CAPÍTULO XIII

CIUDADES PERDIDAS

El día en que Arnulfo y Rosita nos dejaron, alejándose en su piragua río arriba a la espera de alguien que les remolcase hasta Iquitos, tanto Martinico como yo nos sentimos mucho más tranquilos. No era que hubiéramos ganado espacio en la «Bella Rosanna». Era que ganábamos, sobre todo, paz de cuerpo y espíritu.

Por su parte, el viaje comenzó a hacerse pesado. La monotonía de un paisaje hecho de agua, selva y cielo, no se veía roto en días y días de marcha más que por el paso de algún ave —por lo general garzas—, alguna solitaria embarcación que se cruzaba con la nuestra, y, una noche, un auténtico buque de gran calado que casi se nos echa encima con un atronador rugir de máquinas.

El calor aumentaba y las moscas y mosquitos parecían multiplicarse, especialmente en las regiones en que lentos y pequeños afluentes, que eran casi lagunas, desembocaban en el río. La lluvia diaria y a menudo torrencial era siempre bienvenida, aunque no llegase a refrescar la atmósfera, sino que, por el contrario —por aumentar la humedad del ambiente—, hacía el calor más pegajoso y desagradable.

Debo confesar que la mayor parte de esos días los pasé durmiendo o pescando, sumido en una especie de sopor que me mantenía aletargado.

Siempre me ha gustado viajar solo, y así vengo haciéndolo casi ininterrumpidamente desde hace más de diez años, pero si quiero ser sincero tengo que reconocer que, por primera vez, eché de menos la presencia de un compañero.

Con Mauricio no había mucho de qué hablar. El río y la selva —más el primero que la segunda— constituían todo su mundo, y fuera de él apenas podía imaginar que existiera algo más.

En el río había hecho —eso sí— de todo, desde pesca a contrabando, y casi, casi, por lo que me explicaba, piratería, si es que puede existir alguna forma de piratería en nuestros tiempos. Como contrabandista tenía, desde luego, una larga experiencia, sobre todo en lo que se refería a introducir mercancía de matute desde las Guayanas a Manaos.

Las historias que me contó de sus correrías en Río Blanco, allá por Boa Vista, no dejaban de tener realmente cierta gracia, e incluso me llegaba a interesar cuando hablaba de una ciudad perdida que únicamente él había visitado.

Su relato hubiera constituido tema para un libro si no fuera por el hecho de que relatos semejantes pueden encontrarse en boca de cuantos se han internado, poco o mucho, en el corazón de la Amazonia.

Según Martinico, en cierta ocasión en que intentaba introducir ilegalmente en el Brasil un alijo de mercancías provenientes del Surinam, se separó involuntariamente de sus compañeros en plena sierra de Tumucumaque, y tras muchos días de andar perdido llegó a un pequeño valle, al fondo del cual pudo distinguir los restos de una enorme ciudad medio comida por la selva. No se atrevió a entrar en ella y huyó de allí tan aprisa como pudo, para ir a parar, una semana más tarde, a las márgenes del río Trombetas. Martinico juraba que sería capaz —si le pagaban bien— de encontrar nuevamente esa ciudad.

Inútil me parece señalar que Martinico mentía, aunque, probablemente, incluso él creía en su propia mentira. Debía llevar tanto tiempo repitiéndola que podía confundir lo cierto con lo falso. Alguien, alguna vez, debió contarle aquella historia, y acabó convencido de que era cierta.

La leyenda de la Ciudad Perdida, ésa de las cercanías del Trombetas, o cualquier otra de las muchas que existen en la Amazonia, debía ser ya antigua —ronda de boca en boca— y no uno, sino muchos Martinicos, llegaron a la conclusión —consciente o inconscientemente— de que conocían su emplazamiento.

Del más miserable caboclo al último explorador de estas selvas todos creen estar en el secreto de una de esas maravillosas ciudades perdidas, repletas de tesoros, que están allí esperando a que ellos vayan, para entregarle sus incontables riquezas.

Resultaría difícil hacer un cálculo siquiera aproximado de cuántos se han dejado la vida en la persecución de ese sueño, en la búsqueda de esa quimera.

Desde que —hace casi quinientos años— los primeros españoles llegaron a estas tierras hasta el día de hoy, son innumerables los que han abrigado la esperanza de que ellos tendrían más suerte y vencerían a la jungla, y aún a estas alturas no se sabe con exactitud qué fue del famoso coronel Fawcett.

Durante veinte años este arriesgado explorador inglés recorrió de parte a parte la Amazonia y el Mato Grosso, llegando a convertirse en uno de los mejores conocedores de estas tierras que haya existido nunca y, pese a ello —quizá por ello—, murió buscando la ciudad perdida que un aventurero brasileño, a quien él llama Francisco Raposo, decía haber descubierto en 1740.

Y no era ésa la única ciudad perdida en que el coronel Fawcett creía. Estaba convencido de que en el corazón de la Amazonia, allá por las fuentes del Xingu y del Tapajoz, también quizá por las fuentes del Trombetas, existían toda una serie de ruinas; restos de un antiguo imperio desaparecido; tal vez las famosas setenta ciudades de las Amazonas que dieron nombre al río y de las que nunca se han encontrado huella alguna.

En 1925, Fawcett y su hijo fueron tragados para siempre por el misterio de las selvas del Xingu, y cuentan las leyendas —en esta tierra tan rica de leyendas— que durante mucho tiempo fueron caciques de una tribu de salvajes «indios blancos».

Y si un hombre culto y preparado como Fawcett era capaz de creer —hace cuarenta años— en el misterio de las ciudades desaparecidas, ¿por qué no pueden seguir creyéndolo tantos caboclos o tantos aventureros?

Personalmente soy de la opinión de que, en efecto, tales ciudades existen, pero la experiencia de mis viajes a estas regiones me obligan a creer que ni son tantas como dicen ni tan importantes, ni mucho menos se conoce su emplazamiento.

Los españoles fundaron a orillas del Orinoco una hermosa ciudad, importante en su tiempo, Esmeralda, capital durante años de la Amazonia venezolana, y la mayoría de los mapas la señalan claramente aún pese a que hace años los indios guharibos la asaltaron, obligando a huir a sus últimos habitantes.

Hoy en día de Esmeralda nada queda, y se puede pasar por el río a diez metros de distancia sin advertir el menor rastro de que allí se alzara nunca una ciudad. La jungla y las termitas dieron pronto cuenta de ella.

Y si esto ocurrió a Esmeralda en este siglo, ¿qué puede haberles sucedido a ciudades que se perdieron hace trescientos o cuatrocientos años?

Para que perduraran tendrían que haber sido construidas en piedra —o en mármol, como dicen que era la ciudad de Raposo— o tendrían que seguir estando habitadas. Serían entonces capitales de tribus civilizadas, muy distintas de todos esos indios salvajes y semidesnudos que pueblan las regiones aún inexploradas de la Amazonia.

Fawcett y otros autores sostienen la teoría de que estas tribus salvajes rodean y protegen a un gran pueblo de extraordinaria cultura, que se esconde así de la curiosidad del hombre blanco; pero todo eso pasa a ser ya —a mi modo de ver— más fruto de la fantasía que de la realidad.

Estoy convencido de que, poco a poco, a medida que el hombre vaya penetrando en esas selvas, irán apareciendo, en efecto, ruinas de antiguas ciudades, pero serán grupos de pedruscos desmoronados, restos de lo que fueron caminos, casas o fortalezas, pero nunca una espléndida «Ciudad de mármol blanco» como la descrita por Raposo, o como la que Martinico —con su desfachatez— juraba haber descubierto.

Asegurar lo contrario son ganas de fantasear, o demostración de un desconocimiento total de lo que es la jungla; de la fuerza que es capaz de desarrollar la naturaleza y la rapidez y violencia con que la vegetación puede invadirlo todo, resquebrajar muros, apartar piedras, desmoronar columnas.

Pese a todo ello, Martinico insistía:

—Venga conmigo —decía— y buscaremos mi bella ciudad allá por el Trombetas.

—De acuerdo —respondía yo—, pero ten presente que sólo te pagaré cuando la hayamos encontrado.

Esto tenía la virtud de enfriar sus ánimos, y protestaba queriendo convencerme de que él no podía perder meses de trabajo buscando algo que —quizás y únicamente por mala suerte— no llegáramos a encontrar.

Por mi parte le respondía que no me encontraba en condiciones de gastar mi tiempo y mi dinero en buscar algo que —quizás, y únicamente por mala suerte, desde luego— nunca llegaríamos a encontrar.

Nunca nos pusimos de acuerdo.

Dejando a un lado la historia de su ciudad, mis relaciones con Martinico eran buenas en general, y aunque hubiera preferido alguien con quien poder hablar, no era, desde luego, de los peores compañeros de viaje que he encontrado en mi camino.

Conocía el río, era un buen trabajador —a nivel amazónico, naturalmente— y, sobre todo, un experimentado cazador, capaz de encontrar carne fresca allí donde yo ya había desistido de abatir una pieza.

El capibara y el trompetero eran sus presas predilectas, y en verdad que a la hora de cocinarlos demostraba una extraña pericia, lo cual no quiere decir que no le hiciera honores a las perdices, codorniz, el pato, el loro, o a los innumerables monos y «paujines».

El capibara es una especie de gran conejo de Indias, a menudo de más de un metro de largo, y el mayor de los roedores existentes en el mundo. Abunda en las márgenes de los ríos amazónicos, y, siendo un pobre animal indefenso, constituye una de las víctimas predilectas de los depredadores de la selva —el jaguar, el caimán, pasando por el hombre y la anaconda—. El destino del capibara es echarse a nadar cuando le atacan por tierra, para regresar inmediatamente a tierra y correr a esconderse cuando le persiguen en el agua.

El trompetero, por su parte, es un ave de tamaño de una gallina, aunque más parecido a un pavo pequeño, de color gris plomizo, digno de destacar únicamente por el extraño sonido que emite; sonido del que le viene el nombre, y cuya característica más acusada es que no lo produce —como podría pensarse en un principio— con la garganta, sino con el extremo opuesto de su cuerpo.

Justo es señalar que el trompetero está considerado por tradición como el peor educado de todos los animales de la jungla. Pese a sus deplorables costumbres, a la hora de la cena constituye un plato muy apreciado.

Por lo general, Martinico y yo solíamos cazar un par de horas al día, apenas amanecido o al atardecer, aprovechando las horas de menor calor, lo cual no evitaba que, de tanto en tanto, cuando un pato se ponía a tiro en nuestro camino procuráramos echarlo también abajo. Además de esto pescábamos, por lo que nuestra dieta podía considerarse realmente aceptable. En comparación con el eterno arroz blanco y las patatas de la alta Amazonia, podría decirse que nos alimentábamos francamente bien. Un par de veces por semana sacrificábamos una tortuga, abundantísimas en el río. Constituyen un manjar exquisito, pero que llega a fatigar si se repite en exceso.

Podría decirse, por tanto, que el descenso por el ancho cauce del gran Amazonas constituía casi un viaje de reposo, bueno para leer, recordar y meditar en las infinitas calamidades que por estos mismos lugares pasaran, sin embargo, las gentes de Orellana.

Mucho ha cambiado el río desde entonces. No en el paisaje, la vegetación o el calor pegajoso, sino únicamente en las gentes que lo habitan. La expedición de Orellana fue encontrando por aquí, indistintamente, gentes amigas y enemigas; indios amables que les recibían como a dioses hijos del Sol, o tribus feroces que les atacaban sin detenerse a conocer sus intenciones. El relato de fray Gaspar de Carvajal se encuentra salpicado de alusiones a estos encuentros, aun cuando procura destacar siempre que Orellana evitaba en lo posible toda lucha. El único deseo de aquel puñado de valientes perdidos en un continente desconocido era salir de él cuanto antes y regresar a casa sin meterse en demasiadas pendencias con indios o amazonas.

Porque a estas alturas, en pleno cauce del gran río que debería llamarse río de Orellana, éste tenía ya noticias, aunque sólo remotas, de que más adelante habría de encontrar en su camino a las feroces cuniapuyaras —«las mujeres sin marido»—, cuya reina, Conori, era dueña absoluta del más vasto imperio de la selva.

Pero aún había de pasar mucho tiempo hasta que Orellana viera a las mujeres guerreras en su camino, y tal vez ese tiempo, esos días y semanas de monotonía los empleara en imaginar su encuentro con la reina Conori y en hacer planes sobre una posible alianza —quizás una unión material— entre los descubridores blancos y las dueñas de la jungla.

Para los españoles de aquel tiempo que habían asistido al descubrimiento de un Nuevo Mundo, a la conquista de un imperio como el incaico y a tantas y tantas maravillas en el transcurso de una sola vida, todo era posible, incluso la creación, allá, en el corazón del continente, de un nuevo y fabuloso reino, fruto de la unión de una raza de hermosas y feroces guerras, y otra de valientes e infatigables exploradores.

Desde el día en que, por primera vez, un cacique indígena les habló de las amazonas, los hombres de Orellana —españoles al fin y al cabo— se sentían impacientes por encontrarlas.

Y aunque no fundaran un reino, ¡cuántas cosas maravillosas podrían contar sobre ellas a su regreso a la patria!