CAPÍTULO XVI
MANAOS
Llegamos a Manaos —capital de la Amazonia— en una mañana de domingo. Me encaminé directamente al Hotel Amazonas, conocido ya de otros viajes, y que con su aire acondicionado y sus camas con colchón era lo que venía necesitando —con un buen baño— desde mucho tiempo atrás.
Me eché a descansar un rato, y cuando, a las cuatro de la tarde, el hambre me despertó y salí a buscar algo de comer, no había nadie en las calles. El choque con una temperatura y un aire denso, caliente, irrespirable, me sorprendió, incluso a mí, que venía acostumbrado al calor. La ciudad aparecía muerta, como si nadie, absolutamente nadie, la habitase, y se diría que no había allí más que calles y edificios que habían crecido por quién sabe qué extraño milagro. Tuve que andar largo rato para encontrar un solitario bar en el que me sirvieran un bocadillo y un vaso de agua.
Y es que cuando en Manaos —como aquel domingo— no sopla la suave brisa del río, la ciudad se vuelve realmente inhabitable.
El lunes se presentó sin embargo distinto. Desde muy temprano pude escuchar el ir y venir de las gentes, el ya casi olvidado ruido de los coches, el rugir de los motores, y el sonar de las bocinas. Cuando me asomé al balcón, advertí que el viento del río había vuelto a hacer su aparición, y la temperatura, si no agradable, por lo menos era soportable.
Bajé al río a saludar a Martinico y a la «Bella Rosanna», y lo hice por el gran muelle fluctuante, el mayor del mundo, construido por los ingleses a finales de siglo, en los tiempos de la fiebre del caucho.
Manaos se siente orgullosa de este muelle que resulta una obra notable, capaz de adaptarse a los cambios de nivel de las aguas que en ocasiones —de la máxima crecida a la época más seca— supera los diez e incluso los trece metros.
A su entrada, un alto muro que contiene el río cuando baja lleno muestra las marcas y las fechas que señalan los puntos máximos que alcanzan las aguas cada año, y sobre todas ellas, en un bloque que hubo que colocar más tarde, una raya recuerda que en 1953 la crecida fue tan espectacular y sin precedentes que superó cuanto podía preverse, de tal modo que la plaza de la Catedral y las casas de las calles vecinas quedaron anegadas.
Manaos no se alza, como muchos creen, sobre el mismo Amazonas, sino sobre la orilla izquierda de su afluente, el Negro, a poca distancia de la unión de ambos. Como a fray Gaspar de Carvajal y los españoles, sorprende a todos la espectacular forma en que las aguas negras chocan con las fangosas del Amazonas, y sin mezclarse, forman una frontera perfecta, delimitada al centímetro. Extendiendo la mano sobre la superficie de esas aguas se puede señalar con exactitud qué dedos están ya en el Amazonas y cuáles siguen en el Negro. Luego, sin transición alguna, sin que pueda saberse cómo, las aguas limpias y negras desaparecen, tragadas por la inmensidad de la fangosa corriente del Amazonas, que lo domina todo.
En Sudamérica se pueden distinguir siempre dos tipos de ríos claramente definidos: los «ríos blancos» de aguas sucias y lechosas, que arrastran enormes cantidades de limo y fango y los llamados «ríos negros», de extraordinaria limpidez y transparencia, aunque sus aguas, en conjunto, adquieran un color verde oscuro, como de té muy cargado. Los ríos blancos suelen atravesar zonas blandas y son lentos, mientras los negros corren por regiones rocosas, precipitándose a veces en forma de rápidos y cataratas. Su pigmentación les viene dada por una planta con aspecto de alga que crece entre las rocas de su lecho, en las torrenteras.
Hasta hace unos años decir Manaos era decir caucho. Era nada más que un villorrio que trepaba sobre las lomas, o hundía los altos pilotes de sus casas de madera en el fondo del río, y nada hubiera sido más que eso si en 1893 Charles Goodyear no hubiera descubierto que el caucho, combinado con azufre, resistía tanto las bajas temperaturas como las altas.
El mundo empezó a pedir caucho, más y más caucho, y el alto y liso árbol que lo proporcionaba no se daba más que en la selva amazónica.
Comerciantes, aventureros y desesperados llegaron desde los cuatro puntos cardinales, desde los confines del mundo, y se desparramaron por aquellas junglas, sedientos de riqueza, dispuestos a sangrar los árboles al máximo, sacándoles hasta la última gota de su leche blanca y elástica. Y lo hicieron con tal ímpetu que, al poco tiempo, por Manaos corrían ríos de oro, lo que la convirtió de la noche a la mañana en la ciudad más rica, más excéntrica y más loca de toda América y casi del mundo.
El caucho creó fortunas; fortunas de nuevos y extravagantes millonarios, que hicieron levantar allí, sobre la más orgullosa de las colinas de la selva, el más orgulloso de los teatros, decorado con panes de oro, espléndido y absurdo, como absurdas fueron mil cosas de aquel entonces; como absurdo podía pensarse que fuera la aventura de traer desde Inglaterra —transportándolo en cuatro viajes de la primera a la última piedra— el enorme edificio de la aduana que aún domina la entrada de la ciudad.
Cuanto más avanzaba el siglo hacia su fin, más y más loco era todo en Manaos, que comenzaba incluso a aspirar a la capitalidad de la nación, tal era su dinero y su influencia.
En las afueras de la ciudad rugían los jaguares, pero en su centro un rico cauchero mandó construir en el jardín de su casa una fuente donde manaba champaña francés, y las más famosas compañías de ópera y ballet del mundo llegaban hasta allí, a mil quinientos kilómetros del mar, en plena selva, para deleitar a los nuevos millonarios.
De una de esas compañías teatrales murieron ocho de cada diez componentes, víctimas de las fiebres y epidemias, pero eso no impedía que otros intentaran la aventura, pues en ningún lugar del mundo se podía ganar tanto en un mes como en Manaos en una sola noche.
Era la pequeña París de la selva, que soñaba con ser tan famosa como la auténtica sin saber que tiempo atrás, en 1876, un inglés establecido río abajo, Henry Vickham, había conseguido —contraviniendo todas las leyes y exponiéndose a graves castigos— organizar una expedición al interior para apoderarse de una buena cantidad de semillas del árbol que manaba dinero. Consiguió sacarlas clandestinamente del país, para que —atravesando el mundo, del Brasil a Londres, de Londres a Java— dieran como fruto el nacimiento de las plantaciones caucheras del Sudeste asiático. Plantaciones que, de inmediato, superaron el rendimiento de los salvajes árboles de la espesura amozónica. En 1900, Asia producía cuatro toneladas de caucho por las treinta mil de Amazonia, mientras que en 1930 Asia había subido a las ochocientas mil toneladas, mientras Amazonia sólo exportaba catorce mil.
Tal como nació Manaos, murió. De la ilusión perdida quedaron un teatro, una catedral, una aduana, y tantas y tantas cosas que espléndidos locos hicieron edificar con un dinero que les sobraba, pensando que la locura no terminaría nunca.
Y quedaron también los cientos, los miles de cadáveres de aquellos a los que el beri-beri o las otras mil enfermedades y peligros de las selvas se habían llevado por delante.
Y quedó Manaos; una Manaos dislocada, fuera de lugar, que debería haberse hundido definitivamente, dejándose tragar por aquella jungla que todo lo podía para entrar a formar parte del mundo de la leyenda, del universo fantástico de las ciudades perdidas.
No obstante permaneció y tras un largo período de languidez comenzó a revivir, a agitarse lentamente, siempre a la busca de su destino próximo, de un camino mucho menos brillante, pero también más seguro.
Si lo hallará o no es algo difícil de saber. El tiempo será el encargado de decirlo, pues vendrá un día en que Brasil tendrá que lanzarse a la conquista de su interior, a la empresa increíble de integrar la Amazonia al territorio nacional, y algo surgirá: madera, petróleo, o agricultura, que devuelva a Manaos parte de su esplendor perdido.
Mientras tanto, hoy, la ciudad se diría que apenas hace algo más que subsistir, esperar la llegada de esos años mejores, pues aunque ya explote la madera y enormes aserraderos se alzan a la orilla de los ríos, no se hace en la medida que cabría esperar si se tiene en cuenta que, de cuatro árboles que existen en el mundo, uno se encuentra aquí.
También se cuenta con el petróleo, con una refinería montada ya en la confluencia del Negro y del Amazonas, pero, igualmente, la refinería no hace más que eso: esperar. El auténtico chorro de oro negro en que confían aún no ha llegado, y se tienen que limitar, de momento, a tratar en ella el que desde Iquitos —aguas arriba— les envía el Perú.
Se habla mucho, por último, de convertir la inmensa cuenca del Amazonas en el futuro granero del mundo; el que sacie las hambres del hoy y del mañana, pero los que eso pregonan ignoran o desean ignorar las enormes dificultades, lo increíble de los problemas y la realidad incuestionables de que estas tierras —tan pródigas en espesura— son, pese a ello, terriblemente pobres y se agotan de inmediato, no dando siquiera un resultado mediano para la agricultura.
Tras mi visita a Martinico, que estaba terminando de preparar sus cueros de caimán para llevarlos a vender, me fui en busca de la Ciudad Flotante que recordaba de otros viajes y que era, sin duda, lo que más impresión me había causado de la ciudad.
Me sorprendió encontrar que había desaparecido, y cuando pregunté por ella la respuesta fue: «¡Sumió!», que puede traducirse por «desapareció», «se hundió», o se «esfumó». Luego me contaron el resto de la historia.
La Ciudad Flotante de Manaos la componían docenas, centenares de casas que se alzaban sobre troncos y sobre grandes barcazas, a orilla del río. Formaba un cuadro atractivo y repelente a la vez. Complejo pintoresco, repleto de agitación, vida y malos olores, al margen de tierra firme, comparable sólo con el barrio de idénticas características de Hong-Kong. Pero, como este último, había llegado a convertirse, también, en emporio del crimen, refugio de forajidos, contrabandistas y toda clase de gentes de mal vivir, que acabaron transformándolo en una especie de ciudadela contra la que la ley nada podía y no tenía fuerza.
Además del juego, las drogas, la prostitución, el crimen y las infinitas mercaderías —llegadas desde las distintas Guayanas, a través de las inmensas fronteras, bajando por los ríos, o traídas en avión—, la Ciudad Flotante había acumulado en su aguas repletas de desperdicios y en sus casas, sin la menor sombra de higiene, tal cantidad de detritos y suciedad que se estaba convirtiendo en un auténtico foco de epidemias. Constituía un constante peligro para Manaos, de forma que las autoridades no tuvieron más remedio que tomar una medida radical y obligar a que de la noche a la mañana la ciudad «sumiera», como si el mismo río se la hubiera tragado.
Ya no queda de ella, por tanto, más que el mercado y algunas viviendas de quiénes vienen de paso y permanecen allí sólo unos días. Del resto, a los obreros se les ofreció casa en tierra firme, mientras que contrabandistas y maleantes tuvieron que buscarse nuevo refugio.
El mercado continúa siendo, sin embargo, sumamente pintoresco, sobre todo por las mañanas, cuando, muy temprano, comienzan a llegar con las primeras luces las embarcaciones cargadas de fruta o pescado, el cielo pasa, casi sin transición, del negro al rojo, mientras el sol asoma entre los altos árboles allá en la espesura, muy a lo lejos, haciendo que con su sola presencia las brumas del río —que parecían formar parte de la floresta— se desvanezcan. Al levantarse, van dejando entrever poco a poco a las estilizadas y frágiles piraguas, que se acercan tan repletas de verdes plátanos, amarillas naranjas, enormes sandías o extraños peces de río, que parece un milagro el que se mantengan sobre las aguas.
Algunas de estas canoas o cayucos llegan a ser tan pequeñas y bajas que se pensaría que sus tripulantes van sentados sobre el agua misma, o sobre lo que parece una piel de plátano, manejando con tal maestría el canalete que alcanzan velocidades increíbles sin levantar siquiera una gota de espuma.
Más tarde, a medida que el cielo se va tornando de un azul cada vez más luminoso, el número de puntos negros de las embarcaciones va aumentando a lo lejos, al igual que aumentan de tamaño, al tiempo que las orillas se pueblan de hombres, mujeres y niños, que saltan a tierra sin siquiera imprimir el más leve balanceo de sus embarcaciones. Comienzan entonces a vociferar sus mercancías; pescado de la noche antes, ajos, tomates, yuca, enormes patatas, tortugas, monos, caimanes… Todo cuanto es capaz de dar el río, o es capaz de ofrecer la tierra en sus riberas.
Durante todo el día continúa el mercado, bajo un sol de fuego, capaz de hacer hervir el agua del mismo río, o bajo una lluvia torrencial, tan densa, que más parece una cortina, y no permite ver a cinco metros.
Aunque algunos se echen de nuevo a navegar cuando han concluido su negocio, la mayoría aguarda a la caída de la tarde, y así, al ponerse el sol, cuando el cielo se tiñe otra vez de rojo y el vaho comienza a condensarse en brumas, las diminutas piraguas, las grandes barcazas e incluso las casas flotantes se alejan, con las velas al viento, a golpe de canalete, o con rumor de motores. Vuelven a sus lugares de origen, a la espesa jungla, río arriba, aguas abajo, o a lo más intrincado de los infinitos afluentes y lagunas.
En Manaos comienzan entonces a encenderse las luces, pero se diría que la ciudad ya ha quedado dormida, desierta y en silencio.