6
Desembarcada la totalidad de los esclavos y hundida la María Bernarda con todo su cargamento de pulgas, chinches y piojos, nada más quedaba por hacer en aquellas aguas y tras mantener largas sesiones de consulta con sus principales colaboradores, Celeste Heredia ordenó levar anclas para poner proa a las costas africanas.
Fue aquél, sin lugar a dudas, un viaje en exceso largo y pesado, con vientos de levante que les obligaban a virar y ceñir una y otra vez, y con agobiantes calmas que solían prolongarse durante toda una semana, pero al fin, perdida ya casi la noción del tiempo, consiguieron avistar una costa recta y llana que parecía prolongarse hacia el infinito en dirección sureste y que, cubierta de una vegetación húmeda y densa, en poco se diferenciaba a simple vista de la que habían dejado a sus espaldas.
Parecía encontrarse no obstante casi deshabitada, puesto que desde mar abierto apenas se distinguía un solo poblado digno de tal nombre, y las escasísimas cabañas que de tanto en tanto se alzaban al fondo de diminutas ensenadas ofrecían el triste aspecto de haber sido abandonadas tiempo atrás.
No obstante, un calurosísimo atardecer, y en el momento de superar un pequeño cabo de escasa altura, se toparon de manos a boca con media docena de piraguas desde las que una veintena de nativas lanzaban sus redes sobre las tranquilas aguas, y que de inmediato emprendieron la huida hacia la playa con tanta desesperación, que podría creerse que más que un barco habían avistado al mismísimo demonio.
Ni tan siquiera se tomaron la molestia de varar sus primitivas embarcaciones saltando a la arena para perderse de vista dando alaridos como si pretendieran avisar a cuantos se encontraran en las proximidades que siguieran idéntico camino.
—¡Dios sea loado! —no pudo evitar exclamar Miguel Heredia—. Esa pobre gente vive aterrorizada.
—¿Cómo vivirías tú si supieras que en cuanto un blanco te pone la mano encima te espera un destino peor que la muerte? —replicó su hija—. Buenarrivo cree que debemos encontrarnos muy cerca del cabo Palmas, lo cual significa que esta zona puede considerarse ya el auténtico nacimiento de la Costa de los Esclavos. Lo que no entiendo es que aún quede un solo ser humano por aquí.
Dos días más tarde alcanzaron en efecto el cabo Palmas, desde el que la costa, que continuaba siendo baja y sin accidentes, comenzó no obstante a desviarse en dirección noroeste en lo que constituía el nacimiento del golfo de Guinea; es decir, el corazón mismo de la Trata de negros durante las últimas décadas, del mil seiscientos.
Debido a ello, apenas tardaron un par de jornadas en avistar el primer navío negrero; una mugrienta bricbarca de unos cuarenta metros de eslora y doce cañones de mediano calibre por banda, que en esos momentos se encontraba anclada en la desembocadura de un pequeño río, y en plena labor de estibaje, cargando una larga hilera de hombres —algunos de ellos casi niños— unidos entre sí por gruesas cadenas y dogales de hierro.
—¡Abrir portas!
La voz corrió desde el alcázar de popa de La Dama de Plata al mascarón de proa, al poco se alzó la enorme bandera azul de las cadenas, y minutos más tarde se dejaba caer el ancla a media milla de distancia, mientras se lanzaba un cañonazo de aviso a la nave negrera para que desistiera de cualquier intención de plantear batalla o emprender la huida.
Celeste Heredia se volvió a Gaspar Reuter, que lo observaba todo con ayuda del catalejo:
—¿Qué opinas? —preguntó.
—Holandeses… Treinta a lo sumo. —Se alzó y agitó la cabeza convencido—. No ofrecerán resistencia.
—Ve a notificarles que tienen tres horas para liberar a los esclavos y ponerse a salvo en las chalupas, porque al oscurecer hundiremos el barco.
—No va a gustarles.
—Lo imagino. Pero cerciórate de que al caer el sol no queda nadie a bordo. No quiero pasar aquí la noche.
A su regreso, el inglés se limitó a sonreír mientras señalaba:
—Tal como era de esperar no les ha gustado tu idea. Opinan que es pura y simple piratería, por lo que han jurado que nos echarán encima al grueso de la armada holandesa —indicó hacia la orilla—. Pero ya están desembarcando a la gente. —Hizo una corta pausa—. Por cierto, la práctica totalidad de esos desgraciados lleva el hierro del Rey del Níger.
—¡Algún día castraré a ese hijo de puta! —fue la casi inaudible respuesta.
—Me gustará estar presente.
A las cinco en punto de la tarde, una larga hilera de ex cautivos se había perdido ya de vista en la espesura mientras el barco aparecía vacío y tres largas chalupas se alejaban bordeando la costa rumbo a poniente, por lo que Celeste se limitó a hacerle una leve seña a Sancho Mendaña, que aguardaba junto a los cañones de babor de la cubierta principal.
—¡Mándalo al infierno! —ordenó. Bastaron tres impactos para enviar a la ya de por sí maltrecha embarcación al fondo del río, y apenas había desaparecido bajo las aguas cuando un grupo de lugareños surgió de entre la maleza para comenzar a bailar en la orilla, aullando de alegría y saludando con los brazos alzados a sus providenciales salvadores.
—¡Vámonos de aquí!
Levaron anclas y durante los días y semanas que siguieron la escena se repitió de forma casi idéntica en más de una docena de ocasiones. Resultaba evidente que los «tratantes» parecían convencidos de su total impunidad, ya que el escaso armamento de sus naves —no más de media docena de cañones de mediano calibre por banda— parecía más destinado a repeler un posible ataque por parte de los nativos, que a enfrentarse a un buque de guerra auténticamente poderoso.
De los esporádicos interrogatorios a que sometieron a algunos de sus capitanes pudieron deducir que ni siquiera se les pasaba por la mente el que la única finalidad de La Dama de Plata fuese un sincero deseo de abolir la esclavitud, puesto que resultaba evidente que en el ánimo de tales capitanes el comercio de negros en poco o nada se diferenciaba del comercio del vino, trigo o ganado.
Los africanos no eran a su modo de ver más que una mercancía abundante y barata en aquellas costas, pero escasa y valiosa a la otra orilla del océano, y aunque en cierto modo resulte difícil aceptarlo, lo cierto es que uno de aquellos tratantes apenas sentía más remordimiento de conciencia que el que pudiera sentir un ganadero actual a la hora de arrear sus vacas rumbo al matadero.
Reconocían que se trataba de un trabajo desagradable, pero como rendía pingües beneficios, y ni siquiera la mismísima Iglesia católica parecía ponerle reparos, no eran ellos los llamados a cuestionarlo.
El que se presentase de pronto alguien alegando —a punta de cañón— que los negros tenían los mismos derechos que los blancos, significaba casi tanto como tratar de convencer a un cazador ártico de que las focas poseen idénticos derechos civiles que los hombres.
Todo ello en el contexto histórico de una época en la que ni siquiera los cristianos blancos disfrutaban de excesivos derechos.
La Dama de Plata se convirtió por lo tanto en el terror de los negreros, y en cuanto los primeros supervivientes de sus ataques llegaron a la isla de Gorea, frente a Dakar, que podría considerarse el principal «mercado» del continente, sus autoridades decidieron que se hacía necesario tomar cartas en el asunto antes de que el temor a la aparición de aquel fantasmal galeón diera al traste con el que estaba considerado el negocio más floreciente del mundo, ya que casi veinte mil esclavos eran transportados cada año a través del Atlántico.
Ordenaron por lo tanto al capitán del más veloz de los navíos que se encontraban fondeados en esos momentos en el puerto que pusiera de inmediato rumbo al norte y anunciara a las autoridades de Francia, Holanda, España, Portugal e Inglaterra que un misterioso galeón de ochenta cañones había conseguido colapsar las rutas «comerciales» a todo lo largo de la costa africana al sur del cabo Palmas. Al propio tiempo enviaron chalupas mar adentro con el fin de prevenir a cuantas naves negreras se encaminaran al sur, instándolas a que desistieran de su empeño si no querían correr el riesgo de verse convertidas en pavesas.
Gracias a ello La Dama de Plata patrulló a sus anchas por las aguas del golfo de Guinea durante más de medio año, consiguiendo desbaratar una organización que había llevado más de un siglo crear, e incluso permitiéndose a menudo el lujo de bombardear algunas de las fortificaciones que los negreros habían alzado en islotes próximos a la costa, ya que por aquellos tiempos raro era el hombre blanco que osaba internarse en el corazón del continente.
Y es que, pese a ser conocida desde miles de años antes que América, el África Negra no comenzó a ser realmente explorada por los europeos hasta siglos más tarde, y así como Francisco de Orellana partió del océano Pacífico para descender por el cauce del Amazonas y llegar al Atlántico a mediados del mil quinientos, habrían de pasar casi trescientos años antes de que Livingstone atravesara África de parte a parte.
Los capitanes negreros se limitaban a aguardar en la costa a que los reyezuelos o los mercaderes árabes hicieran su aparición con su cargamento humano, momento en el que se producía el intercambio por telas, collares, armas, pólvora o unas pequeñas conchas provenientes de las playas de las islas del índico llamadas «cauris», tan extremadamente apreciadas por los nativos, que habían acabado por convertirse en una especie de moneda de «curso legal» en la mayor parte de la región subsahariana.
En las profundas ensenadas, o preferentemente en las desembocaduras de los ríos, se establecía entonces un auténtico mercado en el que la única mercancía verdaderamente importante era «la madera de ébano», que alcanzaba su máximo precio cuando lo que se ofrecían eran hombres jóvenes y fuertes de las razas ashanti o mandingo.
El continuo patrullaje del galeón había acabado, no obstante, por poner momentáneamente coto a la Trata, lo cual no pasó en absoluto desapercibido a los habitantes de la región, que acabaron por acostumbrarse a su presencia, saludando su aparición con entusiasmo, e incluso osando aproximarse a sus costados conscientes de que no iban a ser capturados como antaño.
Más tarde incluso comenzaron a ofrecerles regalos en forma de alimentos y pequeños objetos, hasta que al fin, una calurosísima mañana en que la nave se encontraba fondeada a la altura del cabo Tres Puntas, hizo su aparición en el horizonte una enorme canoa en cuya proa se distinguía la altísima y delgada figura de un hombre de penetrantes ojos y poblada barba blanca, que vestía una especie de descolorida sotana que apenas le cubría las rodillas, y al que una enorme y profunda cicatriz le cruzaba el rostro del mentón a la frente, desfigurándole levemente la boca.
Pidió de inmediato permiso para subir a bordo y desde el primer momento se mostró sorprendido y feliz al descubrir que quien había emprendido tan eficaz cruzada contra la trata de negros era una compatriota.
—Me llamo Pedro Barba, aunque por aquí todos me llaman «padre Barbas» y nací en Pamplona —se presentó—. No imaginan la alegría que significa para mí hablar castellano después de tantos años.
—¿Y qué hace por estas tierras? —quiso saber Celeste, un tanto desconcertada por la extraña apariencia de un individuo que más parecía un auténtico salvaje que un cura navarro.
—Lo mismo que ustedes, pero con mucho menos éxito —fue la rápida respuesta—. Durante años intenté seguir las huellas del venerado «Apóstol de los Negros», el Beato Padre Pedro María Claver, pero al fin llegué a la conclusión de que con consolar a los esclavos cuando llegaban a puerto no bastaba. Por eso decidí colgar los hábitos para combatir el mal en su raíz.
—¿Qué hábitos?
—¿Qué importa eso? —replicó el recién llegado con acritud—. Los colgué, y basta. Mi conciencia me impedía continuar prestando obediencia a una iglesia que no condenaba de modo inequívoco este tráfico inicuo excomulgando de manera fulminante a todo el que tuviera la más mínima relación con la esclavitud.
—¿Y ha conseguido algún resultado?
—Sobrevivir, que ya es bastante —contestó el otro con una amarga sonrisa—. Me veo obligado a vagar por esas selvas de Dios acompañado por una docena de fieles nativos, pero admito que es más el tiempo que pasamos huyendo de mis enemigos que tratando de hacer amigos.
—¿Y quiénes son sus enemigos? —preguntó el capitán Sancho Mendaña.
—Pregunte más bien quiénes no lo son, y me resultará más corta la respuesta —replicó el recién llegado, que lo observaba todo a su alrededor como sí le costara aceptar que se encontraba en el lujoso comedor de un inmenso galeón, y que le estaban sirviendo auténtico vino en una jarra de plata—. Capitanes negreros, mercaderes árabes y jefezuelos indígenas me buscan para colgarme del árbol más alto. Pero quien con más ahínco me persigue es el Rey del Níger. —Se agarró por los pelos como si él mismo se alzara en vilo—. Ofrece cien guineas a quien le lleve mi cabeza.
—¿Por qué?
—Mi gente y yo hemos desarrollado una especial habilidad para introducirnos de noche en sus campamentos y liberar esclavos —explicó con un innegable tono de orgullo en la voz—. Calculo que habremos ayudado a escapar a más de mil.
Relató a continuación cómo había pasado los ocho últimos años merodeando por las costas del golfo de Guinea sin confiar más que en el puñado de incondicionales que tripulaban la canoa, aunque apenas dedicó más de un minuto a relatar cómo un guerrero de Benín había pagado con la vida el machetazo con que le desfiguró la cara.
—Esa gente es muy salvaje —masculló—. Caníbales convencidos. A Benín la llaman la «Ciudad de la Sangre», y puedo jurar que no sentí el menor remordimiento a la hora de rebanarle el gaznate a aquel mastuerzo.
—¿Cómo es África por dentro? —preguntó Celeste.
—Un paraíso y un infierno —fue la seca respuesta—. El paraíso de los animales, al que los seres humanos han convertido en una sucursal del averno. Tan hermosa que hace llorar de agradecimiento al Creador, y tan cruel que también obliga a llorar, pero de ira e impotencia.
—¿Piensa quedarse mucho tiempo?
—Hasta que me maten, puesto que éste es el único lugar en el que en realidad me necesitan. El Señor ya tiene demasiados aduladores que le alaban a todas horas, y le conviene que de tanto en tanto alguien como yo le maldiga por permitir que ocurran cosas como las que aquí ocurren. —Observó uno por uno a los presentes que se sentaban en torno a la amplia mesa, e inquirió—: ¿Tienen idea de cuántos de esos desgraciados mueren porque se les infectan las quemaduras que les producen al marcarlos a fuego? Uno de cada veinte, y sin embargo el Rey del Níger no renuncia a esa práctica porque considera que es la única forma que existe de reconocer a sus esclavos.
—¿Lo conoce personalmente?
—Lo vi una vez, montado en un caballo blanco bajo un inmenso parasol rojo, y con tanto oro colgándole del cuello que deslumbraba. Durante casi un Minuto le tuve en el punto de mira, pero comprendí que se encontraba fuera de tiro. —Lanzó un hondo suspiro—. Ése fue el día que con más violencia maldije al Señor, puesto que le rogué que me lo aproximara cien metros pero no me escuchó.
—Tal vez debió pensar que, si le disparaba, su escolta le mataría.
—¿Y qué valor tiene mi vida frente a la de tantos miles de hombres a los que les habría ahorrado terribles sufrimientos? El día que vean a un guerrero ashanti contener la respiración hasta morir, porque es la única forma que tiene de volver a ser libre, comprenderá hasta qué punto la esclavitud se convierte en el más insoportable de los castigos.
—¿Que contienen la respiración hasta morir? —se asombró Gaspar Reuter—. ¡Imposible!
—No para un ashanti —replicó el navarro, seguro de lo que decía—. De pronto se quedan muy quietos, cierran los ojos concentrándose, y si no les golpeas con fuerza, al poco inclinan la cabeza sobre el pecho y mueren.
—¡Santo cielo!
—Como esclavos, son los más valiosos por su fuerza y resistencia, pero cuando eligen morir no hay forma humana, de impedírselo. Por eso hay que «cazarlos» muy jóvenes, ya que los que aún no tienen mujer e hijos se resignan. Pero cuando uno de ellos ha formado ya su familia, o se juega la vida tratando de escapar, o se suicida.
—¿Cómo consiguió llegar hasta el Rey del Níger? —quiso saber Celeste, que parecía obsesionada por la figura de un hombre del que venía oyendo hablar desde meses atrás.
—No fue mérito mío —admitió el ex sacerdote—. Normalmente vive en una especie de fortaleza a la que nadie consigue aproximarse, pero tropecé con él por casualidad en una de sus escasas salidas, cerca de Okene, que es el punto más lejano al que he llegado.
—¿Es cierto, como dicen, que el Níger es un brazo del Nilo que se ha desviado hacia el sur?
—Lo ignoro, aunque lo dudo. Me han contado que, aguas arriba, el Níger atraviesa el desierto, pero en cierta ocasión atrapé a un mercader que juraba haber llegado a la costa siguiendo su cauce desde Tombuctú, y por lo que sé, Tombuctú está al oeste, mientras que el Nilo queda al este. —Se encogió de hombros—. A mi buen entender, este continente es mucho mayor de lo que la gente imagina.
—¿Y quién puede saber algo más sobre él?
—Los árabes, pero la práctica totalidad de los que llegan hasta aquí son mercaderes de esclavos, por lo que resulta imposible obtener información. Y si te la dan, casi siempre resulta falsa.
Cuantos se encontraban en la recargada estancia hubieran deseado continuar haciendo preguntas sobre África, pero en esos momentos se escucharon unos discretos golpes en la puerta y ésta se abrió para que el contramaestre señalara muy serio:
—Barcos por poniente.
—¡Arriba el trapo y levar anclas! —ordenó de inmediato el capitán Buenarrivo—. Proa a mar adentro. —Se volvió a Celeste—. Es mejor que esperemos lejos de la costa.
La muchacha asintió con un leve gesto de cabeza, y mientras el veneciano abandonaba la estancia, se volvió al Padre Barbas.
—Le ruego que desembarque —dijo—. Si no hay problemas, volveremos en un par de días. ¿Necesita algo? ¿Armas, pólvora, víveres…?
—Me vendrían muy bien —contestó el aludido—. Y ropa decente, si no es mucho pedir. La verdad es que con esta vieja sotana parezco un espantapájaros.
Se apresuraron a bajar a la canoa cuanto había pedido, y de inmediato se desarbolaron de ella para que La Dama de Plata pusiera proa a mar abierto, mientras desde el alcázar de popa observaban con atención los dos puntos que habían hecho su aparición en el horizonte y que avanzaban rápidamente.
El diminuto capitán lanzó un hondo suspiro.
—Vienen a por nosotros —dijo—. Y parecen bien armados.
—¿Cuántos cañones?
—Calculo que cincuenta cada uno.
—¿Cree que debemos hacerles frente? —Inquirió Celeste.
—Eso depende del viento, del mar, de los errores que cometan y de nuestros propios aciertos. Por separado les superamos en potencia de fuego y probablemente en alcance de tiro, pero si consiguen atacarnos al unísono llevamos las de perder.
—¿Tenemos alguna posibilidad de escapar?
—No por mucho tiempo —reconoció el veneciano—. Para mantener la distancia necesitaremos navegar siempre empopados, y si, como viene ocurriendo casi a diario, a media tarde el viento vira para empujarnos hacia la costa, nos tendrán a su merced.
—¿Qué aconseja entonces?
—Buscar aguas profundas. Ya que no nos ayuda el viento, que nos ayude el mar. Cuanto más altas sean las olas, mejor. Al fin y al cabo, se supone que ellos son los cazadores y nosotros la presa.
Mandó llamar a sus oficiales y durante más de media hora se dedicó a impartir órdenes muy precisas con respecto a todas y cada una de las maniobras que se habían de realizar de allí en adelante. Por último se encerró en su camareta con el capitán Sancho Mendaña, concentrándose en planificar la estrategia artillera si se veían obligados a plantar batalla.
Mientras tanto, los dos navíos —fragatas de poco más de cien metros de eslora aparejadas a la inglesa— iban ganando terreno hasta el punto de que llegó un momento en que consiguieron distinguir con nitidez el color de sus enseñas: la que avanzaba por la banda de estribor era holandesa; la de babor, francesa.
—Eso ayuda —refunfuñó Arrigo Buenarrivo con su ronco vozarrón de ultratumba—. Significa que no están bajo el mismo mando, y cada capitán querrá ser el primero en atacar para demostrar su valor. Mi abuelo siempre decía que la rivalidad entre aliados suele hacer perder más batallas que los méritos del enemigo. —Observó con atención a través de su inseparable catalejo y por último añadió—: El holandés parece más veloz y está mejor armado. Caerá en la trampa.
Durante la hora siguiente, el galeón fingió dedicar todos sus esfuerzos a intentar mantener la distancia que le separaba de sus perseguidores, adentrándose cada vez más en un mar que, lejos ya de la protección del cabo Tres Puntas, se iba agitando a base de grandes y largas olas que llegaban de poniente, hasta el punto que hubo momentos en los que, al encontrarse en lo más profundo del valle de una de tales ondas, desaparecía por completo de la vista.
De inmediato, la nave ascendía hasta la siguiente cresta, y era en esos momentos cuando mejor podían calcular la distancia que habían perdido con respecto a las fragatas, que comenzaban a separarse la una de la otra, pese a que resultaba evidente que la que marchaba en segundo lugar hacia ímprobos esfuerzos por no quedar rezagada.
A bordo de La Dama de Plata, que había desplegado ya de forma ostensible su enorme y llamativa bandera de combate, la actividad se había vuelto frenética. Desde los oficiales al último grumete, todos se afanaban como si en la contienda les fuera la vida, y de hecho estaba claro que les iba.
A primera hora de la tarde pudieron distinguir el nombre de la nave holandesa, Cuxhaven, y poco después los confusos rasgos de sus tripulantes encaramados en las vergas, que les observaban con expresión ansiosa y seguían su estela por un oscuro mar de cuyo horizonte había desaparecido ya todo rastro de costa.
A los pocos instantes el ronco vozarrón del veneciano tronó sobre las cabezas de la marinería:
—¡Cinco minutos para la maniobra!
Sonó un silbato.
Repicó una campana para que cuantos atendían las baterías bajas permanecieran de igual modo atentos.
Hacía calor, y aunque la brisa del mar se esforzaba por mitigarlo, hasta el último hombre sudaba a chorros.
—¡Tres minutos!
Sonó un silbato.
Repicó una campana.
En pie y firmemente asida a la borda, a no más de tres metros de distancia de su padre, al que se diría como ausente, Celeste Heredia observó con detenimiento a cuantos se encontraban en aquellos momentos sobre la cubierta principal, y le tranquilizó comprobar que, pese a que se mantuvieran en evidente tensión, parecían absolutamente seguros de sí mismos.
Cada uno de ellos sabía muy bien lo que tenía que hacer, y se sintió orgullosa por el hecho de haber contribuido personalmente a elegirlos.
—¡Un minuto!
Sonó un silbato.
Repicó una campana.
Una enorme ola les alzó, como si se tratara de la mano del dios Neptuno, permitiéndoles advertir cómo el altivo mascarón de proa del Cuxhaven, un león rampante pintado de rojo, les amenazaba a menos de un cuarto de milla de distancia, antes de que comenzaran a descender hacia el profundo valle de la siguiente ola.
—¡Ahora!
Sonó un silbato.
Repicó una campana.
A velocidad de vértigo, gavieros y juaneteros comenzaron a recoger velamen al tiempo que dos hombres ayudaban al timonel para que el gigantesco galeón virara lo más rápidamente posible hacia estribor, buscando un rumbo casi perpendicular al que había seguido hasta ese instante.
El pesado navío dio un brusco bandazo y por unos instantes pareció que iba a partirse en dos, o voltearse mostrando su quilla al aire, pero cuanto hizo fue ascender nuevamente y de costado hacia la siguiente cresta.
A los pocos instantes se encontraba situado totalmente de través a la dirección del viento y sin más trapo izado que dos foques cuyas drizas habían sido aflojadas, y que ahora flameaban de forma escandalosa.
Incrédulo, el capitán de la fragata holandesa descubrió de improviso que, en lugar de la popa de un pesado galeón que trataba de escapar, lo que tenía ante sus ojos era la banda de estribor, erizada de cañones, de una poderosísima máquina de guerra que no ofrecía más blanco que su «obra viva» y tres descarnados mástiles.
Y para intentar agredirle, el Cuxhaven no contaba en esos momentos más que con las dos pequeñas culebrinas de proa, mientras que por su parte ofrecía abiertamente al enemigo un inmenso velamen desplegado que se encontraba justo frente a las portas de cuarenta gruesos cañones que disparaban granadas de treinta y seis libras de peso cada uno.
—¡Fuego!
La voz del capitán Sancho Mendaña retumbó seca y serena, con lo que la batería de cubierta disparó al unísono una andanada de balas de cadena que se fueron abriendo por el aire para girar y girar en dirección a unas anchas lonas que se rasgaron como si fueran de simple papel, pasando a convertirse en mustios jirones casi al primer envite.
Llegó la siguiente onda, el galeón se alzó en el aire y en ese mismo momento la batería de la cubierta central lanzó idéntico mensaje.
Y con la nueva ola, la batería de la cubierta inferior.
Velas, jarcias, obenques, vergas, hombres e incluso el palo de trinquete del Cuxhaven volaron por los aires, y cuando la roja cabeza del enorme león cayó como una piedra arrancada de cuajo, resultó evidente que la altiva y veloz fragata holandesa había pasado a convertirse en un pedazo de madera sujeta a los caprichos del océano y totalmente a merced de quien quisiera acudir a rematarla.
—¡Trincar foques, timón a babor, soltad la mayor, izad la mesana!
Sonó un silbato.
Repicó una campana.
La orden se cumplió en un santiamén, con lo que La Dama de Plata recuperó su antiguo rumbo y comenzó a ganar velocidad, alejándose hacia levante tras dejar a sus espaldas los dolientes despojos de su primer enemigo.
La nave francesa, consciente de su inferioridad armamentística e impresionada por el giro que habían tomado los acontecimientos en cuestión de minutos, pareció desistir por el momento de su empeño de presentar batalla, optando por aproximarse lo más posible a su aliada con el fin de ofrecerle ayuda.
Al poco, Celeste Heredia se volvió al capitán Buenarrivo.
—¡Magnífico! —exclamó—. Ha sido una maniobra perfecta. Le felicito.
—No me felicite a mí —fue la respuesta—. Felicite a los hombres. Una maniobra así no puede llevarse a cabo si la gente no mantiene la cabeza muy fría. —Sonrió satisfecho—. ¡Son buenos! ¡Muy buenos!
—¿Y qué piensa hacer ahora? —quiso saber la muchacha.
—Tenemos dos opciones… —sentenció el veneciano—. Alejarnos, con lo que les damos la oportunidad de reparar averías y volver a por nosotros más adelante, o virar en redondo para enviarlos a pique de una vez por todas.
—¿Qué harán en ese caso los franceses?
—Se les ofrecen tres opciones… —fue la tranquila respuesta—. Plantar batalla, cosa que dudo, pues saben que con nuestro potencial de tiro los convertiríamos en carnada para peces en cuestión de minutos, salir huyendo, o desplegar bandera de tregua para que les demos tiempo a recoger a los marinos holandeses antes de que hundamos su nave.
—¿Tenemos banderas de señales?
—Naturalmente.
—Ordene que las traigan. Les comunicaremos que tienen una hora para recoger a sus amigos. Al anochecer, hundiremos el Cuxhaven.
—¡Pero es un buen barco! —protestó el otro—. ¿Por qué hundirlo? En dos semanas estará como nuevo.
—No somos piratas.
—Pero si lo abandonan, quedarse con él no seria piratería —le hizo notar el veneciano—. «Al amanecer del día siguiente aquel en el que la totalidad de la tripulación de un navío desembarque sin dejarlo anclado y con la bandera de fondeo izada, dicho navío pasa a ser propiedad del primero que ponga el pie sobre su cubierta y lo reclame». Ésa es la ley.
—¿Está seguro?
—Más o menos —rió el otro—. Depende de cada país, pero si no recuerdo mal, eso es lo que dictan las leyes venecianas. Y al fin y al cabo, yo soy el capitán, y soy veneciano.
—¿Y es válida esa ley incluso en el caso de que el mismo que le amenaza con hundirle y le obliga al desalojo sea el que ponga el pie en él al día siguiente…?
—Supongo que eso es cuestión de matices —replicó con absoluta calma Buenarrivo, para volverse al poco a Miguel Heredia, que escuchaba en silencio—. ¿Qué opina? ¿Lo hundimos o nos lo quedamos?
—Para destruir siempre hay tiempo —fue la sencilla respuesta—. Y a menudo nos precipitamos a la hora de deshacernos de aquello que más adelante necesitaremos. —Se volvió a su hija para señalar en idéntico tono—. Se trata de un barco magnífico; quédate con él, repáralo, y contarás con dos para tu lucha.
—¿Y de dónde sacaremos una tripulación? —preguntó la muchacha—. A bordo tan sólo tenemos los hombres justos, y el puerto más cercano se encuentra a más de un mes de navegación.
Miguel Heredia hizo un leve gesto hacia el lugar en que se había perdido de vista el cabo Tres Puntas.
—Allí encontrarás todos los hombres que necesites —replicó con una casi imperceptible sonrisa.
Celeste le observó como si no diera crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Allí…? —balbuceó al fin—. ¿En África?
—¡Exactamente!
—¿Estás diciéndome que debo entregar un barco como ése a una tripulación de nativos?
—¿Y por qué no? —quiso saber su padre—. Te juegas la vida por concederles la libertad alegando que tienen los mismos derechos que los blancos, pero les niegas el derecho a manejar un simple navío, dudando que puedan hacerlo tan bien como el más estúpido blanco. ¿Por qué?
—Porque no saben nada de navegación.
—Pero se supone que pueden aprender… ¿O no?
—Sí —admitió desconcertada su hija—. Supongo que podrían aprender.
—¿Entonces…? —insistió el margariteño, al que el capitán Buenarrivo observaba con evidente perplejidad—. Si son capaces de alejarse en minúsculas canoas para pasarse toda una noche pescando en mar abierto, quiere decir que son bravos marinos y no le tienen miedo al mar. El resto es mero oficio.
—Razón tiene.
Celeste se volvió al veneciano, que era quien había hecho tal aseveración.
—¿Está seguro?
—No —respondió con sinceridad—. Pero con tal de no perder ese barco sería capaz de enseñar el arte de la navegación a un rebaño de cabras. —Sonrió abiertamente—. Puede que su padre esté en lo cierto; los remeros que venían con ese loco de las barbas parecían muy dispuestos. Con un centenar de ellos y algunos de nuestros hombres pondríamos a esa fragata a caminar.
La muchacha meditó unos instantes, se volvió a observar a los dos navíos que se encontraban ya a más de dos millas de distancia, y por último asintió con un gesto.
—¡De acuerdo! —dijo—. Nos quedamos con el barco.
—¡Atentos a la maniobra! —aulló de inmediato el veneciano—. ¡Caña a babor! ¡Viramos en redondo!
Sonó un silbato y el primer oficial repitió la orden:
—¡Atentos a la maniobra! ¡Caña a babor! ¡Viramos en redondo!
—¡Bandera de tregua!
—¡Bandera de tregua!
Tardaron más de una hora en trazar un amplio círculo para aproximarse desde poniente a las naves que se encontraban al pairo, y que a poco de advertir su maniobra y distinguir la bandera de tregua se apresuraron a su vez a alzar las suyas deponiendo las armas.
El capitán Buenarrivo mandó lanzar una falúa al mar con la orden de que se aproximara a las fragatas que se encontraban ahora arboleadas y les transmitieran el mensaje de que la tripulación debería abandonar la nave holandesa, haciendo hincapié en el hecho de que la sola intención de hundirla sería interpretada como acto hostil y traería aparejado el fin de la tregua con la consiguiente destrucción de la fragata francesa.
De regreso, la falúa traía consigo al capitán holandés, un muchacho casi imberbe que más parecía un alférez recién embarcado, que alguien sobre cuyas espaldas recaía la pesada responsabilidad de mandar un poderoso buque de línea.
—En realidad yo era el primer oficial —fue su sencilla explicación—. Pero hace tres días mi capitán murió de disentería y mi obligación era obedecer la orden de hundir a los piratas.
—Pero nosotros no somos piratas —le hizo notar Celeste Heredia—. Y se me antoja una increíble imprudencia lanzarse sobre una nave mucho mejor armada careciendo de experiencia.
—Visto el resultado, no me queda más remedio que admitirlo, y daré cuenta por ello a mis superiores —reconoció el muchacho—. Lo más probable es que pase el resto de mi vida en presidio, pero hice lo que creí que debía hacer. —Observó uno por uno al capitán Buenarrivo, Sancho Mendaña, Miguel Heredia y Gaspar Reuter, que le observaban a su vez, y por último se volvió de nuevo a Celeste sin poder ocultar su notable desconcierto—. Lo único que deseo es que me aclaren por qué hacen esto si, como aseguran, no son piratas.
—Estamos en contra de la esclavitud.
—¡Perdón! ¿Qué es lo que ha dicho?
—Que estamos en contra del tráfico de esclavos —repitió Celeste armándose de paciencia—. Hundiremos cualquier navío negrero que se cruce en nuestro camino, sin tener en cuenta su nacionalidad.
—¡Pero eso es absurdo! —protestó el rubicundo jovenzuelo—. ¡E ilegal! La Trata ha sido aceptada por todas las naciones civilizadas. Incluso se asegura que el mismísimo Santo Padre…
—¿Le ha preguntado alguien su opinión a los esclavos? —le interrumpió Gaspar Reuter—. Porque no creo que ninguna opinión tenga validez frente a la de los propios interesados.
—Los negros están contentos con su suerte —fue la estúpida respuesta—. Se libran de unos reyezuelos crueles, y se les da la oportunidad de encontrar el camino de la fe verdadera.
—En ese caso ¿por qué es necesario encadenarlos, o por qué se suicidan en cuanto se les presenta la más mínima ocasión? —quiso saber el inglés—. Si estuvieran tan contentos como dicen, se subirían a los barcos cantando, y hasta ahora nadie ha visto que así ocurra.
—Eso se debe a que en un principio no saben que les espera una vida mejor.
—Sin embargo —puntualizó el otro—, yo, que he perseguido a centenares de ellos por las selvas jamaicanas, les he visto colgarse de los árboles en cuanto llegaban a la conclusión de que estaban a punto de apresarles nuevamente, lo cual demuestra que tampoco se sentían en absoluto felices con esa «vida mejor». —Se rascó con fruición la roja barba que cubría su prognático mentón, y por último añadió—: Y lo malo no es que existan canallas que trafiquen con negros, sino que otros les ayuden, o que las armadas de países que se consideran a sí mismos «civilizados» envíen sus barcos a defender tan mezquinos intereses.
—Le permitiré regresar a Europa… —intervino Celeste tomando el hilo de las palabras de Gaspar Reuter—. Le dejaré con vida a condición de que aclare a su gobierno que no alzamos bandera negra ni buscamos botín. Lo único que pretendemos es que se ponga fin a este tráfico indigno de unos seres humanos que se consideran hechos a imagen y semejanza del Creador.
—Nadie me creerá —aseguró él—. Me tomarán por loco si voy con semejante historia, y alegarán que lo único que buscan es aumentar el precio de los esclavos interrumpiendo el tráfico normal. En Gorea se asegura que probablemente se encuentran al servicio de Mulay-Alí, que pretende deshacerse de la competencia monopolizando el tráfico desde la captura en el interior del continente hasta la venta al otro lado del océano.
—¿Quién es Mulay-Alí? —quiso saber el capitán Mendaña.
El holandés le observó con una cierta desconfianza, pero al fin replicó, como si estuviera convencido de que sus oyentes ya sabían de quién estaba hablando:
—Mulay-Alí es el Rey del Níger. El mayor traficante de África.
—Tenía entendido que era mulato —puntualizó Celeste—. ¿Cómo es que se llama Mulay-Alí?
—Porque hace años que se convirtió al islamismo. Su verdadero nombre es Jean-Claude Barrière, pero al que se atreve a llamarle así, le despelleja vivo.
—¿Y a quién se le ha ocurrido la estúpida idea de que trabajamos para él? —preguntó Miguel Heredia.
—Supongo que al mismo que se le ocurrió la estúpida idea de que lo único que pretenden es dejar en libertad a los negros —replicó con evidente desparpajo el holandés—. Y al menos la primera versión tiene un cierto sentido, mientras que la segunda se me antoja de todo punto descabellada.
Todos los presentes se observaron y por último Gaspar Reuter optó por encogerse de hombros como dando por hecho de que en el fondo al imberbe muchacho le asistía una incontestable razón.
—Yo en su lugar opinaría lo mismo —admitió con aquella flema británica, que le hacía parecer indiferente a todo—. Y si me hubieran planteado esta cuestión hace un año, ni tan siquiera hubiera dudado un segundo la respuesta. Tal vez lo único que estemos consiguiendo es hacer subir los precios de los esclavos, lo cual en cierto modo beneficia a los traficantes.
—¿Y los barcos que hemos hundido? —inquirió Celeste.
—Los sustituirán por otros —respondió el otro con seguridad.
—¿Y los esclavos que hemos conseguido liberar?
—Volverán a cazarlos —contestó el inglés—. A mí no se me escapaba ninguno.
—¿Pretendes convencerme, una vez más, de que nos hemos enzarzado en una lucha inútil? —quiso saber con innegable tono de desaliento la muchacha.
—Nada que se haga con fe resulta inútil, puesto que al menos sirve para engrandecer el alma, y por lo que a mí respecta me siento muchísimo más feliz liberando negros que capturándolos. —El prognático pareció hablar por primera vez en serio—. Si en verdad consideramos que nuestra forma de actuar es justa, no debe coartarnos que otros hagan mal uso de ella, puesto que eso es algo que ha venido ocurriendo desde que el mundo es mundo. A Jesucristo no le detuvo el hecho de saber que la Iglesia que había fundado como muestra de supremo amor y comprensión, acabaría quemando herejes.
—¿Pretende decir con eso que debemos seguir adelante?
—¡Naturalmente! Tal vez, con un poco de suerte, consigamos que los precios de los esclavos alcancen cifras tan astronómicas que a los plantadores les resulte más rentable pagarle un buen salario a un hombre libre. Al fin y al cabo la Trata no es más que una simple cuestión de mercado: los traficantes existen porque existen compradores, pero si la mercancía que ofrecen deja de ser rentable, los compradores se inhibirán y los traficantes acabarán por desaparecer.
—¡Están locos! —exclamó de improviso el holandés, que había escuchado cuanto allí se decía como si en realidad se encontrara en otra galaxia—. ¿De verdad imaginan que pueden acabar con el negocio más productivo que ha existido sobre la faz de la Tierra? —Negó con la cabeza, convencido—. ¡Esto apenas acaba de comenzar! Ni siquiera se han arañado las costas de un continente en cuyo interior se agolpan millones de indígenas que ahora no hacen más que vagabundear al sol, pero cuya infinita capacidad de trabajo convertirá en sumamente productivo un nuevo mundo que hoy por hoy carece de mano de obra efectiva. —Les observó uno por uno como a una auténtica cuerda de lunáticos—. Intentan ir contra la historia, pero la historia es algo que pasa por encima de cuantos se le oponen.
—La historia la hacen los hombres —sentenció Celeste Heredia calmosamente—. Y si nadie se hubiera opuesto a las tiranías, todos continuaríamos siendo esclavos. Si mis antepasados lucharon para que yo pudiera nacer libre, mi obligación es luchar para que otros también nazcan libres, cualquiera que sea el color de su piel.
—¡Ilusa!
—¡Mira quién habla! —replicó ella esforzándose por contener su latente indignación—. Un payaso que la primera vez que toma el mando de una nave, se lanza sobre otra que le dobla en tonelaje, potencia de fuego y experiencia. —Hizo un significativo gesto con la mano como queriendo indicar que no quería verle más—. Que lo devuelvan al barco francés sin permitirle poner el pie en el suyo. —Luego le apuntó con el dedo y estaba claro que parecía dispuesta a cumplir su amenaza cuando añadió—: Y si al oscurecer se encuentran al alcance de nuestros cañones, los mandaré al fondo del mar sin el más mínimo remordimiento.
El último rayo de sol de la tarde se reflejó sobre el desplegado velamen de la fragata francesa que se alejaba hacia el noroeste, mientras el Cuxhaven se limitaba a flotar mansamente, subiendo y bajando con las altas olas que seguían llegando de poniente. El capitán Buenarrivo decidió entonces enviar una patrulla a bordo, no fuera a darse el caso de que los holandeses hubieran preparado alguna trampa que pusiera en peligro la nave.
—Oficialmente no podemos tomar posesión de ella hasta el amanecer, si es que queremos cumplir con las leyes, aunque maldito lo que importan las leyes del mundo «civilizado» en este rincón del planeta. —Se volvió al segundo oficial—. Pero deseo que se destaque muy bien en el diario de a bordo, que en la fecha de hoy nos limitamos a revisar el Cuxhaven, pero que con fecha de mañana lo reclamaremos. —Se volvió a Celeste que escuchaba atenta—: Mañana el barco será suyo, aunque tendrá que repartir entre la tripulación un tercio de su coste estimado. Es la ley —sonrió divertido—. ¿Qué nombre piensa ponerle?
—Sebastián.
—¡De acuerdo! Que avisen al carpintero para que comience a tallar las tablas con el nuevo nombre, y que los vigías estén atentos para intentar recuperar la cabeza de león. No es de buen augurio que un mascarón de proa navegue decapitado.
—No la busque —le atajó de inmediato la muchacha—. Quiero que el carpintero talle una cabeza de jacaré.
—¿Pretende exhibir como mascarón de proa un león con cabeza de jacaré? —se asombró el veneciano—. ¡Eso sí que será curioso!
—¿Acaso el símbolo de Venecia no es un león con alas? —inquirió ella—. Puestos a imaginar, ¡qué más da una cosa que otra…!
—¡También es verdad!
Con la primera luz del día lanzaron los cabos al bauprés de la fragata con el fin de remolcarla lentamente, y acabar por fondearla en la desembocadura de un riachuelo que iba a morir a poco más de diez millas del cabo Tres Puntas, con lo que apenas dos horas más tarde, el esquelético Padre Barbas pedía nuevamente permiso para subir a bordo.
Lo primero que hizo al poner el pie sobre cubierta fue estrechar calurosamente las manos de cuantos le salían al paso.
—¡Fantástico! —repetía una y otra vez, como un chicuelo fascinado—. ¡Fantástico! Les han dado en todos los hocicos a esos hijos de perra. ¡Dios, qué victoria! ¡Qué victoria! ¿Qué piensan hacer con el barco?
—Ponerlo a hundir barcos negreros, pero para conseguirlo necesitaremos tripulantes —le hizo notar Celeste—. ¿Cree que podrá proporcionárnoslos?
—¿Nativos?
—¿Qué otros si no?
Una amplia sonrisa, a la que la profunda cicatriz casi convertía en mueca, se extendió por el desfigurado rostro del navarro, que tomó la mano de la muchacha para besarla con inusitada fruición.
—¡Gracias! —dijo—. ¡Un millón de gracias! Le juro que nunca se arrepentirá. Le proporcionaré la mejor tripulación que nadie haya tenido nunca, y le demostraremos al mundo lo que es capaz de hacer un puñado de negros bien entrenados.