba aún es posible encontrar tallas y pinturas en las que se distingue al Rey del Níger apoltronado en un sillón que cargan a hombros veinte esclavos, empuñando en una mano una lanza y en la otra una antorcha, como inequívocos símbolos de la destrucción y la muerte que dejaba sus espaldas.

Fue como una maldición divina; un auténtico arcángel del dolor que, tras alcanzar, cuatro meses más tarde, el punto elegido por el escocés, obligó a los esclavos a trabajar día y noche en la edificación de una altiva fortaleza para acabar por emplazar en lo alto sus cañones y coronarse a sí mismo soberano indiscutible de un imperio que jamás admitiría fronteras en ninguna dirección.

Pero he aquí que ahora, doce años más tarde y cuando se encontraba en la cima de su gloria y su poder, un estúpido navío estaba a punto de poner fin a su imperio por el sencillo método de bloquear sus principales vías de abastecimiento.

Y el mulato sabía, mejor que nadie, que sin el temido, moderno y poderoso armamento europeo, su fuerza se debilitaba como se derretía la cera puesta al sol.

—Pero ¿por qué lo hacen? —inquirió una vez más encarándose al escocés Maclein que se encontraba de igual modo terriblemente inquieto por la falta de municiones—. ¿Qué es lo que pretenden?

—Acabar con el tráfico de esclavos —fue la respuesta.

—Pero ¿por qué? Ni siquiera son negros.

—Por lo visto hay blancos a los que no les gusta que otros hombres sean esclavos —le hizo notar su interlocutor alisándose cuidadosamente la faldita a cuadros tal como tenía por costumbre cuando se impacientaba—. Ni siquiera los negros.

—¡No es posible! —sentenció el mulato convencido de sus razones—. Por lógica, tan sólo un esclavo puede estar en contra de la esclavitud. Tiene que existir algún otro motivo.

Pero por más que buscaba y preguntaba no encontraba respuestas convincentes al hecho de que a ciertos seres humanos no les apeteciera en lo más mínimo ser dueños de la vida y la libertad de otros seres humanos.

Sobre todo, si eran negros.

Aquello no estaba en consonancia con cuanto había visto y aprendido desde niño, y el hecho de no poder entenderlo le enfurecía.