CAPÍTULO XI
EL GRAN RÍO
La estancia en la hacienda Pereira se hizo desagradable. El viejo aullaba constantemente y sus gritos se escuchaban en todos los rincones de la casa. Había noches en que no se podía pegar un ojo. La pierna de don Turcios adquirió pronto un aspecto espantoso: negra y tumefacta, hinchada hasta casi tres veces su volumen normal, y llegué a pensar que se había gangrenado.
Sus hijos me tranquilizaron: aquél era el aspecto común de una picadura de raya y no presentaba más peligro que el de que —dada la edad de don Turcios— éste no soportara los dolores. Por lo demás, todo marchaba normalmente; en una normalidad constituida por siete días de dolores insoportables y un mes de molestias.
Me limité, pues, a aguardar la llegada de mi embarcación y —extrañamente— en esos días Arnulfo pareció buscar mi amistad, salió de su mutismo y se mostró de una amabilidad insólita en él.
El día que me avisaron de que al fin la «chalupa» estaba atracada en el río, recibí una de las mayores alegrías de mi viaje, lo que no quiere decir que la hospitalidad de la hacienda Pereira no fuera en verdad digna de agradecer.
Bajé a ver mi barco. Era un clásico lanchón del Amazonas, de unos nueve metros de eslora, amplia cabina cubierta y asmático motor de gasoil, lo bastante fuerte como para empujarla a una velocidad prudente.
Su propietario y único tripulante respondía al apelativo de «Martinico», por ser su padre originario de esta isla del Caribe, y había bautizado a su embarcación con el pomposo nombre de «Bella Rosanna».
No constituían —desde luego— ni una marinería ni un yate de lujo, pero era —eso sí— mucho más de cuanto precisaba para mí y mi menguado bagaje. Frente a la piragua que acababa de abandonar parecía casi un transatlántico.
No me costó mucho esfuerzo ponerme de acuerdo con Martinico respecto al precio y las condiciones, por lo que decidimos emprender la marcha a la madrugada siguiente. Esa noche fui a despedirme de don Turcios, que víctima aún de los dolores, no pareció importarle poco ni mucho mi marcha. Después de cenar, cuando fumaba un cigarrillo en el porche de la hacienda, se me aproximó Arnulfo, quien, sin rodeos, me preguntó si quería llevarle conmigo hasta Francisco de Orellana, en la confluencia del Napo con el Amazonas. Allí encontraría alguien que le llevara a Iquitos, río arriba.
Repliqué que, desde luego, no tenía el menor inconveniente, pero me sorprendió que me pidiera guardar el secreto y no decirle nada a su padre. Si lo que quería era irse de su casa, ya tenía años más que suficientes para poder marcharse, visto, sobre todo, que a su padre parecía tenerle sin cuidado. Insistió en ello, sin embargo, y quedamos en que a la mañana siguiente nos encontraríamos un par de kilómetros río abajo. Me saldría al encuentro en su piragua.
A la hora convenida se encontraba, efectivamente, en el lugar indicado, pero no estaba solo. Amarró su piragua a la popa de la «Bella Rosanna», subió a bordo, y ayudó a subir a Rosita.
En un principio protesté; aquello no era lo estipulado y tenía la impresión de estar traicionando a don Turcios, que se había portado muy bien conmigo. Pero Arnulfo me convenció. Iban a Iquitos, a casarse, y luego seguirían hacia Lima, o cualquier rincón del país donde el viejo no pudiera encontrarles. Hacía tiempo que venían pensándolo, pero la ocasión se había presentado, no ya por mi viaje, sino porque ahora don Turcios tenía bastante con su herida. Para cuando viniera a enterarse de la huida e intentar encontrarles ya estarían muy lejos.
Aún dudé, pero me vino a la memoria la escena entre el viejo y la muchacha, y llegué a la conclusión de que entre las sucias caricias de don Turcios y la ilusión de la pareja no había alternativa.
Debo confesar que pese a la monotonía del río y del paisaje, el viaje, Napo abajo, compartiendo una embarcación de nueve metros con una pareja en plena luna de miel no resultó en absoluto aburrido, pero el lector me comprenderá si admito que hubiera preferido mil veces la monotonía y el aburrimiento del agua y la selva.
Y así fueron pasando los días; fue quedando atrás el Napo, cada vez más y más ancho, hasta que, al fin, a mediados de enero, alcanzamos lo que tanto tiempo llevábamos buscando: el cauce del gran río, del inmenso Amazonas.
Y aun conociéndolo ya de otros viajes, me impresionó una vez más, pues allí, en la confluencia del Napo y el Marañón, es donde realmente se puede decir que se forma el Amazonas y es también, quizás, el punto en que más destaca la magnitud de su poderío.
¿Qué sintieron las gentes de Orellana cuando por primera vez se enfrentaron con el más caudaloso río del planeta, del que ni siquiera sospechaban en aquel entonces su existencia? Lo cuenta así fray Gaspar de Carvajal:
«Día de Santa Olalla…»
Habiendo ya pasado once días de febrero después que partimos del Asiento de los Clavos, se juntaron dos ríos con el río de nuestra navegación y eran grandes, en especial el que entraba por la mano diestra, el cual deshacía y señoreaba todo el otro río y parecía que le consumía en sí; porque venía tan furioso y con tan grande avenida, que era cosa de mucha grima y espanto ver desde tierra, cuanto más andando por él.
Estas juntas de estos dos ríos se llamaron Juntas de Santa Olalla, e muchos de que allí íbamos aseguraron que era el río de la Sierra de Macas, y era tan ancho de banda a banda de allí en adelante que parecía que navegásemos por una anchísima mar, engolphados…
Pero no eran en realidad dos ríos los que entraban por la mano diestra —como escribe fray Gaspar de Carvajal—, sino tan sólo el Marañón, que en ese punto se divide en dos brazos, rodeando una isla que parece querer contener el ímpetu de la corriente. Aun así, partido, el Marañón resulta en verdad impresionante, casi aterrador; inconcebible para quien no haya visto nunca el «Río-Mar», comparable solamente a la mar misma.
El Amazonas, naciendo a cuatro mil metros de altitud, tiene en un principio un curso rápido, demasiado rápido, pero pronto, al llegar a la llanura, antes incluso de su unión con el Napo, en estas Juntas que los de Orellana llamaron «de Santa Olalla», se tranquiliza hasta el punto de convertirse en un río lento y perezoso; extrañamente sereno frente al paisaje que le rodea.
A cuatro mil kilómetros de su desembocadura, se encuentra a quinientos sobre el nivel del mar, y ya más adelante, en su unión con el Negro, a sólo treinta, cuando le faltan aún casi dos mil kilómetros para llegar a su fin. Recorrida la mitad de ese camino, su desnivel no es más que de tres milímetros por kilómetro, lo que hace que su velocidad sea casi nula, pero no evita que vierta en el océano en época de crecida un caudal de casi doscientos mil metros cúbicos por segundo, de tal modo que, a cien kilómetros de la costa, el mar no ha sido capaz de anular por completo el agua dulce y fangosa que le arroja el río.
Pero esa falta de rapidez se ve compensada no obstante por su profundidad, ya que en su parte más honda alcanza los ciento treinta metros, lo que le convierte en navegable en la mayor parte de su curso, de tal modo que buques de considerable calado pueden remontarlo hasta Iquitos, en el Perú.
Pese a todo ello lo que resulta más impresionante —a mi entender— en el «Río-Mar» no es su caudal ni su profundidad, ni aun su anchura —sesenta kilómetros en algunos tramos—, sino el mundo propio que crea a su alrededor; el portento de los siete millones de kilómetros cuadrados de la Amazonia; la complejidad de sus infinitos afluentes, islas, lagunas, pantanos, y, sobre todo, selvas.
Aunque podría decirse que la Amazonia, en realidad, no es selva. Es más que eso: es jungla, espesura, maraña, agua, ciénagas, podredumbre, penumbra, ruidos, rumores, olor, susurros, gritos, misterio, miedo, lluvia, serpientes, mosquitos, fieras… Todo, y al mismo tiempo nada…
Habiéndome criado en África, conociendo bien las selvas desde Senegal a Sudáfrica, creo que no existe, sin embargo, comparación posible entre ambos continentes, y siendo África más rica en animales —incluso en fieras— resulta, no obstante, más hospitalaria; más habitable, menos hostil que la Amazonia.
África puede recorrerse a pie sin más armas que un bastón, un machete y, en ocasiones, un rifle, pero nadie, absolutamente nadie en este mundo, podría atravesar a pie, llevase lo que llevase, la centésima parte de la selva amazónica.
Por todo ello la vida aquí, hoy, no se da y no es posible más que sobre o junto a las aguas. A la orilla de los cauces principales o de sus afluentes se alzan los poblados, y en el interior la auténtica espesura no ha sido más que tímidamente arañada aquí y allá por los caucheros. No existen caminos, ni claros, ni fuerza alguna capaz de hendir por mucho tiempo lo que constituye un auténtico muro de vegetación.
Tan sólo el agua vence. Sus caminos, de cientos, de miles de años, resultan ya indiscutibles por derecho propio, e incluso la vegetación los respeta, por más que con frecuencia los invada, imponiendo sus particulares formas de vida, como son esos enormes nenúfares; la «Victoria Regia», que cubre pantanos y tranquilos afluentes hasta casi hacerlos desaparecer con sus enormes discos verdes en forma de bandeja.
Y bajo esas bandejas de inofensivo aspecto que se adornan a menudo con hermosas flores blancas se oculta siempre el mayor de los peligros de estas aguas: el acechante caimán negro; la gigantesca anaconda, y sobre todo, la diminuta y feroz «piraña».
¡Piraña! Su solo nombre aterroriza a muchos y se comprende. Su aspecto es tan fiero, refleja de tal modo sus sanguinarios instintos, que hace olvidar que su tamaño no es mayor que una mano. La boca inmensa, las mandíbulas prominentes, los dientes como sierras, los ojos odiando al mundo, y el número infinito. Tantos y tantos miles son, y tan rápidamente acuden al olor de la sangre, que las he visto devorar una vaca en tres minutos, haciendo hervir el agua alrededor de la pobre bestia, y comiéndole las entrañas antes incluso de que haya muerto.
En los llanos venezolanos, cuando una manada tiene que cruzar el río, los vaqueros lanzan previamente, aguas abajo, una vaca vieja o enferma para que —mientras las pirañas de los alrededores se entretienen en devorarla— el resto pueda pasar aguas arriba.
Aquí, en la Amazonia, allá por el Tapajoz y el Madeira, dicen —por fortuna no lo he visto— que ciertas tribus sumergen en el río a los ancianos que ya son más carga que ayuda. Los amarran con una cuerda y los dejan caer al agua. A los cinco minutos sacan el esqueleto y lo colocan sobre un hormiguero para que las hormigas acaben de limpiarlo, luego lo guardan, y conservan así un recuerdo de sus antepasados. Sea verdad o no, lo que sí es cierto es que pirañas y hormigas son capaces de dejar mondo un esqueleto en pocos minutos.
Pero el lector no debe asombrarse por la barbarie de estos salvajes. Antes de hacerlo le conviene saber que nosotros mismos —blancos civilizados— hemos llevado a la práctica actos semejantes, no por imperativos de una costumbre más o menos brutal, sino por mera diversión.
Durante la feroz guerra entre el Brasil y Paraguay, el mayor entretenimiento de los soldados de uno y otro bando era «dar de comer a los peces», lo que consistía en arrojar al río a un prisionero tras haberle hecho una incisión en el estómago, para quedarse allí, a ver cómo las pirañas lo devoraban vivo.
Las pirañas, que suelen abundar en las aguas de Sudamérica, no son —contra lo que se cree— devoradoras de hombres en su totalidad. Sólo una especie —la roja en forma de dorada— ataca siempre; las restantes únicamente acostumbran hacerlo al olor de la sangre, y recuerdo que en cierta ocasión atravesé a nado el Caroni, en Venezuela, sin que me molestaran en lo más mínimo. De haber llevado una herida o haber sangrado por cualquier razón, hubieran acudido, dando cuenta de mí en pocos minutos.
Particularmente, de las aguas amazónicas le temo más a la anaconda que a las pirañas o cocodrilos, y es que —a mi entender— esta gigantesca serpiente acuática es, sin duda, el auténtico monstruo de la jungla.
Hace días, vuelto ya de mi viaje, me contaron que una anaconda de casi veinte metros de longitud devoró en el Madre de Dios —un afluente del Madeira, afluente a su vez del Amazonas— a dos campesinos que nadaban en el río, Ricardo Flores y Juvenal Quispe. Cuentan los testigos que ambos desgraciados parecían como hipnotizados por la bestia, que se los tragó uno tras otro, sin que se escucharan gritos, pudiendo percibirse tan sólo las grandes manchas de sangre que se extendieron sobre la superficie del río.
Algunos indios y sobre todo caucheros que han penetrado muy al interior de la espesura, aseguran haber encontrado anacondas de casi treinta metros, pero esto se considera una exageración y no ha podido ser comprobado hasta el presente.
Otro temido habitante de las aguas amazónicas es el candiru, pues, pese a no medir, por lo general, más de cinco centímetros de longitud por cinco milímetros de grosor, tiene la particular costumbre de introducirse en los orificios naturales del ser humano, especialmente el pene. Una vez dentro no existe forma de extraerlo, si no es por medio de una dolorosísima y difícil operación quirúrgica, pues se aferra a la carne con sus largas púas. Los dolores que produce son por lo visto insoportables, y han conducido a muchas de sus víctimas a la muerte.
La mejor forma de evitar el peligro del candiru es no bañarse nunca desnudo en estas aguas y usar siempre un bañador de material grueso como es el látex o la lona.
A la vista de esto algún lector se preguntará cómo es posible que, existiendo en las aguas amazónicas caimanes, anacondas, pirañas, rayas de agua dulce y candirus, se atreva alguien a bañarse en ellas. La respuesta sería otra pregunta: «¿Cómo es posible que habiendo tantos heridos y muertos en las carreteras, exista sin embargo tanta gente que los domingos se marcha al campo?»