8

Una semana más tarde comenzó a llover con una clásica lluvia de otoño africano: triste, monótona e incansable; lluvia de la que se diría que calaba el espíritu aún más que el cuerpo, puesto que daba la impresión de que la densa y caliente humedad no llegaba del cielo, sino que surgía de cada poro de la tierra, del aire e incluso del mar, adueñándose de los árboles, las plantas, las bestias y hasta de los seres humanos, a los que parecía exigir un extraño peaje a base de obligarles a hacer un alto en el camino y cesar de inmediato en sus labores.

Contemplar la lluvia se convertía en esos momentos en la máxima ambición de cuantos hasta poco antes desarrollaban una frenética actividad, como si dicha contemplación se hubiese transformado de pronto en la única causa digna de ser tenida en cuenta, puesto que en aquel rincón del mundo la lluvia no solamente hacía crecer la hierba, sino que obligaba a madurar las semillas de profunda nostalgia que acostumbran a dormir en lo más recóndito de todos los corazones.

Nada trae más recuerdos a la mente que una cortina de agua cayendo silenciosa, ni nada entristece más que el repiquetear de gruesas gotas contra las hojas de los árboles.

Cada hombre y cada mujer, a bordo del galeón o en tierra firme, parecía haberse trasladado de improviso a tiempos muy pretéritos, y tampoco Celeste Heredia permanecía ajena a tal fenómeno, ya que a su mente acudieron aquellos lejanos y añorados días en los que, sentada en el regazo de su madre, buscaba más allá de la lluvia la blanca barca en la que su padre y su hermano regresaban de pescar perlas.

«Las grandes perlas tan sólo salen del mar los días lluviosos», aseguraba un dicho local en recuerdo de aquella gris mañana en la que el viejo Abelardo Chirino encontró la «Luz del Caribe», que más tarde acabaría adornando una corona real. Y, debido a ello, en cuanto el amanecer amenazaba lluvia, los pescadores se hacían de inmediato a la mar confiando en que la suerte les pondría en las manos la ostra gigante que ocultaba en su interior una nueva «Luz del Caribe».

Era tradición que en tales días las mujeres se sentaran en el porche a aguardar la buena nueva que sus esposos anunciarían alzando un gallardete rojo en lo más alto del mástil, y Celeste Heredia evocaba con nostalgia aquellas largas esperas, aun a sabiendas de que siempre resultaron inútiles.

Observaba luego en silencio a los hombres que se afanaban por reparar los desperfectos de la fragata arboleada al galeón, así como las idas y venidas de unas afanosas mujeres que se esforzaban por entender cuanto se les decía con tan evidente ansia de aprenderlo todo, que no podía por menos que sentirse orgullosa de haber tomado personalmente la decisión de confiar en ellas.

Cada tripulante había aportado una camisa o un pantalón para paliar la excesiva tentación de la desnudez total, y tanto ellos como ellas parecían firmemente decididos a evitar cualquier tipo de «confraternización» que fuera más allá de los puros límites del compañerismo mientras se encontraran a bordo de las naves.

Más tarde, en tierra firme, camisas y pantalones quedaban almacenados en un minúsculo chamizo, los negros cuerpos mostraban plenamente la belleza de sus firmes carnes, y las parejas se perdían de vista en la espesura con el fin de desahogar con total libertad los anhelos contenidos a todo lo largo de una dura jornada de trabajo.

—¿Qué va a resultar de todo esto?

Celeste Heredia alzó el rostro hacia su padre, que era quien expresaba en voz alta algo que ella misma se había preguntado en más de una ocasión.

—De momento funciona —se limitó a responder.

—Pero ¿qué va a ocurrir con los niños que vengan? ¿Estarán condenados también a ser esclavos?

—¿Acaso te preocupan más por el hecho de que la mitad de su sangre sea blanca? —quiso saber—. ¿O acaso debemos imaginar que tienen más derecho a ser libres que sus hermanos nacidos de padres negros? En ese caso, tendríamos que empezar a dictar normas sobre el porcentaje exacto de sangre blanca que debe tener un niño para que no pueda ser esclavizado.

—¿Por qué te esfuerzas por enredarlo todo? —se lamentó, no sin cierta amargura, Miguel Heredia—. Se trata de una simple pregunta.

—No tan simple, puesto que al hacerla estás poniendo el dedo en la llaga —le hizo notar ella—. En los tiempos que corren, la diferencia entre ser libre o ser esclavo es casi tan grande como estar vivo o estar muerto y, sin embargo, del grado de tonalidad de una piel depende algo tan esencial para millones de seres humanos. La cuestión se centra en qué cantidad de sangre blanca tenemos que proporcionarles, y durante cuántas generaciones, para que al fin nos dignemos a aceptarlos como iguales. Dime, ¿crees que bastaría con diez generaciones?

—Supongo que sí.

—Eso significa que, en cierto modo, nos consideramos diez veces superiores a los negros. ¿Realmente consideras que uno de esos gavieros analfabetos, que si no rebuzna es porque no ha conseguido aprender, es diez veces más humano que alguien tan entrañable como Yadiyadiara?

—Yo no considero nada —replicó a la defensiva su padre—. Pero puedo advertir que algunos muchachos se encuentran preocupados por el hecho de que el día de mañana sus hijos sean convertidos en esclavos.

—Para evitarlo tan sólo existe una fórmula —fue el agrio comentario—. No fornicar, puesto que nadie puede evitar que el día de mañana un mulato sea cazado con la misma saña que un negro. —El tono de voz cambió, dulcificándose, al tiempo que Celeste extendía la mano para aferrar la de su padre—. No creas que no he pensado en ello —admitió—. Pero he llegado a la conclusión de que no debo hacer distinciones entre negros, mulatos o cuarterones, porque de lo contrario mi misión carecería de sentido.

—¿Acaso sigues pensando que tiene algún sentido?

—Pasado mañana comprenderás si tiene o no sentido.

—¿Es que se te ha pasado por la cabeza asistir a esa horrenda ceremonia? —inquirió un confundido Miguel Heredia.

—¡Naturalmente! —afirmó ella—. Y no sólo voy a asistir. Ordenar‚ que hasta el último hombre esté presente.

—¡Dios bendito! —se lamentó su padre—. Lo que deberíamos hacer es impedirla, no alentarla con nuestra presencia. Es la cosa más bestial que nadie haya concebido.

—¿Y de quién es la culpa? —quiso saber Celeste—. ¿Acaso crees que es algo que hagan por su gusto? Somos nosotros los que les hemos empujado a ello, y hay que entender cuán desesperadas tienen que estar esas madres para llegar a tales extremos…

Se leía auténtica desesperación en los rostros de aquellas madres.

Dolor y desesperación.

Y miedo en los rostros de los niños.

¡Terror, sería más bien la palabra exacta!

Pero ¿qué otra cosa podían hacer?

¿Esconderse eternamente?

¿Refugiarse en lo más profundo de la selva cada vez que los guerreros de Mulay-Alí hacían su aparición?

Incluso eso resultaba ya inútil, puesto que traían perros capaces de seguir cualquier rastro en plena jungla.

En cuanto un niño cumplía doce años, su madre comenzaba a vivir con el alma en un hilo, pendiente de que en cualquier momento los traficantes hicieran su aparición en plena noche y se lo arrebataran para siempre.

No tenía dónde esconderlo.

Ni parientes a quienes enviárselo.

En ningún lugar estaría nunca a salvo, porque África, toda África, no era más que un inmenso coto de caza en el que atrapar muchachos que estuvieran en disposición de cortar caña.

Tan sólo quedaba por lo tanto una solución. Que no estuvieran en condiciones de cortar caña allá en América.

Por eso, una vez al año, en la Costa de los Esclavos, tenía lugar la cruel Ceremonia de la Mutilación.

Por eso, una vez al año, la mayoría de los chicos que por su edad o su complexión física corrían peligro de ser raptados, se sometían de buen grado o por la fuerza al terrible trauma que significaba perder de un feroz hachazo la mano derecha.

Ya nadie pagaría por ellos.

Si ya no podían rendir al máximo empuñando un machete, ningún hacendado de Cuba, Jamaica o Brasil pagaría por ellos.

Y si ningún hacendado invertía su dinero, ningún capitán negrero malgastaría su precioso espacio a bordo con tan deteriorada mercancía.

Por eso mismo Celeste Heredia exigió que hasta el último grumete asistiera a tan cruel ceremonia.

—Quiero que veáis hasta qué extremos de desesperación hemos sido capaces de empujar a estas gentes, y quiero que entendáis de una vez por todas las razones que me obligan a hacer lo que hago —dijo con voz ligeramente trémula—. Quiero que penséis en lo que sentiríais si os vierais en la necesidad de cortarle una mano a vuestros hijos, y quiero que aprendáis a odiar a los negreros al igual que los odian esas pobres madres.

Eran hombres duros; proxenetas, ladrones, piratas e incluso tal vez asesinos, pero fueron pocos los que no volvieron el rostro horrorizados al ver caer una mano infantil sobre la arena, o los que no se estremecieron al escuchar el alarido de dolor cuando se introducía el sangrante muñón en aceite hirviendo.

—¡Hijos de puta!

—¡Hijos de puta, sí! —insistió la muchacha—. Los mayores hijos de puta que jamás hayan existido, y es contra ellos contra los que nos enfrentamos día tras día. —Les miró de frente, retadora, y en sus ojos había tal fuego y tal ira, que más de un hombretón advirtió cómo se le erizaba el vello del cuerpo—. ¿Seguís pensando que estoy loca? —inquirió—. ¿Acaso no significa ese dolor mayor locura?

Lo significaba, en efecto, y una gran parte de la dotación de La Dama de Plata lo entendió así, puesto que por aquel tiempo la Ceremonia de la Mutilación de los niños africanos constituía sin lugar a dudas uno de los espectáculos más espeluznantes de que se tenga noticias a todo lo largo de la historia.

Más tarde —no mucho más tarde— los traficantes de esclavos tomaron la salvaje costumbre de cercenarle la cabeza y clavársela en la punta del muñón a cuantos chiquillos descubrían con una mano cortada, como clara advertencia de que no estaban dispuestos a que se perjudicara su «negocio» con tan absurda triquiñuela, lo que trajo aparejado que, con el tiempo, las feroces mutilaciones dejaran de tener sentido.

No obstante, en las viejas leyendas del corazón de la selva de la Costa de los Esclavos, aún perdura el recuerdo de aquellos siglos tenebrosos en los que las mujeres tenían que proteger a sus hijos, no de las enfermedades o las fieras, sino en especial de otros hombres, que contraviniendo todas las leyes de la naturaleza, se convertían en el principal azote de su especie.

Y aún perduran de igual modo ritos y recuerdos de misteriosas sociedades secretas puramente femeninas —la «Bundú» o la «Sondé»— nacidas de la necesidad de proteger a sus «crías» en unos momentos en los que los hombres o estaban al otro lado del mar, o eran «los enemigos».

Y como suele ocurrir cuando son las mujeres las que se ven en la obligación de matar, nació el culto al veneno, porque el varón es violento pero la hembra taimada, y cuando las africanas llegaron a la conclusión de que no podían enfrentarse a la fuerza de las armas, echaron mano a la astucia, buscaron aliados, y le pidieron a su vieja amiga, la serpiente, que les proporcionara los medios para aniquilar a quienes les estaban robando a sus hijos.

Debido a ello, la región continúa siendo, tres siglos más tarde, el lugar del mundo en que más tipos de ponzoña pueden encontrarse, ya que se fabrican desde la que mata en el momento de hacer el amor, hasta las que tardan meses en producir efecto, de tal modo que la víctima se va debilitando día a día hasta quedar convertida en piel y huesos.

En Ouidah, a orillas del mar, y a unas doscientas millas del punto en que se encontraba anclado en aquellos momentos La Dama de Plata, se alza el único templo de culto a los ofidios de todo el continente, templo que ha resistido el paso de los siglos, como mudo testigo de que las mujeres yoruba continúan decididas a poner en práctica sus asesinas artes en cuanto intenten arrebatarles nuevamente a sus hijos.

—¡Ay de quien olvide que una mujer, sea cual sea su raza, es ante todo madre! —señaló, segura de sí misma, Celeste Heredia la noche que siguió a la cruel ceremonia—. ¡Y ay de quien desprecie su fuerza! Ahora estoy más segura que nunca de que podemos contar con ellas para enfrentarnos a Mulay-Alí.

—¿Aún sigue aferrada a la absurda idea de atacarle en su propio feudo? —quiso saber Arrigo Buenarrivo.

—Más que nunca —admitió ella—. En cuanto estemos listos, pondremos proa al delta del Níger.

Ya el Padre Barbas había emprendido la marcha en su piragua con intención de explorar cada brazo del río sondeándolo punto por punto, y pese a que el veneciano continuaba mostrando su escepticismo ante la idea de que tuviesen la más mínima oportunidad de internarse en el corazón del continente, en cuanto el Sebastián se encontró en condiciones de navegar, Celeste Heredia dio la orden de preparar la partida.

—Nos llevaremos a unas cuarenta mujeres de las más decididas —dijo—. Embarcarán en la fragata en compañía de aquellos hombres en los que podamos confiar plenamente, y cuando lleguemos al delta, y según lo que haya averiguado el cura, actuaremos.

—¿Y qué ocurrirá si durante la travesía tenemos un mal encuentro? —quiso saber el veneciano—. Estaremos navegando con un barco inútil y el otro mal asistido.

—Rezaremos —fue la humorística respuesta. Pero de inmediato la muchacha añadió—: De todas formas, no creo que los franceses hayan tenido tiempo de llegar a Gorea, conseguir refuerzos y volver.

A la mañana siguiente la propia Celeste y la entusiasta Yadiyadiara seleccionaron a las mujeres que habrían de acompañarles y a todas ellas se les concedió una noche para que se despidieran de sus familiares, convencidas como estaban de que jamás regresarían al lugar en que habían nacido.

Sabían que iban a enfrentarse a la tribu que más odiaban y más temían —los ibos—, que iban a enfrentarse a ellos en las lejanas tierras que se abrían al otro lado de las selvas, y de las que el feroz Mulay-Alí era dueño absoluto hasta las mismísimas lindes del desierto.

Fue una noche de tambores.

Tambores que sonaban de muy distinta forma, pues se diría que desde cada poblado y cada choza les enviaban un cálido adiós a quienes se encaminaban a una muerte segura, y contemplando la enorme luna que jugaba a ocultarse entre las nubes para surgir de pronto más brillante que nunca, Celeste se preguntó por enésima vez si hacía bien arrastrando a una incierta aventura a tan inocentes criaturas.

«Tal vez esté pecando de orgullo —se dijo—. Tal vez sea ésta en verdad una labor que me supere, y no he sabido calcular mis auténticas fuerzas».

¿Qué era lo que le esperaba en realidad a orillas del Níger?

¿Quién era exactamente Mulay-Alí, de qué cantidad de guerreros disponía, con cuantos rifles y cañones contaba, y hasta qué punto sus espías estarían al corriente de todos sus movimientos?

A menudo se planteaba si el hecho de haberlo confiado todo al poder de la fortuna que le había dejado su hermano no constituía un grave error del que muy pronto tendría que arrepentirse, visto que sus hombres, salvo media docena escasa, no eran más que simples marinos de los que nadie podría asegurar hasta qué punto estaban dispuestos a arriesgar la vida en tierra firme.

Al fin y al cabo, ¿qué les importaban a ellos los esclavos…?

Día tras día y noche tras noche le asaltaban un millón de dudas, pero cuando más confusa se sentía se aferraba desesperadamente a la idea de que si demostraba que una sola nave tripulada por gentes decididas era capaz de poner freno a la más detestable de las actividades humanas, tal vez otros hombres a los que de igual forma repugnaba aquel inmundo tráfico decidieran tomar cartas en el asunto.

«¡No es posible! —se repetía a sí misma una y otra vez—. No es posible que todo el género humano sea testigo y cómplice de tamaña injusticia. En algún lugar habrá personas compasivas que de igual modo abominen de esta barbarie».

Pero ¿cómo encontrarlas? Hacía ya casi siglo y medio que los barcos negreros surcaban los océanos con su macabra carga, y nadie hasta el presente había movido un solo dedo por evitarlo.

¡Siglo y medio!

¡Millones de víctimas habían sufrido tan horripilante trato, y ni un solo hombre justo parecía querer reaccionar!

¿Por qué?

¿Por qué únicamente fray Pedro María Claver, fray Anselmo de Ávila, el Padre Barbas, y algún que otro esporádico rebelde alzaban su voz en el desierto de un mar de corazones que se habían vuelto de piedra?

¿Realmente eran tan diferentes los negros?

Evocaba sus largas charlas con Yadiyadiara a la sombra del copudo mango, y se preguntaba en qué podían diferenciarse los sentimientos de la sufrida yoruba de cuantas mujeres conociera en Jamaica o Margarita, o de cuantas nacieran y murieran en aquella vieja Europa de la que tantas cosas se contaban. Al fin y al cabo, Yadiyadiara amaba a sus hijos de igual modo, añoraba a su esposo como pudiera añorarlo cualquier margariteña, y le rezaba a sus dioses con la misma fe y esperanza con que rezaban las beatas en la catedral de La Asunción.

¿Dónde estaba entonces la diferencia?

Sólo en la piel.

¿Era la piel tan importante?

¿Desde cuándo valía menos la joya que el joyero? Si el alma de Yadiyadiara era una joya tan exquisita y delicada como pudiera serlo la suya propia, ¿por qué razón el fruto de su vientre valía menos que lo que pudiera valer algún día el fruto de su propio vientre?

Escuchó una vez más los tambores y, sin saber lo que decían, supo lo que querían decir, porque su retumbar sobre las copas de los árboles resonaba como pudiera sonar el llanto de un niño que llegara a este mundo aterrorizado por la seguridad de que un día les arrastrarían al otro lado del mar para destrozarle la espalda a latigazos hasta el momento mismo de su muerte.

Los tambores de África gemían, y Celeste Heredia los escuchó en silencio hasta que, con la primera claridad del alba, enmudecieron al unísono.

Y fue el suyo el silencio precursor de la muerte. El silencio capaz de decir más que la más efusiva palabra.

El adiós más sentido.

Media hora después repicó una campana.

Sonó un silbato.

«¡Largar trapo…! ¡Zarpamos!»

Gavieros y juaneteros treparon ágilmente por las escalas para correr a lo largo de los marchapiés comenzando a liberar en primer lugar los pañoles de los extremos de las vergas, preparando así las naves para el momento en que el capitán ordenara izar las anclas, momento en que soltarían el paño de la cruz para que los navíos pudieran iniciar libremente su andadura.

Las mujeres yoruba abordaron la fragata, se aferraron en su puesto las falúas, y uno tras otro los dos barcos iniciaron muy lentamente su nueva singladura, rumbo a las lejanas y misteriosas bocas del Gran Níger.

Con el galeón navegando mar afuera, siempre a la expectativa y el Sebastián muy cerca de la costa, atento a buscar refugio en una quieta ensenada a la menor señal de peligro, fueron avanzando con los mejores hombres en la cofa y la vista puesta en poniente durante los tres días y las tres largas noches siguientes, hasta que al fin la larga y estilizada piragua del siempre entusiasta Padre Barbas les salió al encuentro.

—¡Hay un camino! —gritó a voz en cuello antes incluso de poner el pie sobre cubierta—. ¡Hay un camino!

—¿Está seguro? —Inquirió de inmediato el desconfiado Buenarrivo—. ¿Qué profundidad?

—Ocho metros por término medio —replicó el ex jesuita, ensayando una sonrisa de oreja a oreja—. El mayor problema no estará en la profundidad, sino en la anchura.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que las ramas de algunos árboles se nos van a meter por las orejas —señaló divertido el recién llegado.

—¿Es que se ha vuelto loco?

—¡En absoluto! —negó el otro—. Lo estoy desde hace muchos años. —Había trepado a bordo para golpear con afecto el hombro de su interlocutor en un vano intento por infundirle confianza—. No se inquiete —pidió—. Si desmontamos las vergas, conseguiremos pasar.

—¿Y cómo espera que maniobre con una nave a la que hayamos desmontado las vergas? —quiso saber el veneciano, que continuaba negándose a dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¡No tendrá que maniobrar! —fue la rápida respuesta—. Mientras crucemos el delta, navegaremos a remo.

—¿Cuántas millas?

—Unas cincuenta.

—¡Dios nos ayude! Al menos en esta ocasión al veneciano le asistía toda la razón en sus lamentaciones, y a punto estuvieron de saltársele las lágrimas cuando al día siguiente se encaró al sucio brazo de río por el que el navarro pretendía que hiciera avanzar las naves.

—¡No es posible! —sollozó roncamente—. ¡No es posible que este enajenado pretenda obligarme a entrar por ahí! ¡Diga que no, señora!

Celeste Heredia comprendió que aquélla era una vez más una decisión harto difícil, puesto que, como muy bien había expresado jocosamente el ex jesuita, «las ramas de algunos árboles se les iban a meter por las orejas», y nadie podía garantizar que una de esas ramas, o una gruesa raíz, no tuviera la fuerza suficiente como para perforar un casco.

Se tomó por tanto casi una hora para estudiar a fondo el problema, antes de decidirse a hablar.

—La fragata irá abriendo paso —dijo—. Y si se pierde, se perdió. Por su parte, el galeón tan sólo avanzará cuando estemos absolutamente seguros de que no corre peligro.

—¡No me sirve! —protestó de inmediato, y en buena lógica, el veneciano—. La Dama de Plata cala mucho más y también es más ancha.

—La aligeraremos de lastre y trasladaremos parte de su carga al Sebastián —fue la respuesta—. Se trata de un río tranquilo, y si no largamos velamen no necesitamos lastre… ¿O me equivoco?

—¡No, desde luego! —admitió a regañadientes Buenarrivo—. En aguas tranquilas y sin trapo al viento podemos subir cuanto queramos la línea de flotación. Bailaremos como condenados, pero no creo que corramos el riesgo de volcar.

—¡Manos a la obra, entonces! Borda contra borda los hombres se afanaron sudando a chorros bajo una mansa lluvia que no conseguía refrescarles, trasladando la mayor parte de la carga del galeón a las abarrotadas bodegas de la fragata, al tiempo que arrojaban al agua los guijarros que componían el pesado lastre de La dama de Plata. Ello les obligó a estibar de nuevo los barriles de agua que ocupaban la bodega más profunda, ya que las gruesas barricas acostumbraban a adaptarse sobre los adaptables guijarros con el fin de que no rodasen sobre sí mismas durante los días de fuerte marejada o de tormenta.

Separada del mar por una ancha barra de arena cubierta de espesísimos manglares que, curiosamente, se adentraban kilómetros tierra adentro, la amplia laguna de aguas turbias en que se había refugiado constituía un seguro refugio lejos del campo de visión de quien pudiera cruzar en la distancia, y por lo tanto apenas necesitaron tomar más precaución que colocar un vigía en lo alto de la cofa del galeón, que a duras penas sobresalía por encima de las copas de las erguidas palmeras de la playa.

Hora tras hora, La Dama de Plata pareció ir emergiendo lentamente de las aguas al tiempo que dejaba al aire una ancha franja cubierta de algas, hasta que al fin una marca en proa advirtió que el punto más bajo de la quilla apenas se encontraba a seis metros de la superficie.

—¡Ya basta! ¡Y cuidado con inclinarse todos sobre una misma borda, o voltearemos! —advirtió el malhumorado Buenarrivo—. ¡Desmontad las vergas!

Fue de igual modo una labor ardua y compleja que dejó al antaño orgulloso navío convertido en una especie de zanquilargo y ridículo esqueleto de sí mismo, sin vergas, sin velamen, casi sin obenques, y con tan inestable equilibrio y difícil maniobrabilidad, que la más simple marejadilla en mar abierto le hubiera puesto en un gravísimo aprieto.

Por el contrario, la fragata aparecía ahora achaparrada, pesada y lenta, lo cual obligó al veneciano a dejar escapar una larga ristra de maldiciones en un pintoresco dialecto que nadie se sintió capaz de descifrar, aunque muy pocos dudaron sobre su auténtico significado.

—¡Un crimen! —concluyó al fin—. ¡Lo que se ha hecho con estos pobres barcos es un crimen que no se paga con la vida!

Pasó la noche en vela, recorriendo la cubierta como alma en pena, y alongándose a cada instante por la borda como para comprobar una vez más la línea de flotación de su amado barco, y en cuanto una tenue claridad se adivinó más allá de las copas de los árboles, se aferró a la cuerda de la campana y la agitó con furia.

—¡Arriba todos! ¡Hombres a los remos! Sonó un silbato y, sin apenas tiempo para engullir un plato de gachas y unas galletas, los remeros saltaron a los botes, lanzaron gruesos cabos a la proa del Sebastián, y el viejo «salomador», un arrugado maltés capaz de improvisar cualquier tipo de canción en ocho idiomas, comenzó a hacer sonar su desafinada bandurria al tiempo que aullaba a voz en cuello.

—¡Hombres a los remos!

—¡Hombres a los remos! —repitieron de inmediato treinta voces.

—¡Marineros de agua dulce!

—¡Marineros de agua dulce!

—¡El capitán se cabrea!

Se inició la andadura.

—¡El capitán se cabrea!

—¡Pero la guapa le mea!

Los cabos se tensaron.

—¡Pero la guapa le mea!

—¿Quién manda a bordo?

La fragata inició su lento avance.

—¿Quién manda a bordo?

—¡Ni el flaco ni el gordo!

—¡Ni el flaco ni el gordo!

—¡Ni el alto ni el bajo!

—¡Ni el alto ni el bajo!

—¿Quién manda, carajo…?

Treinta voces aullaron divertidas la misma pregunta, mientras cogían el ritmo de las paladas remando al unísono.

—¿Quién manda, carajo…?

—¡La que no tiene badajo!

—¡La que no tiene badajo!

La malintencionada «saloma» habría de continuar durante horas, puesto que una antiquísima costumbre marinera establecía que, mientras el trabajo fuera excepcionalmente duro y requiriese un esfuerzo común, el «salomero» podía animar a los hombres como mejor se le antojara, y a nadie se le ocultaba que una abierta crítica a la oficialidad y una descarada burla a las costumbres de a bordo contribuían de forma inequívoca a levantar los ánimos.

Remolcar río arriba un pesado navío bajo un calor asfixiante, y por muy suave que pudiera ser la corriente, no constituía a decir verdad tarea sencilla, y por lo tanto, ni el capitán, ni mucho menos Celeste Heredia, tenían derecho a ofenderse por el hecho de que se les hubiese elegido como blanco de las puyas del maltés.

Por su parte, las mujeres yoruba habían saltado a tierra desde el momento mismo en que fondearon en la quieta ensenada, desparramándose de inmediato por la espesa selva circundante, y al advertir la agilidad y el sigilo con que se abrían paso por entre la maleza, la dotación de los buques llegó de inmediato a la conclusión de que habían hecho una magnífica elección a la hora de aceptarlas como aliadas.

Precedida por los fieles y silenciosos guerreros del Padre Barbas —que al parecer habían explorado con anterioridad la mayor parte de los innumerables caños, ramales y arroyuelos por los que el inmenso Níger desembocaba en el mar—, la abigarrada tropa que comandaba la entusiasta Yadiyadiara inició su lento avance por un peligroso territorio constituido casi en su totalidad por una sucia ciénaga maloliente e insalubre a la que habían acudido a buscar refugio quienes preferían morir en los pantanos a caer en poder de los tratantes.

El brazo de río elegido por el Padre Barbas, cubierto de nenúfares hasta el punto de que en ocasiones no se distinguía la superficie del agua, que semejaba una superficie sólida, se encontraba al parecer deshabitado, pero como el capitán Buenarrivo no se fiaba de nadie, había ordenado que los cañones se cargaran con metralla y cada hombre tuviera sus armas al alcance de la mano. A pesar de ello, y a medida que se adentraban en la espesura, su rostro se iba poniendo más y más ceniciento, pues no podía dejar de preguntarse qué ocurriría si de improviso se veían asaltados por una «panda de salvajes desnudos».

Y es que las bordas de La Dama de Plata rozaban las orillas hasta el punto de que al agitar las ramas de algunos árboles comenzaron a caer sobre cubierta huevos y polluelos de todo tipo de aves, y cuando al fin un par de ruidosos y descarados simios de enormes rabos se dedicaron a corretear por las jarcias del galeón a punto estuvo de darle un síncope.

¡Fuori, fuori! —aullaba en el colmo de la excitación—. ¡Andate via, maledetti!

A nadie debía sorprender que un severo capitán de la armada veneciana perdiera los nervios al ver su nave invadida de macacos, y tanto más frenético se ponía cuanto más aumentaban las risas de cuantos le veían perseguir inútilmente a unos alborotadores intrusos que se dedicaban a enseñarle amenazadoramente los dientes o hacerle cómicas muecas y carantoñas.

Para la mayor parte de aquellos hombres de mar, el inesperado viaje por el río constituía en realidad una experiencia distinta e impresionante, puesto que la jungla, la más densa, verde e impenetrable de las junglas africanas, parecía nacer sobre las mismas bordas de las naves para perderse de vista en la distancia como un muro de troncos, hojas y lianas tan compacto, que se diría que en cualquier momento se cerraría sobre ellos, devorándolos.

Millones de aves alzaban el vuelo cubriendo el cielo de gritos y colores, sorprendidas y se diría que hasta escandalizadas por el hecho de que tan extraños intrusos osaran invadir un «hábitat» que permanecía inviolado desde el comienzo mismo de los siglos.

¿Qué tenían que ver aquellas pesadas máquinas de guerra con las livianas canoas indígenas que de año en año se adentraban por las bocas del delta?

¿Quién les había dado permiso para quebrar las ramas de los árboles que se inclinaban sobre el río arrojando al agua unos nidos que habían costado tanto esfuerzo y tanto mimo construir?

¿Y por qué extraña razón venían a romper un equilibrio que la naturaleza había tardado milenios en crear?

Se escuchó un alarido.

El gigantesco y circunspecto carpintero vascofrancés se despojó por primera vez en años de su mugriento sombrero de paja para echar a correr como un loco y acabar por dar un salto impropio de su personalidad y su tamaño, quedando en cómico e inestable equilibrio sobre uno de los tambuchos de proa.

Mon Dieu! Mon Dieu! —gritaba—. ¡Una víbora! En efecto, una serpiente negruzca de más de un metro de longitud había ido a caer exactamente sobre su sombrero, y se deslizaba ahora por entre velas y cabos buscando refugio bajo la cureña de un cañón.

Se organizó una desbandada general y tuvieron que transcurrir más de diez minutos antes de que el animoso contramaestre consiguiera reunir un pequeño grupo de atemorizados voluntarios que, armados de largos garfios de abordaje, se decidieran a intentar sacar al descarado ofidio de su escondite.

—¿Es venenosa? —inquirió Celeste, que observaba la escena desde su puesto del castillete de popa.

—¿Y cómo podemos saberlo, señora? —se lamentó Silvino Peixe, que formaba parte de la «expedición»—. Para mí que en esa maldita selva todas las serpientes tienen que ser venenosas.

Costó Dios y ayuda, entre saltos, carreras y maldiciones, arrojar al agua a tan indeseada compañía, y mientras la observaban alejarse serpenteando sobre los nenúfares en dirección a la Orilla, Sancho Mendaña comentó con socarronería:

—Tengo la impresión de que esta aventura va a resultar mucho más divertida de lo que imaginaba.

—¿«Divertida»? —se escandalizó Arrigo Buenarrivo—. No veo qué tiene de «divertido» que nos invadan monos y serpientes. Se supone que esto es un barco de guerra, no el «Arca de Noé».

—¡Querido capitán! —fue la respuesta—. Si perdemos el sentido del humor vamos de culo… ¿Acaso no le fascina pensar que estamos abriendo una nueva vía hacia el corazón de África?

—¡Mientras no nos abran una vía de agua…! —masculló el veneciano—. Nadie me habló nunca de monos y serpientes.

—Pues no quiero ni imaginar qué cara va a poner en cuanto aparezca el primer gorila —sentenció el otro.

—¿Qué es un gorila?

—Un mono de casi dos metros de altura.

—¿Bromea?

—¡En absoluto! —fue la respuesta—. Pregúntele al cura. Él es quien asegura que por aquí abundan tanto como los tiburones en el mar.

El hombrecillo agitó la cabeza desconcertado, pareció perder lo poco que le quedaba de compostura, y por último se volvió a Celeste para amenazarla acusadoramente con el dedo.

—Le advierto que si un mono de dos metros cae sobre el barco, me vuelvo a casa —dijo.

—¡Toma, y yo! —fue la inmediata respuesta, que no pudo por menos que obligar a sonreír a su interlocutor—. Pero no hay por qué preocuparse —añadió—. Por lo que tengo entendido, los gorilas únicamente se suben a los árboles a la hora de dormir.

—¿Y a qué hora duermen?

—De noche, supongo.

—¡Confiemos en ello!

Continuó el avance, metro a metro y con infinitas precauciones, abriéndose paso entre ramas y plantas acuáticas, hasta que a media tarde la fragata se detuvo y el segundo oficial, que era quien estaba al mando de los remeros que halaban el Sebastián regresó a bordo del galeón.

—He ordenado fondear en un recodo del río ancho y despejado —dijo—. Me parece un buen lugar para pasar la noche.

—¡De acuerdo! —replicó con un leve gesto de asentimiento el veneciano—. Cuanto más lejos nos encontremos de los árboles, mejor.

—Eso creía yo —puntualizó el otro—. Aunque hay algo que debería ver antes de tomar una decisión.

—¿Y es…?

—¡Mejor ni se lo cuento!

Aguardaron expectantes hasta el momento justo en que La Dama de Plata viró para situarse tras la popa de la fragata, puesto que tan sólo entonces pudieron distinguir con toda nitidez el largo playón que se formaba en el extremo más abierto del amplio recodo, y que aparecía literalmente alfombrado por dos docenas de gigantescos cocodrilos, algunos de los cuales superaban fácilmente los cuatro metros de longitud.

—¡La madre que los parió! —no pudo por menos que exclamar el estupefacto Sancho Mendaña—. ¡Qué monstruosidad!

El veneciano tardó en reaccionar.

—¿Y tenemos que dormir en compañía de esas bestias…? —quiso saber.

—Supongo que, a no ser que sepan subir por una escala de cuerda, no corremos peligro —le hizo notar Celeste.

—¿Y quién asegura que no saben? Gaspar Reuter, que se había unido al grupo y observaba con idéntico estupor el impresionante espectáculo, agitó la cabeza con gesto de incredulidad.

—Nunca he visto nada parecido —masculló—. ¡Pero ojalá todos nuestros enemigos fueran de ese tamaño!

—¿Qué quiere decir con eso? —quiso saber Sancho Mendaña.

—Que empiezo a tener la impresión de que en estas ciénagas el peligro no vendrá nunca de gorilas o caimanes gigantes, sino de fiebres y miasmas, que a la larga hacen más daño que todas las fieras de la selva.

—No obstante —puntualizó el Padre Barbas—, hace tiempo que llegué a la conclusión de que quien ha logrado sobrevivir en un clima como el de Jamaica, no tiene por qué temerle al clima africano. Aquí caen como moscas los blancos europeos, no los blancos americanos.

—¿Y en qué se diferencian? —quiso saber Celeste.

—En el hábito, imagino —puntualizó el navarro—. Y no me refiero al hábito de vestir, sino el de comer, beber, y sobre todo soportar las picaduras de los mosquitos. Los mosquitos de África, incluso los de estos cenagales, son simples aficionados, frente a los mosquitos jamaicanos, de los que ya el mismísimo Cristóbal Colón aseguró que eran el más cruel enemigo a que jamás se había enfrentado.

Tal vez, en efecto, los mosquitos de la región fueran como aseguraba el buen Padre Barbas, «simples aficionados», pero lo que sí resultó evidente es que constituían una auténtica legión, que se hizo presente en cuanto el sol comenzó a ocultarse tras las copas de los árboles.

Constituyó no obstante un momento mágico en el que la espesa selva pareció explosionar de vida, puesto que miles de aves de todas las formas y colores cubrieron el cielo al tiempo que miríadas de gigantescos murciélagos, que habían permanecido colgados boca abajo en las ramas más altas, se lanzaban al aire a la caza de insectos.

Poco después, una estruendosa orquesta nocturna iniciaba la tarea de afinar sus instrumentos a base de cantos, llamadas, graznidos y rugidos, hasta el punto de que podría creerse que durante las horas diurnas la vida de la jungla había decidido permanecer aletargada, y era ahora, con la huida del sol hacia poniente, cuando la mayor parte de sus criaturas optaban por abandonar sus oscuras guaridas.

Los enormes cocodrilos se deslizaron perezosamente hacia las quietas aguas, grandes peces saltaron al aire a la caza de libélulas, y ya con la noche a punto de vestirse totalmente de luto, un pintado leopardo hizo su aparición en la ribera y se quedó muy quieto, observando entre pensativo e indiferente a quienes habían irrumpido de forma tan desconsiderada en sus dominios.

Una hora más tarde las luces de a bordo sacaban destellos de carbón de los ojos de los caimanes que sobresalían apenas sobre la superficie del río, con lo que todo cobró un aspecto casi fantasmagórico, pues resultaba, no ya sorprendente, sino incluso absurdo, que dos naves concebidas para navegar por el profundo océano se encontraran fondeadas en el centro de un estrecho brazo de río, en el mismísimo corazón de un casi inexplorado cenagal.

Tumbada sobre el enorme lecho tallado en madera de ébano, y protegida por un grueso mosquitero, Celeste Heredia permaneció despierta durante horas, escuchando las voces de la selva, y preguntándose por enésima vez qué clase de obsesión enfermiza le empujaba a poner en peligro su vida y la de cuantos habían decidido seguirla hasta el mismísimo confín del universo.

—¿Qué hago aquí? —inquirió en voz muy queda una vez más.

Y, una vez más, no obtuvo respuesta.