CAPÍTULO VII
¡AUCAS!
En Quito, los titulares de los periódicos traían la noticia casi cada día: «… Los aucas atacan un campamento militar…», «… Los aucas raptan a dos mujeres alamas…», «… Los aucas asesinan a un buscador de oro…». Y me preguntaba: ¿Cómo es posible que esto ocurra en pleno siglo XX? ¿Quiénes son los aucas? ¿Dónde están?
Ahora, aquí, en Francisco de Orellana, tenía al alcance de la mano la respuesta. El territorio de los aucas se extiende a lo largo de quinientos kilómetros a la orilla derecha del Napo, en lo que constituye una inmensa región totalmente desconocida.
Al preguntar sobre ellos a monseñor Alejandro Labaca, me respondió:
—Los aucas son, quizá, como muchos etnólogos sostienen, la tribu más sanguinaria y feroz que existe en la actualidad. Todos nuestros intentos de aproximación han resultado inútiles. Si entramos desarmados en su territorio, nos asesinan; si llevamos armas, se esconden. Matan por el placer de hacerlo y nada respetan, porque odian ferozmente al hombre blanco y han extendido ese odio a las tribus pacíficas que nos frecuentan. Sin embargo —añadió—, no se les debe culpar por ello, ya que originariamente fueron buenas gentes, y las razones de su actual comportamiento deben buscarse en el trato que han recibido.
Ante esto quise saber lo que fray Gaspar de Carvajal había escrito sobre los aucas en tiempos de Orellana.
Dice el dominico refiriéndose a los irimares, que fueron probablemente, por su ubicación geográfica, los antepasados de los aucas:
… Y llegados los indios, no se pusieron en resistencia; antes estuvieron quedos, y allí folgamos tres días, adonde los indios vinieron en paz a nos traer de comer muy largo. Otro día, pasados los tres, salimos deste pueblo y caminamos por nuestro río a vista de buenos pueblos; y yendo así, un domingo de mañana, a una división que el río hacía, que se partía en dos partes, subieron a vernos unos indios en cuatro o cinco canoas que venían cargadas de mucha comida, e se llegaron cerca de donde venía el capitán Orellana y pidieron licencia para llegar y dijeron que ellos eran principales y vasallos de Aparia, y que por su mandato venían a nos traer de comer; y comenzaron a sacar de sus canoas muchas perdices como las de nuestra España, sino que son mayores, y muchas tortugas, que son tan grandes como adargas y otros pescados. El capitán se lo agradeció y les dio de lo que tenía, y los indios quedaron muy contentos de ver el buen tratamiento que se les hacía…
¿Qué daño se les causó para que esas pacíficas gentes cambiasen, hasta convertirse en los seres feroces que son ahora? La respuesta no debe buscarse muy lejos; a fines del siglo pasado, cuando la fiebre del caucho atacó al mundo y ésta era la única región del Globo que lo producía; cuando miles de aventureros se volcaron sobre la Amazonia soñando hacer fortuna con el «Habea brasiliensis», el árbol que sangraba goma, y se necesitaba mucha mano de obra para sangrar esos árboles.
Fueron los caucheros peruanos, sobre todo los de la tristemente célebre «Casa Arana», los que esclavizaron durante años a los aucas, obligándolos a trabajar en la dura tarea de la recolección. Abusaron de ellos hasta llevarlos a ese punto de rebelión completa; hasta hacerles romper con todo y regresar a lo más profundo de la selva. El «civilizado» corrompe cuanto toca, convierte al amigo en enemigo.
Monseñor Labaca, advirtiendo mi interés por los aucas, me brindó una vez más su ayuda, proporcionándome la avioneta con la que volar al puesto militar de Curaray, enclavado a orillas del río del mismo nombre, afluente del Napo y que atraviesa el territorio de los aucas, justamente por su centro.
El aire es la única forma humana de llegar a Curaray. Se puede intentar por el río, pero el viaje resulta larguísimo, con el agravante de que, de tanto en tanto, surgen de las espesuras pesadas lanzas que van a clavarse en la embarcación o se hunden con un sonoro chapoteo en el agua. El Gobierno ecuatoriano, para evitar problemas, dificulta increíblemente incluso prohíbe la navegación por el Curaray, de tal modo que —como digo— el aire es el único camino practicable hasta el puesto militar.
Como siempre, fue el capitán Galindo el que se encargó de llevarme. Despegamos de la misión del Coca y atravesamos el río Napo. Desde ese momento nos encontrábamos sobre la selva más peligrosa del mundo. De caer y darse el milagro de salir con vida del accidente, las lanzas de los aucas darían buena cuenta de nosotros.
Volamos durante media hora. No exactamente hacia Curaray, sino ligeramente desviados al Sudeste. El capitán Galindo quería mostrarme la única casa auca que se conoce, ésa que sirve para llegar al convencimiento de que los aucas verdaderamente existen y que no son fantasmas que surgen de improviso de la espesura para asesinar y desaparecer nuevamente.
Tuvimos que buscar largo rato, trazando círculos y círculos durante casi veinte minutos, hasta distinguir al fin sobre un altozano una pequeña choza de paja que destacaba sobre la monotonía verde de la selva.
Allí estaba, y en su insignificancia me pareció sin embargo que cobraba de improviso el valor de un documento y se convertía —a mis ojos— en el testimonio de la existencia de una raza. Pasamos sobre ella tres veces volando casi a ras de las copas de los árboles, buscando el ángulo desde el que pudiéramos ver en su interior a aquellas sombras que se escondían de nuestra presencia y atisbaban camufladas más allá del umbral. Luego trazamos un ancho círculo y el morro del avión enfiló directamente a Curaray.
Cuarenta y cinco minutos después aterrizábamos en la pequeña pista de hierba del campamento militar y detuvimos nuestro aparato, permaneciendo en su interior hasta la llegada de los soldados que vinieran a recogernos. No íbamos armados, y no es la primera vez que los aucas atacan en la misma cabecera de la pista del Curaray, ya que ésta se encuentra situada en la otra orilla del río. Un grupo de soldados tenían que cruzarlo en piragua, recogernos, y dejar un par de centinelas junto al aparato.
Un cuarto de hora más tarde desembarcábamos, pues, en Curaray, un lugar tan hermoso que apetecería pasar en él unas vacaciones si no fuera por esa presencia de los aucas, que no permiten alejarse siquiera unos metros de los límites vigilados por centinelas siempre con el arma a punto.
El comandante Buitron, jefe del puesto, nos acogió con la alegría de quien no acostumbra recibir visitas. Curaray es la última avanzada del ejército ecuatoriano en la selva, y no debe resultar realmente un destino agradable. Peligros, calor, mosquitos, serpientes, pocas mujeres y un menú repetido hasta la saciedad: arroz blanco, patatas y —de tanto en tanto— un trozo de carne. Y ésa es, por desgracia, la dieta que pudiéramos considerar básica en toda Amazonia. Quien tenga buen apetito o no soporte la monotonía en el comer, que no intente un viaje por estas regiones.
No había mucho que ver en Curaray aparte de los barracones militares y la colina de los aucas, que a unos cien metros de distancia domina el campamento y por la que aparecen de tanto en tanto los salvajes. Los centinelas que montan guardia en esta colina saben que su vida está siempre en peligro. Apenas hacía un par de meses que habían asesinado a uno de ellos, y su viuda aún continuaba en el campamento. El comandante me mostró las largas lanzas de madera negra y dura con que habían acribillado al pobre hombre, y aún no se explicaba cómo un veterano como él se había dejado sorprender tan fácilmente.
—Aquí —comentó—, el menor descuido puede llevar a un hombre a la tumba y hacernos seguir idéntico rumbo a los demás. Afortunadamente pudo disparar antes de morir y eso nos alertó. Sin embargo, vivimos con la constante tensión de que el día menos pensado arrasen el campamento como ya ha ocurrido con otros en que no dejaron piedra sobre piedra. Aquí, río abajo, teníamos un destacamento, Sandoval, pero hubo que abandonarlo; se había vuelto insostenible. Constituimos, pues, la última barrera entre los salvajes y las tribus pacíficas de río arriba.
—Pero —dije— ¿qué efectividad puede tener una barrera como Curaray, perdida en la inmensidad de una selva como ésta? Ustedes están clavados en el corazón de la región auca, y por lo tanto, teóricamente al menos, ellos les dominan.
Rió, divertido:
—Teórica y prácticamente —replicó—. Resultaría absurdo hacernos a la ilusión de que logramos algo. Estamos en sus manos, y si no acaban con nosotros es por el temor a las bajas que les causaríamos. Por eso se limitan a molestarnos con emboscadas, sin tomarnos en cuenta. No somos más que una gota de agua en el mar. Trescientos metros cuadrados de civilización en una región perdida.
—¿A qué viene entonces mantener algo que no tiene objeto? ¿Por qué no abandonan el campamento?
—Ya se lo dije: río arriba habitan tribus pacíficas —señaló—. No podemos serles de gran ayuda, pero al menos les proporcionamos armas, les enseñamos a manejarlas y les infundimos una confianza de la que están muy necesitados. Si nos vamos de aquí, si esas tribus se van también, los aucas se envalentonarán, ganarán terreno y acabarán cruzando el Napo.
—¿Se atreverían?
—Los aucas se atreven a todo. Son como los perros o las serpientes: cuanto más miedo se les demuestra más valor derrochan.
Le pedí al comandante que me permitiera visitar un pueblo de los alamas; esa tribu que se encuentra en constante lucha con los aucas. Pareció dudar.
—Yo no puedo darle mi permiso —señaló—. Pero comprendo su interés, y no tengo autoridad para negarle a que se adentre en la selva. Mis órdenes son evitar todo choque con los aucas; procurar que no se les moleste, ni nos molesten a nosotros. Lógicamente es de suponer que usted, aunque penetre en su territorio, no va en su busca. Haga lo que quiera bajo su responsabilidad. Pero, por favor, no me pida un permiso oficial, porque no sabría qué responderle.
—Necesito una piragua y un guía —indiqué.
—Piragua tienen los indios —replicó—. En cuanto al guía, si alguno de los míos que no esté de servicio se aviene a acompañarle, por mí, puede hacerlo.
Así fue como al amanecer del día siguiente, acompañado de un indígena llamado Javier, emprendí el camino río arriba, en busca de un poblado alama. Javier, silencioso cuando no tenía que servir de intérprete, me advirtió que en caso de sufrir un ataque auca buscara siempre la protección del río, me tirara al agua y me alejara nadando o buceando si es que sabía. Era la forma en que él se había salvado una vez de morir alanceado, y era la fórmula que se utilizaba siempre en la región. Por lo visto, a los aucas no les gusta perseguir a sus víctimas por el agua.
—¿Y las anacondas y cocodrilos? —pregunté.
—Aquí, cocodrilos hay pocos —replicó—, y las anacondas siempre son preferibles a los aucas.
Francamente, entre morir atravesado por una lanza o morir triturado y digerido luego por una anaconda, no he decidido aún qué es lo que prefiero, pero creo que la anaconda debe resultar más repulsiva que el más feroz de los aucas.
Durante horas navegamos en silencio. De la cercana orilla llegaban los mil ruidos de la selva: el gritar de los monos, el canto de los pájaros, el rugido lejano del araguato y el rumor de las hojas movidas por el viento. Remando bajo el sol, hundido en mis pensamientos, dejé pasar el tiempo y me preguntaba qué hacía yo allí en aquel momento; por qué razón había llegado hasta aquel rincón de la espesura en el más peligroso y perdido de los ríos del planeta.
Hacía calor, los brazos me dolían de remar, la embarcación hacía agua, y probablemente allí, entre los árboles de la orilla, habría algún auca acechando, deseando convertirme en blanco de sus lanzas. Sin embargo, me sentía feliz.
Javier hablaba poco. Era, en realidad, un indio de sierra llegado por casualidad a aquellas selvas, de las que me confesó que, en un principio, sintió miedo. Los aucas, para el indio ecuatoriano, son algo así como el demonio, y para un soldado ser enviado al Curaray constituye el peor castigo. No obstante, Javier había acabado acostumbrándose y se sentía a gusto en aquellas regiones.
Quizás el hecho de haber escapado a un asalto auca, el verlos de cerca y comprender que no eran tan infalibles como se contaba de ellos, significó para él una cura de miedo.
Le pregunté dónde había sido el ataque.
—Camino de Sandoval —respondió—; aquélla es la zona más peligrosa y el comandante ha hecho bien en desmantelar el puesto. Cada día en él era un día de muerte. En Curaray nos atacan, pero al menos somos fuertes, tenemos más protección, y dudo que un día se junten los suficientes aucas como para acabar con nosotros. En Sandoval, lo hubieran hecho.
Continuamos nuestro camino durante no recuerdo cuánto tiempo. Las horas, remando bajo un sol de fuego —por más que buscáramos, junto a las orillas, la sombra de los altos árboles—, se hacían infinitas.
Al fin, avistamos la entrada de un riachuelo, y por él nos adentramos. Apenas lo habíamos hecho, sonó un disparo en la espesura y Javier me advirtió que no me preocupara. Era un aviso del centinela alama, para que su gente de los alrededores supieran que alguien se aproximaba.
Cuando llegamos al desembarcadero del poblado —que no era, en realidad, más que un grupo de media docena de chozas—, los alamas habían acudido.
Nos recibieron con seriedad y un cierto recelo. También con curiosidad en los niños y mujeres, pero se comportaron amablemente, brindándonos de inmediato su hospitalidad. Los alamas no hablan castellano, y sin la ayuda de Javier mal me hubiera entendido con ellos. Me sorprendió advertir que su idioma sigue siendo el quechua, el mismo de los indios andinos; el idioma del imperio incaico, extendido muy a lo largo, por lo que pude comprobar, del Amazonas.
Comprendía ahora las razones por las que a Orellana le resultó tan sencillo entenderse con los indios que encontró en su camino, hecho que constituía un motivo de admiración para fray Gaspar de Carvajal. El trujillano debió aprender quechua durante sus estancias en Perú y Guayaquil.
… Y visto esto por el capitán, púsose sobre la barranca del río, y en su lengua, que en alguna manera los entendía, comenzó de fablar con ellos y decir que no tuviesen temor y que llegasen, que les quería hablar; y así llegaron dos indios hasta donde estaba el capitán y le halagó y quitó el temor y les dio de lo que tenía…
No poseía yo, ni siquiera en eso, las aptitudes de Orellana, pero en parte gracias a la ayuda de Javier, en parte gracias a lo poco que ellos conocían de castellano, pudimos entendernos, y así me contaron de sus dificultades y de lo dura que puede llegar a ser la vida a orillas del Curaray.
—Vivimos en constante peligro —me decían—, pues el «auca desnudo» ataca siempre en busca de nuestros machetes, que le son muy necesarios, ya que no saben trabajar ni el metal ni aun la piedra. Para ellos un arma de acero constituye un tesoro inapreciable frente al que la vida de un ser humano nada vale. En realidad nunca vale, y matan por matar a quien se cruce por su camino.
—¿Incluso las mujeres? —pregunté.
—Las mujeres y las niñas a veces se salvan —respondieron—. Pero su destino es aún peor, ya que al andar escasos de ellas, las raptan, las convierten en sus esclavas y cuando ya no les son útiles las arrojan al río, a que cocodrilos y pirañas las devoren.
Por mi expresión debieron advertir que aquel trato no me parecía muy galante y continuaron:
—Los aucas no son humanos, sino auténticas bestias de la selva. Como demonios surgen de improviso de entre la maleza y matan en silencio. Nada les satisface tanto como matar.
—¿Qué aspecto tienen? —quise saber.
—Son blancos —replicaron, ante mi asombro—. Altos blancos y fuertes. No parecen, en verdad, gente amazónica.
Días más tarde, en la misión de Rocafuerte, ya casi en la frontera del Perú, pude comprobar esto. Una noche vi en la capilla un nativo cuyo aspecto físico me llamó la atención. Era alto, casi blanco, con andares simiescos y la fuerza aparente de un oso. Pregunté quién era y me respondieron que el nieto del único auca salido de la selva: un niñito perdido que apareció un día —¡nadie sabe cuántos años hacía ya!— a orillas del Napo.
Este nieto, con una cuarta parte de su sangre tan sólo, conservaba aún, pues, rasgos genuinos de su raza.
El jefe de la tribu alama me mostró un viejo máuser que su hermano llevaba colgado al hombro.
—Eso es lo único que detiene al auca —dijo—. El arma de fuego. Por fortuna el Gobierno comienza a proporcionarnos estos buenos fusiles con que defendernos, porque nuestras antiguas escopetas de pistón, que se cargaban por la boca, poco podían contra ellos.
En verdad que su máuser, de fabricación checoslovaca, por cierto, era ya tan antiguo que en cualquier otro lugar se hubiera considerado como arma de desecho; peligroso no ya para el enemigo, sino —sobre todo— para el que disparara con ella, pero frente a una escopeta de pistón de las llamadas «comerciales» debía parecer casi un arma atómica.
Las «escopetas-comerciales», muy en uso aún en la Amazonia, constituyen un arma tan pintoresca que en mi opinión vale la pena hablar de ellas. Su precio suele ser muy bajo, dos o trescientas pesetas, y en realidad no valen mucho más. Se cargan por la boca y disparan por el antiquísimo sistema de la chispa, de tal modo que entre el instante de apretar el gatillo y el de salir la carga pasa un buen rato y el cazador debe seguir la pieza mientras tanto; no perderla de su punto de mira, pues no puede estar nunca seguro de cuándo saldrá el tiro.
También se ha dado el caso de pensar que ya no va a salir, y hacerlo rato después, hiriendo al propietario.
Estas escopetas presentan, además, el inconveniente de que, al estar fabricado su cañón a base de un alambre enrollado y soldado luego, cuando se han disparado cuarenta o cincuenta tiros, sobre todo si en alguno de ellos la carga ha sido superior a la normal, el cañón termina por abrirse como una gran flor, quedando el arma totalmente inservible.
Las «escopetas-comerciales» sirven, por lo tanto, para matar un mono o un jaguar, pero nunca para enfrentarse a las lanzas aucas.
Particularmente me llamaba la atención que al referirse a los ataques aucas se hablara siempre de sus temidas lanzas y no se hiciera mención, sin embargo, a las —para mí— mucho más peligrosas cerbatanas. Cuando pregunté la razón, el jefe de la tribu alama respondió:
—Los aucas tienen magníficas cerbatanas; las mejores, pero su «curare» no es bueno, es de baja calidad, capaz tan sólo de derribar loros, monos o perezosos, pero no de matar al hombre.
Nuestras cerbatanas son peores, pero nuestro veneno es mejor.
Quise saber en qué se distinguía una cerbatana auca de una alama, y Javier me lo explicó mostrándome un ejemplar de cada una de ellas. La diferencia es notoria: el arma de los alamas es, por lo general, totalmente redonda, de unos dos metros de longitud y algo más gruesa al comienzo que en la punta. La cerbatana auca, por el contrario, es plana u ovoidal, doblemente ancha que alta en su sección y de una longitud de casi dos metros y medio. Aunque labradas las dos en madera negra, de «chonta», se advierte claramente que la cerbatana auca está mucho mejor terminada, más pulida, y cuando se observa su interior puede llegar a dudarse de que esté fabricada con los escasos instrumentos con que cuentan los indios.
Me costó trabajo convencer a un alama para que me vendiera su cerbatana —incluidas flechas y veneno— y tuve luego la paciencia de cargar con ella durante seis mil kilómetros de río y no sé cuántos miles de kilómetros de mar hasta mi casa en Madrid. Sin embargo, esta paciencia no es nada comparada con la que ha de tener un alama para fabricar su arma.
El indio busca en primer lugar la palmera: la «chonta», cuya corteza —una madera negra y dura, parecida al ébano— constituye la materia prima sobre la que trabajará. Corta con su machete dos largas tiras, que va afilando pacientemente por su parte exterior hasta darles la forma y la medida deseada; tarda en esto, quizá, diez o doce días. Luego, en el centro de cada tira, en su parte interior, talla un surco de aproximadamente medio centímetro de profundidad por otro medio de anchura. Concluidos los dos surcos, une las —llamémosles— tablas, una contra otra, y las amarra fuertemente utilizando para ello juncos verdes. Cuando ya han formado un solo cuerpo, lo recubre todo con cera negra parecida al alquitrán, que obtiene de unas abejas bastante abundantes en la Amazonia, que suelen construir sus nidos a ras de tierra.
Se consigue así, pues, un largo palo de unos dos metros, con un agujero en el centro, tosco y realmente poco apropiado para disparar con él. Llega el momento de introducir —por ese agujero— una cuerda que se ata fuertemente tensada entre dos árboles y entonces el indio se pasa días, y aun semanas, haciendo correr su cerbatana por ese hilo. Al mismo tiempo introduce por el agujero arena gruesa y agua, lo que constituye una lija perfecta para el cañón. A última hora va cambiando la arena gruesa por otra cada vez más fina, y llega un momento, quizás al cabo de un mes de ese ir y venir, en que el cañón de la cerbatana es tan redondo y perfecto que se diría que está trabajado con instrumental de precisión.
Con tal arma y buena puntería, un indio puede derribar una pieza a cuarenta metros de distancia.