CAPÍTULO X
EL SEÑOR PEREIRA
Comencé a comprender que el río era demasiado grande y mi piragua demasiado pequeña. Me sentía cada vez más diminuto y más desvalido ante la inmensidad del agua y la selva, y cuando un atardecer tropecé con un grueso tronco semihundido y mi embarcación estuvo a punto de irse a pique, tomé la decisión de proporcionarme cuanto antes un medio de transporte más adecuado.
Dos días después avisté sobre la orilla izquierda una hermosa hacienda que contrastaba con las míseras cabañas que venía encontrando en mi camino, y decidí buscar la embarcación que estaba necesitando.
El señor Turcios Pereira, propietario de la hacienda, me recibió con exagerada amabilidad y comenzó por compadecerme por haber tenido que atravesar el Ecuador soportando a los ecuatorianos. Cuando le hice ver que éstos no habían tenido conmigo más que muestras de simpatía, decidió abandonar lo que parecía su tema preferido —despotricar de sus vecinos—, y cambiando rápidamente de conversación optó por enumerarme las infinitas comodidades y maravillas de su hacienda, en la cual podía quedarme como huésped de honor cuanto tiempo quisiera.
Realmente la hacienda Pereira merecía los elogios de su dueño, que se sentía sin duda mucho más orgulloso de ella que de toda su larga y extraña familia. Más de treinta hijos se le contaban al señor Pereira, teniendo solamente en cuenta los que vivían en la hacienda y sin hacer mención a cuantos le pudieran haber dado las indias de los poblados vecinos.
Por lo que me explicó, era viudo y vuelto a casar, pero me resultó imposible averiguar cuál de las seis o siete mujeres que rondaban por la casa estaba reconocida legalmente.
Don Turcios Pereira hacía gala de su harén y no pude por menos que preguntarme cómo —a sus sesenta y muchos años— le quedaban ganas de librar semejante batalla. Sostenían las malas lenguas que pagaba a cuatro o cinco indios para que se dedicaran a la exclusiva tarea de recorrer la selva en busca de unos pequeños y diminutos insectos negros cuyas alas proporcionaban una infusión de altísimo poder afrodisíaco. Probablemente se trataba de maledicencias, pero en caso de ser cierto no cabe duda de que los animalejos cumplían a la perfección su cometido: dos de las mujeres de la casa aparecían a punto ya de aumentar la numerosa familia.
Personalmente, don Turcios me cayó simpático —pese a sus bromas soeces y sus constantes alardes de mal gusto— hasta el día en que mandó venir a Rosita y me la presentó como el próximo y más joven miembro de su harén particular.
Rosita, que apenas habría cumplido catorce años, era una linda mestiza —hija de uno de los capataces de la hacienda— que experimentaba una especie de incontenible terror ante la presencia y las sucias caricias de don Turcios, que la exhibía como si se tratara de un hermoso caballo que estuviera a punto de comprar.
Desde ese momento experimenté la urgente necesidad de abandonar la hacienda, pero mi piragua se encontraba realmente en malas condiciones, y don Turcios había comenzado las negociaciones para proporcionarme una buena embarcación. Había prometido que en cuatro días me la conseguiría, y no me encontraba en condiciones de renunciar a mis proyectos por culpa de una situación que ni me incumbía ni estaba en disposición de solucionar.
En espera, pues, de mi nuevo medio de transporte, permanecí en la hacienda Pereira y pronto comencé a aburrirme de mi inactividad. Para combatirla, don Turcios me propuso que saliera a cazar el «tigre» con su hijo Arnulfo, un mocetón fuerte y silencioso, con cara de pocos amigos, y al que al parecer había caído bastante antipático desde mi llegada. En realidad quiero creer que a Arnulfo todo el mundo —empezando por su padre— le resultaba antipático. Más que un ser humano parecía en realidad una bestia de la selva, y en la espesura se pasaba la mayor parte del tiempo dedicado a su afición: cazar jaguares con lanza, en lo que constituye —a mi entender— el más peligroso deporte que pueda existir en este mundo.
Con sus cacerías obtenía un doble beneficio: en primer lugar, la pequeña cantidad que su padre le daba por cada jaguar muerto, con lo que libraba a la hacienda y su ganado de un enemigo, y en segundo término, lo que conseguía por las pieles de las fieras, que había aprendido a curtir magníficamente, cosa rara en la Amazonia, donde suelen pudrirse al poco tiempo.
Don Turcios estaba convencido de que cualquier día su hijo no volvería, perdida la batalla contra un jaguar, pero esto no parecía preocuparle en absoluto y no sólo porque tuviera muchos otros hijos, sino porque, o me equivoco, o la antipatía entre ambos era mutua.
En un principio, Arnulfo Pereira no pareció muy entusiasmado con la idea de que le acompañara en una cacería. Luego, ante la insistencia de su padre, acabó por aceptar, y a partir de ese momento desarrolló una intensa actividad y un increíble entusiasmo, enviando en primer lugar a cada uno de los puntos cardinales a un peón de la hacienda que debían indagar sobre la presencia de jaguares por los alrededores. A la tarde siguiente uno de ellos regresó, notificando haber descubierto huellas frescas a unos quince kilómetros, en la otra orilla del río.
Las explicaciones del indio, a las que asistió don Turcios, animaron al viejo, que tal vez por impresionarme a mí —extranjero y escritor— se decidió a acompañarnos con la intención de demostrar que —a su edad— aún se encontraba en condiciones de participar en una cacería.
Aquella noche los perros se mostraron inquietos y se diría que presagiaban la cacería. Aún estaba oscuro cuando me despertaron; comenzaba a clarear mientras cruzábamos el río, y nos habíamos adentrado ya en la espesura cuando el sol hizo acto de presencia.
Arnulfo abría la marcha llevando en una mano su larga lanza y en la otra la traílla con los perros. Yo iba en segundo lugar la mayoría del tiempo, cargado con un rifle calibre 30/06 que cada vez se me hacía más pesado, y don Turcios, con las manos en los bolsillos y el aire de quien está dando un paseo por el parque, cerraba la marcha, sin que por un solo instante diera la impresión de fatigarse más que nosotros.
Conocían bien el camino. Seguimos un cómodo sendero, cruzamos un maloliente pantano, atravesamos dos o tres cauces de agua con ésta a media pierna y llegamos, por fin, ante un riachuelo algo mayor que los anteriores y en una de cuyas orillas dormitaba un grupo de caimanes.
Arnulfo estudió la situación con ojos críticos:
—El agua nos llegará a la cintura —comentó.
Su padre se encogió de hombros:
—No nos vendrá mal lavarnos el trasero.
El muchacho señaló con la cabeza hacia los caimanes:
—Los perros tienen miedo. Se pondrán nerviosos si creen que en el agua puede haber cocodrilos.
—Nunca atacan antes del mediodía —replicó don Turcios—. Tú lo sabes…
—Yo sí, pero los perros no —señaló Arnulfo—. Y cuando están nerviosos son difíciles de controlar.
Don Turcios no pareció preocuparse por el problema y agachándose agarró por las patas al primero de los perros y se lo echó al cuello.
—¡Está bien! —dijo—. Carguemos con ellos.
De ese modo, cada uno de nosotros con un perro al hombro, como si se tratara de ovejas, y los dos restantes —los más valientes— de la mano de Arnulfo, cruzamos el río sin que los caimanes se preocuparan en absoluto de nosotros.
En todos mis años —dieciséis— de África, nunca había oído esta teoría de que los caimanes no almuercen antes de las doce, pero por lo visto en Amazonia es cosa sabida, y nadie se preocupa por tanto en las mañanas de su presencia. Me gustaría saber lo que ocurrirá cuando un caimán ignore esa costumbre, o cuando no haya cenado la noche antes y tenga verdaderas ganas de desayunarse.
Al meternos en el agua no fue necesaria la advertencia de don Turcios para que arrastráramos los pies. El río estaba plagado de rayas de agua dulce, y todos sabíamos el grave peligro que representan. Ese mismo día, por desgracia, tendríamos ocasión de comprobarlo.
En esta ocasión, sin embargo, llegamos a la otra orilla sin mayores problemas. Desde ese momento Arnulfo dejó en libertad a los perros, que desaparecieron casi instantáneamente en la espesura y ya apenas supimos de ellos más que por algún rumor que nos llegaba de entre la maleza.
Magníficamente entrenados, ninguno de aquellos canes ladraba ni hacía el menor caso a lo que no fuera el jaguar, única presa que interesaba a su dueño. Antes de seguir adelante, y para el resto de mi historia, quiero dejar bien aclarado que aun cuando a veces le llame «tigre», en realidad me refiero siempre al jaguar, más parecido al leopardo africano que al auténtico tigre de la India. Se debe disculpar, teniendo en cuenta que en el continente se le conoce indistintamente por el nombre de «jaguar» o «tigre», siendo este último apelativo el más utilizado popularmente.
No habíamos andado mucho cuando nos llegó un ladrido nervioso y apremiante. Arnulfo se detuvo y prestó atención:
—Es «Solitario» —dijo—. Lo ha localizado.
—¿Al rastro o a él? —preguntó su padre.
—A él —replicó convencido Arnulfo—. Anda oculto en la maleza; los otros lo cercarán.
Reiniciamos la marcha, ahora más rápidamente, hacia donde «Solitario» continuaba ladrando. Pronto se le unió el coro de los restantes perros, que acabaron por organizar una increíble algarabía.
Arnulfo revisó su lanza. Despojó la afiladísima hoja de la funda de cuero que la protegía y emprendió una marcha apresurada, sin preocuparse poco ni mucho de si le seguíamos o no.
Yo me detuve un instante a revisar mi rifle, pero don Turcios me hizo un gesto indicándome que no valía la pena de que me preocupara por eso. Se limitó a empujarme para que no me despegara de su hijo, que ya desaparecía en la espesura.
A los pocos minutos llegamos junto a los perros, que rodeaban una especie de gran zarzal de unos diez metros de diámetro en el que, de tanto en tanto, se internaban —especialmente «Solitario»— para ladrar aún con más fuerza. A los ladridos respondían los gruñidos de la fiera que se ocultaba en su interior.
Arnulfo, esgrimiendo su lanza como podría hacerlo un «picador», se aproximó al zarzal y lo rodeó, estudiándolo con detenimiento.
Cuando volvió a nosotros, que permanecíamos a unos metros por indicación suya, parecía preocupado.
—Va a resultar difícil hacerle salir de ahí —comentó—. Está bien escondido.
—No dejes entrar a los perros —recomendó su padre—. Dentro acabará con ellos uno por uno.
Como si el jaguar le hubiera oído, se escuchó un aullido y uno de los perros hizo su aparición con un profundo zarpazo en el lomo. Manaba tanta sangre que pronto se convirtió en una masa rojiza que se revolcaba por el suelo. Las hojas secas y algunas ramas se le adhirieron a la piel y a la sangre y adquirió un lamentable aspecto.
Arnulfo se acercó al perro y lo contempló con pena. Por primera vez su expresión me pareció humana y demostraba ser capaz de tener un sentimiento. Creo que si el accidente lo hubiéramos sufrido su padre o yo se habría preocupado mucho menos. Dio un grito y los perros salieron del matorral, quedándose a un metro de distancia. No cesaban de ladrar y gruñir, pero parecían algo más calmados, como si supieran lo que iba a ocurrir. Uno de ellos vino un momento a husmear a su compañero herido y volvió luego a su sitio como centinela bien disciplinado.
Arnulfo pareció tomar una decisión.
—Hay que echarle candela —dijo.
Y comenzó a reunir con el pie las hojas más secas que encontró por los alrededores.
Le ayudamos. En realidad casi todo estaba húmedo ya que en la Amazonia resulta difícil encontrar nunca nada verdaderamente seco, y cuando al fin hubimos reunido una buena cantidad yo abrigaba la impresión de que aquello nunca ardería por sí mismo.
Arnulfo era, por lo visto, de mi misma opinión, pero sabía lo que tenía que hacer. Se despojó de la camiseta y la colocó en el centro de la hojarasca que había situado en el punto en que calculó que el viento llevaría más fácilmente el humo hacia el matorral.
Prendió fuego a la camiseta y, lentamente, el montón de hojas comenzó a arder. Más que fuego lo que hacía era humo, y en realidad era esto lo que pretendíamos. Apenas ese humo comenzó a ascender y dirigirse hacia el zarzal, Arnulfo fue a situarse —lanza en ristre— al lado opuesto.
Monté mi rifle y me dispuse a intervenir si era necesario. Don Turcios se limitó a desabrochar la funda de su revólver. En cualquier otra compañía creo que me hubiera sentido nervioso o —¿por qué no decirlo?— asustado. Sin embargo, la naturalidad con que tanto el viejo Pereira como su hijo actuaban me infundía una tranquilidad casi absurda.
Pasó un rato. El humo fue creciendo y se dirigía hacia el refugio del tigre. Adivinamos que éste se agitaba inquieto y andaba de un lado a otro. Los perros comenzaron a ladrar con más fuerza y noté que poco a poco se habían ido alejando de su dueño, concentrándose en los lados que no estaban ocupados por nosotros.
El jaguar no tenía, pues, otra salida lógica, si quería huir del humo y los perros, que el punto en que se encontraba el cazador, que —a cinco metros de distancia y con las piernas ligeramente flexionadas— parecía esperarle. Los segundos o los minutos —si es que llegaron a pasar— me parecieron infinitos. Llegué incluso a pensar que la fiera nunca saldría, pues la hoguera empezaba a perder su fuerza, y el humo era cada vez menos intenso, pero inesperadamente, la mancha amarillenta del jaguar apareció ante Arnulfo.
Durante una fracción de segundo el animal y el hombre se miraron. Luego el jaguar avanzó, al tiempo que Arnulfo le tiraba a la cara un puñado de tierra que guardaba en la mano izquierda.
Por unos instantes, el jaguar pareció desconcertado; fue a lanzarse hacia adelante, irritado por la tierra que le había llegado a los ojos, pero antes de que hubiera tomado impulso, cuando sus patas traseras aún no habían despegado del suelo, se encontró con la punta de la lanza clavada en el pecho.
Debió ser un encontronazo violento, pero Arnulfo, con el asta de su arma apretada contra el costado y los pies firmemente clavados en el suelo, ni siquiera se movió. El tigre se debatió con las manos al aire, intentó retroceder para librarse del hierro, pero su enemigo avanzaba a medida que él retrocedía, sin darle oportunidad de zafarse.
Bruscamente la bestia cayó de costado. Arnulfo bajó su arma casi hasta el nivel del suelo y empujó con todas sus fuerzas. Casi medio metro de lanza desapareció en el interior del cuerpo del jaguar. La herida que había comenzado siendo perpendicular al pecho le penetraba ahora oblicuamente, atravesándolo los pulmones y llegando sin duda hasta el estómago.
Los perros se abalanzaron sobre el jaguar, que todavía manoteaba, panza arriba, aunque se podía decir que estaba prácticamente muerto. Arnulfo, que así lo había comprendido, abandonó su arma y vino tranquilamente hacia nosotros.
Aún, sin embargo, hubo un incidente. Uno de los perros resultó alcanzado por una de las patas traseras del animal moribundo, que de un zarpazo lo mandó contra un árbol, a más de cuatro metros de distancia. El perro lanzó un quejido y quedó allí tendido e inconsciente. Una hora después caminaba tan tranquilo, delante de nosotros.
—¿Qué le ha parecido? —quiso saber Arnulfo.
—Si quiere que le diga la verdad, apenas he tenido tiempo de darme cuenta —repliqué.
—Ha dado poca guerra —comentó—. Era un bicho estúpido. Si le apetece, otro día podemos venir a buscar uno que valga más.
—¿Cuántos ha matado así? —quise saber.
Se encogió de hombros:
—Nunca he llevado la cuenta.
Terminó su cigarrillo; luego volvió al jaguar, que había dejado de moverse, se aseguró de que estaba muerto y le extrajo la lanza, que limpió con unas hierbas.
Cortó unas lianas y amarró entre sí las patas delanteras y traseras del animal. Pasó la lanza entre ellas y pidió que le ayudásemos a colgar el cadáver entre dos árboles. Lo dejamos así, pendiente a un par de metros del suelo y goteando sangre. Los peones vendrían a buscarlo al día siguiente.
Sin más, emprendimos la marcha. Los perros andaban ahora sueltos y, de tanto en tanto, desaparecían en la espesura. Andaban cazando pequeñas piezas, a su aire. El herido caminaba junto a los pies de su amo, que no cesaba de vigilarle para que no quedara rezagado. Al llegar a un arroyuelo le limpio la herida que aún sangraba, y se la vendó con un pañuelo. Durante un trecho lo llevó en brazos. Cuando llegamos al río de los caimanes, el sol estaba ya alto y advertí que varios saurios habían abandonado la orilla y estaban en el agua. Eran caimanes negros, los mayores y más peligrosos de la Amazonia, algunos de los cuales superan los cuatro metros.
No quedaban disculpas. No había más remedio que echarse al agua, arriesgándose a lo que viniera, o quedarse allí y esperar a la mañana siguiente.
Arnulfo recorrió la orilla arriba y abajo en una extensión de unos doscientos metros, y sus ojos, hechos a aquella selva y aquellos animales, no perdían detalle de cuanto había a su alrededor. Al fin nos llamó y señaló un punto en el río.
—Por aquí —dijo—. Si cruzamos rápidamente, no tendrán tiempo de atacarnos.
Con la mayor naturalidad don Turcios se echó un perro al hombro y se metió en el agua. Arnulfo me indicó que le imitara sin perder tiempo, y cerró la marcha con el perro herido en brazos y otro al hombro. «Solitario» era el único que nadaba.
Todo fue bien hasta que estuvimos cerca de la otra orilla. De pronto don Turcios —que marchaba a un par de metros ante mí— lanzó un grito, se llevó la mano a la pierna y cayó al agua. Debo confesar que por unos instantes no supe qué hacer. Fue Arnulfo quien, soltando los perros, vino en la ayuda de su padre. Le levantó por un brazo y me gritó que le ayudara. Arrastramos al viejo hacia la orilla, y creo recordar que esperaba de un momento a otro sentir el mordisco de un cocodrilo.
Aún no comprendía lo ocurrido y me sentía desconcertado. Lo único que podía hacer era tirar de don Turcios. Llegamos a la orilla y puedo decir que nos abalanzamos sobre ella… El señor Pereira no paraba de aullar y maldecir mientras se apretaba la pierna con fuerza, que, a la altura de la pantorrilla, aparecía roja de sangre.
Arnulfo rasgó el pantalón y distinguimos una profunda herida de unos cinco centímetros. Presentaba toda la apariencia de una puñalada y la sangre manaba como de un caño.
—Una raya —comentó.
Don Turcios lanzó una exclamación y casi automáticamente se desmayó. Su hijo me pidió un pañuelo, restañó como pudo la sangre de la herida y luego se orinó encima. Aunque parezca absurdo, la orina —dado que contiene amoníaco— constituye, tradicionalmente, uno de los mejores alivios para todo este tipo de picaduras.
Arrastramos al inconsciente don Turcios hasta dejarle recostado en un árbol, y Arnulfo me pidió que me quedara a su cuidado.
—Orine cuantas veces pueda en la herida —señaló—. Yo voy a casa a buscar ayuda.
Desapareció en la espesura, seguido de «Solitario» y de los perros sanos.
Ignoro cuánto tiempo esperamos allí porque me quedé dormido. Me despertó la llegada de Arnulfo y un crecido número de peones que se apresuraron a cargar al viejo en unas parihuelas.
Sin tomar aliento emprendieron el regreso.
La última parte de éste transcurrió ya en plena noche y resultó lento y fatigoso, alumbrados por la luz de cuatro o cinco antorchas y acompañados por los constantes lamentos y maldiciones del herido.